miércoles, 12 de septiembre de 2012

En la noche de navidad


Una mujer joven de unos veintitrés años, con un rostro terriblemente pálido, estaba parada en la orilla del mar y miraba a la lejanía. Desde sus pies pequeños, calzados con unas botitas de terciopelo, iba abajo hacia el mar una escalera antigua, estrecha con una baranda muy movible.
La mujer miraba a la lejanía, donde se entreabría una extensión inundada por una tiniebla profunda, impenetrable. No se veían ni las estrellas, ni el mar cubierto de nieve, ni luces. Caía una lluvia fuerte.
"¿Qué hay allá?", pensaba la mujer mirando fijamente a la lejanía, y arropándose con su pelliza y chal empapados por el viento y la lluvia.
En algún lugar allá, en esa oscuridad impenetrable, a unas cinco-diez vérstas o incluso más, debía estar en ese tiempo su marido, el hacendado Litvínov, con su artel de pescadores. Si la ventisca de los dos últimos días en el mar, no había cubierto de nieve a Litvínov y a sus pescadores, pues éstos se apuraban ahora a la orilla. El mar se hinchaba y, decían, pronto empezaría a romper el hielo. El hielo no podía soportar ese viento. ¿Lograría acaso su trineo de pescador, con sus guardalodos deformes, pesados y no manejables alcanzar la orilla, antes de que la mujer pálida oyera el bramido del mar despierto? La mujer apasionadamente quería ir abajo. La baranda se movía bajo su mano y mojada, pegajosa se resbalaba de sus brazos, como una anguila. Se sentó en un peldaño y empezó a bajar a gatas, aguantándose con las manos firmemente de los peldaños fríos, fangosos. El viento tironeó y abrió su pelliza por entero. Sobre su pecho sopló la humedad.
-¡San Nicolás milagroso, esta escalera no tiene fin! –susurraba la mujer joven, escogiendo los peldaños.
La escalera tenía exactamente noventa peldaños. Ésta iba no en curvas, sino en línea recta abajo, en un agudo ángulo de plomada. El viento maligno la oscilaba de un costado al otro, y ésta crujía como una tabla lista a rajarse. A los diez minutos la mujer ya estaba abajo, junto al mismo mar. Y allí abajo había la misma oscuridad. El viento allí se hacía aún más maligno que arriba. La lluvia fluía y al parecer no tenía fin.
-¿Quién va? -se oyó una voz masculina.
-Soy yo, Denís...
Denís, un viejo alto robusto con una gran barba canosa, estaba parado en la orilla con un gran bastón, y también miraba a la lejanía impenetrable. Estaba parado y buscaba en su ropa un lugar seco, para rayar un cerillo en éste y prender su pipa.
-¿Es usted, señora Natalia Serguéevna? -preguntó con una voz perpleja-. ¡¿Con tal mal tiempo?! ¿Y qué va a hacer aquí? Con su complexión después del parto, un resfriado es una muerte segura. ¡Vaya, mátushka, a la casa!
Se oyó el llanto de una vieja. Lloraba la madre del pescador Yevséy, que había ido con Litvínov a la pesca. Denís suspiró y dejó de la mano.
-Viviste tú, vieja -dijo al espacio-, setenta años en este mundo, y eres como un niño pequeño, sin un concepto. ¡Pues sobre todo, tú, imbécil, está la voluntad de Dios! ¡Con tu debilidad anciana tienes que acostarte en la estufa, y no sentarte en la humedad! ¡Vete de aquí con Dios!
-¡Pero mi Yevséy pues, Yevséy! ¡Sólo lo tengo a él, Denísushka!
-¡La voluntad de Dios! Si a él no le está destinado, digamos, morir en el mar, pues deja que el mar se rompa siquiera cien veces, y él se quedará vivo. Y si, madre mía, le está destinado esta vez aceptar la muerte, pues no nosotros debemos juzgar. ¡No llores, vieja! ¡No está solo Yevséy en el mar! Allá está el señor Andréi Petróvich. Allá están Fiédka, Kuzmá y Tarasiénkov Alióshka.
-¿Y ellos están vivos, Denísushka? -preguntó Natalia Serguéevna con una voz trémula.
-¡Y quién sabe pues, señora! Si ayer y hace tres días la ventisca no los cubrió, por lo tanto, están vivos. Si el mar no se rompe, estarán vivos del todo. Mira pues, qué viento. ¡Como alquilado, vaya con Dios!
-¡Alguien va por el hielo! -dijo de pronto la mujer joven con una voz ronca no natural, como con susto, dando un paso atrás.
Denís entornó los ojos y prestó oídos.
-No, señora, no va nadie -dijo-. Eso el tontito Petrúsha está sentado en el bote, y mueve los remos. ¡Petrúsha! -gritó Denís-. ¿Estás sentado?
-¡Estoy sentado, abuelo! -se oyó una voz débil, enferma.
-¿Te duele?
-¡Me duele, abuelo! ¡No tengo fuerza!
En la orilla junto al mismo hielo había un bote. En el bote en su mismo fondo estaba sentado un muchacho alto, con unos brazos y piernas largos deformes. Era el tontito Petrúsha. Apretando los dientes y con todo el cuerpo temblando, miraba a la lejanía oscura y también intentaba discernir algo. Esperaba algo del mar. Sus brazos largos se aguantaban de los remos, y la pierna izquierda estaba doblada bajo el torso.
-¡Está enfermo nuestro tontito! -dijo Denís acercándose al bote-. Le duele la pierna al cordial. Y perdió el juicio el muchacho por el dolor. ¡Si tú, Petrúsha, fueras al calor! Aquí te vas a resfriar peor aún…
Petrúsha callaba. Temblaba y se arrugaba por el dolor. Le dolía el muslo izquierdo, su lado posterior, ese preciso lugar por donde pasaba el nervio.
-¡Ve, Petrúsha! -dijo Denís con una voz suave, paternal-. Acuéstate en la estufa, y Dios quiera, ¡para maitines se te calmará la pierna!
-¡Olfateo! -farfulló Petrúsha, aflojando la mandíbula.
-¿Qué tú olfateas, tontito?
-El hielo se rompió.
-¿De dónde lo olfateas?
-Un rumor así oigo. Un rumor del viento, otro del agua. Y el viento se volvió otro: más suave. A unas diez vérstas de aquí ya se rompe.
El viejo prestó oídos. Escuchó largo tiempo, pero no entendió nada en el zumbido general, excepto el aullido del viento y el regular rumor de la lluvia.
Pasó media hora de espera y silencio. El viento hacía su asunto. Se volvía más y más maligno y, al parecer, había decidido fuera como fuera romper el hielo, quitarle a la vieja su hijo Yevséy, y a la mujer pálida su marido. La lluvia entre tanto se volvía más y más débil. Pronto se hizo tan escasa, que ya se pudo distinguir en la oscuridad las figuras humanas, la silueta del bote y la blancura de la nieve. A través del aullido del viento se podía oír un tañido. Eso tañían arriba, en el pueblo de pescadores, en el campanario antiguo. Las personas, atrapadas en el mar por la ventisca y después por la lluvia, debían ir hacia ese tañido, la tabla de la que se agarraba el ahogado.
-¡Abuelo, el agua ya está cerca! ¿Oyes?
El abuelo prestó oídos. Esta vez oyó un zumbido, no parecido al aullido del viento o al rumor de los árboles. El tontito tenía razón. No se podía ya dudar, de que Litvínov con sus pescadores no regresaría a tierra a celebrar la navidad.
-¡Se terminó! -dijo Denís-. ¡Se rompe!
La vieja chilló y se sentó en la tierra. La señora, mojada y temblando de frío, se acercó al bote y empezó a escuchar. Y oyó un zumbido siniestro.
-¡Puede ser, es el viento! -dijo ella-. ¿Tú estás convencido, Denís, de que eso se rompe el hielo?
-¡La voluntad de Dios!.. Por nuestros pecados, señora...
Denís suspiró y agregó con una voz tierna:
-¡Sírvase arriba, señora! ¡Usted así ya se empapó!
Y las personas paradas en la orilla oyeron una risa serena, una risa infantil, dichosa... Se reía la mujer pálida. Denís graznó. Él siempre graznaba cuando quería llorar.
-¡Se tocó de la mente pues! -le susurró a la silueta oscura del mujík.
El aire se hizo más luminoso. Asomó la luna. Ahora todo se veía: el mar, con los montones de nieve derretidos a medias, la señora, Denís, el tontito Petrúsha, arrugado por el dolor insufrible. A un costado estaban parados los mujíks, que sostenían en las manos unas cuerdas para algo.
Resonó el primer crujido nítido no lejos de la orilla. Pronto resonó otro, un tercero, y por el aire se divulgó un crujido aterrador. La mole blanca infinita onduló y se oscureció. El monstruo se despertaba y empezaba su vida turbulenta.
El aullido del viento, el rumor de los árboles, los gemidos de Petrúsha y el tañido, todo se acalló tras el bramido del mar.
-¡Hay que irse arriba! -gritó Denís-. Ahora la orilla va a inundarse y cubrirse de hielos. ¡Y ahora va a empezar maitines, muchachos! ¡Vaya, mátushka-señora! ¡A Dios así le place!
Denís se acercó a Natalia Serguéevna y la tomó del codo con cuidado...
-¡Vamos, mátushka! -dijo con ternura, con una voz llena de compasión.
La señora apartó a Denis con la mano y, alzando la cabeza animada, fue a la escalera. Ya no estaba tan mortalmente pálida, en sus mejillas jugaba un rubor saludable, como si en su organismo hubieran vertido sangre fresca; sus ojos ya no miraban llorosos, y sus manos, que retenían el chal en el pecho, no temblaban como antes... Ahora sentía que ella misma, sin la ayuda ajena, sabría pasar por la alta escalera...
Pisado el tercer peldaño, se detuvo como clavada. Delante de ella estaba parado un hombre alto, garboso con unas botas grandes y una zamarra...
-Soy yo, Natasha... ¡No temas! -dijo el hombre.
Natalia Serguéevna se tambaleó. En el alto gorro de añino, el bigote negro y los ojos negros reconoció a su marido, el hacendado Litvínov. El marido la levantó en sus brazos y la besó en la mejilla, además la bañó con los vapores del jerez y el cognac. Estaba levemente borracho.
-¡Alégrate, Natasha! -dijo-. Yo no me perdí bajo la nieve y no me ahogué. Durante la ventisca, con mis muchachos, alcancé hasta Taganróg, de donde pues vine a ti... y vine...
El farfullaba y ella, pálida y trémula de nuevo, lo miraba con ojos perplejos, asustados. Ella no creía...
-¡Cómo te empapaste, cómo tiemblas! -susurró él, apretándola contra su pecho...
Y por su rostro borracho de dicha y vino se derramó una sonrisa suave, infantil, buena… ¡Lo habían esperado en ese frío, a esa hora nocturna! ¿Acaso eso no era amor? Y se echó a reír de dicha...
Un lamento penetrante, que desgarraba el alma respondió a esa risa serena, dichosa. Ni el bramido del mar, ni el viento, nada estaba en condición de sofocarlo. Con el rostro desfigurado por la desolación, la mujer joven no tuvo fuerzas para retener ese lamento, y éste escapó al exterior. En éste se oía todo: un matrimonio a la fuerza, una insalvable antipatía hacia el marido, la angustia de la soledad y, finalmente, la frustrada esperanza de una viudez libre. Toda su vida con su pesar, lágrimas y dolor se derramó en ese lamento, no sofocado incluso por los témpanos crujientes. El marido entendió ese lamento, y no se podía no entenderlo...
-¡Te es amargo que la nieve no me cubrió, o que el hielo no me aplastó! -farfulló.
El labio inferior le tembló, y por su rostro se derramó una sonrisa amarga. Se apeó del peldaño y bajó a su mujer a la tierra.
-¡Que sea a tu forma! -dijo.
Y, tras voltearse de su mujer, fue al bote. Allí el tontito Petrúsha, apretando los dientes, temblando y saltando en un pie, arrastraba el bote al agua.
-¿A dónde tú vas? -le preguntó Litvínov.
-¡Me duele, su excelencia! Yo me quiero ahogar... A los difuntos no le duele...
Litvínov saltó al bote. El tontito se metió tras él.
-¡Adiós, Natasha! -gritó el hacendado-. ¡Que sea a tu forma! ¡Recibe eso que esperabas, parada ahí en el frío! ¡Con Dios!
El tontito agitó los remos y el bote, tropezando con un gran témpano, navegó al encuentro de las olas altas.
-¡Rema, Petrúsha, rema! -decía Litvínov-. ¡Sigue, sigue!
Litvínov, aguantado del borde del bote, se balanceaba y miraba atrás. Se había esfumado su Natasha, se habían esfumado las lucecitas de las pipas, se había esfumado la orilla finalmente...
-¡Regresa! -oyó él la voz femenina rasgada.
Y en ese “regresa”, le parecía, se oía una desolación.
-¡Regresa!
A Litvínov le palpitó el corazón... Lo llamaba su mujer, y ahí aún en la orilla, en la iglesia tocaban a maitines de navidad.
-¡Regresa! -repetía con súplica la misma voz.
El eco repitió esa palabra. Los témpanos crujieron esa palabra, el viento la chilló, y el tañido de navidad decía: “Regresa”.
-¡Vamos atrás! -dijo Litvínov, tirando al tontito de la manga.
Pero el tontito no oía. Apretando los dientes por el dolor y mirando a la lejanía con esperanza, trabajaba con sus brazos largos... A él nadie le gritaba “regresa”, y el dolor del nervio, que le había empezado desde la infancia, se hacía más agudo y ardiente... Litvínov le agarró los brazos y los jaló hacia atrás. Pero sus brazos estaban duros como una piedra, y no era fácil arrancarlos de los remos. Y además era tarde. Al encuentro del bote se deslizaba un témpano inmenso. Ese témpano debía liberar a Petrúsha de su dolor para siempre...
Hasta la mañana estuvo parada la mujer pálida en la orilla del mar. Cuando, semi-helada y agotada por la tortura moral, la llevaron a la casa y la acostaron en el lecho, sus labios aún continuaban susurrando: “¡Regresa!”
En la noche de navidad ella amó a su marido...

Título original: V rozhdestvenskuyu noch, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1883, Nº 50, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Ivan Aivazovsky, Ice Mountains in Antarctica, Icebergs (detail), 1870.