domingo, 6 de julio de 2008

El inquilino


Brikóvich, que alguna vez se dedicó a la abogacía, y ahora vivía sin hacer nada con su esposa rica, dueña de las habitaciones amuebladas Túnez, un hombre joven pero ya calvo, una vez a medianoche, salió corriendo de su apartamento al corredor, y azotó la puerta con todas sus fuerzas.
-¡Oh bicho malo, tonto, estúpido! –farfulló, apretando los puños. -¡Me juntó pues el diablo contigo! ¡Uf! ¡Para gritarle más fuerte a esa bruja, hay que ser un cañón!
Brikóvich se sofocó de indignación y rabia, y si por el camino ahora, mientras andaba por los largos corredores de Túnez, hubiera hallado alguna bacinica o mozo de corredor soñoliento, le hubiera dado rienda suelta a sus manos con placer, para descargar siquiera sobre algo su cólera. Quería maldecir, gritar, dar patadas... Y el destino, como si entendiera su estado de ánimo y deseara engatusarlo, le envió al encuentro al pagador moroso, al músico Jaliávkin, inquilino del número 31. Jaliávkin estaba parado ante su puerta y, cabeceando fuertemente, metía la llave en el ojo de la cerradura. Éste gemía, mandaba a alguien a todos los diablos, pero la llave no obedecía, y cada vez entraba no ahí donde era necesario. Con una mano la metía febrilmente, con la otra sostenía el estuche del violín. Brikóvich se abalanzó sobre él como un gavilán, y le gritó enojado:
-¿Ah, es usted? Oiga, muy señor mío, ¿cuándo pues, finalmente, va a pagar por el apartamento? ¡Ya hace dos semanas que no se digna a pagar! ¡Voy a mandar a no darle calefacción! ¡Lo voy a desalojar, muy señor mío, qué diablos!
-Usted me mo... molesta... –respondió el músico con serenidad. –¡Au re... revoir1!
-¡Avergüéncese, señor Jaliávkin! –continuó Brikóvich. -¡Usted recibe ciento veinte rublos al mes, y podría pagar puntualmente! ¡Esto es de mala fe, muy señor mío! ¡Esto es ruin en grado sumo!
La llave chasqueó finalmente, y la puerta se abrió.
-¡Sí, esto es deshonesto! –continuó Brikóvich, entrando tras el músico al número. –Le advierto que si no paga mañana, pues lo entrego al juez de paz. ¡Yo le voy a enseñar! ¡Y dígnese a no tirar cerillos apagados al suelo, pues me va a causar un incendio aquí! Yo no voy a tolerar que en mis números vivan personas de conducta no sobria.
Jaliávkin miró a Brikóvich con ojos borrachos, contentos, y sonrió con malicia.
-Resueltamente, no entiendo por qué se acalora... –musitó, encendiendo un cigarrillo y quemándose los dedos. -¡No entiendo! Supongamos, que yo no pago por el apartamento; sí, yo no pago pero, ¿usted pues qué tiene que ver ahí, dígame por bondad? ¿Qué asunto suyo es? Usted tampoco paga nada por el apartamento, pero yo pues no lo molesto. No paga, bueno, y vaya con Dios, ¡no hace falta!
-O sea, ¿cómo es eso pues?
-Así... El due... dueño aquí no es usted, sino su honorabilísima esposa... Usted aquí... aquí es tan “inquilino con trombón2” como los demás... No son sus números, por lo tanto, ¿qué necesidad tiene de inquietarse? Tome ejemplo de mí: ¿pues yo no me inquieto? Usted por el apartamento no paga ni un kópek, ¿y qué pues? No paga, y no hace falta. Yo no me inquieto en absoluto.
-¡Yo no lo entiendo, muy señor mío! –farfulló Brikóvich, y se puso en la pose del hombre ofendido, dispuesto a cada instante a defender su honor.
-¡Por lo demás, soy culpable! Yo olvidé, que los números usted los tomó de dote... ¡Soy culpable! Aunque, por lo demás, si mirar desde el punto de vista moral, -continuó Jaliávkin cabeceando, -pues usted, de todos modos, no debe acalorarse... Pues usted los consiguió de gra... gratis, por una aspirada de rapé... Éstos, si mirar con amplitud, son tanto suyos como míos... ¿Por qué usted se los apro... apropió? ¿Porque es el esposo?.. ¡Qué importancia! Ser esposo no es difícil en absoluto. Padrecito mío, tráigame aquí doce docenas de esposas, y yo seré el esposo de todas, ¡de gratis! ¡Hágame esa concesión suya!
El parloteo borracho del músico, por lo visto, hirió a Brikóvich en el punto más sensible. Éste se sonrojó y largo tiempo no supo qué responder, después se acercó a Jaliávkin y, mirándolo de modo rabioso, golpeó la mesa con el puño con todas sus fuerzas.
-¿Cómo se atreve a decirme eso? –dijo silbando. -¿Cómo se atreve?
-Permítame... –empezó a farfullar Jaliávkin, echándose hacia atrás. –Esto ya sale fortissimo3. ¡No entiendo, por qué se ofende! Yo... yo pues, digo eso no por ofender, sino... por elogio. Si a mí me tocara una dama con estos números, pues yo, con las manos y con los pies... ¡hágame esa concesión!
-Pero... pero, ¿cómo se atreve a ofenderme? –gritó Brikóvich, y golpeó la mesa con el puño de nuevo.
-¡No entiendo! –se encogió de hombros Jaliávkin, ya sin sonreír. –Por lo demás, yo estoy borracho... puede ser lo ofendí... En ese caso, perdone, ¡soy culpable! ¡Mámochka, perdona al primer violín! Yo no lo quería ofender en absoluto.
-Eso incluso es un cinismo... –profirió Brikóvich, suavizado con el tono solícito de Jaliávkin. –Hay cosas, de las que no se habla de esa forma...
-Bueno, bueno... ¡no lo haré! ¡Mamásha, no lo haré! ¡La mano!
-Además de que no le di motivo... –continuó Brikóvich en un tono ofendido, definitivamente suavizado, pero no le tendió la mano. –Yo no le hice nada malo.
-Realmente, no convendría to... tocar esa cuestión delicada... Me fui de lengua por borracho e imbécil... ¡Perdona, mámochka! ¡Realmente, un cerdo! Ahora me voy a mojar la cabeza con agua fría, y me pondré sobrio.
-Y sin eso se vive de forma abominable, repugnante, ¡y ahí usted aún con sus ofensas! –decía Brikóvich, andando por el número con excitación. –Nadie ve la verdad, y cada uno piensa y dice lo que quiere. ¡Me imagino, qué dicen por la espalda, ahí en los números! ¡Me imagino! En verdad, yo no tengo razón, soy culpable: fue tonto de mi parte, lanzarme sobre usted por el dinero a media noche, soy culpable pero... hay que disculparme pues, ponerse en mi situación y... ¡usted me lanza a la cara insinuaciones sucias!
-¡Palomita, pero es que estoy borracho! Me arrepiento y lo siento. ¡Palabra de honor, lo siento! ¡Mámochka, le daré el dinero! ¡Tan pronto lo reciba el día primero, así se lo daré! ¡¿Entonces, paz y concordia?! ¡Bravo! ¡Ah, alma mía, amo a las personas instruidas! Yo mismo estudié en el conservato-servatorio... ¡no lo dices, diablos!...
A Jaliávkin se le saltaron las lágrimas, tomó al caminante Brikóvich por la manga y lo besó en la mejilla.
-¡Eh, gentil amigo, estoy borracho como un hijo de gallina, y todo lo entiendo! ¡Mamásha, ordénale al mozo ponerle el samovar al primer violín! Ustedes ahí tienen una ley, que después de las once no pasees por el corredor, y no pidas el samovar, ¡y después del teatro, es un horror cómo se quiere un té!
Brikóvich apretó el botón del timbre.
-¡Timoféi, ponle al señor Jaliávkin el samovar! –dijo al aparecido mozo de corredor.
-¡No se puede! –dijo Timoféi en voz baja. –La señora no permite poner el samovar después de las once.
-¡Pero yo te lo ordeno! –gritó Brikóvich, palideciendo.
-Y qué ordenar ahí, si no está permitido... –rezongó el mozo de corredor, saliendo del número. –No está permitido, y no se puede. ¡Qué ahí!..
Brikóvich se mordió el labio y se volvió hacia la ventana.
-¡Situación! –suspiró Jaliávkin. –M-sí, ni qué decir... Bueno, y yo no tengo por qué turbarme, yo pues entiendo... toda el alma por entero. Conocemos esa psicología... ¡Y qué, a la fuerza vas a tomar vodka, si no te dan té! ¿Te tomas un vodka, ah?
Jaliávkin tomó el vodka y el embutido de la ventana, y se instaló en el diván para empezar a beber y picar. Brikóvich miraba al borrachín con tristeza, y escuchaba su parloteo sin término. Acaso porque, al ver la cabeza hirsuta, las botellas y el embutido barato recordó su pasado reciente, cuando él era asimismo pobre pero libre, su rostro se puso aún más sombrío, y quiso beber. Se acercó a la mesa, se bebió una copita y graznó.
-¡En la infamia se vive! –dijo, y movió la cabeza. -¡Es abominable! Usted pues ahora me ofendió, el mozo me ofendió... ¡y así, sin final! ¡Y por qué! Así, en esencia, por nada...
Después de la tercera, Brikóvich se sentó en el diván y se quedó pensativo, apoyando la cabeza sobre sus manos, después suspiró con tristeza y dijo:
-¡Me equivoqué! ¡Oh, cómo me equivoqué! Vendí mi juventud, mi carrera, mis principios, y ahora pues la vida se venga de mí. ¡Se venga sin piedad!
Con el vodka y las ideas tristes se puso muy pálido y, al parecer, hasta adelgazó. Varias veces, en el desespero, se agarró la cabeza y dijo: “¡Oh, qué clase de vida, si tú supieras!”
-Y confiésame, dime a conciencia, -preguntó mirando fijamente el rostro de Jaliávkin, -dime a conciencia, ¿cómo en general... piensan de mí ahí? ¿Qué dicen los estudiantes, que viven en esos números? Seguro, oíste pues...
-Oí...
-¿Y qué?
-No dicen nada, sino así... te desprecian.
Los nuevos amigos ya no hablaron de nada más. Se separaron sólo al amanecer, cuando en el corredor empezaban a apagar las estufas.
-Y tú a ella no le pagues... nada... –farfulló Brikóvich yéndose. -¡No le pagues ni un kópek!.. Deja...
Jaliávkin se tumbó en el diván y, tras poner la cabeza sobre el estuche del violín, empezó a roncar fuertemente.
A la medianoche siguiente se juntaron de nuevo...
Brikóvich, tras probar la dulzura de las libaciones amistosas, ya no deja pasar ni una noche, y si no encuentra a Jaliávkin, pues entra a algún otro número, donde se queja del destino y bebe, bebe y se queja de nuevo, y así cada noche.

1Au revoir, ¡Hasta luego!
2“Inquilino con trombón”, expresión popular tras el estreno del vodevil El inquilino con trombón, de S.O. Bóikov.
3Fortissimo, fortísimo.

Título original: Zhilietz, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1886, Nº 44, (con el título El inquilino Nº 31) con la firma “A. Chejonté”.
Imagen: Franz von Defregger, Cuarto rústico, 1876.

viernes, 4 de julio de 2008

75 000


De noche, a eso de las 12, por el boulevard Tvierskáya, iban dos amigos. Uno, un trigueño alto, bonito, con una pelliza de oso usada y un cilindro; el otro, un hombre pequeño, pelirrojo, con un paletó raído con botones de hueso. Ambos iban y callaban. El trigueño silbaba una mazúrka1 con ligereza, el pelirrojo miraba bajo sus pies sombríamente y, a cada rato, escupía a un costado.
-¿Nos sentamos un poco? –propuso el trigueño finalmente, cuando ambos amigos vieron la silueta oscura de Púshkin y la lucecita sobre los portones del Monasterio de la Pasión.
El pelirrojo convino callado y los amigos se sentaron.
-Yo te voy a hacer una pequeña petición, Nikolai Borísich, -dijo el trigueño, después de cierto silencio. -¿No puedes tú, amigo, prestarme unos diez, quince rublos? Dentro de una semana te los devuelvo...
El pelirrojo callaba.
-Yo no empezaría a molestarte, si no fuera por necesidad. Hoy la suerte me jugó una mala pasada... Mi esposa me dio hoy por la mañana su brazalete, para empeñarlo... Ella necesita pagarle el gimnasio a su hermanita... Yo, ¿sabes?, lo empeñé, y mira... delante de ti, perdí hoy al stúkolka2, sin querer...
El pelirrojo empezó a moverse y graznó.
-¡Un hombre banal eres, Vasílii Ivánich! –dijo, torciendo la boca en una sonrisa maligna. -¡Un hombre banal! ¿Qué derecho tenías tú, a sentarte con las señoras a jugar al stúkolka, si tú sabías que ese dinero no era tuyo, sino ajeno? Bueno, ¿no eres un hombre banal, no eres un fatuo? Espera, no me interrumpas... Deja que te diga de una vez para siempre... ¿Para qué esos eternos trajes nuevos, ese alfiler en la corbata? ¿Acaso la moda es para ti, mendigo? ¿Para qué ese cilindro estúpido? ¡Tú, que vives a cuenta de tu esposa, pagar quince rublos por un cilindro, cuando tú, perfectamente, sin perjuicio para la moda ni para la estética, podrías pasar con un gorro de tres rublos! ¿Para qué esa eterna jactancia de tus conocidos inexistentes? ¡Conoces a Jojlóv3, a Pleváko4 y a todos los redactores! ¡Cuando tú hoy mentías sobre tus conocidos, a mí los ojos y las orejas me ardían por ti! ¡Mientes y no te sonrojas! Y cuando juegas con esas señoras, y pierdes con ellas el dinero de tu esposa, sonríes de un modo tan trivial y estúpido, que simplemente... ¡una bofetada da lástima!
-Bueno, deja, deja... Tú no estás de humor hoy...
-Bueno, deja que esa fatuidad sea una muchachada, una chiquillada... Yo convengo en admitir eso, Vasílii Ivánich... tú aún eres joven... Pero no admito... no entiendo una cosa... ¿Cómo pudiste, jugando con esas muñecas... hacer trampa? ¡Yo vi cómo tú, al repartir, te sacaste de abajo una sota de pica!
Vasílii Ivánich se sonrojó como un escolar y se empezó a justificar. El pelirrojo insistió en lo suyo. Discutieron en voz alta y largo tiempo. Finalmente, ambos poco a poco se callaron y se quedaron pensativos.
-Es verdad, yo me compliqué fuerte, –dijo el trigueño, después de un largo silencio. –Es verdad... Me lo gasté todo, me endeudé, gasté algo ajeno, y ahora no sé cómo zafarme. ¿Conoces esa sensación insufrible, infame, cuando todo el cuerpo te pica, y no tienes remedio para esa picazón? Algo parecido a esa sensación yo experimento ahora... Me hundí todo hasta el cuello en un berenjenal... Me da vergüenza por las personas y por mí mismo... Hago un montón de tonterías, de porquerías, con los motivos más mezquinos, y al mismo tiempo no me puedo detener de ningún modo... ¡Es infame! Si yo recibiera una herencia o un premio, pues lo dejaría todo en el mundo, me parece, y nacería de nuevo. Y tú, Nikolai Borísich, no me condenes... no tires la piedra... Recuerda al Nekliúzhev5 de Palm...
-Recuerdo yo a tu Nekliúzhev, –dijo el pelirrojo. –Lo recuerdo… Se cogió el dinero ajeno, se atracó, y después de almuerzo quiso relajarse: ¡delante de una muchacha empezó a lloriquear!.. Antes de almuerzo, seguro, no lloriqueó… ¡Es una vergüenza para los escritores idealizar a semejantes canallas! Si ese Nekliúzhev no tuviera una apariencia afortunada y unas maneras galantes, la hija del mercader no se hubiera enamorado de él, y no hubiera habido contrición…En general, a los canallas la suerte les da una apariencia afortunada… Todos ustedes pues, son unos cupidos. A ustedes los aman, de ustedes se enamoran… ¡Ustedes tienen una suerte terrible por el lado de las mujeres!
El pelirrojo se levantó y empezó a caminar cerca del banco.
-Tu esposa, por ejemplo… es una mujer honrada, generosa… ¿por qué se enamoró de ti? ¿Por qué? Y hoy pues, toda la tarde, al mismo tiempo que tú mentías y hacías melindres, una rubia bonita no te quitaba el ojo de encima… A ustedes, los Nekliúzhevs, los aman, a ustedes les sacrifican, y ahí toda la vida trabajas, te golpeas, como el pez contra el hielo… honrado como la misma honradez, ¡y siquiera un minuto feliz! ¿Y aún también… recuerdas? Yo era novio de tu esposa, Olga Alexéevna, cuando ella aún no te conocía, era un poco feliz, pero llegaste tú y… yo me perdí…
-¡Los celos! –sonrió el trigueño con malicia. -¡Y yo no sabía que tú eras tan celoso!
Por el rostro de Nikolai Borísich corrió una sensación de despecho y repulsión… Él, maquinalmente, sin darse cuenta él mismo, extendió hacia adelante la mano y… manoteó. El sonido de la bofetada violó el silencio de la noche… El cilindro voló de la cabeza del trigueño y rodó por la nieve apisonada. Todo eso sucedió en un segundo, de modo inesperado, y resultó estúpido, absurdo. Al pelirrojo, al instante le dio vergüenza la bofetada. Hundió el rostro en el cuello desteñido de su paletó, y empezó a caminar por el boulevard. Al llegar a Púshkin, volvió la cabeza hacia el trigueño, estuvo parado un instante inmóvil y, como si se hubiera asustado de algo, echó a correr hacia la Tvierskáya…
Vasílii Ivánich estuvo sentado largo tiempo callado y sin moverse. Por su lado pasó cierta mujer y le dio con risa el cilindro. Él le agradeció maquinalmente, se levantó y se fue.
“Ahora me empezará la comezón, –pensó a la media hora, subiendo por la larga escalera hacia su apartamento. -¡Me tocará de mi esposa por la pérdida! ¡Toda la noche me va a leer un sermón! ¡Que se la lleve el diablo del todo! Le diré que perdí el dinero…”
Al llegar a su puerta llamó con timidez. Lo dejó entrar la cocinera…
-¡Lo felicito! –le dijo la cocinera, con el rostro lleno de ternura.
-¿Eso por qué?
-¡Y ya verá! ¡Se apiadó Dios!
Vasílii Ivánovich se encogió de hombros y entró al dormitorio. Allí, al escritorio, estaba sentada su esposa, Olga Alexéevna, una pequeña rubia con papillotes en los cabellos. Escribía. Ante ella yacían unas cuantas cartas ya listas, selladas. Al ver a su esposo, se levantó y se le lanzó al cuello.
-¿Llegaste? –rompió a hablar. -¡Qué felicidad! ¡No te puedes imaginar qué felicidad! A mí me dio histeria, Vásia, con esta novedad… ¡Toma, lee!
Y ella, saltando hacia la mesa, tomó el periódico y lo acercó al rostro de su esposo.
-¡Lee! ¡Mi billete ganó 75 000! ¡Pues yo tengo el billete! ¡Palabra de honor, lo tengo! Yo lo escondía de ti porque… porque… tú lo hubieras empeñado. Nikolai Borísich, cuando era mi novio, me regaló ese billete, y después no quiso aceptarlo de vuelta. ¡Qué buen hombre es ese Nikolai Borísich! ¡Ahora somos terriblemente ricos! Tú ahora te vas a enmendar, no vas a llevar una vida desordenada. Pues tú andabas de parranda y me engañabas por las carencias, por la pobreza. Yo eso lo entiendo. Tú eres inteligente, honrado…
Olga Alexéevna se paseó por la habitación y rompió a reír.
-¡Qué novedad! Caminaba yo, caminaba de una esquina a la otra, te maldecía por tu libertinaje, te odiaba, y después, con el tedio, me senté a leer el periódico… ¡Y de pronto veo!.. Le escribí cartas a todos… a mis hermanas, a mi madre… ¡Algo se alegrarán, las pobres! ¿Pero a dónde vas?
Vasílii Ivánich le echó una ojeada al periódico… Aturdido, pálido, sin escuchar a su esposa, estuvo parado cierto tiempo callado, ideando algo, después se puso el cilindro y salió de la casa.
-¡A la Gran Dimítrovka, número NN! –le gritó al cochero.
En los números no encontró a aquella que necesitaba. El número conocido estaba cerrado.
“Ella, debe ser, está en el teatro, -pensó, -y del teatro… se fue a cenar…Esperaré un poco…”
Y se quedó a esperar… Pasó media hora, pasó una hora… Se paseó por el corredor y habló un poco con el lacayo soñoliento… Abajo, en el reloj de los números, dieron las tres… Finalmente, perdida la paciencia, empezó a bajar con lentitud hacia la salida… Pero la suerte se apiadó de él…
En la misma entrada, se encontró con una alta, delgada trigueña, arropada con una boa larga. A ésta le pisaba los talones cierto señor de lentes azules con un gorro de añino.
-Culpable, -se dirigió Vasílii Ivánich a la dama. -¿Puedo molestarla por un minuto?
La dama y el hombre fruncieron el ceño.
-Yo ahora, -le dijo la dama al hombre, y fue con Vasílii Ivánich hacia el mechero de gas. -¿Qué le hace falta?
-Yo vengo a verte… a verla, Nadine, por un asunto, -empezó Vasílii Ivánich con tartamudeo. –Lástima, que esté contigo ese señor, si no te lo contaría todo…
-¿Pero qué pasa? ¡No tengo tiempo!
-¡Te buscaste nuevos adoradores, y no tienes tiempo! ¡Eres buena, ni qué decir! ¿Por qué me corriste de tu casa en Navidad? Tú no quisiste vivir conmigo porque… porque yo no te brindaba suficientes medios de vida… Pues tú no tienes razón, resulta… Sí… ¿Recuerdas ese billete, que yo te regalé por el santo? ¡Toma, lee! ¡Ganó 75 000!
La dama tomó el periódico en sus manos y con unos ojos avaros, como asustados, empezó a buscar el telegrama de Petersburgo… Y lo encontró…
En ese mismo momento, otros ojos llorosos, embotados de dolor, casi dementes, miraban el cofrecito y buscaban el billete… Toda la noche esos ojos buscaron, y no encontraron. El billete había sido robado, y Olga Alexéevna sabía quién se lo había robado.
Esa misma noche, el pelirrojo Nikolai Borísich se volteaba de un costado al otro e intentaba dormirse, pero no se durmió hasta la misma mañana. Le daba vergüenza la bofetada.

1Mazúrka, tonada de origen polaco.
2Stúkolka, juego de cartas.
3P.A. Jojlóv, cantante de la Ópera imperial de Moscú.
4F.N. Pleváko, jurista y orador judicial célebre.
5Nekliúzhev, personaje principal de Nuestro amigo Neklliúzhev, comedia de A.I. Palm, puesta en la escena del Teatro Máli el 25 de noviembre de 1879.

Título original: 75 000, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1884, Nº 2, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Jean-François Raffaëlli, Boulevard Saint-Michel, 1918.

jueves, 3 de julio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


De Chejov se puede escribir mucho, pero es necesario escribir con mucha menudez y precisión, algo que yo no sé. Sería bueno escribir de él así, como él mismo escribió La estepa, un cuento aromático, ligero y, a la rusa, de una tristeza cavilosa. Un cuento para uno.
Es bueno recordar a un hombre así, al instante el ánimo vuelve a tu vida, la idea lúcida entra a ésta de nuevo.
El hombre es el eje del mundo.
Y me dirán: ¿y sus vicios, sus defectos?
Todos tenemos hambre de amor por el hombre, y con hambre hasta el pan mal horneado sabe dulce.
Pero yo vi cómo A. Chejov, sentado en su jardín, cazaba un rayo de sol con su sombrero, e intentaba –sin ningún éxito- ponérselo en la cabeza junto con el sombrero. Y yo vi que el fracaso irritaba al cazador de rayos solares, su rostro se hacía cada vez más enojado. Terminó con que, azotando su rodilla con el sombrero de modo abatido, con un gesto brusco, se lo encajó en la cabeza, empujó con el pie a su perro Túzik con irritación, entornó los ojos, miró de soslayo al cielo y fue a la casa. Y al verme en el portal, dijo sonriendo con malicia:
-Saludos. ¿Usted ha leído El sol huele a hierbas1, de Balmont? Es estúpido. En Rusia, el sol huele a jabón de caldero, y aquí a sudor tártaro…
Él mismo intentó con esmero, por largo tiempo, meter un grueso lápiz rojo por la garganta de un diminuto botellín de farmacia. Era un claro esfuerzo por violar cierta ley física. Chejov se entregaba a ese esfuerzo con un aire respetable, con la terca insistencia de un experimentador.

1El aroma del sol, poema de Konstantín Balmont.
Fin.

Imagen: John Singer Sargent, Reconnoitering, 1911.

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Tenía unos ojos buenos cuando se reía, como que cariñosos-femeninos y de una ternura suave. Y su risa, casi no sonora, era como que buena en particular. Al reírse, disfrutaba justamente la risa, se regocijaba, yo no conozco a nadie que pueda reírse así, diré, de "espíritu".
Los chistes groseros nunca lo hacían reír.
Riéndose de modo tan grácil y de alma, me contaba:
-¿Sabe por qué Tolstói lo trata de una forma tan irregular? Está celoso, él piensa que Sulerzhítskii1 lo quiere más a usted, que a él. Sí, sí. Ayer me decía: "No puedo tratar a Górkii con franqueza, yo mismo no sé por qué, pero no puedo. Hasta me disgusta que Sulerzhítskii viva en su casa. Eso es malo para Súler. Górkii es un hombre malo. Parece un seminarista que tonsuraron como un monje a la fuerza, y con eso lo enojaron con todo. Tiene un alma de espía, vino de algún lugar a una tierra de Canaá que le es ajena, lo mira todo fijamente, lo nota todo, y se lo denuncia todo a cierto Dios suyo. Y su Dios es un monstruo, como el fauno o el genio del agua de las mujeres de pueblo".
Contando, Chejov se reía hasta las lágrimas y, enjugándose las lágrimas, continuaba:
-Yo le digo: "Górkii es bueno". Y él: "No, no, yo lo sé. Tiene nariz de pato, esas narices sólo las tienen los infelices o los malos. Y las mujeres no lo quieren; y las mujeres, como los perros, tienen olfato para las personas buenas. Mire a Súler, tiene realmente la preciosa capacidad de amar a las personas sin interés. En eso es genial. Saber amar, significa saber todo..."
Tras descansar, Chéjov repitió:
-Sí, el viejo está celoso... Qué asombroso es...
De Tolstói hablaba siempre con cierta sonrisa peculiar en los ojos, apenas perceptible, tierna y turbada; hablaba bajando la voz, como de algo espectral y misterioso, que requería unas palabras cautelosas, suaves.
Reiteradamente, lamentaba que junto a Tolstói no hubiera un Eckermann, un hombre que apuntara con esmero las ideas agudas, repentinas y, a menudo, contradictorias del viejo sabio.
-Pues si usted se dedicara a eso -convencía a Sulerzhítskii. -Tolstói lo quiere tanto, habla tanto y tan bien con usted...
De Súler Chejov me dijo:
-Es un niño sabio...
Lo dijo muy bien.
Cierta vez, delante de mí, Tolstói se admiraba de un cuento de Chejov, al parecer de La almita. Decía:
-Es como un encaje tejido por una doncella casta; en la antigüedad, había unas muchachas-tejedoras así, las "solteronas", toda su vida, todos sus sueños de felicidad los vertían en el bordado. Soñaban en los bordados con lo más tierno, todo su amor puro y confuso lo ataban en el encaje. -Tolstói hablaba muy agitado, con lágrimas en los ojos.
Y Chejov ese día tenía alta temperatura, estaba sentado con manchas rojas en el rostro e, inclinada la cabeza, limpiaba su pince-nez2 con esmero. Calló largo tiempo, finalmente, tras suspirar, dijo en voz baja y turbado:
-Ahí hay erratas...

1Leopold Sulerzhítskii, literato, pintor, director del Teatro artístico de Moscú.
2Pince nez, quevedos, lentes de forma circular con armadura a propósito para que se sujete en la nariz.
Continuará…

Imagen: Nikolai Gay, El Autor Lev Tolstoi, 1884.

Antón Chejov, por Maxím Górkii


De sus trabajos literarios hablaba poco, sin ganas, quisiera decir, con pudor y, posiblemente, con la misma cautela con que hablaba de Liév Tolstói. Sólo rara vez, en instantes de júbilo, sonriendo con malicia, contaba de algún tema, siempre humorístico:
-¿Sabe?, voy a escribir sobre una maestra, es atea, adora a Darwin, está convencida de la necesidad de luchar contra los prejuicios y las supersticiones del pueblo, y ella misma, a las doce de la noche, hierve en el baño un gato negro, para sacarle el "arco", un hueso que atrae al hombre y le despierta el amor, hay un hueso así1...
De sus piezas decía que eran "alegres" y, al parecer, estaba convencido con franqueza de que escribía, justamente, "obras alegres". Probablemente, Sávva Morózov demostraba con terquedad con sus palabras que: "las piezas de Chejov había que ponerlas como comedias líricas".
Pero en general, le prestaba una atención muy intensa a la literatura, en particular conmovedora a "los escritores principiantes". Con una paciencia asombrosa leía los voluminosos manuscritos de B. Lazárevskii, N. Oliger y muchos otros.
-Necesitamos más escritores -decía. –La literatura, en nuestro medio, sigue siendo una novedad, y es "para los elegidos". En Noruega, por cada doscientas veintiséis personas hay un escritor, y en nuestro país hay uno por un millón...
A veces su enfermedad le producía un estado hipocondríaco e incluso misantrópico. En esos días era caprichoso en sus juicios, y pesado en su relación con las personas.
Una vez, acostado en el diván, tosiendo con sequedad, jugando con el termómetro, dijo:
-Vivir para morir, en general, no es divertido, pero vivir sabiendo que morirás de modo prematuro, es ya una absoluta estupidez...
Otra vez, sentado junto a la ventana abierta y echando miradas a la lejanía, al mar, de repente profirió enojado:
-Estamos acostumbrados a vivir con la esperanza de un buen tiempo, una cosecha, un romance agradable, con la esperanza de hacernos ricos, o de recibir el puesto de jefe de policía, pero la esperanza de hacerse más inteligente yo no la noto en las personas. Pensamos: con el nuevo zar será mejor, y dentro de doscientos años será mejor aún, y nadie se preocupa por que ese mejor llegue mañana. En general, la vida cada día se hace más compleja, y se mueve por sí sola a algún lugar; y las personas, de un modo notorio, se hacen más estúpidas, y cada vez más personas se quedan a un lado de la vida.
Pensó un poco y, arrugando la frente, añadió:
-Como los mendigos tullidos durante el vía crucis.
Él era médico, y la enfermedad es siempre más penosa para el médico que para los pacientes; los pacientes sólo sienten, y el médico sabe aún algo más de eso, cómo se destruye su organismo. Este es uno de esos casos, en que el saber se puede considerar una muerte próxima.

1Escribe Chejov en su libro de apuntes: “Una radical que se persigna por la noche, en secreto llena de prejuicios, en secreto supersticiosa, oye que para ser feliz, hay que hervir un gato negro por la noche. Se roba el gato y trata de hervirlo por la noche”.
Continuará…

Imagen: Fritz von Uhde, Una muchacha leyendo con un gato,

miércoles, 2 de julio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


En una de sus cartas al viejo A.S. Suvórin1, Chejov decía: "No hay nada más aburrido y no poético, así decir, que la prosaica lucha por la existencia, que te quita la alegría de vivir y te empuja a la apatía".
En esas palabras se expresa un estado de ánimo muy ruso, en general, según mi visión, no propio de A.P. En Rusia, donde hay mucho de todo, pero no hay en los hombres amor al trabajo, la mayoría piensa así. El ruso admira la energía, pero no cree mucho en ésta. Un escritor de espíritu activo, Jack London por ejemplo, es imposible en Rusia. Aunque los libros de London se leen aquí con gusto, yo no veo que éstos susciten la voluntad del hombre ruso hacia la actividad, sino sólo excitan su imaginación. Pero Chejov no era muy ruso en ese sentido. Para él, ya en su juventud, "la lucha por la existencia" se desplegó en la forma poco atractiva e incolora, de los pequeños cuidados cotidianos por el pedazo de pan no sólo para él, sino por el gran pedazo de pan. A esos cuidados, carentes de alegrías, les dio toda la fuerza de su juventud, y hay que asombrarse de cómo pudo conservar su humor. Él veía la vida sólo, como la aburrida aspiración de los hombres a la saciedad, al sosiego, sus grandes dramas y tragedias estaban ocultos para él bajo la gruesa capa de lo cotidiano. Y sólo al librarse un poco del cuidado de ver a su alrededor a esos hombres saciados, miró atentamente la esencia de esos dramas.
Yo no he conocido a un hombre, que sintiera el significado del trabajo cómo cimiento de la cultura, de un modo tan profundo y multilateral como A.P. Eso lo expresaba en todas las pequeñeces de su uso doméstico, en la elección de las cosas y en ese amor generoso por las cosas que, excluyendo por completo la intención de acumularlas, no se cansaba de admirarlas como un producto de la creación del espíritu humano. Le gustaba construir, cultivar los jardines, adornar la tierra, sentía la poesía del trabajo.
¡Con qué cuidado conmovedor observaba cómo crecían en su jardín los árboles frutales y los arbustos decorativos, plantados por él! Estando en gestiones para construir su casa de Aútka, me decía:
-Si cada hombre hiciera en su pedazo de tierra todo lo que pudiera, ¡qué hermosa sería nuestra tierra!
Pensando en escribir la pieza Váska Busláyev, yo le leí el monólogo jactancioso de Váska:

¡Eh, si me dieran más fuerzas!
Soplaría yo caliente, derretiría la nieve,
Iría en torno de la tierra y la labraría toda,
¡Andaría un siglo, fundaría ciudades,
Construiría iglesias y plantaría jardines!
Adornaría la tierra como a una muchacha,
La abrazaría como a mi novia,
Levantaría la tierra hasta mi pecho,
La levantaría, se la llevaría al Señor:
-¡Mira tú pues, Señor, cómo es la tierra,
Cuánto la ha adornado Váska!
¡Tú pues, como una piedra, la lanzaste al cielo,

Yo pues la hice una esmeralda preciosa!
¡Mira tú pues, Señor, alégrate,
De cuán verde arde al sol!
Yo te la daría de regalo,
Pero me saldría muy caro, ¡yo mismo la quiero!

A Chejov le gustó el monólogo, tras toser emocionado, nos dijo a mí y al doctor A.N. Aliéxin2:
-Está bien... ¡Muy auténtico, humano! Precisamente, en eso está el "sentido de toda la filosofía". El hombre hizo la tierra habitable, y la hará acogedora para él-. Asintiendo con la cabeza con terquedad, repitió3: -¡La hará!
Me invitó a leerle la alabanza a Váska de nuevo, la escuchó mirando por la ventana, y me aconsejó:
-Las dos últimas líneas no hacen falta, son una travesura. Sobran...

1Alexéi Suvórin, escritor, dramaturgo, periodista, autor de artículos políticos, dueño del periódico Tiempo nuevo y de la editorial Suvórin.
2Alexánder Aliéxin, médico de Yalta.
3Chejov “tose emocionado”, “asiente con la cabeza con terquedad", "escucha mirando por la ventana”, al parecer, intenta disimular que no le gustan mucho esos versos de Maxím Górkii (N. del T.).

Continuará…

Imagen: Valentin Serov, Portrait of the Writer Maxim Gorky, 1905.

martes, 1 de julio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Es mi quinto día con alta temperatura, y no quisiera estar acostado. Una lluvia gris, finlandesa, rocía la tierra con un polvo húmedo. En el fuerte Inno truenan los cañones, regulan el tiro.
Por las noches la larga lengua del proyector lame las nubes, un espectáculo repulsivo, ya que no te deja olvidar esa alucinación diabólica: la guerra.
Leí a Chejov. Si no hubiera muerto diez años antes, probablemente, lo habría matado la guerra, habiéndolo envenenado antes con el odio a los hombres. Recordé su entierro.
El ataúd del escritor, “querido con tanta ternura” en Moscú, fue traído en cierto vagón verde, con una inscripción de letras grandes en sus puertas: Para ostras1. Una parte de la pequeña multitud, reunida en la estación para recibir al escritor, marchó tras el ataúd del general Keller, traído de Manchuria, y se asombró mucho de que enterraran a Chejov con una orquesta de música militar. Cuando se aclaró el error, algunas personas divertidas empezaron a sonreír con malicia y soltar risitas. Tras el ataúd de Chejov marcharon unas cien personas, no más, recuerdo mucho dos abogados, ambos con zapatos nuevos y corbatas de colores: dos novios. Yendo detrás de ellos, yo oía cómo uno, V.A. Maklákov, hablaba de la inteligencia de los perros; el otro, un desconocido, elogiaba las comodidades de su casa de campo y la belleza del paisaje de los alrededores. Y cierta dama con un vestido lila, yendo bajo una sombrilla de encaje, convencía a un viejo con gafas de carey:
-Ah, él era asombrosamente gentil, y tan ingenioso…
El viejo tosía desconfiado. Era un día caluroso, polvoriento. Delante de la procesión iba, de modo majestuoso, un inspector de policía gordo en un caballo blanco gordo. Todo eso y muchas cosas más eran algo cruelmente trivial, e incompatible con la memoria de un artista grande y fino2.


1Maxím Górkii escribe a su esposa, Ekaterina Pechkóva, el 11 o 12 de julio de 1904: “Antón Pávlovich, a quien le chocaba todo lo trivial y vulgar, fue traído en un vagón “para la carga de ostras frescas”, y enterrado junto a la tumba de Olga Kukariétkina, la viuda de un cosaco. Eso son pequeñeces, mi amiga, sí, pero cuando yo recuerdo el vagón y a la Kukariétkina, el corazón se me encoge, y estoy dispuesto a aullar, rugir y pelearme por la indignación, la rabia. A él le dará lo mismo, como si llevan su cuerpo en una canasta para la ropa blanca sucia, pero a nosotros, la sociedad rusa; yo no puedo perdonar el “vagón para ostras”. En ese vagón está, precisamente, esa trivialidad de la vida rusa, esa incultura suya que siempre perturbó tanto al difunto” (Górkii, t. 28, p. 310).
2Es increíble, parece una escena de un cuento de Antón Chejov (N. del T.).

Continuará…

Imagen: Ilya Repin, Krestny Khod in Kursk Gubernia (detail), 1883.