domingo, 25 de noviembre de 2007

Una buena noticia


En la universidad moscovita, desde fines del año pasado, se enseña a los estudiantes declamación, o sea, el arte de hablar de modo bello y expresivo. Es imposible no alegrarse con esta excelente innovación. A nosotros los rusos nos gusta hablar y escuchar, pero el arte de la oratoria, entre nosotros, está totalmente rezagado. En las asambleas estatales y nobiliarias, en las reuniones científicas, en los almuerzos y cenas solemnes callamos con timidez o hablamos con indolencia, inexpresión y ambiguedad, “metiendo las barbas” sin saber donde meter las manos; nos dicen una palabra y en respuesta decimos diez, porque no sabemos hablar con brevedad y no conocemos esa gracia del discurso, cuando con el menor gasto de fuerza se alcanza el conocido efecto: non multa sed multum. Tenemos muchos abogados, fiscales, profesores y predicadores cuyas profesiones deben suponer, en esencia, una vena oratoria; tenemos muchas instituciones que se llaman “habladoras” porque en éstas, por obligación de servicio, se habla mucho y largo tiempo, pero no tenemos en absoluto personas que sepan expresar sus ideas con claridad, brevedad y sencillez. En ambas capitales se calculan, con todo y todo, unos cinco-seis oradores verdaderos, y de los crisóstomos provincianos no se oye nada. En las cátedras tenemos liebres y murmuradores, a los que se puede escuchar y entender sólo adaptándonos a ellos; en las veladas literarias se permite leer incluso muy mal, ya que el público se acostumbró a eso desde hace tiempo, y cuando algún poeta lee sus versos éste no escucha, sino mira solamente. Hay una anécdota de cierto capitán que, al parecer, cuando bajaban a su compañero a la tumba, se dispuso a pronunciar un largo discurso, pero profirió “¡que tengas salud!”, sollozó y no dijo nada más. Algo parecido cuentan del honorable V.V. Stásov, quien hace unos años, en el Club de pintores, deseando dictar una conferencia, estuvo unos cinco minutos parado en la escena, como una estatua callada, turbado, titubeó, y con la misma se fue sin decir ni una palabra. Y cuántas anécdotas se podrían contar de los abogados que provocaron con su lenguaje, incluso, la risa del acusado, de los sacerdotes de la ciencia que “atormentaron” a sus oyentes y, al final de todo, despertaron el más absoluto aborrecimiento hacia la ciencia. Somos personas desapasionadas, aburridas, en nuestras venas la sangre ya hace tiempo que se coaguló por el aburrimiento. No perseguimos los placeres ni los buscamos, y por eso no nos alarma en absoluto que somos indiferentes al arte de la oratoria, nos privamos de uno de los placeres más elevados y nobles, accesibles al hombre. Pero si no queremos disfrutar, pues por lo menos no molestaría recordar que, en todos los tiempos, la riqueza de la lengua y el arte de la oratoria fueron juntos. En la sociedad donde se desprecia la elocuencia auténtica reina la retórica, la mojigatería de la palabra o la vanilocuencia trivial. En la antigüedad y en los tiempos novísimos, la oratoria fue una de las palancas más poderosas de la cultura. Es impensable que el profeta de una nueva religión no sea, al mismo tiempo, un orador que aficione. Todos los mejores hombres de estado, en la época del florecimiento de los estados, los mejores filósofos, poetas, reformistas eran al mismo tiempo los mejores oradores. El camino hacia toda carrera estaba sembrado de las “flores” de la elocuencia, y el arte de hablar se consideraba obligatorio. Puede ser que alguna vez esperemos que nuestros juristas, profesores y en general funcionarios, obligados por su servicio a hablar no sólo científica, sino también inteligible y bellamente, no empiecen a justificarse con que ellos “no saben” hablar. En esencia, para un hombre intelectual hablar mal debe considerarse tal indecoro, como no saber leer y escribir, y en el asunto de la instrucción y la educación, la enseñanza de la elocuencia se debería considerar inevitable. En este sentido, la tarea de la Universidad moscovita constituye un serio paso adelante.

1Chejov escribe a Elena Lintvarióva el 23 de noviembre de 1888: “Yo quiero aprender con Liénskii a leer y hablar. Me parece que de mí saldría, si no fuera tartamudo, un no mal abogado. Sé hablar con brevedad de temas extensos”.

Título original: Joroshaya novost, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1893, Nº 6073, sin firma.
Imagen: Universidad de Moscú.