martes, 6 de noviembre de 2012

Relato de un hombre desconocido

I
 
Por causas, de las cuales no es tiempo ahora de hablar con detalle, yo debí ingresar de lacayo donde un funcionario peterburgués, de apellido Orlóv. Éste tenía cerca de treinta y cinco años, y lo llamaban Gueórgui Ivánich.
A donde ese Orlóv había ingresado en aras de su padre, un conocido hombre estatal, a quien consideraba un serio enemigo de mi asunto. Yo calculaba que viviendo donde el hijo, por las conversaciones que oiría, y por los papeles y los apuntes que iba a encontrar en la mesa, estudiaría con detalle los planes y las intenciones del padre.
Comúnmente hacia las once de la mañana, en mi aposento de lacayo resonaba un timbre eléctrico, dándome a conocer que el señor se había despertado. Cuando yo, con el vestido cepillado y las botas, llegaba al dormitorio, Gueórgui Ivánich estaba sentado en el lecho inmóvil, no soñoliento, sino más pronto fatigado por el sueño, y miraba a un punto, sin expresar con motivo de su despertar ningún placer. Yo lo ayudaba a vestirse, y él se me sometía no gustoso, callado y no advirtiendo mi presencia; después, con la cabeza mojada por el lavado y olorosa a perfume fresco, iba al comedor a tomar el café. Se sentaba a la mesa, tomaba el café y hojeaba los periódicos, y la doncella Pólia y yo nos parábamos junto a la puerta con respeto, y lo mirábamos. Dos personas adultas debían mirar con la atención más seria, cómo una tercera tomaba café y roía tostadas. Eso, con toda probabilidad, era ridículo y salvaje, pero yo no veía nada humillante para mí, en que me tocaba pararme junto a la puerta, aunque era una persona tan noble e instruida como el mismo Orlóv.
A mí entonces me empezaba una tuberculosis, y con ésta algo aún, es posible, más importante que la tuberculosis. No sé, acaso bajo la influencia de la enfermedad, o por un empezado cambio de concepción que yo entonces no advertía, de mí día tras día se apoderaba la apasionada, irritante ansia de una vida ordinaria, lugareña. Yo quería paz espiritual, salud, aire puro, saciedad. Me convertía en un soñador y, como un soñador, no sabía qué propiamente necesitaba. Ya quería irme a un monasterio, sentarme allí días enteros junto a la ventana, y mirar los árboles y los campos; ya imaginaba cómo compraba unas cinco desiatínas de tierra, y vivía como un hacendado; ya me daba la palabra de que me dedicaría a la ciencia, y me haría de seguro un profesor de alguna universidad provinciana. Yo soy un teniente retirado de nuestra flota, me figuraba el mar, nuestra escuadra y la corbeta, en la que culminé una navegación alrededor del mundo. Quería experimentar otra vez esa sensación indecible cuando, paseando en un bosque tropical o mirando una puesta de sol en el golfo de Bengala, te alelabas de éxtasis y al mismo tiempo te entristecías por la patria. Soñaba con montañas, mujeres, música; con curiosidad, como un chico, observaba los rostros, escuchaba las voces. Y cuando estaba parado junto a la puerta, y miraba cómo Orlóv tomaba café, me sentía no un lacayo, sino una persona a la que le interesaba todo lo del mundo, incluso Orlóv.
La apariencia de Orlóv era peterburguesa: los hombros estrechos, el talle largo, las sienes hundidas, los ojos de un color indefinido, y una escasa, opacamente teñida pelambre en la cabeza, la barba y el bigote. Su rostro era cuidado, gastado y desagradable. En particular éste era desagradable, cuando él estaba pensativo o dormía. Describir una apariencia ordinaria apenas, acaso se deba, y además Petersburgo no era España, la apariencia de los hombres aquí no tenía un gran significado, incluso en los asuntos amorosos, y era necesaria sólo a los lacayos y los cocheros representativos. He hablado pues del rostro y los cabellos de Orlóv sólo, por que en su apariencia había algo sobre lo que vale recordar, y precisamente: cuando Orlóv tomaba un periódico o un libro, cualquiera no fuera, o se encontraba con las personas, quienquiera no fuera, pues sus ojos empezaban a sonreír irónicamente, y todo su rostro adquiría una expresión de burla ligera, no maligna. Antes de leer algo u oír, cada vez tenía ya preparada la ironía, como el escudo entre los salvajes. Era una ironía habitual, un viejo fermento, y en los últimos tiempos ésta se mostraba en su rostro ya sin alguna participación de la voluntad, probablemente, y como por reflejo. Pero de eso después.
En la primera hora él, con una expresión de ironía, tomaba su cartera repleta de papeles y se marchaba al servicio. No almorzaba en la casa y regresaba después de las ocho. Yo encendía en el gabinete la lámpara y las velas, y él se sentaba en la butaca, extendía las piernas sobre la silla y, arrellanado de esa manera, empezaba a leer. Casi cada día traía consigo, o le enviaban de los almacenes, libros nuevos, y en mi aposento de lacayo, en las esquinas y debajo de mi cama, yacían una multitud de libros en tres lenguas, sin contar la rusa, ya leídos y arrojados. Leía él con inusitada rapidez. Decían: dime qué lees y te diré quién eres. Eso, podía ser, era verdad, pero juzgar a Orlóv por los libros que leía, positivamente, no se podía. Eso era una cierta papilla. Y filosofía, y novelas francesas, y economía política, y finanzas, y los nuevos poetas, y las ediciones de El mediador, y todo lo leía con igual rapidez, y todo con la misma expresión irónica en los ojos.
Después de las diez se vestía con esmero, a menudo de frac, muy raramente con su uniforme de kammerjunker, y se marchaba de la casa. Regresaba antes de la mañana.
Vivíamos nosotros con él de modo sereno y apacible, y no teníamos ningún malentendido. Comúnmente no advertía mi presencia, y cuando hablaba conmigo, pues en su rostro no había una expresión irónica, evidentemente, no me consideraba una persona.
Sólo una vez lo vi enojado. Una vez -eso fue una semana después que yo ingresé a donde él-, regresó de cierto almuerzo hacia las nueve, tenía un rostro caprichoso, fatigado. Cuando yo iba tras él al gabinete, para encender las velas allí, me dijo:
-En nuestras habitaciones apesta a algo.
-No, el aire está limpio -respondí.
-Y yo te digo que apesta -repitió irritado.
-Yo cada día abro la ventanilla.
-¡No repliques, estúpido! -gritó.
Yo me ofendí y quería objetar, y Dios sabe en qué hubiera terminado eso, si no se hubiera inmiscuido Pólia, que conocía a su señor mejor que yo.
-¡En efecto, qué mal olor! -dijo, alzando las cejas-. ¿De dónde será eso? Stepán, abre la ventanilla del salón y enciende la chimenea.
Ella ayeó, se ajetreó y empezó a andar por todas las habitaciones, haciendo fru-frú con la falda y chirriando con el pulverizador. Y Orlóv aún no estaba de humor; él, por lo visto, contenido para no enojarse de modo ruidoso, estaba sentado a la mesa y escribía una carta con rapidez. Escrito unas cuantas líneas, bufó enojado y rompió la carta, después empezó a escribir de nuevo.
-¡Que se los lleve el diablo! -farfulló-. ¡Quieren, que yo tenga una memoria monstruosa!
Finalmente la carta fue escrita, se levantó de la mesa y dijo, dirigiéndose a mí:
-Tú irás a la Známienskaya, y le entregarás esta carta a Zinaída Fiódorovna Krasnóvskaya, en propia mano. Pero primero, pregúntale al portero si no regresó el marido, o sea el señor Krasnóvskii. Si él regresó, pues no entregues la carta y ve atrás. ¡Espera!.. En caso, si ella pregunta si hay alguien en mi casa, pues tú le dirás, que desde las ocho están sentados en mi casa dos ciertos señores, que escriben algo.
Fui a la Známienskaya. El portero me dijo que el señor Krasnóvskii aún no había regresado, y yo me dirigí al tercer piso. Me abrió la puerta un lacayo alto, gordo, castaño con patillas negras, y de modo soñoliento, lánguido y grosero, como sólo un lacayo puede conversar con un lacayo, me preguntó qué necesitaba. No alcancé yo a responder cuando al recibidor, desde el salón, entró con rapidez una dama de vestido negro. Ésta entornó los ojos hacia mí.
-¿Zinaída Fiódorovna está en casa? -pregunté.
-Soy yo -dijo la dama.
-Una carta de Gueórgui Ivánich.
Con impaciencia deselló la carta y, teniéndola con ambas manos y mostrándome sus sortijas de brillantes, empezó a leer. Yo discerní un rostro blanco de líneas suaves, una barbilla salida adelante, unas pestañas largas, oscuras. A la vista, podía darle a esa dama no más de veinticinco años.
-Reverencie y agradezca -dijo al terminar de leer-. ¿Hay alguien donde Gueórgui Ivánich? -preguntó con suavidad, júbilo y como avergonzada de su desconfianza.
-Ciertos dos señores -respondí-. Escriben algo.
-Reverencie y agradezca -repitió e, inclinando la cabeza a un costado y leyendo la carta andando, salió sin ruido.
Yo entonces hallaba pocas mujeres, y esa dama, que había visto de pasada, me había producido una impresión. Regresando a pie a casa, recordaba su rostro y el olor del fino perfume, y soñaba. Cuando volví, Orlóv ya no estaba en la casa.

II

Así, con el amo nosotros vivíamos de modo sereno y apacible, pero de todas formas eso impuro e insultante, que yo tanto temía al ingresar de lacayo, saltaba a la cara y se hacía sentir cada día. Yo no me llevaba con Pólia. Ésta era una criatura bien nutrida, mimada, que adoraba a Orlóv por que él era un señor, y me despreciaba a mí por que yo era un lacayo. Probablemente, desde el punto de vista de un lacayo verdadero o un cocinero, ella era seductora: unas mejillas rosadas, una nariz respingada, unos ojos entornados y una plenitud de cuerpo, que llegaba ya a la obesidad. Se empolvaba, se pintaba las cejas y los labios, se apretaba en un corset y llevaba polisón y un brazalete de monedas. Su andar era menudo, saltarín; cuando andaba, pues meneaba o, como se dice, sacudía los hombros y el trasero. El fru-frú de su falda, el crujido del corset, el sonido del brazalete y ese olor descarado de la pintura labial, el vinagre de baño y el perfume robado al señor, me despertaba, cuando yo recogía las habitaciones con ella por la mañana, tal sensación, como si hiciera junto con ella algo abyecto.
Acaso por que yo no robaba junto con ella, o no mostraba ningún deseo de hacerme su amante, lo que, probablemente, la insultaba o, puede ser, por que olfateaba en mí una persona ajena, ella me odió desde el mismo primer día. Mi inepcia, apariencia no lacayuna y mi enfermedad le parecían a ella mezquinas, y le producían una sensación de repulsión. Yo entonces tosía fuertemente y, sucedía, por las noches le impedía dormir, ya que su y mi habitación la separaba sólo un tabique de madera, y cada mañana me decía:
-Tú de nuevo no me dejaste dormir. En un hospital debieras estar, y no vivir donde un señor.
Ella creía de modo tan sincero que yo no era una persona, sino algo que estaba sin medida por debajo de ella que, semejante a las matronas romanas, que no se avergonzaban de bañarse en presencia de los esclavos, delante de mí a veces andaba sólo en camisón.
Una vez en el almuerzo (nosotros cada día recibíamos de una taberna sopa y guisado), cuando yo tenía un hermoso estado de ánimo soñador, le pregunté:
-Pólia, ¿usted cree en Dios?
-¡Y cómo pues!
-Por lo tanto, ¿usted cree -continué-, que habrá un juicio final, y que nosotros daremos respuesta a Dios por cada mala acción nuestra?
Ella no respondió nada, y sólo hizo una mueca despectiva, y mirando esta vez a sus ojos fríos, saciados, entendí que esa natura íntegra, acabada por completo no tenía ni Dios, ni conciencia, ni leyes, y que si yo necesitara matar, incendiar o robar, pues por dinero no podría encontrar un mejor cómplice.
En el ambiente inusitado, y aún con mi no hábito al y la mentira constante (decir “el señor no está en casa”, cuando estaba en casa), la primera semana yo viví donde Orlóv no fácilmente. Con el frac de lacayo me sentía como con una armadura. Pero después me habitué. Como un lacayo verdadero servía, recogía las habitaciones, corría y viajaba cumpliendo todo tipo de encargos. Cuando Orlóv no quería ir a una cita con Zinaída Fiódorovna, o cuando olvidaba que había prometido estar donde ella, yo iba a la Známienskaya, entregaba allí una carta en propia mano y mentía. Y como resultado salía por completo no eso, que esperaba al ingresar de lacayo; cada día de esa nueva vida mía resultaba perdido para mí, y para mi asunto, ya que Orlóv nunca hablaba de su padre, sus visitantes tampoco, y de la actividad del conocido hombre estatal yo sabía sólo eso, que alcanzaba, como antes, a obtener de los periódicos y la correspondencia con los compañeros. Cientos de apuntes y papeles, que hallaba en el gabinete y leía, no tenían incluso una relación lejana con eso que buscaba. Orlóv era totalmente indiferente a la ruidosa actividad de su padre, y tenía tal aspecto como si no hubiera oído de ésta, o como si su padre hubiera muerto hacía mucho tiempo.

III

Los jueves teníamos visitantes.
Yo encargaba en el restaurante un pedazo de roast beef, y decía por teléfono a Eliséev que nos enviaran caviar, queso, ostras y demás. Compraba cartas de juego. Pólia ya desde la mañana preparaba la vajilla de té, y el servicio para la cena. A decir verdad, esa pequeña actividad diversificaba un tanto nuestra vida ociosa, y los jueves eran los días más interesantes para nosotros.
De visitantes venían sólo tres. El más respetable y, es posible, más interesante era un visitante de apellido Piekárskii, un hombre alto, delgado, de unos cuarenta y cinco años, con una nariz larga, aguileña, una gran barba negra y con calva. Los ojos los tenía grandes, saltones, y la expresión del rostro seria, pensativa, como la de un filósofo griego. Servía en la dirección de la vía férrea y en un banco, era jurisconsulto en cierta importante institución pública, y mantenía relaciones laborales con una multitud de personas particulares como tutor, presidente de concurso y por el estilo. Tenía un rango no grande por completo, y se llamaba con modestia abogado de jurado, pero su influencia era inmensa. Su tarjeta de visita o notita era suficiente, para que lo recibiera a usted no en turno un doctor célebre, un director de vía o un funcionario importante; decían que con su protección, se podía obtener un cargo incluso de cuarta clase, y tapar cual deseara asunto no agradable. Se consideraba él un hombre muy inteligente, pero eso era cierta mente peculiar, extraña. Él podía en un instante multiplicar en su mente 213 por 373, o trasladar libras esterlinas a marcos sin la ayuda del lápiz y las tablitas, conocía a la perfección el asunto ferroviario y las finanzas, y en todo lo que se refería a la administración no existían secretos para él; en los asuntos civiles, como decían, era un abogado habilísimo y litigar con él no era fácil. Pero a esa mente inusitada le eran inentendible por completo muchas cosas, que conocía incluso otro hombre estúpido. Así, no podía entender resueltamente por qué las personas se aburrían, lloraban, se disparaban e incluso mataban a otras, por qué se agitaban con motivo de las cosas y los sucesos, que no les competían en lo personal, y por qué se reían cuando leían a Gógol o a Schedrín... Todo lo abstracto, que desaparecía en la esfera del pensamiento y el sentimiento, era para él inentendible y aburrido, como la música para quien no tenía oído. A las personas las miraba, solamente, desde el punto de vista del asunto, y las dividía en capaces e incapaces. Otra división para él no existía. La honradez y la decencia constituían sólo un signo de capacidad. Farrear, jugar a las cartas y pervertirse se podía, pero así, que eso no molestara al asunto. Creer en Dios no era inteligente, pero la religión debía ser conservada, ya que para el pueblo era necesario un principio contenedor, de otra forma éste no iba a trabajar. Los castigos eran necesarios sólo para atemorizar. A la casa de campo ir no había para qué, ya que en la ciudad también estaba bien. Y por el estilo. Era viudo y no tenía hijos, pero llevaba una vida a pierna suelta, familiar, y pagaba por el apartamento tres mil al año.
El otro visitante, Kukúshkin, un consejero civil activo de los jóvenes, era de pequeña estatura, y se distinguía en grado sumo por una expresión ingrata, que le otorgaba la no proporción de su tronco grueso, rollizo con su rostro pequeño, delgado. Sus labios eran de corazón, y su bigotito cortado tenía tal aspecto, como si estuviera pegado con laca. Era un hombre con unas maneras de lagarto. Él no entraba, sino como que se arrastraba, moviendo los pies con menudez, meciéndose y soltando risitas, y cuando se reía, pues mostraba los dientes. Era un funcionario de encargos especiales ante alguien, y no hacía nada, aunque recibía un salario grande, en particular en verano, cuando inventaban para él diversas comisiones de servicio. Era un carrerista no hasta la médula de los huesos, sino más profundo, hasta la última gota de sangre, y además un carrerista menudo, inseguro de sí, que había construido su carrera sólo con limosnas. Por alguna crucecita extranjera, o por que en los periódicos publicaran, que estuvo presente en un réquiem o una rogativa, junto con las restantes personas de alto cargo, estaba dispuesto a cual placiera humillación, a mendigar, adular, prometer. Adulaba por cobardía a Orlóv y a Piekárskii, por que los consideraba personas fuertes, adulaba a Pólia y a mí, por que nosotros servíamos donde una persona influyente. Cada vez, cuando yo le quitaba la pelliza, soltaba una risita y me preguntaba: “¿Stepán, tú estás casado?”, y luego seguían unas trivialidades escabrosas, signo de una particular atención a mí. Kukúshkin adulaba las debilidades de Orlóv, su perversión, saciedad; para gustarle se fingía un maligno burlón e irreligioso, criticaba junto con él a esos, ante quienes era un mojigato esclavo en otro lugar. Cuando en la cena hablaban de mujeres y de amor, él se fingía un perverso refinado y rebuscado. En general, hay que advertir, a los vividores peterburgueses les gustaba hablar de sus gustos inusitados. Algún consejero civil activo de los jóvenes, de modo excelente se satisfacía con las caricias de su cocinera, o de alguna desdichada que paseara por la Niévski, pero al escucharlo, pues él estaba contagiado de todos los vicios del Oriente y el Occidente, figuraba como miembro honorable de una docena entera de censurables sociedades secretas, y ya estaba en observación de la policía. Kukúshkin mentía de sí mismo sin vergüenza, y a él no era que no le creyeran, sino como que dejaban pasar cerca de las orejas todas sus fábulas.
El tercer invitado era Grúzin, hijo de un honorable general científico, coetáneo de Orlóv, un rubio de cabello largo y medio cegato, con lentes dorados. Yo recuerdo sus dedos largos, pálidos como los de un pianista, y además, en toda su figura había algo musical, virtuoso. Tales figuras tocaban el primer violín en las orquestas. Tosía y sufría de migraña, en general parecía débil y enfermizo. Probablemente, en la casa lo desvestían y vestían como a un niño. Había terminado jurisprudencia en el instituto, y sirvió al principio en el departamento judicial, después lo pasaron al senado, de ahí se fue, y recibió por protección un puesto en el Ministerio de bienes estatales, y se fue pronto de nuevo. En mi tiempo servía en la sección de Orlóv, era su jefe de despacho, pero hablaba de que pronto pasaría de nuevo al departamento judicial. Hacia el servicio, y su traslado de un puesto al otro, tenía una actitud de rara ligereza, y cuando hablaban delante de él de rangos, órdenes y sueldos, pues sonreía de modo bondadoso y repetía el aforismo de Prutkóv: “¡Sólo en el servicio estatal conoces la verdad!” Tenía una mujer pequeña de rostro arrugado, muy celosa, y cinco niños delgados; a la mujer la engañaba, a los niños los quería sólo cuando los veía, y en general, tenía una actitud hacia la familia bastante indiferente, y bromeaba sobre ésta. Vivía con la familia en deuda, pidiendo prestado donde y a quien tocara, en cada ocasión adecuada, sin exceptuar incluso a sus jefes y porteros. Era una natura mullida, perezosa hasta la total indiferencia consigo, y que nadaba con la corriente no era sabido a dónde ni para qué. A donde lo llevaran, allá iba. Lo llevaban a algún garito, él iba, le ponían vino delante, bebía, no se lo ponían, no bebía, maldecían a las mujeres delante de él, él maldecía a la suya, asegurando que le había estropeado la vida, y cuando las elogiaban, pues él también las elogiaba y decía de modo sincero: “Yo a ella, la pobre, la quiero mucho”. Pelliza no tenía, y llevaba siempre una manta, que olía a infantil. Cuando en la cena, pensativo por algo, rodaba bolitas de pan y bebía mucho vino tinto, pues, cosa extraña, yo estaba casi seguro de que en él había algo, que él mismo, probablemente, sentía con vaguedad en sí, pero que por la vanidad y las trivialidades no alcanzaba a entender y valorar. Tocaba un poco el piano. Pasaba, se sentaba al piano, ponía dos-tres acordes y cantaba bajo.

¿Qué me depara el día venidero?

pero al momento, como asustado, se levantaba e iba lejos del piano.
Los visitantes, comúnmente, se reunían hacia las diez. Jugaban a las cartas en el gabinete de Orlóv, y Pólia y yo les servíamos té. Solamente allí yo podía, como se debe, concebir toda la dulzura del lacayismo. Estar parado durante cuatro-cinco horas junto a la puerta, vigilar por que no hubiera vasos vacíos, cambiar los ceniceros, correr hacia la mesa para recoger una tiza o carta caída, y lo principal, estar parado, esperar, estar atento y no atreverse a hablar, toser, sonreír, eso, les aseguro, era más penoso que el más penoso trabajo aldeano. Yo alguna vez estuve de guardia cuatro horas, en noches de tormenta en invierno, y encuentro que la guardia es sin comparación más liviana.
Jugaban a las cartas hasta las dos y después, tras estirarse, iban al comedor a cenar o, como decía Orlóv, a picar. En la cena las conversaciones. Empezaba comúnmente por que Orlóv, con unos ojos risueños, iniciaba una plática sobre algún conocido, un libro leído recién, una nueva asignación o proyecto; el adulador Kukúshkin atrapaba el tono y empezaba, según mi estado de ánimo de entonces, una música muy repulsiva. La ironía de Orlóv y de sus amigos no conocía límites, y no se apiadaba de nadie ni de nada. Hablaban de religión, la ironía, hablaban de filosofía, del sentido y los objetivos de la vida, la ironía, planteaba acaso alguien la cuestión del pueblo, la ironía. En Petersburgo hay una raza de personas que se dedica, especialmente, a burlarse de cada fenómeno de la vida; éstas no pueden pasar, incluso, ante un hambriento o un suicida, sin decir una trivialidad. Pero Orlóv y sus colegas no bromeaban y no se burlaban, sino hablaban con ironía. Ellos decían que no había Dios, y que con la muerte la persona desaparecía totalmente, los inmortales existían solamente en la academia francesa. Un bien auténtico no había y no podía ser, ya que su presencia estaba condicionada por la perfección humana, y la última era un absurdo lógico. Rusia era un país tan aburrido y tan miserable, como Persia. La intelectualidad era irremediable, en opinión de Piekárskii, ésta en su inmensa mayoría se componía de personas incapaces, que no servían para nada. Y el pueblo se había vuelto bebedor, perezoso, robador, y degeneraba. Ciencia nosotros no teníamos, la literatura era no esbelta, el comercio se mantenía sobre la estafa: “no engañas, no vendes”. Y todo en ese género, y todo era ridículo.
Por el vino, hacia el final de la cena, se ponían joviales y pasaban a las conversaciones joviales. Se burlaban de la vida familiar de Gruzín, de las victorias de Kukúshkin o de Piekárskii el cual, al parecer, en el librito de gastos tenía una página con el título: Para los asuntos de beneficiencia, y otra: Para las necesidades fisiológicas. Decían que no había esposas fieles; no había tal esposa de la que, con cierta pericia, no se pudiera obtener una caricia no saliendo de la sala, al mismo tiempo cuando al lado en el gabinete, estaba sentado el marido. Las muchachas-adolescentes estaban pervertidas, y ya lo sabían todo. Orlóv guardaba una carta de una alumna de gimnasio de catorce años: ella, volviendo del gimnasio, "engatusó en la Niévskii a un oficialito", el cual como que se la llevó a su casa, y la soltó sólo tarde en la noche, y ella se apresuró a escribirle de eso a la amiga, para compartir la exaltación. Decían, que una pureza de costumbres nunca hubo y no había, evidentemente, no era necesaria; la humanidad hasta ahora, se la había pasado sin ésta de modo excelente. El perjuicio de la tal llamada perversión, de modo indudable, estaba exagerado. La aberración, prevista en nuestro estatuto de castigos, no impidió a Diógenes ser un filósofo y un maestro. César y Cicerón fueron unos pervertidos, y al mismo tiempo unos grandes hombres. El viejo Catón se casó con una jovencita, y de todas formas continuó considerándose un ayunador estricto y un guardián de las costumbres.
A las tres o las cuatro, los visitantes se separaban o se marchaban juntos fuera de la ciudad, o a la Ofitsiérskaya, a donde cierta Varvára Ósipovna, y yo me iba a mi aposento de lacayo, y no me podía dormir en largo tiempo, por el dolor de cabeza y la tos.
Continuará...
Título original: Rasskaz neizvestnogo cheloveka, publicado por primera vez en la revista Russkaya misl, 1893, Nº 2, con la firma: "Antón Chejov".
Imagen: Cecilia Beaux, The Man With the Cat, 1898.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Los ingeniosos kurskiános


Resulta que los ruiseñores1 kurskiános2 no sólo saben cantar, sino también pensar... Aquí tienen los hechos. La regencia del ziémstvo local del gobierno, en conjunto con el consejo médico, elaboró un plan de lucha contra el cólera. Ese plan, en opinión de los pensantes ordinarios, en el tiempo presente es necesario, pero los ruiseñores kurskiános dispusieron respecto a éste, en la asamblea del ziémstvo, lo siguiente: “reconocer ese plan como intempestivo e inoportuno”. En su opinión, pensar en la lucha contra el cólera es necesario no ahora, sino media hora antes del cólera. En la misma asamblea de sabios fue decidido “comprar más medicinas requeridas para la curación del cólera”, de lo que se evidencia que a los ruiseñores kurskiános le son conocidos los medios contra el cólera. No molestaría por eso a las facultades de medicina de Europa enviar delegados a Kursk, para el conocimiento de esos medios desconocidos. Iría ya a propósito allí también Ferrán3, para inocular el cólera al filántropo local P.S. Yevdokímov, arriesgado a contagiarse de cólera en la dirigida por él Casa del mendigo. El gobernador, que visitara hace poco esa casa de “asilo de pobres”, encontró en ésta suciedad, humedad, ventanas rotas y una capa de moho putrefacto, acumulado en el transcurso de 11 años. Allí mismo se consiguió ver una gran cadena herrumbrosa, con la que el filántropo kurskiáno encadena a los mendigos, que sufren la enfermedad epiléptica... A propósito, ¿cómo anda la comisión, cuyo presidente lo constituye ese “encadenado” de Yevdokímov?

1Ruiseñor (sentido figurado), persona elocuente.
2Kurskiáno, habitante de Kursk, ciudad cercana a la frontera con Ucrania, en Rusia. 
3Jaime Ferrán, médico y bacteriólogo español, que descubre una vacuna contra el cólera y practica la inoculación masiva a la población.

Título original: Kurskie umniki, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1885, Nº 30, con la firma: "Nte".
Imagen: Виталий Белоусов, Курск. Знаменский собор, XX.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Correspondencias


Glújov. En una de las últimas sesiones de la duma local citadina, al sr. vocal Balbiésov le fue propuesto para examinación un proyecto sobre “la abolición de las ciencias y las artes en la ciudad”. El honorable vocal propuso para examinación varias cuestiones, y a todas las cuestiones, sin demora, fueron dadas por él mismo las respuestas más asentadas. Él recalcó más que todo el ejemplo de los estados extranjeros, que sucumbieron y sucumben solamente gracias a las ciencias y las artes. Esbozando con colores brillantes la influencia desmoralizadora de las ciencias y las artes, el sr. Balbiésov condujo a todos los sesionantes al abatimiento. El sr. vocal Smislomálov (nuestro Demóstenes) tranquilizó a los sres. vocales, demostrando que en Glújov no hay ni artes ni ciencias, y lo que no hay no se puede abolir. Después de una sesión de ocho horas los vocales dispusieron: “las ciencias y las artes, por la no tenencia de éstas, no abolirlas, y a los objetos de éstas no asignar sumas, inventar alguna otra cosa para la abolición, al sr. Smislomálov agradecer, y al sr. Balbiésov expresar una reprensión por que se atrevió a pensar, que en el sabio-humilde Glújov hay ciencias y artes”.
Teherán. En estos días a Rusia fueron enviados: 250 puds de talco pérsico, 13 alfombras y 46 puds de órdenes del León y el Sol1.
Syzrán2. Aquí apareció un impostor haciéndose pasar por Hamlet, príncipe de Dinamarca, se tomaron medidas.
Petersburgo. Ayer se produjo aquí un atrevido latrocinio. De la redacción del periódico El eco3 fueron hurtadas todas las tijeras (dos docenas), todo por una suma de 6 r. 26 kóp. El delincuente no fue encontrado. Gracias a este latrocinio el próximo número de El eco saldrá sólo entonces, cuando sea encontrado lo robado.

La plática de nuestro propio corresponsal con el príncipe Mieschérskii4

Yo me quité la gorra con cucarda y entré a su gabinete. Él estaba sentado en su escritorio. Con una mano se secaba la frente y pensaba, y con la otra escribía una novela obscena de la gran vida mundana.
-¿En qué piensa, su excelencia? -pregunté con adecuado servilismo.
Se volteó hacia mí y preguntó a su vez.
-¿Usted es bien intencionado o no bien intencionado?
-Lo conozco, entonces soy bien intencionado, su excelencia...
-En ese caso puedo compartir con usted mis ideas. Yo compongo un proyecto, joven. Este proyecto tiene como objetivo el más bien intencionado objetivo: quiero tener suscriptores. A mí, como le es sabido, no me consideran. Sobre las razones de eso no vamos a hablar. Diremos sólo que yo tengo muchos enemigos, y que Rusia es ignorante y no sabe aún valorar lo suficiente a sus benefactores...
-¿Qué usted se propone hacer, su excelencia?
-Yo proyecto un préstamo interior de trescientos mil. Con ese dinero me alquilaré suscriptores. No los suscriptores me van a pagar, sino yo a ellos. A cada suscriptor le anunciaré una poltína5. En total...
-¡Seiscientos mil suscriptores, su excelencia!
-Después... Yo pido otro préstamo por la misma suma. Con ese dinero crearé una multitud de periódicos y revistas, con quienes voy a polemizar, convenir, esgrimir, batirme y demás, quienes, en una palabra, me van a advertir. Pues a mí, ¿sabe?, los enemigos no me advierten. Ellos se hicieron la promesa de matarme con su indiferencia.
-Bueno, ¿y si usted, su excelencia, no consigue el préstamo? ¿Qué emprenderá entonces? ¿Por cuál camino lo llevará su genio?
-Entonces... me dedicaré a la partería. Yo, ¿sabe?, amo la fresa... je, je, je...
Yo elogié el proyecto, me bebí una copita de riabínovka6 y me despedí del príncipe.

1El rey de Persia Fath Alí Sah crea en 1808 la orden de caballería el León y el Sol, para recompensar a los extranjeros que hicieran servicios importantes a su reino y persona
2Syzrán, ciudad de provincia en la región de Samára, a orillas del embalse de Sarátov junto al río Volga, en Rusia.  
3El eco, periódico socio-político y literario, publicado en San Petersburgo en 1882-1885, ofrece resúmenes de las ediciones capitalinas y provincianas.   
4Vladímir Mieschérskii (príncipe), escritor, publicista, editor de El ciudadano, periódico conservador.
5Poltína (vulgarismo, de poltínnik), moneda de cincuenta kópeks.
6Riabínovka, aguardiente de serba.

Título original: Korrespondentsii, publicado por primera vez en la revista Mirskoi tolk, 1883, Nº 4, con la firma: "Tuerca Nº 0006".
Imagen: Ilya Repin, Sketch for the picture Formal Session of the State Council, XIX.

jueves, 4 de octubre de 2012

El tedio de la vida


En observación de las personas expertas, 
los ancianos se despiden de la vida de aquí 
no fácilmente; además, ellos no raramente 
manifiestan las propias de su edad: avaricia y
codicia, y asimismo aprensión, pusilanimidad, 
testarudez, desagrado y demás.
A.P. Niecháev, Guía práctica para los servidores 
clericales.

A la coronela Anna Mijáilovna Liébedieva se le murió la única hija, una muchacha jovencita. Esa muerte acarreó tras sí otra muerte: la vieja, aturdida por la visita de Dios, sintió que todo su pasado había muerto sin retorno1, y que ahora empezaba para ella otra vida, que tenía muy poco en común con la primera.
Se apresuró con desorden. Ante todo envió a Athos2 mil rublos, y donó a la iglesia del cementerio la mitad de la plata hogareña. Un poco después dejó de fumar e hizo el voto de no comer carne. Pero con todo eso no se alivió en absoluto, sino al contrario, la sensación de vejez y la cercanía de la muerte se le hicieron más agudas y expresivas. Entonces Anna Mijáilovna vendió por una bagatela su casa citadina, y sin ningún objetivo definido se apuró a su hacienda.
Una vez que en la conciencia de una persona, en cualquier forma que fuera, se elevaba una demanda sobre los objetivos de la existencia, y aparecía la viva necesidad de asomarse al otro lado de la tumba, ahí ya no satisfacían ni la donación, ni el ayuno, ni el divagar de un lugar a otro. Pero, por suerte para Anna Mijáilovna, al momento de su llegada a Zhénino el destino la condujo a un hecho, que la obligó a olvidar por largo tiempo la vejez y la cercanía de la muerte. Sucedió que el día de su llegada, el cocinero Martín se derramó agua hirviendo en ambas piernas. Corrieron por el doctor del ziémstvo3, pero no lo hallaron en casa. Entonces Anna Mijáilovna, aprensiva y sensible, lavó las heridas de Martín con sus propias manos, les untó spusk4 y le puso vendajes a ambas piernas. Toda la noche estuvo sentada junto al lecho del cocinero. Cuando, gracias a sus empeños, Martín dejó de gemir y se durmió, su alma, como ella relató después, fue “cubierta” por algo. De pronto le pareció que ante ella, como en la palma de su mano, se había abierto el objetivo de su vida... Pálida, con los ojos húmedos, con beatitud, besó en la frente al dormido Martín y empezó a rezar.
Después de eso Liébedieva se dedicó a la curación. En sus días de vida pecadora, desaseada, que ahora recordaba no de otro modo que con repulsión, a ella, sin nada que hacer, le había tocado curarse mucho. Además, entre el número de sus amantes había doctores, de quienes había aprendido algo. Lo uno y lo otro le venía ahora como no se podía a propósito. Se había suscrito a un botiquín, a unos cuantos libros, al periódico El médico5 y procedió a la curación con valentía. Al principio se curaban con ella solamente los habitantes de Zhénino, pero después empezó a concurrir el público de todos los pueblos de alrededor.
-¡Imagínese, mi querida -se jactaba a la papisa unos tres meses después de su llegada-, ayer tuve dieciséis enfermos, y hoy así todo unos veinte! Me fatigué tanto con ellos, que apenas me paro sobre los pies. ¡Todo el opio se me fue, imagínese! ¡En Gúrin hay una epidemia de disentería!
Cada mañana al despertar recordaba que la esperaban los enfermos, y su corazón se bañaba de un frescor agradable. Tras vestirse y atiborrarse de té con prontitud, empezaba la consulta. El proceder de la consulta le brindaba un placer indecible. Al principio con lentitud, como deseando alargar el placer, apuntaba a los enfermos en un cuaderno, después llamaba a cada uno por turno. Mientras más penoso era el sufrir del enfermo, mientras más sucia y repulsiva su dolencia, más dulce le parecía la labor. Nada le brindaba tal gusto, como la idea de que luchaba con su aprensión y no se apiadaba de sí, y se empeñaba a propósito en hurgar más tiempo en las heridas purulentas. Había minutos en que, como embebida en la deformidad y fetidez de las heridas, caía en cierto cinismo extasiado, cuando le aparecía el deseo irresistible de violar su naturaleza, y en esos minutos le parecía que estaba a la altura de su vocación. Adoraba a sus pacientes. Su sensación le sugería que eran sus salvadores, y de forma juiciosa quería ver en éstos no personalidades separadas, no mujíks, sino algo abstracto: ¡el pueblo! Por eso era con éstos inusualmente suave, tímida, se sonrojaba delante de éstos por sus errores, y en las consultas siempre tenía un aspecto culpable...
Después de cada consulta, que le quitaba más de medio día, ella, fatigada, rojiza por la intensidad y enferma, se apuraba a dedicarse a la lectura. Leía libros médicos o esos de autores rusos, que más convenían a su estado de ánimo.
Viviendo una nueva vida Anna Mijáilovna se sentía fresca, satisfecha y casi dichosa. Una mayor plenitud de vida ella no quería. Y ahí aún como culminación de la dicha, como en lugar del postre, las circunstancias se conformaron así que se reconcilió con su marido, ante quien se sentía profundamente culpable. Unos 17 años atrás, poco después del nacimiento de su hija, había engañado a su marido Arkádii Petróvich y debió separarse de él. Desde entonces no lo veía. Éste servía en algún lugar del sur en la artillería, como comandante de batería y raramente, unas dos veces al año, enviaba cartas a su hija, que ésta escondía de su madre con empeño. Después de la muerte de su hija, Anna Mijáilovna recibió de repente una carta grande de él. Con una letra anciana, debilitada le escribía que con la muerte de su única hija, había perdido lo último que lo apegaba a la vida, que estaba viejo, enfermo y ansiaba la muerte, que al mismo tiempo temía. Se quejaba de que todo le cansaba y repugnaba, que había dejado de llevarse con las personas y esperaba impaciente ese tiempo, cuando entregaría la batería y se iría lejos de las disputas. En conclusión le pedía por Dios a su mujer que rezara por él, se cuidara y no se entregara al abatimiento. Los viejos entablaron una correspondencia aplicada. En cuanto se podía entender por las cartas siguientes, que eran todas igualmente lacrimosas y sombrías, al coronel le resultaba espantoso no sólo por las enfermedades y la privación de su hija: había contraído deudas, peleado con la jefatura y la oficialidad, descuidado su batería hasta la imposibilidad de entregarla, y demás. La correspondencia entre los esposos continuó cerca de dos años, y terminó con que el viejo presentó la dimisión y vino a vivir a Zhénino.
Llegó un mediodía de febrero, cuando los edificios de Zhénino se escondían tras altos montones de nieve, y en el aire diáfano, celeste junto con la helada robusta, crujiente había un silencio de muerte.
Mirando por la ventana cómo se apeaba del trineo, Anna Mijáilovna no reconoció en él a su marido. Era un viejecito pequeño, jorobado, ya decrépito y desvencijado por completo. A Anna Mijáilovna ante todo le saltaron a los ojos los pliegues ancianos de su cuello largo, y las piernas delgadas con las rodillas tensamente dobladas, parecidas a unas piernas artificiales. Al pagarle al cochero le demostró algo a éste largo tiempo, y en conclusión escupió enojado.
-¡Hasta hablar con usted es repugnante! -oyó Anna Mijáilovna el gruñido anciano-. ¡Entiende, que pedir para el té es inmoral! ¡Cada uno debe recibir sólo, por lo que laboró, sí!
Cuando él entró al vestíbulo Anna Mijáilovna vio un rostro amarillento, no sonrosado incluso por la helada, con unos ojos saltones de cangrejo y una barbita escasa, en la que los pelos canosos se mezclaban con los rojizos. Arkádii Petróvich abrazó a su mujer con un brazo y la besó en la frente. Mirándose el uno al otro, los viejos como que se asustaron de algo y se confundieron terriblemente, como si les diera vergüenza su vejez.
-¡Tú justo a tiempo! -se apuró a decir Anna Mijáilovna-. ¡Recién en este minuto pusieron la mesa! ¡Vas a comer excelente después del camino!
Se sentaron a almorzar. El primer plato se lo comieron callados. Arkádii Petróvich se sacó del bolsillo una billetera gruesa y examinó ciertos apuntes, y su mujer preparó la ensalada con empeño. Ambos sobre las espaldas tenían montones de material para la conversación, pero ni el uno ni la otra tocaron esos montones. Ambos sentían que el recuerdo de la hija les causaría un dolor agudo y lágrimas, y del pasado, como de un barril de vinagre profundo, emanaba sequedad y tiniebla...
-¡Ah, tú no comes carne! -observó Arkádii Petróvich.
-Sí, yo hice el voto de no comer nada con carne... -respondió la mujer quedo.
-¿Qué pues? Eso no perjudica la salud... Si analizarlo por lo químico, pues el pescado y todo lo de vigilia en general, se compone de los mismos elementos que la carne. En esencia, no hay nada de vigilia... (“¿Para qué yo digo esto?” -pensó el viejo.) Este pepino, por ejemplo, es tan de carne y de leche como el pollo...
-No... Cuando yo me como un pepino, pues sé que a él no le quitaron la vida, no derramaron sangre...
-Eso, mi querida, es un engaño óptico. Con el pepino tú comes muchos infusorios, ¿y acaso el mismo pepino no vivía? ¡Las plantas pues también son organismos! ¿Y el pescado?
“¿Para qué yo digo esta tontería?” -pensó otra vez Arkádii Petróvich, y al momento empezó a relatar con rapidez sobre los éxitos, que tenía ahora la química.
-¡Simplemente milagros! -decía, masticando el pan con trabajo-. ¡Pronto van a preparar leche con la química, y es posible lleguen a la carne! ¡Sí! ¡Dentro de mil años en cada casa, en lugar de cocina, va a haber un laboratorio químico, donde, de unos gases que no valgan nada y por el estilo, van a preparar todo lo que quieras!
Anna Mijáilovna miraba sus ojos de cangrejo corriendo inquietos y escuchaba. Sentía que el viejo hablaba de la química sólo, para no hablar de alguna otra cosa pero, por lo menos, su teoría sobre la vigilia y la carne y la leche la ocupaba.
-¿Tú saliste en la dimisión como general? -preguntó, cuando él de pronto se calló y empezó a sonarse la nariz.
-Sí, como general... Su excelencia...
El general habló todo el almuerzo sin callarse, y manifestó de esa manera un parloteo excesivo, una propiedad que en los tiempos de antaño, en la juventud, Anna Mijáilovna no le conocía. Por su parloteo a la vieja le dolió la cabeza.
Después del almuerzo se dirigió a su habitación para descansar, pero a pesar de la fatiga no consiguió dormirse. Cuando la vieja entró a donde él antes del té vespertino, yacía contraído bajo la cobija, miraba al techo con ojos desencajados y soltaba suspiros discontinuos.
-¿Qué te pasa, Arkádii? -se horrorizó Anna Mijáilovna, mirando su rostro grisáceo y alargado.
-Na... nada... -profirió él-. El reumatismo.
-¿Por qué pues no lo dices? ¡Puede ser, yo te puedo ayudar!
-No se puede ayudar...
-Si es reumatismo, pues untar yodo... soda salicílica adentro...
-Una tontería todo eso... Ocho años me curé... ¡No golpees así con los pies! -gritó de pronto el general a la vieja doncella, mirándola con ojos desencajados de modo rabioso-. ¡Golpea como una yegua!
Anna Mijáilovna y la doncella, mucho tiempo ya deshabituadas a ese tono, se miraron y sonrojaron. Observado su turbación, el general se enfurruñó y se volteó hacia la pared.
-Yo debo advertirte, Aniúta... -gimió-. ¡Yo tengo un carácter insoportable! En la vejez me hice un gruñón…
-Hace falta dominarse... -suspiró Anna Mijáilovna.
-¡Es fácil decirlo: hace falta! ¡Hace falta que no esté el dolor, y pues no obedece la naturaleza a nuestro “hace falta”! ¡Oh! Y tú, Aniúta, sal... En el momento del dolor la presencia de personas me irrita... Me es penoso hablar...
Pasaron los días, las semanas, los meses, y Arkádii Petróvich poco a poco se asimiló al nuevo lugar: se habituó y se habituaron a él. En las primeras instancias vivía en la casa sin salida, pero la vejez y la pesadez de su carácter insoportable se sentían en todo Zhénino. Comúnmente se despertaba muy temprano, hacia las cuatro de la mañana, su día empezaba con una tos anciana penetrante, que despertaba a Anna Mijáilovna y a todos los sirvientes. Para matar con algo el largo tiempo desde la mañana temprana hasta el almuerzo, si el reumatismo no constreñía sus piernas, deambulaba por todas las habitaciones y reparaba en los desórdenes, que veía por todas partes. Lo irritaba todo: la pereza de los sirvientes, los pasos ruidosos, el canto de los gallos, el humo de la cocina, el tañido de la iglesia... Gruñía, maldecía, acosaba a los sirvientes pero, después de cada palabra de maldición, se agarraba la cabeza y decía con voz llorosa:
-¡Dios, qué carácter tengo! ¡Un carácter intolerable!
Y en el almuerzo comía mucho y parloteaba sin callarse. Hablaba del socialismo, las nuevas reformas militares, la higiene, y Anna Mijáilovna lo escuchaba y sentía, que todo eso se hablaba sólo para no hablar de la hija y del pasado. A ambos en presencia el uno del otro aún les era embarazoso, y como que les daba vergüenza por algo. Sólo en los atardeceres, cuando en las habitaciones estaba el crepúsculo, y el grillo cantaba abatido tras la estufa, ese embarazo desaparecía. Se sentaban juntos, callaban, y en ese tiempo sus almas como que susurraban eso, que ambos no se decidían a expresar en voz alta. En ese tiempo, animándose el uno al otro con los residuos de la calidez vital, entendían a la perfección en qué pensaba cada uno. Pero la doncella traía la lámpara, y el viejo de nuevo se disponía a parlotear o gruñir por los desórdenes. Asunto él no tenía ninguno. Anna Mijáilovna quería arrastrarlo a su medicina, pero en la misma primera consulta él bostezó y se fastidió. Apegarlo a la lectura tampoco lo consiguió. Leer largo tiempo, por horas, habituado en el servicio a la lectura por ratos, él no sabía. Le era suficiente leer 5-6 páginas, para que se fatigara y se quitara los lentes.
Pero sobrevino la primavera, y el general cambió bruscamente su modo de vida. Cuando desde la hacienda, hacia el campo verde y el pueblo, corrían los senderos recién formados, y los pájaros se agolpaban en los árboles delante de las ventanas, él de repente para Anna Mijáilovna empezó a ir a la iglesia. Iba a la iglesia no sólo en los festivos, sino también en los días corrientes. Tal aplicación religiosa empezó con el réquiem, que el viejo en secreto de su mujer ofició a su hija. En el tiempo del réquiem se ponía de rodillas, hacía reverencias profundas, lloraba y le parecía que rezaba de modo ardiente. Pero eso no era un rezo. Entregado todo a su sensación paternal, dibujando en su memoria los rasgos de su hija amada, miraba a los íconos y susurraba:
-¡Shúrochka! ¡Mi niña amada! ¡Mi ángel!
Era una recaída de la tristeza anciana, pero el viejo se imaginó que en él se producía una reacción, un viraje. Al otro día le arrastró a la iglesia de nuevo, al tercero también... De la iglesia regresaba fresco, radiante, con una sonrisa en todo el rostro. En el almuerzo el tema de su parloteo incesante eran ya la religión y las cuestiones teológicas. Anna Mijáilovna, entrando a su habitación, lo encontró unas cuantas veces hojeando el Evangelio. Pero, por desgracia, esa afición religiosa continuó no largo tiempo. Después de una fuerte en particular recaída del reumatismo, que continuó una semana entera, ya no fue a la iglesia: como que no recordó que necesitaba ir a misa...
De pronto quiso la sociedad.
-¡No entiendo, cómo eso se puede vivir sin la sociedad! -empezó a gruñir-. ¡Yo debo hacerle visitas a los vecinos! ¡Deja que eso sea tonto, banal, pero mientras viva, yo debo someterme a las condiciones del mundo!
Anna Mijáilovna le propuso los caballos. Él hizo las visitas a los vecinos, pero ya una segunda vez no fue a donde ellos. La necesidad de estar en la sociedad de personas, la satisfacía con que andorreaba por el pueblo y reparaba en los mujíks.
Una vez por la mañana estaba sentado en el comedor, delante de una ventana abierta y tomaba té. Delante de la ventana, en la empalizada junto a unos arbustos de lilas y grosellas, estaban sentados en unos bancos unos mujíks, venidos a donde Anna Mijáilovna a curarse. El viejo largo tiempo entornó los ojos hacia ellos, después gruñó:
-Ces moujiks... Objetos de pesar ciudadano... En vez de curarse las enfermedades, mejor sería que fueran a algún lugar a curarse las vilezas y la ruindades.
Anna Mijáilovna, que adoraba a sus pacientes, dejó de verter el té y le echó una mirada de asombro mudo al viejo. Los pacientes, que no veían en la casa de Liébedieva nada más que caricia y cálido interés, se asombraron también y se levantaron de los asientos.
-Sí, señores mujíks... ces moujiks... -continuó el general-. Me asombran ustedes. ¡Mucho me asombran! Bueno, ¿acaso no son unos cerdos? -se volteó el viejo hacia Anna Mijáilovna-. -¡El ziémstvo del distrito les dio en préstamo para la siembra de avena, y ellos agarraron y se bebieron esa avena! ¡No uno bebió, no dos, sino todos! Los taberneros no tenían donde meter la avena... ¿Está bien eso? -se volteó el general hacia los mujíks-. ¿Ah? ¿Está bien?
-¡Deja, Arkádii! -susurró Anna Mijáilovna.
-¿Ustedes piensan que el ziémstvo, esa avena, la consiguió de gratis? ¿Cuáles pues ciudadanos son ustedes después de eso, si no respetan la propiedad suya, ni la ajena, ni la de la sociedad? La avena pues se la bebieron... el bosque lo talaron y se lo bebieron también… se lo roban todo y toda la... Mi mujer los cura, y ustedes le robaron la cerca... ¿Está bien eso?
-¡Suficiente! -gimió la generala.
-Es hora de poner la mente... -continuó gruñendo Liébediev-. ¡Mirarlos a ustedes da vergüenza! Tú pues, pelirrojo, viniste a curarte, ¿te duele el pie?, y no te ocupaste en casa de lavarte los pies... ¡Un viershók de fango! ¡Esperas, ignorante, que te los laven aquí! Se metieron en la cabeza que ellos son ces moujiks, bueno, y ya se imaginan que pueden montarse a caballo sobre las personas. El pope casó a cierto Fiódor, el carpintero de aquí. El carpintero no le pagó ni un kópek. “¡La pobreza! -dice-. ¡No puedo!” Bueno, está bien. Sólo que el pope le encarga a ese Fiódor un estante para los libros... ¿Qué tú piensas pues? ¡Unas cinco veces fue a donde el pope por el cobro! ¿Ah? Bueno, ¿acaso no es un cerdo? Él mismo no le pagó al pope, y...
-El pope sin eso tiene mucho dinero... -tronó lúgubre uno de los pacientes.
-¿Y tú por qué lo sabes? -estalló el general, levantándose y asomándose por la ventana-. ¿Tú acaso le miraste el bolsillo al pope? ¡Y aunque él fuera hasta millonario, tú no debes valerte de gratis de su trabajo! ¡Tú mismo no das de gratis, así no tomes de gratis! ¡Tú no te puedes imaginar, qué villanías se producen entre ellos! -se volteó el general hacia Anna Mijáilovna-. ¡Si tú estuvieras en sus juicios y en las reuniones! ¡Son unos bandidos!
El general no se calmó incluso cuando empezó la consulta. Reparaba en cada enfermo, lo remedaba, explicaba todas las enfermedades con la borrachera y el libertinaje.
-¡Mira qué flaco! -golpeó a uno en el pecho con el dedo. -¿Y por qué? ¡No hay nada de comer! ¡Se lo bebió todo! ¿Pues tú la avena del ziémstvo, te la bebiste?
-Y qué decir -suspiró el enfermo-, antes con los señores era mejor...
-¡Mientes! ¡Calumnias! -se arrebató el general-. ¡Pues tú dices eso de forma no sincera, para decir una lisonja!
Al otro día el general estaba sentado junto a la ventana de nuevo, y horneaba a los enfermos. Esa ocupación lo aficionaba, y empezó a sentarse junto a la ventana diariamente. Anna Mijáilovna, viendo que su esposo no se calmaba, empezó a recibir a los enfermos en el granero, pero el general consiguió llegar al granero también. La vieja soportó esa “prueba” con humildad, y expresó su protesta solamente con que se sonrojaba, y repartía dinero a los enfermos agraviados, pero cuando los enfermos, que al general no le venían nada por el gusto, empezaron a ir donde ella menos y menos, no lo resistió. Una vez en el almuerzo, cuando el general decía alguna agudeza sobre los enfermos, sus ojos de pronto se llenaron de sangre, y le corrieron espasmos por el rostro.
-Yo te rogaría dejar a mis enfermos en paz… -dijo con severidad-. Si tú sientes la necesidad de descargar tu carácter sobre alguien, pues maldíceme a mí, y a ellos déjalos... Gracias a ti ellos dejaron de venir a curarse.
-¡Ajá, dejaron! -sonrió con malicia el general-. ¡Se ofendieron! Júpiter, estás enojado, entonces, no tienes razón. Jo-jo... Y eso, Aniúta, está bien, que ellos dejaron de venir. Yo me alegro mucho… ¡Pues tu curación no trae nada más que daño! En lugar de curarse en el hospital del ziémstvo con el médico, por las reglas de la ciencia, ellos vienen a ti a curarse todas las enfermedades con soda y aceite de ricino. ¡Un gran daño!
Anna Mijáilovna miró fijamente al viejo, pensó y de pronto palideció.
-¡Por supuesto! -continuó parloteando el general-. En la medicina ante todo se necesita el conocimiento, y después ya la filantropía, sin el conocimiento pues ésta es charlatanería... Y además, por la ley tú no tienes derecho a curar. Para mí, tú traerías bastante más provecho al enfermo, si lo empujaras rudamente al médico, en vez de que tú misma empezaras a curarlo.
El general calló un poco y continuó:
-Si no te gusta mi trato con ellos, pues dígnate, yo dejaré las conversaciones, aunque, por lo demás... si razonar a conciencia, la sinceridad respecto a ellos es bastante mejor que el silencio y la adoración. Alejandro de Macedonia fue un gran hombre, pero romper las sillas no se debe6, así el pueblo ruso es un gran pueblo, pero de eso no sigue que no se pueda decirle la verdad en la cara. No se puede hacer del pueblo un perro faldero. Esos ces moujiks son tales personas como tú y yo, con tales pues defectos, y por eso no es necesario rezarles, mimarlos, sino enseñarles, corregirlos... inculcarles...
-No nosotros debemos enseñarles... -farfulló la generala-. Nosotros de ellos podemos aprender.
-¿Qué?
-Acaso es poco qué... Y siquiera... el amor al trabajo...
-¿El amor al trabajo? ¿Ah? ¿Tú dijiste el amor al trabajo?
El general se atragantó, se levantó de la mesa y caminó por la habitación.
-¿Y yo acaso no trabajé? -estalló-. Por lo demás... yo soy un intelectual, no soy un moujík, ¿donde pues voy a trabajar? ¡Yo… yo soy un intelectual!
El viejo se ofendió no en broma, y su rostro adquirió una expresión infantil-caprichosa.
-Por mis manos pasaron miles de soldados... yo me espiché en la guerra, agarré un reumatismo para toda la vida y... ¡y no trabajé! ¿O dirás que yo, de ese pueblo tuyo, debo aprender a sufrir? Por supuesto, ¿acaso yo sufrí alguna vez? Yo perdí a mi hija carnal... ¡lo que aún me apegaba a la vida en esta maldita vejez! ¡Y yo no sufrí!
Ante el repentino recuerdo de la hija los viejos, de pronto, rompieron a llorar y empezaron a enjugarse con las servilletas.
-¡Y nosotros no sufrimos! -sollozó el general, dando rienda suelta a las lágrimas-. Ellos tienen un objetivo de vida... la fe, y nosotros sólo tenemos preguntas... ¡preguntas y horror! ¡Nosotros no sufrimos!
Ambos viejos sintieron lástima el uno por el otro. Se sentaron juntos, se apretaron el uno al otro y lloraron juntos dos horas. Después de eso se miraron a los ojos el uno al otro ya con valentía, y hablaron con valentía de la hija, del pasado y del amenazante futuro.
Al atardecer se acostaron a dormir en una habitación. El viejo hablaba sin callarse y no dejaba dormir a su mujer.
-¡Dios, qué carácter tengo! -decía-. Bueno, ¿para qué te dije todo eso? Pues eso eran ilusiones, y la persona, en particular en la vejez, es natural que viva de ilusiones. Con mi parloteo te quité el último consuelo. ¡Sabrías tú hasta la muerte curar a los mujíks, y no comer carne, pero no pues, me tiró el diablo de la lengua! Sin ilusiones no se puede... Sucede, que Estados enteros viven de ilusiones... Los escritores célebres para algo, al parecer, son inteligentes, pero y así no pueden sin ilusiones. ¡He ahí tu favorito escribió siete tomos sobre “el pueblo”!
Una hora después el general se revolvía y decía:
-¿Y por qué eso, precisamente en la vejez, la persona vigila sus sensaciones y critica sus acciones? ¿Por qué en la juventud no se dedica a eso? La vejez sin eso es intolerable... Sí... En la juventud toda la vida pasa sin dejar huella, apenas agarrando la conciencia, pero en la vejez cada mínima sensación se te mete como un clavo en la cabeza, y despierta un montón de preguntas...
Los viejos se durmieron tarde, pero se levantaron temprano. En general, después que Anna Mijáilovna dejara la curación, dormían poco y mal, por lo que la vida les parecía el doble de larga... Las noches las acortaban con conversaciones, y por el día merodeaban sin asunto por las habitaciones o el jardín, y se miraban a los ojos el uno al otro de modo inquisitivo.
Hacia el final del verano el destino envió a los viejos aún una “ilusión”. Anna Mijáilovna, entrando una vez a donde su marido, lo encontró en una ocupación interesante: estaba sentado a la mesa y comía con codicia rábano rallado con aceite de cáñamo. Por el rostro le andaban y temblaban todas las venitas, y alrededor de las esquinas de la boca resonaba la salivación.
-¡Come pues, Aniúta! -propuso-. ¡Está magnífico!
Anna Mijáilovna probó el rábano de forma indecisa, y empezó a comer. Pronto apareció también en su rostro una expresión de codicia...
-Sería bueno, ¿sabes?, este... -decía el general ese mismo día, acostándose a dormir-. Sería bueno, como hacen los judíos, cortarle la panza a un lucio, sacarle el caviar y, ¿sabes?, con cebolla verde... fresca...
-¿Y qué pues? ¡El lucio no es difícil de pescar!
El general desvestido se dirigió descalzo a la cocina, despertó al cocinero y le encargó pescar un lucio. Por la mañana Anna Mijáilovna de pronto quiso lomo de pescado, y Martín debió cabalgar a la ciudad por el lomo de pescado.
-¡Ah -se asustó la vieja-, me olvidé de decirle que comprara de paso unos melindres de menta! Yo quería algo dulce.
Los viejos se entregaron a las sensaciones del gusto. Ambos se sentaban sin salida en la cocina, e inventaban comidas a porfía. El general tensaba su cerebro, recordaba la vida de soltero del campamento, cuando a él mismo le tocaba dedicarse a la culinaria e inventaba... Entre el número de comidas inventadas por ellos, a ambos les gustaba en particular una preparada con arroz, queso rallado, huevos y jugo de carne refrita. En esa comida entraba mucha pimienta y hoja de laurel.
Con el plato picante terminó la última “ilusión”. Éste estaba destinado a ser el último encanto de la vida de ambos.
-Probablemente, va a llover -decía en una noche de septiembre el general, a quien le empezaba una recaída-. No debería yo hoy haber comido tanto de ese arroz... ¡Es pesado!
La generala se extendió en el lecho y respiró con pesadez. Tenía sofoco... Y a ella, como al viejo, le daban punzadas en el estómago.
-Y ahí aún, que se las lleve el diablo, te pican las piernas... -gruñía el viejo-. Desde los talones hasta las rodillas tienes cierta comezón... Dolor y comezón... ¡Es intolerable, que se la llevara el diablo! Por lo demás, yo no te dejo dormir... Perdona...
Pasó más de una hora en silencio... Anna Mijáilovna poco a poco se habituó a la pesadez del estómago y se olvidó. El viejo se sentó en el lecho, puso la cabeza en la rodilla y estuvo sentado largo tiempo en esa posición. Después empezó a rascarse la pantorrilla. Mientras más aplicado laboraban sus uñas, más maligna se hacía la comezón.
Un poco después el viejo desdichado se apeó del lecho y cojeó por la habitación. Echó una mirada por la ventana... Allí tras la ventana, a la vívida luz de la luna, el frío otoñal constreñía gradualmente a la naturaleza moribunda. Se veía como una neblina grisácea, fría recubría la hierba marchita, y cómo el bosque gélido no dormía y se estremecía con los residuos del follaje amarillento.
El general se sentó en el suelo, se abrazó las rodillas y puso la cabeza en éstas.
-¡Aniúta! -llamó.
La vieja sensible se revolvió y abrió los ojos.
-Yo mira qué pienso, Aniúta -empezó el viejo-. ¿Tú no duermes? Yo pienso, que el contenido más natural de la vejez, deben ser los hijos... ¿Cómo para ti? Pero una vez no hay hijos, la persona debe ocuparse de alguna otra cosa... Está bien en la vejez ser un escritor... un pintor, un científico... Dicen que Gladstone7, cuando no tiene nada que hacer, estudia a los clásicos antiguos, y se aficiona. Si lo expulsan del servicio, pues va a tener con qué llenar la vida. Está bien asimismo darse al misticismo, o... o...
El viejo se rascó las piernas y continuó:
-O sucede así que los viejos vuelven a la infancia, cuando quieren, ¿sabes?, plantar un árbol, llevar órdenes… dedicarse al espiritismo...
Se oyó el ligero ronquido de la vieja. El general se levantó y miró por la ventana de nuevo. El frío lúgubre suplicaba entrar a la habitación, y la neblina se arrastraba ya hacia el bosque y envolvía sus troncos.
“¿Hasta la primavera cuántos meses son aún? -pensaba el viejo, cayendo su frente contra el cristal frío-. Octubre... noviembre... diciembre... ¡Seis meses!”
Y esos seis meses le parecieron por algo infinitamente largos, largos como su vejez. Él cojeó por la habitación y se sentó en la cama.
-¡Aniúta! -llamó.
-¿Bueno?
-¿Tú tienes el botiquín cerrado?
-No, ¿y qué?
-Nada... Quiero untarme yodo en las piernas.
Sobrevino un silencio de nuevo.
-¡Aniúta! -despertó el viejo a su mujer.
-¿Qué?
-¿Los frasquitos tienen etiquetas?
-Tienen, tienen.
El general encendió una vela con lentitud y salió.
Largo tiempo oyó la soñolienta Anna Mijáilovna el patulleo de los pies descalzos y el tintineo de los frasquitos. Finalmente él regresó, graznó y se acostó.
Por la mañana no se despertó. Simplemente se murió acaso, o por que fue al botiquín, Anna Mijáilovna no lo sabía. Y además ella no estaba para eso, de buscar la causa de esa muerte...
Ella de nuevo se apresuró con desorden, espasmos. Empezaron las donaciones, el ayuno, los votos, las colectas para la peregrinación...
-¡Al monasterio! -susurraba, apretándose por miedo a la vieja doncella-. ¡Al monasterio!

1Al publicarse el relato, el crítico Víctor Bilíbin escribe a Chejov el 11 de junio de 1886: “El tedio de la vida es una cosa hermosa. Yo pienso que tras leerla los viejos no se van a reponer. La impresión es muy fuerte” (GBL).
2Monte Athos, área montañosa de Macedonia central, al norte de Grecia, hogar de numerosos monasterios ortodoxos, que conforman un territorio autónomo bajo soberanía griega.
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4Spusk, tipo de ungüento preparado con cera y aceite.
5El médico, periódico médico semanal, publicado en San Petersburgo desde 1880 bajo edición de K.L. Rikker.
6Cita incorrecta de El inspector, pieza de Nikolai Gógol (act. I, esc. 1).  
7William Gladstone, político liberal británico, primer ministro del Reino Unido en varias ocasiones, autor entre otros de Studies on Homer and the Homeric age.

Título original: Skuka zhizni, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1886, Nº 3682, con la firma: "An. Chejov".
Imagen: Louis Charles Moeller, Darby and Joan, Old Heads, Young Hearts, XIX.