jueves, 31 de enero de 2008

Del mundo teatral


Empresario. Usted desea trabajar conmigo de corista, pero yo ahora no tengo vacantes… Cuando tenga, con gusto. Déjeme su dirección.
Ella. Aquí están mis tarjetas de visita.
Empresario. ¿Para qué tantas pues? Me es suficente con una.
Ella. No importa… Las restantes repártalas entre los conocidos…

Título original: Iz teatralnogo mira, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 6, con dibujos de V.I. Porfíriev y la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: John Singer Sargent, Madame Gautreau Drinking a Toast, 1883.

Junto a la cama del enfermo


Junto a la cama del enfermo están parados los doctores Popóv y Miller, y discuten:
Popóv. Yo, confieso, soy un mal partidario del método conservador.
Miller. Yo, colega, no le hablo nada del conservadurismo... Su cuestión es creer o no creer, reconocer y no reconocer... Yo hablo del régimen, que se debería cambiar in concreto...
Enfermo. ¡Oh! (Se levanta a la fuerza de la cama, va hacia la puerta y se asoma con timidez a la habitación contigua.) Ahora pues las paredes oyen.
Popóv. Él se queja de que en el pecho le aprieta... oprime... asfixia... No nos arreglamos sin un estimulante fuerte...
El enfermo gime y se asoma a la ventana con timidez.
Miller. Pero antes de darle el estimulante, yo le rogaría prestar atención a su constitución...
Enfermo (palidecido.) ¡Ah, señores, no hablen tan alto! Yo soy un hombre de familia... empleado... Bajo las ventanas pasa gente... yo tengo sirvienta... ¡Ah! (Sin esperanzas deja de la mano.)

Título original: U posteli bolnovo, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 48, con la firma: “El hombre sin bazo”.
Imagen: Constantin Korovin, In a Room, 1886.

Arriba por la escalera


El consejero provincial Dolbonósov, estando una vez en Peter por cuestiones de servicio, fue a dar por casualidad a una fiesta de la princesa Fingálova. En esa fiesta entre tanto, para su gran asombro, encontró al estudiante de derecho Shepótkin, que había sido repetidor de sus hijos unos cinco años antes. Conocidos en la fiesta él no tenía y, por aburrimiento, se acercó a Shepótkin.
-Usted este... pues... ¿cómo cayó aquí? –preguntó, bostezando en el puño.
-Así mismo, como usted...
-O sea, supongamos, no así como yo... –se enfurruñó Dolbonósov, examinando a Shepótkin. –Hum... este... ¿sus asuntos, cómo están?
-Más o menos... Terminé el curso en la universidad, y sirvo de funcionario de encargos especiales, con Podokónnikov...
-¿Sí? Eso, en primera instancia, no está mal... Pero... eeh... disculpe por la pregunta indiscreta, ¿cuánto le da su puesto?
-Ochocientos rublos.
-¡Pf!.. Para tabaco no alcanza... –farfulló Dolbonósov, cayendo de nuevo en un tono indulgente-protector.
-Por supuesto, para una vida desahogada en Petersburgo, es insuficiente pero, además de eso, funjo como secretario en la dirección de la vía férrea Ugáro-Dieboshírskii... Eso me da mil quinientos...
-Siií, en ese caso, por supuesto... –interrumpió Dolbonósov, al mismo tiempo que por su rostro corría algo parecido a un resplandor. –A propósito, queridísimo mío, ¿de qué forma conoció usted al dueño de esta casa?
-Muy sencillo –respondió Shepótkin con indiferencia. –Me encontré con él en casa del secretario de Estado, Lódkin...
-¿Usted... visita a Lódkin? –desencajó los ojos Dolbonósov.
-Muy a menudo... Yo estoy casado con su sobrina...
-¿Con la so-bri-na? Hum... Dígame... Yo, sabe... este... siempre le deseé a usted... le profeticé un futuro brillante, muy estimado Iván Petróvich...
-Piótr Ivánich...
-O sea, Piótr Ivánich... Y yo, sabe, miraba ahora y veía, una cara en algo conocida... En un segundo lo reconocí... Deja, pienso, invitarlo a casa a almorzar... Je-je... ¡Al viejo pues, pienso, seguro que no lo rechaza! Hotel Europa, número treinta y tres... de una a seis...

Título original: Vverj po lestnitze, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1885, Nº 24, con la firma: “El hombre sin bazo”.
Imagen: John SingerSargent, The Steps of the Church of S. S. Domenico e Siste in Rome, 1906.

Un día afuera de la ciudad (Escenita)


Nueve de la mañana.
Al encuentro del sol se desliza una mole oscura, plomiza. En ésta, por aquí y por allá, en rojos zig-zags, fulguran los rayos. Se oyen los lejanos estruendos del trueno. Un viento cálido pasea por la hierba, encorva los árboles y levanta el polvo. Ahora caerá la lluvia de mayo, y empezará una verdadera tormenta.
Por la aldea corre la pequeña mendiga Fiókla, buscando al zapatero Tieréntii. La niña rubia, descalza, está pálida. Sus ojos están muy abiertos, sus labios tiemblan.
-Tío, ¿dónde está Tieréntii? –pregunta a todo el que encuentra. Nadie le responde. Todos están ocupados con la tormenta inminente, y se esconden en las isbás. Finalmente, encuentra al sacristán, Silántii Sílich, amigo y compinche de Tieréntii. Éste camina y se tambalea con el viento.
-Tío, ¿dónde está Tieréntii?
-En las huertas, -responde Silántii.
La mendiga corre tras las isbás hacia las huertas, y encuentra allí a Tieréntii. El zapatero Tieréntii, un viejo alto, con un rostro picado de viruelas, enjuto, y con unas piernas muy largas, descalzo y vestido con una chaqueta de mujer rota, está parado junto al bancal y, con unos ojos ebrios, turbios, mira la nube oscura. Sobre sus piernas largas, como de grulla, se balancea al viento.
-¡Tío Tieréntii! –se dirige a él la mendiga rubia. –¡Tío, carnal!
Tieréntii se inclina hacia Fiókla y su rostro borracho, severo, se cubre con esa sonrisa que aparece en los rostros de las personas, cuando ven ante sí algo pequeño, tontito, risible, pero profundamente amado.
-¡A-ah... sierva de Dios, Fiókla! –dice con ternura, haciéndole zalamerías. -¿De dónde te trajo Dios?
-Tío Tieréntii, -solloza Fiókla, tirándole al zapatero del faldón. –¡A mi hermanito Danílka le ocurrió una desgracia! ¡Vamos!
-¿Qué desgracia es esa? ¡U-uh, qué trueno! Santo, santo, santo... ¿Qué desgracia?
-En el boscaje del condado, Danílka metió la mano en un hueco, y ahora no puede sacarla. ¡Ve, tío, sácale la mano, ten la bondad!
-¿Cómo pues eso, que metió la mano? ¿Para qué?
-Me quería sacar del hueco un huevo de cuclillo.
-Aún no alcanzó a empezar el día, y ustedes ya tienen una pena... –mueve la cabeza Tieréntii, escupiendo lentamente. –Bueno, ¿y qué puedo hacer contigo ahora? Hay que ir... ¡Hay que ir, que el lobo se los coma, pilluelos! ¡Vamos, huérfana!
Tieréntii sale del huerto y, levantando sus piernas largas, empieza a caminar por la larga calle. Va con rapidez, sin mirar a los lados y sin detenerse, como si lo empujaran por detrás o lo asustaran al perseguirlo. Tras él, apenas lo alcanza la mendiga Fiókla.
Los viajeros salen de la aldea y, por un camino polvoriento, se dirigen al boscaje del condado, que azulea en la lejanía. Hasta éste serán unas dos vérstas. Y las nubes ya cubrieron el sol, y pronto no quedará en el cielo ni un lugarcito azul. Oscurece.
-Santo, santo, santo, -murmura Fiókla, apurándose tras Tieréntii.
Las primeras salpicaduras, gruesas y pesadas, caen como puntos negros sobre el camino polvoriento. Una gota grande cae sobre la mejilla de Fiókla, y se desliza como una lágrima hacia su barbilla.
-¡Empezó la lluvia! –farfulla el zapatero, levantando polvo con sus pies descalzos y huesudos. –Eso gracias a Dios, hermano Fiókla. -La hierba y los árboles se alimentan de la lluviecita, como nosotros del pan. Y en tu juicio, no le temas al trueno, huerfanita. ¿Para qué te va a matar a ti, tan chiquita?
El viento, cuando cae la lluvia, se calma. Rumorea sólo la lluvia, que golpea, como munición menuda, la roya joven y el camino seco.
-¡Nos vamos a empapar tú y yo, Fióklushka! –farfulla Tieréntii. -No va a quedar lugar seco... ¡Jo-jo, hermano! ¡Hasta el cuello chorrea! Pero no temas, tonta... La hierba se va a secar, la tierra se va a secar, y tú y yo nos vamos a secar. El sol es para todos.
Sobre las cabezas de los viajeros relampaguea un rayo del largo de dos sazhénes. Resuena un golpe estruendoso, y a Fiókla le parece que algo grande, pesado y como que redondo rueda por el cielo, ¡y desgarra el cielo sobre su misma cabeza!
-Santo, santo, santo... –se persigna Tieréntii. -¡No temas, huerfanita! No truena por maldad.
Los pies del zapatero y de Fiókla se cubren con plastas de un barro pesado y mojado. Es penoso caminar, resbala, pero Tieréntii camina con más y más rapidez... La pequeña y debilucha mendiga se sofoca, y casi se cae.
Pero he aquí, finalmente, entran al boscaje del condado. Los árboles bañados, asustados por una súbita ráfaga de viento, derraman sobre ellos todo un torrente de salpicaduras. Tieréntii tropieza con un tocón y empieza a caminar más despacio.
-¿Dónde pues está Danílka aquí? –pregunta. -¡Llévame a él!
Fiókla lo lleva a una espesura y, tras andar un cuarto de vérsta, le señala a su hermano Danílka. Su hermano, un chico pequeño, de ocho años, con una cabeza pelirroja como el almagre y un rostro pálido, enfermizo, está recostado a un árbol y, con la cabeza inclinada a un costado, mira de soslayo al cielo. Una mano retiene un gorrito gastado, la otra está oculta en el hueco de un viejo tilo. El chico escudriña el cielo tronante y, por lo visto, no advierte su desgracia. Al oír los pasos y ver al zapatero, sonríe de modo enfermizo y dice:
-¡Una pasión de trueno, Tieréntii! Desde que nací, no hubo un trueno así...
-¿Y tu mano dónde está?
-En el hueco... ¡Sácamela, ten la bondad, Tieréntii!
El borde del hueco se había roto, y trabó la mano a Daníla: la podía meter más, pero no podía moverla hacia atrás de ningún modo. Tieréntii rompe la fractura, y la mano del chico, roja y arrugada, se libera.
-¡Una pasión como truena! –repite el chico, rascándose la mano. -¿Y por qué truena, Tieréntii?
-Una nube se acerca a otra nube... -dice el zapatero.
Los viajeros salen del boscaje, y van por un lindero hacia el camino oscurecido. El trueno poco a poco se calma, y sus estruendos se oyen ya a lo lejos, por el lado de la aldea.
-Por aquí, Tieréntii, volaron hace poco unos patos... –dice Danílka, rascándose la mano aún. -Seguro, se van a posar en los pantanos de la Ciénaga Podrida. Fiókla, ¿quieres que te enseñe un nido de ruiseñor?
-No lo toques, lo asustas... -dice Tieréntii, exprimiendo su gorro. –El ruiseñor es un pájaro cantor, inocente... Se le ha dado esa voz en el pico, para alabar a Dios y alegrar al hombre. Es pecado asustarlo.
-¿Y al gorrión?
-Al gorrión se puede. Es un pájaro malo, zahiriente. Tiene ideas en la cabeza, como de granuja. No le gusta que al hombre le vaya bien. Cuando bajaron a Cristo, le llevó los clavos a los judíos y cantó: “¡vivo!¡vivo!”...
En el cielo aparece una mancha azul claro.
-¡Mira aquí!- dice Tieréntii. -¡Revolvió el hormiguero! ¡Inundó a estas bribonas!
Los viajeros se inclinan sobre el hormiguero. El chaparrón derrubió la morada de las hormigas; los insectos alarmados deambulan por el fango, y se agitan alrededor de sus cohabitantes ahogados.
-¡No es nada, no se van a morir! –sonríe el zapatero con malicia. –Tan pronto el solecito las caliente, van a recobrar el sentido... Ahí tienen, imbéciles, una ciencia. La próxima vez, no se van a establecer en un lugar bajo...
Siguen adelante.
-¡Ahí están las abejas! –grita Danílka, señalando la rama de un roble joven.
En la rama, pegadas unas a otras estrechamente, hay unas abejas empapadas y heladas. Son tantas, que tras éstas no se ve ni la corteza ni las hojas. Muchas están unas sobre las otras.
-Es un enjambre de abejas, -enseña Tieréntii. –Volaba y buscaba una vivienda, y cuando la lluvia lo salpicó, vino y se posó. Si el enjambre vuela, sólo hay que salpicarle agua, para que se pose. Ahora, digamos, si las quieres agarrar, pues pones la ramita con éstas en un saco, sacudes, y todas caen.
La pequeña Fiókla, de pronto, frunce el ceño y se rasca el cuello fuertemente. Su hermano mira su cuello, y ve en éste una ampolla grande.
¡Je-je! –se ríe el zapatero. -¿Sabes tú, hermano Fiókla, de dónde te viene esa desgracia? En el boscaje, en algún lugar por los árboles, están las moscas cantáridas. El agua se escurrió de éstas, y te goteó en el cuello, de ahí la ampolla.
El sol aparece tras las nubes e inunda el bosque, el campo y a nuestros viajeros de una luz que calienta. La nube oscura, amenazante, se fue ya lejos, y se llevó consigo la tormenta. El aire se torna cálido y fragante. Huele a cerezo, trébol y muguete.
-Esta hierba te la dan, cuando te sale sangre de la nariz, -dice Tieréntii, señalando una florcita velluda. –Ayuda...
Se oye un silbido y un trueno, pero no ese trueno que hace poco se llevaron consigo las nubes. Ante los ojos de Tieréntii, Daníla y Fiókla corre un tren de mercancías. La locomotora, resoplando y soltando humo negro, arrastra tras de sí más de veinte vagones. Tiene una fuerza extraordinaria. A los niños les sería interesante saber cómo esa locomotora, que no está viva, y sin la ayuda de caballos, puede moverse y arrastrar tal peso, y Tieréntii se dispone a explicarles:
-Ahí, chicos, toda la cosa está en el vapor... El vapor funciona... Éste, por lo tanto, se mete por esa cosa, que está cerca de las ruedas, y éste así... este... y funciona.
Los viajeros atraviesan la franja de la vía férrea y después, bajando por el terraplén, van al río. Van no con un propósito, sino a donde los lleve el viento, y platican por todo el camino. Daníla pregunta, Tieréntii responde...
Tieréntii responde a todas las preguntas, y no hay en la naturaleza un secreto, que lo pueda conducir a un callejón sin salida. Él lo sabe todo. Así, sabe los nombres de todas las hierbas, los animales y las piedras del campo. Él sabe con qué hierbas curan las enfermedades, no se le dificulta saber cuántos años tiene una yegua o una vaca. Al mirar la salida del sol, la luna, los pájaros, puede decir qué tiempo habrá mañana. Y no sólo Tieréntii es tan juicioso. Silántii Sílich, el tabernero, el hortelano, el pastor y en general todo el pueblo, saben tanto como él. Aprendieron esas personas no en los libros, sino en el campo, en el bosque, en la orilla del río. Les enseñaron los mismos pájaros, cuando les cantaban canciones, el sol, cuando al salir dejaba tras de sí una aurora púrpura, los mismos árboles y la hierba.
Danílka mira a Tieréntii y absorbe cada palabra suya con avidez. En primavera, cuando el calor y el verde uniforme de los campos no cansan aún, cuando todo es nuevo y respira frescura, ¿a quién no le interesa escuchar sobre los abejorros dorados, las grullas, el trigo espigado y los arroyos arrulladores?
Ambos, el zapatero y el huérfano, van por el campo, hablan sin cesar y no se fatigan. Ellos irían sin cesar por todo el mundo. Ellos van y, en sus pláticas sobre la belleza de la tierra, no advierten que tras ellos anda a pasitrote una pequeña, delgada mendiga. Ésta camina con dificultad y se sofoca. Las lágrimas cuelgan de sus ojos. A ella le gustaría detener a esos peregrinos incansables pero, ¿a dónde y con quién puede irse? Ella no tiene casa, ni parientes. Quieras o no, ve y escucha las pláticas.
Antes del mediodía, los tres todos se sientan en la orilla del río. Daníla extrae del saco un pedazo de pan empapado, convertido en papilla, y los viajeros empiezan a comer. Tras comer un poco de pan, Tieréntii reza a Dios, después se extiende sobre la orilla arenosa, y se duerme. Mientras él duerme, el chico mira el agua y piensa. Tiene muchos pensamientos distintos. Hace poco vio la tormenta, las abejas, las hormigas, el tren, y ahora unos pececillos se agitan ante sus ojos. Unos pececillos son del tamaño de un viershók y más, otros no son más largos que una uña. De una orilla a la otra, nada una culebra, levantando la cabeza.
Sólo hacia la noche, nuestros peregrinos regresan al pueblo. Los niños van a hacer noche en el cobertizo abandonado, donde antes se almacenaba el trigo de la comunidad, y Tieréntii, tras despedirse de ellos, se dirige a la taberna. Pegados el uno al otro, los niños yacen sobre el heno y dormitan.
El chico no duerme. Mira la oscuridad, y le parece que ve todo lo que vio de día: las nubes, el sol radiante, los pájaros, los pececillos, el larguirucho Tieréntii. La abundancia de impresiones, la fatiga y el hambre hacen lo suyo. Él arde, como al fuego, y se voltea de un costado al otro. Él quisiera decirle a alguien todo eso, que se le aparece ahora en las tinieblas y le inquieta el alma, pero no hay nadie a quien decir. Fiókla aún es pequeña y no entiende.
“Ya mañana le contaré a Tieréntii...” –piensa el chico.
Los niños se duermen pensando en el zapatero desabrigado. Y en la noche Tieréntii viene a verlos, los persigna y les pone pan debajo de las cabezas. Y ese amor no lo ve nadie. Lo ve acaso sólo la luna, que vaga por el cielo y se asoma con ternura, por la techumbre agujereada, al cobertizo abandonado.

Título original: Dien za gorodom, publicado por primera vez en la Peterburgskaya gazeta, 1886, Nº 135, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Feodor Vasilyev, After a Thunderstorm, 1868.

miércoles, 30 de enero de 2008

Chejov a M.V. Kiselióva


Moscú, 13 de septiembre de 1887.

Tengo una lámpara nueva, muy estimada María Vladímirovna1, y todo lo restante es aburrido, gris y viejo, como las réplicas de Ekaterína Vasílievna2. Me gustaría matar su aburrimiento, pero -¡ay!- no hay pólvora. Nuevas ideas no tengo, y las viejas se me confundieron en la cabeza, y parecen unos gusanos en una cajita verde, que han estado unos cinco días al sol. ¿Acerca de qué pues escribir? ¿Acerca de que estoy sin dinero y aislado? Eso usted ya lo conoce…
Mire qué, le describiré pues mi vil conducta. La vida entró por el carril. Almuerzo a las 7, me acuesto a las 2 de la madrugada. El tiempo no lo advierto y no lo siento. Escribo y leo las reseñas. Reseñas hubo muchas, y entre tanto en El heraldo del norte3. Leo y no puedo entender de ningún modo, ¿me elogian o lloran pues por mi alma perdida? “¡Un talento! ¡Un talento! pero, a pesar de eso, apacigua Señor su alma”, tal es el sentido de la reseña. En el crepúsculo4 no va mal.
Dos veces estuve en el teatro de Korsh5, y ambas veces Korsh me rogó, encarecidamente, escribirle una pieza. Yo respondí: con gusto. Los actores aseguran que escribiré bien la pieza, ya que sé jugar con los nervios. Yo respondía: merci. Y por supuesto, la pieza no la escribiré6. Que la escriba Golojvóstikova7, y yo, resueltamente, no tengo ningún asunto ni con los teatros, ni con la humanidad… ¡Que se vayan al diablo!
En estos días vendí un pedacito de mi alma al demonio, nombrado comercio. A la carroña vuelan los cuervos, a los genios los editores. Se presentó en casa Verner8, el cuello de perro, editor de libritos a la manera francesa café-cantante, y me rogó buscarle una decenita de algunos cuentos cómicos. Yo hurgué en mi ridicule9, escogí una docena de pecados juveniles y se los entregué. Él me soltó 150 rublos y se fue. Por condición, los cuentos van sólo en una sola edición, y por la segunda edición una paga especial…10 ¡Si yo no estuviera sin dinero, el cuello de perro recibiría una higa con nueces, ¡pero ay!, estoy más pobre que vuestro burro. ¿No me compraría acaso usted unos cuentos? Para usted, yo rebajaría un rublo por ciento. Tengo más de éstos que larvas en el baño.
Ayer en la casa, desde el almuerzo hasta tarde en la noche, estuvo sentado Tíshechka11 sin el gorrito, y hoy, por primera vez después de nuestra llegada, estuvo Efrós12 con la nariz, con un sombrerito nuevo. Las Yáshenkas13 aún no vinieron. La Zínochka14 sin polisón visita diariamente. A m-lle Syrout15 aún no la vi, pero su imagen no me abandona ni por un instante.

Luego se irguió la espalda entera, perfilada tiernamente por líneas redondas, que se fundían con los finos, suaves contornos del cuello marmóreo, tornasolado en una maravillosa blancura mate, sombreado intensamente por los sedosos cabellos cenizos, que se enredaban con aire provocador16.

Acerca de mis restantes muñecas rotas permítame callar.
El perrito sin espinazo, que nuestro Korniéev17 llama hiena, está saludable. El gato Fiódor Timoféich rara vez viene a casa a jamar, y todo el tiempo restante pasea por los tejados, y echa miradas soñadoras al cielo. Evidentemente, llegó a la conciencia de que la vida es insustancial. Hoy yo y la gentilísima Ma-Pa18 fuimos a fotografiarnos: yo para venderle mis tarjetitas a los admiradores de mi talento, y ella para repartirle a los novios. Mi librito usted lo recibirá segurrramente… Un rublo ruego darle a Alexéi Serguéevich, de quien tengo la desdicha de ser deudor. Sus anécdotas se las mandaré a Léikin19 al instante, en que deje de ser deudor de Léikin, de otra forma él las tomará a cuenta de mi deuda.
Los árboles verdes de la Sadóvaya me recuerdan Bábkino, en el que pasé, como un anacoreta, tres años inadvertidos20 (si sólo se llama anacoreta el hombre que escribe poco, toma vodka por las noches y sufre de bostezos nerviosos).
Reverencias a todos: A Alexéi Serguéevich, Vasilísa con su moneda de cinco francos, Serguéi con sus muñecas y Elizavéta Alexándrovna21. Por el beso, a Ekaterína Vasílievna merci. Se lo pegaré a alguien en lugar del lunar. Los nuestros están todos saludables. Un aburrimiento abrumador. ¿Casarme, o qué?
¡Bueno, que esté saludable y Alá los guarde a todos!
Respetuoso y devoto

A. Chejov.

1María Kiselióva, escritora, dueña de la hacienda Bábkino, donde la familia Chejov pasa los veranos de 1885-1887.
2Ekaterína Vasílievna Nikítskaya, institutriz de los hijos del teniente B.I. Mayévskii, conocido de Voskresiénsk.
3Reseña anónima sobre En el crepúsculo, perteneciente probablemente a Nikolai Mijailóvskii: “El sr. Chejov es un hombre talentoso, su talento es peculiar y simpático, pero hasta ahora se ha elucidado sólo una parte de ese talento peculiar y simpático… la creación crepuscular” (El heraldo del norte, 1887, Nº 9).
4En el crepúsculo, relato de Antón Chejov.
5Fiódor Korsh, dramaturgo, traductor, dueño de un teatro en Moscú.
6Chejov termina de escribir Ivánov a principios de octubre de 1887.
7Olga Golojvástova, escritora.
8Evguénii Verner, poeta, escritor, periodista, redactor de las revistas Alrededor del mundo, El amigo de los niños y El grillo.
9Ridicule (expresión anticuada), bolsita de mano de mujer.
10Palabras inocentes, A. Chejonté (A.P. Chejov), edición de la revista El grillo, M., 1887; no se hace la segunda edición.
11“Tíshechka”, diminutivo de E.I. Tíshko, viejecito oficial que vive en casa de la familia Kiselióv; lleva puesto siempre un gorrito para taparse las cicatrices de las heridas.
12Evdokía Efrós, amiga de María Chejova, hermana del escritor.
13María Yánova y Nadiézhda Yánova, hermanas, conocidas de la familia Chejov, notorias por sus actitudes de “señorita”.
14Zínochka, sobrina de Yákov Korniéev.
15Sirout, amiga de María Chejova, de los Cursos superiores femeninos del profesor V.I. Gere.
16Texto de periódico de origen desconocido, recortado y pegado a la carta.
17Yákov Korniéev, médico terapeuta, dueño de la casa donde vive la familia Chejov de 1886 a 1890.
18Ma-Pa”, apodo de María Chejova, hermana del escritor.
19Nikolai Léikin, humorista, escritor, editor y redactor de la revista Retazos.
20Paráfrasis del poema De nuevo visité…, de Alexánder Pushkin (1835).
21Esposo, hija, hijo e institutriz de los hijos de María Kiselióva.

Imagen: Alexei Sukhovetsky, Sofia's Bank of the Moscow river, 2002.

Chejov a M.V. Kiselióva1


Moscú, 21 de septiembre de 1886.

Para tener derecho a estar sentado en mi habitación, y no con los visitantes, me apresuro a sentarme con la escritura. En turno una carta a usted, muy estimada y buena María Vladímirovna. Imagine: ¡Yáshenka y Yádienka2 vinieron! Si encuentra garabatos en esta carta, pues sepa que Yáshenka molestó, ¡que ella soñó con Merliton3!
Ante todo, muchas gracias por los extractos de El pensamiento ruso4. Yo leía y pensaba: “¡Te agradezco, Dios, por que en Rusia no se acabaron aún los grandes escritores!” Sí, no se empobrece nuestra patria… Por su carta a mi hermana, percibo que y usted empieza a competir por el lado de la celebridad… (Yo hablo de Peter5 y de las imágenes de los cuentos de mitología6.) ¡Qué Dios ayude pues! La literatura no es un yorsh7, y por eso no envidio…
Por lo demás, no es grande el placer de ser un gran escritor. En primer lugar, es una vida sombría… El trabajo desde la mañana hasta la noche, y de provecho poco… De dinero, como habas contadas… No sé, cómo será en casa de Zola y de Schedrín8, pero en mi casa hay tufo y hace frío… Los cigarrillos, como antes, me los dan sólo en los días listados. ¡Unos cigarrillos imposibles! Algo hinchado, húmedo, semejante a un salchichón. Antes de prenderlos, yo enciendo la lámpara, seco sobre ésta el cigarrillo, y después ya fumo, al mismo tiempo la lámpara humea y suelta hollín, el cigarrillo cruje y se oscurece, me quemo los dedos… ¡simplemente, siquiera suicidarse a tiempo!
De dinero, repito, tengo menos que talento poético. Los cobros empezarán sólo desde el 1ro de octubre, y por ahora voy al atrio y pido prestado… Trabajo, expresándome en el lenguaje de Serguéi, ¡terrriblemente, palabra de hoonor, mucho! Escribo una pieza para Korsh9 (¡hum!), un relato para El pensamiento ruso, unos cuentos para Tiempo nuevo, La gaceta de Petersburgo, Retazos, El despertador y restantes órganos de música. Escribo mucho y largo tiempo, pero corro como un poseso: empiezo una cosa sin terminar la otra… El letrero de doctor no ordeno colgarlo hasta ahora, ¡y de todas formas me toca curar! Brrr… ¡Le temo al tifus!
Me enfermo de a poquito, y me convierto poco a poco en un esqueleto de libélula. Si muero antes que usted, pues sírvase entregar el armario10 a mis herederos directos, quienes no tendrán donde hincar el diente.
Ando de día onomástico pero, a juzgar por las miradas críticas que me echa la oficinista de El despertador, estoy vestido no a la última moda y no de alfileres. Viajo no en coche, sino en trineo.
Por lo demás, la profesión de escritor tiene y sus lados buenos. En primer lugar, según las últimas noticias, mi libro no va mal; en segundo, en octubre voy a tener dinero; en tercero, empiezo ya un poquito a cosechar los laureles: en los buffets me señalan con el dedo, me cortejan un poquitín y me convidan con bocaditos. Korsh me pescó en su teatro y, en primer lugar, me entregó el boleto de la temporada… El sastre Bieloúsov11 compró mi libro, lo lee en su casa en voz alta y me predice un futuro brillante. Los colegas-doctores, en los encuentros, suspiran, entablan conversación sobre la literatura, y me aseguran que les indigestó la medicina. Y demás.
A su pregunta, hecha a mi hermana: ¿me casé acaso?, respondo: no, de lo que estoy orgulloso. ¡Yo estoy por encima del matrimonio! La viuda Jlúdova12 (se escupe los dedos) vino a Moscú. ¡Ángeles y ministros de piedad, amparadnos!
Ahora sobre nuestros conocidos comunes… Mi madre y mi padrecito están vivos y saludables. Alexánder13 vive en Moscú. Kokósha14 ahí mismo, donde estaba antes del viaje a Bábkino. Iván15 prospera en su escuela. Ma-Pa16 se ve con la narizona Efrós, da clases en la lechería a 7 kóp. por clase, y toma con el Bohemio17 clases de geografía, la cual se atreve a enseñar. Dios, ¿por qué yo no enseño lengua china? La tía le arregla un matrimonio con cierto Piereshívkin, que cobra 125 r. Tontita, no acepta… El Bohemio, el mismo dátil, dibuja viñetas a 3 rub. por pieza, corteja de paso a Yádienka, visita a Liudmílochka18, cansa a todo el mundo con la filosofía, y se apresura a garabatear otro cuento para El descanso infantil. A propos: ¡qué mala sociedad tiene usted! Politkóvskaya19, El Bohemio… Yo me suicidaría. Levitán20 se mareó en un torbellino, Olga21 lamenta que no se casó con Matvéi22, y demás. Nelly23 vino y ayuna. A la baronesa24 le nació un hijo. Yo me alegro por el padre… De m-me Sájarova25 se oye que es infinitamente dichosa… ¡Oh, desdichada!
Hace días, en el Ermitage, por primera vez en la vida, comí ostras… De sabroso poco. Si excluir el chablis y el limón, pues es repulsivo por completo... Se acerca el final de la carta. Adiós, y reverencie a Alexéi Serguéevich, Vasilísa, Serguéi y Elizavéta Alexándrovna26. ¡6-7 meses más y es primavera! Es hora de preparar los anzuelos y las nasas. Adiós, y créale al hipócrita de

A. Chejov,

cuando dice que es devoto con toda el alma de toda su familia.
Apenas terminé la carta, cuando tintineó la campanilla y… vi al genial Levitán. Gorrito rufianesco, traje dandysta, aire extenuado… Estuvo 2 veces en Ida, una vez en La sirena, encargó los bastidores, vendió casi unos bosquejos… Dice que el tedio, el tedio, el tedio…
-¡Dios sabe lo que daría sólo por estar unos 2 días en Bábkino! –exclama, probablemente olvidando cómo se quejaba en los últimos días.

1María Kiselióva, escritora, dueña de la hacienda Bábkino, donde la familia Chejov pasa los veranos de 1885-1887.
2María Yánova y Nadiézhda Yánova, hermanas, conocidas de la familia Chejov, notorias por sus actitudes de “señorita”.
3Merliton, personaje de Agua de borrajas, cuento infantil que Chejov escribe para los hijos de los Kiselióv en el verano de 1886.
4Extractos de una reseña anónima sobre Cuentos abigarrados, donde se califica a Chejov de “escritor simpático en particular” (El pensamiento ruso, julio de 1886).
5“Peter”, forma familiar y cariñosa en que los rusos llaman a San Petersburgo.
6Posteriormente Cuentos de la mitología griega (SPb., 1893), de María Kiselióva.
7Yorsh, mezcla de cerveza con vodka.
8Mijaíl Saltikóv-Schedrín, escritor célebre, autor de Los señores Golovlióv e Historia de una ciudad, entre otras novelas.
9Fiódor Korsh, dramaturgo, traductor, dueño de un teatro en Moscú.
10María Kiselióva le promete a menudo a Chejov legarle su armario, que le gusta mucho al escritor.
11Iván Bieloúsov, poeta, traductor, sastre.
12Jlúdova, viuda del mercader millonario A.I. Jlúdov, supuesta candidata a novia de Chejov, según las bromas de sus familiares y conocidos.
13Alexánder Chejov, hermano del escritor, escritor, periodista, memorialista.
14“Kokósha”, apodo de Nikolai Chejov, hermano del escritor, pintor.
15Iván Chejov, hermano del escritor, pedagogo.
16Ma-Pa”, apodo de María Chejova, hermana del escritor; da clases en el gimnasio femenino privado de Liubóv Rzhévskaya, cuyos parientes son dueños de una granja lechera y de almacenes.
17El Bohemio”, seudónimo de Mijaíl Chejov, hermano del escritor, jurista.
18“Liudmílochka”, diminutivo de Liudmíla Gámburtzeva, conocida de la familia Chejov, de Zvienígorod.
19Ekaterína Politkóvskaya, escritora, conocida de Chejov de Zvienígorod.
20Isaák Levitán, pintor célebre, estudió con Nikolai Chejov en la Escuela de pintura, escultura y arquitectura de Moscú.
21Olga Gorójova, sirvienta de la familia Chejov.
22Matvéi, cochero de la familia Kiselióv.
23Elena Márkova, hermana de Margarita Márkova, conocida de la familia Chejov.
24Margarita Márkova (Spengler de casada, baronesa), conocida de la familia Chejov.
25Elizavéta Sájarova (Márkova de soltera), futura actriz del Teatro de Fiódor Korsh.
26Esposo, hija, hijo e institutriz de los hijos de María Kiselióva.

Imagen: Nikolai Sergeyev, Vyeryeya (Cathedral destroyed by the germans), 1966.

Chejov a D.V. Grigoróvich1


Moscú, 28 de marzo de 1886.

Su carta, mi buen, querido entrañablemente agorero, me fulminó como un rayo. Yo casi no rompí a llorar, me conmoví, y siento ahora, que ésta dejó una huella profunda en mi alma. Como usted halagó mi juventud, así Dios apacigüe su vejez; yo pues no encuentro ni palabras, ni asuntos para agradecerle. Usted sabe, con qué ojos mira la gente común a tales elegidos como usted; puede juzgar por eso lo que constituye para mi amor propio su carta. Ésta está por encima de cualquier diploma, y para un escritor principiante, es un honorario por el presente y el futuro. Yo estoy como ebrio. No tengo fuerzas para juzgar, si he merecido esta elevada recompensa o no… Repito sólo que ésta me fulminó.
Si yo tengo un don que se debe respetar, pues confieso ante la pureza de su corazón, que hasta ahora no lo respeté. Yo sentía que lo tengo, pero estoy acostumbrado a considerarlo insignificante. Para ser consigo mismo injusto, en extremo aprensivo y sospechoso, son suficientes para el organismo las razones de índole puramente externa… Y de esas razones, como ahora recuerdo, yo tengo suficiente. Todos mis allegados tuvieron siempre una actitud indulgente hacia mi autoría, y no cesaban de aconsejarme, amistosamente, no cambiar la labor actual por el garabateo de papeles. Yo tengo en Moscú cientos de conocidos, entre éstos unas dos decenas que escriben, y no puedo recordar ni uno, que me considerara o viera en mí un artista. En Moscú existe el tal llamado “circulito literario”: talentos y mediocridades de todas las edades y pelajes, se reúnen una vez a la semana en el gabinete de un restaurante, y sacan a pasear ahí sus lenguas. Si yo voy allí y leo siquiera un pedacito de su carta, pues se me reirán en la cara. Después de andorrear cinco años por los periódicos, yo alcancé a penetrarme de esa visión general sobre mi menudencia literaria, me acostumbré pronto a mirar mis trabajos con indulgencia, ¡y empecé a escribir! Esta es la primera razón… La segunda, yo soy médico, y estoy hundido hasta las orejas en mi medicina, así que el refrán de los dos conejos, a ningún otro le molestó tanto al dormir como a mí.
Escribo todo esto sólo para, al menos un poco, justificarme ante usted en mi grave pecado. Hasta ahora, tuve una actitud hacia mi trabajo literario en extremo superficial, negligente, banal. No recuerdo ni un cuento mío, en el que yo trabajara más de un día, y El cazador2, que a usted le gustó, ¡yo lo escribí en la caseta! Como los reporteros escriben sus notitas sobre los incendios, así escribí yo mis cuentos: maquinal, semi-inconscientemente, sin preocuparme para nada ni del lector, ni de mí mismo… Escribía y, por todos los medios, intentaba no gastar en los cuentos las imágenes y las escenas que me son preciadas, y que yo, sabe Dios por qué, cuidaba y ocultaba con esmero.
Lo primero que me empujó a la autocrítica fue la carta muy amable y, en cuanto entiendo, sincera de Suvórin. Yo empecé a disponerme a escribir algo sensato pero, de todas formas, fe en mi sensatez literaria personal no tenía.
Pero he aquí, de forma inesperada-inopinada, se me presentó su carta. Perdone por la comparación, ésta influyó en mí como una orden del gobernador, de “¡salir de la ciudad en 24 horas!”, o sea, yo de pronto sentí la imperiosa necesidad de apurarme, de salir rápido de ahí donde me había atascado…
Yo con usted convengo en todo. El cinismo que me señala, yo mismo lo sentí cuando vi La bruja en la prensa. Si yo hubiera escrito ese cuento no en un día, sino en 3-4 días, no lo hubiera tenido…
Del trabajo urgente me liberaré, pero no pronto… De salirme del carril donde caí no hay posibilidad. Yo no estoy en contra de pasar hambre, como ya pasé hambre, pero no está en mí el asunto… A la escritura yo le doy el ocio, unas 2-3 horas al día y un pedacito de la noche, o sea, el tiempo apto sólo para el trabajo menudo. En el verano, cuando tengo más ocio y residir me toca menos, me voy a encargar del asunto serio.
Poner en el librito mi nombre verdadero no se puede, porque ya es tarde: la viñeta está lista y el libro impreso3. A mí muchos petersburgueses, aún antes que usted, me aconsejaron no estropear el libro con un seudónimo, pero yo no obedecí, probablemente, por amor propio. Mi librito no me gusta nada. Es una vinaigrette4, una turba desordenada de trabajitos estudiantiles, desplumados por la censura y los redactores de las ediciones humorísticas. Yo creo que, tras leerlo, muchos se van a desilusionar. Si yo hubiera sabido que me leen y que usted me sigue, no me hubiera puesto a publicar este libro.
Toda la esperanza está en el futuro. Yo aún tengo sólo 26 años. Acaso alcance a hacer algo, aunque el tiempo corre rápido.
Perdone por la carta larga, y no atribuya a una persona culpa por que ésta, por primera vez en la vida, se atrevió a mimarse con tal placer, como el de una carta a Grigoróvich.
Envíeme, si se puede, su tarjetita. Me ha halagado e inquietado usted tanto que, me parece, le escribiría no una hoja, sino toda una resma. Dios le dé dicha y salud, y crea en la franqueza de su respetuoso y profundamente agradecido

A. Chejov.

1Dmítrii Grigoróvich, escritor célebre, autor de Los pescadores y Los emigrantes, entre otros relatos.
2El cazador, publicado en La gaceta de Petersburgo (1885, Nº 194, 18 de julio).
3Cuentos abigarrados es publicado con el seudónimo “A. Chejonté”, pero con el nombre “An.P. Chejov” entre paréntesis.
4Vinaigrette, salpicón; ensaladilla rusa con remolacha; (expresión familiar), ensalada, mezcolanza, revoltijo.

Imagen: Tsvetlana Smirnova, The beginning of spring, 2001.

Los temperamentos (Según las últimas conclusiones de la ciencia)


El sanguíneo. Todas las impresiones repercuten en él de modo ligero y rápido: de aquí, dice Hufeland1, procede la ligereza… En la juventud es un bebé y un spitzbube2. Le dice groserías a los maestros, no se pela, no se afeita, usa lentes y mancha las paredes. Estudia mal, pero termina los cursos. No obedece a los padres. Cuando es rico es un petimetre, siendo ya pobre vive como un cerdo. Duerme hasta las doce, se acuesta a una hora indefinida. Escribe con faltas. La naturaleza lo trajo al mundo sólo para el amor: sólo a eso se dedica, a amar. Nunca está en contra de chupar hasta la pérdida del sentido; tras embriagarse por la noche hasta los diablitos verdes, se levanta por la mañana animado, con una pesadez en la cabeza apenas notable, sin necesitar de la “similia similibus curantur3. Se casa sin intención. Lucha con la suegra eternamente. Se pelea con la parentela. Miente a lo loco. Ama terriblemente los escándalos y los espectáculos aficionados. En la orquesta es el primer violín. Siendo ligero, es liberal. O nunca lee nada en absoluto, o lee con pasión. Le gustan los periódicos, y él mismo no está en contra de ser un poco periodista. El buzón de correo de las revistas humorísticas ha sido inventado, exclusivamente, para los sanguíneos. Es constante en su inscontancia. En el servicio es un funcionario de encargos especiales, o algo semejante. En el gimnasio enseña literatura. Rara vez sirve hasta consejero civil activo; si sirve hasta eso, se hace flemático y a veces colérico. Los granujas, los bribones y los tunantes son sanguíneos. Dormir en una habitación con un sanguíneo no se recomienda: cuenta chistes toda la noche, y si no hay chistes censura a los allegados o miente. Muere de enfermedad de los órganos de digestión y de extenuación prematura.
La mujer-sanguínea es la mujer más tolerable, si no es estúpida.
El colérico. Bilioso y de rostro amarillento-grisáceo. La nariz un poco torcida, y los ojos le dan vueltas en las órbitas, como los lobos hambrientos en la jaula estrecha. Irritable. Por la picada de una pulga o el pinchazo de un alfiler, está dispuesto a hacer trizas todo el mundo. Cuando habla salpica y muestra sus dientes café o muy blancos. Está profundamente convencido, de que en invierno “sabe el diablo qué frío hace”, y en verano “sabe el diablo qué calor hace…”. Cambia de cocinera cada semana. Al almorzar se siente muy mal, porque todo está refrito, resalado… En su mayor parte es soltero, y si está casado, pues encierra a la mujer bajo llave. Es celoso hasta el diablo. No entiende las bromas. No puede soportar todo. Lee los periódicos sólo para injuriar a los periodistas. Ya en el vientre de la madre, estaba convencido de que todos los periódicos mienten. Como marido y amigo es imposible, como subordinado apenas es pensable, como jefe es insoportable y bastante indeseable. No raras veces, por desgracia, es pedagogo: enseña matemática y lengua griega. Dormir con él en una habitación no lo aconsejo: tose toda la noche, gargajea y maldice en voz alta a las pulgas. Al oír por la noche el canto de los gatos o los gallos, tose y, con una voz trémula, manda al lacayo al tejado a agarrar y, sea como sea, ahorcar al cantor. Muere de tuberculosis o enfermedad del hígado.
La mujer-colérica es un diablo en falda, un cocodrilo.
El flemático. Es un hombre gentil (hablo, se entiende, no del inglés, sino del flemático ruso). El aspecto más ordinario, grosero. Siempre está serio, porque le da pereza reírse. Come cuando sea y lo que sea; no bebe, porque le teme a la apoplejía, duerme 20 horas al día. Miembro seguro de todas las comisiones, asambleas y reuniones urgentes posibles, en las que no entiende nada, dormita sin escrúpulo de conciencia y espera el final con paciencia. Se casa a los 30 años con la ayuda de los tíos y las tías. Es el hombre más cómodo para el casamiento: conviene con todo, no murmura entre dientes y es complaciente. A la mujer la llama almita. Le gusta el cerdo con rábano, las canoras, todo lo amarguito y friecito. La frase “Vanitas vanitatum et omnia vanitas4 (Tontería de tonterías, todo es una tontería) fue inventada por un flemático. Se enferma sólo entonces, cuando lo eligen para jurado. Al divisar a una mujer gorda, grazna, mueve los dedos e intenta sonreír. Se suscribe a la Niva5 y se enfada, por que en ésta no colorean los cuadritos y no escriben nada cómico. Considera a los escritores las personas más inteligentes y, al mismo tiempo, más perniciosas. Lamenta que no zurran a sus hijos en el gimnasio, y él mismo no está en contra de cortarlos. En el servicio es dichoso. En la orquesta es el contrabajo, el fagote, el trombón. En el teatro es el cajero, el lacayo, el apuntador y a veces, pour manger6, el actor. Muere de parálisis o hidropesía.
La mujer-flemática es la alemana llorona, de ojos saltones, gorda, granujosa, ensaimada. Parecida a un saco de harina. Nace para hacerse suegra con el tiempo. Ser suegra es su ideal.
El melancólico. Los ojos grises-azules, dispuestos a lagrimear. En la frente y junto a la nariz las arrugas. La boca un poco torcida. Los dientes negros. Propenso a la hipocondría. Siempre se queja de la punzada de hambre, la punzada en el costado y la mala digestión. La ocupación preferida: pararse frente al espejo y examinar su lengua flácida. Piensa que es débil de pecho y nervioso, y por eso toma a diario, en lugar de té, decoct, y en lugar de vodka, elixir vital. Asegura a sus allegados, con pesar y lágrimas en la voz, que las gotas de lauroceraso y de valeriana ya no le ayudan… Supone que no molestaría tomar un purgante una vez a la semana. Hace tiempo ya que decidió que los doctores no lo entienden. Los curanderos, las curanderas, los cuchicheros, los enfermeros borrachos, a veces las comadronas, son sus primeros bienechores. Se pone la pelliza en septiembre, se la quita en mayo. Sospecha que cada perro tiene rabia, y desde que su amigo le informó, que el gato está en condición de ahorcar a una persona dormida, ve en los gatos a los enemigos implacables de la humanidad. El testamento espiritual hace tiempo ya que lo tiene preparado. Jura y rejura que no bebe nada. Rara vez toma cerveza caliente. Se casa con la huérfana. A la suegra, si la tiene, la llama la señora más hermosa y sabia; escucha sus sermones callado, ladeando la cabeza; besar sus manos rollizas, sudorosas, olorosas a pepino en salmuera lo considera su más sagrada obligación. Mantiene una activa correspondencia con los tíos, las tías, la madrina y los amigos de la infancia. No lee los periódicos. Leyó alguna vez Las noticias moscovitas7 pero al sentir, durante la lectura de ese periódico, pesadez, palpitación y una nebulosa en los ojos, lo dejó. Lee calladito a Debay8 y a Jozan9. Durante la peste del sauce ayunó cinco veces. Sufre de lagrimeo y pesadillas. En el servicio no es dichoso en particular: más allá de ayudante de jefe de despacho no llega. Le gusta la Luchínushka10. En la orquesta es la flauta y el violonchelo. Suspira día y noche, y por eso dormir con él en una habitación no lo aconsejo. Presiente los diluvios, los terremotos, la guerra, la caída definitiva de la moralidad y su propia muerte de alguna enfermedad terrible. Muere de una lesión de corazón, de la cura de una curandera y a menudo de hipocondría.
La mujer-melancólica es el ser más insoportable, inquieto. Como mujer conduce al embrutecimiento, la desolación y el suicidio. Sólo es buena en que no es difícil librarse de ella: dele dinero y mándela a peregrinar.
El colérico-melancólico. En sus días juveniles era sanguíneo. Un gato negro cruzó corriendo el camino, el diablo le pegó en la nuca, y se hizo colérico-melancólico. Hablo del conocidísimo, inmortalísimo vecino de la redacción de El espectador11. El noventa y nueve por ciento de los eslavófilos son colérico-melancólicos. El poeta no reconocido, el pater patrie12 no reconocido, el Júpiter y Demóstenes no reconocido… y demás. El marido cornudo. En general, cualquier voceador, pero no fuerte.

1Christoph Wilhelm Hufeland (1762-1836), médico alemán célebre, director del Hospital de Berlín, autor de La macrobiótica o el arte de prolongar la vida humana, entre otros libros.
2Spitzbube, bribón.
3Similia similibus curantur”, lo similar cura lo similar.
4Vanitas vanitatum et omnia vanitas”, vanidad de vanidades todo es vanidad.
5Níva, revista literaria y de la vida moderna ilustrada.
6Pour manger, para comer.
7Las noticias moscovitas, periódico de la Universidad de Moscú, cuyos redactores son Mijaíl Katkóv, periodista apologista del gobierno y Pável Leóntiev, profesor de literatura griega.
8Auguste Debay, médico francés, autor de la Historia natural del hombre y la mujer e Historia de las monstruosidades humanas, entre otros libros.
9Jozan
10Luchínushka (vulgarismo), alabado, motete que se canta en las iglesias ortodoxas en alabanza del Santísimo Sacramento.
11El espectador, revista literaria y humorística ilustrada, fundada y editada por Vsiévolod Davídov, dueño de una tipografía.
12Pater patrie, padre de la patria.

Título original: Temperamenti, publicado por primera vez en la revista Zritiel, 1881, Nº 5, con la firma: “Antósha Ch***”.
Imagen: John Singer Sargent, Study for Two Heads for Boston Mural 'The Prophets'Oil on cardboard, 1882.

martes, 29 de enero de 2008

El jefe de estación


El jefe de la estación Drebiesguí se llama Stepán Stepánich, y su apellido es Sheptunóv. Con él, el pasado verano, se produjo un pequeño escándalo. Este escándalo, a pesar de su visible nulidad, le salió muy caro. Gracias a éste, él perdió su gorra de uniforme nueva, y la fe en la humanidad.
En verano, el tren Nº 8 pasaba por su estación a las 2 horas y 40 minutos de la madrugada. En la hora más incómoda. En lugar de dormir, Stepán Stepánich debía pasear por la plataforma, y estar parado junto a la telegrafista casi hasta la mañana.
Su ayudante, Aleútov, iba cada verano a casarse a algún lugar, y al pobre Sheptunóv le tocaba hacer la guardia solo. ¡Una gran puercada por parte del destino! Por lo demás, se aburría no todas las noches. A veces, por la noche, venía a verlo a la estación, desde la hacienda del príncipe vecina, María Ilínichna, la mujer del administrador, Nazár Kutzapiétov. Era una dama no joven en particular, no bonita en particular, ¡pero señores, en la oscuridad tomas hasta a un poste por el alguacil!, ¡y además, hablando a propósito, el aburrimiento es tal tía como el hambre: todo pasa! Cuando Kutzapiétova venía a la estación, Sheptunóv la tomaba comúnmente de la mano, bajaba con ella de la plataforma, e iba hacia los vagones de mercancía. Allí, entre los vagones, en espera del tren Nº 8, empezaba con sus juramentos, y los continuaba hasta el mismo silbido.
Así, una hermosa noche, estaba parado con María Ilínichna entre los vagones, y esperaba el tren. Por el cielo sin nubes, la luna bogaba en silencio, casi de modo imperceptible. Ésta llenaba de luz la estación, el campo, la lejanía insondable… Alrededor había silencio, estaba tranquilo… Sheptunóv sostenía a María Ilínichna por el talle, y callaba. Ella callaba también. Ambos estaban en una suerte de olvido dulce, silencioso, como la luz de la luna…
-¡Qué tiempo maravilloso! –suspiraba de vez en cuando Sheptunóv. -¿No te helaste?
En lugar de responder, ella se apretaba más y más contra su chaqueta de uniforme.
A las 2 horas 20 minutos, el jefe de estación echó un vistazo al reloj y dijo:
-Pronto va a venir el tren… Vamos, Másha, a mirar la ruta… El que vea primero las luces del tren, va a amar más tiempo… Vamos a mirar…
Fijaron su mirada en la lejanía profunda. En algún lugar de la ruta infinita titilaban, afablemente, dos lucecitas. El tren no se veía aún… Al escrutar la lejanía, Sheptunóv vio algo distinto… Vio dos sombras largas, que caminaban sobre la traviesa… Las sombras se movían directamente hacia él, y se hacían más grandes y anchas… Una sombra, por lo visto, provenía de una figura humana, la otra de un palo largo que llevaba la figura…
La sombra se acercaba. Pronto se oyó que silbaban Madame Ango.
-¡No caminar por los rieles! Está prohibido… -girtó Sheptunóv. -¡Fuera de los rieles!
-¡No dispongas, degenerado! –se oyó la respuesta.
El insultado Sheptunóv se disparó adelante, pero en ese momento María Ilínichna lo agarró por los faldones.
-¡Por Dios, Stiópa! –susurró ella. -¡Es mi marido! ¡Nazárka!
No alcanzó a decir eso, cuando Kutzapiétov ya estaba parado ante el ofendido jefe de estación. El ofendido Sheptunóv lanzó un grito, se golpeó la cabeza con algún hierro y se zambulló debajo del vagón. Tras arrastrase bocabajo por debajo del vagón, echó a correr por la vía. Saltando sobre la traviesa, tropezando con los rieles como un loco, como un perro al que le amarraron en la cola un palo espinozo, voló hacia la torre de agua…
“¡Pero qué palo tiene!” –pensaba corriendo.
Al llegar corriendo a la torre de agua, se detuvo para cobrar aliento, pero en ese momento se oyeron unos pasos. Se volvió a mirar, y vio detrás suyo la sombra de un hombre, y la sombra de un palo que se movían con rapidez. Poseído de un miedo pánico, siguió corriendo.
-¡Espere! ¡Párese! –oyó detrás suyo la voz de Kutzapiétov. -¡Pare! ¡Cuidado! ¡El tren!
Sheptunóv echó una mirada adelante, y vio ante sí un tren con un par de ojos terribles, de fuego… Se le pusieron los pelos de punta… El corazón le empezó a palpitar, y de pronto se le heló… Hizo acopio de todas sus fuerzas, y saltó a donde veían los ojos… Unos cuatro segundos voló en el aire, después cayó sobre algo duro y pendiente, y rodó hacia abajo agarrándose de la bardana.
“El terraplén, -pensaba. –Bueno, no es nada. Es mejor resbalar por el terraplén, que recibir una paliza de un noble por fresco”.
Al minuto, junto a su oreja derecha, una bota grande, pesada, pisó un charco. Por su espalda pasaron unas manos que tanteaban…
-¡Apiádese! –gimió Kutzapiétov.
-¿Qué la pasa, ángel mío? ¿De qué se asustó? ¡Soy yo, Kutzapiétov! ¿Es posible que no me reconoció? Yo corría detrás de usted, corría… Gritaba, gritaba… Casi no me caí bajo el tren, ángel mío… Másha, cuando vio que usted se echó a correr, también se asustó, y ahora está tirada en la plataforma, sin sentido…¿Usted, puede ser, se asustó de que lo llamé degenerado? No se ofenda… Yo lo tomé por el guardagujas…
-Ah, no se burle… Si se va a vengar, pues vénguese pronto… Yo estoy en sus manos… -gimió Sheptunóv. –Pégueme… mutíleme…
-Hum… ¿Qué le pasa, padrecito? ¡Pero si yo venía a verlo por un asunto, benefactor! Yo corría detrás de usted para hablar de un asunto…
Kutzapiétov calló un poco y continuó:
-Un asunto importante… Mi Másha me dijo que usted, por placer, se digna a equivocarse con ella. Yo, respecto a eso, nada, porque a mí, María Ilínishna, me da, en sentido general, una higa con nueces, pero si razonar sobre la justicia, pues sírvase hacer un convenio conmigo, porque yo soy el marido, la cabeza de todas formas… por la escritura. El príncipe Mijaíl Dmítrich, cuando se equivocaba con ella, me daba dos cuartos al mes. ¿Y usted, cuánto va a sacrificar? El convenio es mejor que el dinero. Pero párese…
Sheptunóv se paró. Sintiéndose destrozado, estropeado, caminó con dificultad hacia el terraplén…
-¿Cuánto recibe usted? –continuó Kutzapiétov. –A usted, yo le voy a cobrar un cuarto… Y después, quería pedirle, no tiene acaso un puestito para mi sobrino…
Sheptunóv, sin oír ni ver nada, caminó con dificultad, de algún modo, hasta la estación, y se tumbó en la cama. Al despertarse al otro día, no encontró su gorra de uniforme y una hombrera.
Hasta ahora le da vergüenza.

Título original: Nachalnik stantzii, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 45, con la firma "A. Chejonté".
Imagen: Claude Oscar Monet, Saint-Lazare Station, 1877.

La hija del consejero comercial (Novela)


El consejero comercial Mejanízmov tiene tres hijas: Zína, Másha y Sásha. Para cada de una de ellas, hay depositado en el banco una dote de cien mil. Por lo demás, no está en eso el asunto.
Sásha y Másha por sí mismas, en particular, no representan nada. Bailan, tejen, se arrebatan, sueñan, aman a los tenientes a la perfección y, al parecer, más nada; pero en cambio la mayor, Zína, pertenece al grupo de las naturalezas únicas, poco comunes. Es más fácil encontrar en el camino de la vida a un reportero no bebedor, que a semejante naturaleza.
Era el onomástico de Sásha. Nosotros, los vecinos-hacendados, nos vestimos con los mejores ropajes, enganchamos a los mejores caballos, y fuimos con las felicidades a la hacienda de Mejanízmov. Unos veinte años antes, en lugar de esta hacienda, había una taberna. La taberna había crecido, crecido, y convertido en una farm excelente con jardines, estanques, fuentes y lacayos parecidos a buldogs. Después de llegar y felicitar, nos sentamos a almorzar enseguida. Sirvieron sopa juliane. Antes de la juliane, nos bebimos dos copitas y picamos.
-¿Nos tomamos la tercera? –propuso Mejanízmov. –A Dios le gusta la trinidad, y este… tres faciunt consilium1 ¡Latín, hermanos! ¡Yáshka, sirve tú pues, cara de cerdo, el arenque en aquella mesa! ¡Señores nobles, bueno, a comer! ¡Sin ceremonias! ¡Mítrii Piétrich, je vous prie allez, ma chère2!
-¡Ah, papá! –observó Másha. -¿Para qué molestas? Eres como el mercader Vodiánkin… con los convites.
-¡Sé lo que digo! Tu asunto es, ¡zás! ¡Yo sólo delante de la visita les permito tutearme! –me susurró Mejanízmov a través de la mesa. -¡Para la civilización! Y sin la visita, ¡ni-ni!
Del fresco no sale un señor! –suspiró un general con banda, sentado junto a mí. –Un cerdo era, un cerdo es…
Mejanísmov, poco a poco, se embriagó, recordó sus viejos tiempos de tabernero, y empezó a decir tonterías. Tenía hipo, se puso a hablar en francés, blasfemaba…
-¡Basta! –le observó su amigo el general. -¡Para cada escándalo hay su decencia! ¡Cómo eres… hermano!
-¡Escandalizo no con tu dinero, sino con el mío! ¡Tengo El león y el sol! Señores, ¿y cuánto me cobraron ustedes por hacerme un honorable juez de paz?
En una punta de la mesa, empezó a moverse y chirrió la silla de alguien de modo frenético. Miramos en dirección del chirrido, y vimos dos grandes ojos negros, que lanzaban rayos y centellas hacia Mejanízmov. Esos dos ojos pertenecían a Zína, una trigueña alta, esbelta, vestida toda de negro. Por su rostro pálido corrían manchas rosadas, y en cada mancha había furia.
-¡Te ruego, padre, basta! –dijo Zína. -¡No me gustan los bufones!
Mejanízmov la miró a los ojos con timidez, empezó a volverse, se bebió de golpe un vaso de cognac, y se calló.
“¡Ajá! –pensamos. –Ésta no es Sásha ni es Másha… Con ésta no se puede bromear… Una natura poco común... Ésta…”
Empecé a admirar el rostro colérico. Confieso que yo, desde antes, no era indiferente a Zína. Era hermosa, miraba como Diana, y siempre estaba callada. ¡Y una doncella que siempre está callada, ustedes mismos saben, posee en sí tanto misterio! Es una botella con un líquido de género desconocido, te la beberías pero temes: ¿y de pronto es veneno?
Después del almuerzo me acerqué a Zína y, para mostrarle que había personas que la entendían, empecé a hablarle del medio devorador, de la verdad, el trabajo, la libertad femenina. De la libertad femenina pasé, bajo la influencia del “achispado”, al sistema de pasaporte, el curso financiero, los cursos femeninos… Hablaba con ardor, con temblor, unas diez veces me esforcé por tomarla de la mano… Hablaba, por lo demás, con franqueza y coherencia, como si leyera un artículo editorial en voz alta. Y ella escuchaba y me miraba. Sus ojos se hacían cada vez más anchos y redondos… Sus mejillas palidecían, visiblemente, bajo la influencia de mi discurso… Finalmente, por algo, brilló en sus ojos el susto.
-¿Es posible que usted, diga todo eso con franqueza? –preguntó, por algo, pasmada de horror.
-Yo… ¡¿sin franqueza?!.. ¿A usted? A mí… Pero le juro que…
Me tomó de la mano, se inclinó hacia mi rostro y, sofocada, susurró:
-Esté hoy a las diez en la glorieta de mármol… ¡Le suplico! ¡Se lo diré todo! ¡Todo!
Susurró y se esfumó tras la puerta. Yo me quedé helado…
-“¡Se enamoró! –pensé, mirándome en el espejo. -¡No resistió!”
Yo –¿para qué ser modesto?- soy un hombre encantador. Gallardo, garboso, con una barba negra como el betún… En mis ojos azules y mi rostro moreno la expresión del sufrimiento sobrevivido. En cada gesto se trasluce el desencanto. Y, además de todo eso, soy rico. (La fortuna la hice con la literatura.)
A las diez ya estaba sentado en la glorieta, y me moría de esperar. En mi cabeza y pecho se desataba una tormenta. Con una languidez dulce, torturante, cerraba los ojos, y veía en la tiniebla de sus órbitas a Zína… Junto a ella, en la tiniebla, había por algo una escena zahiriente, que había visto en cierta revista: el centeno crecido, el sombrero femenino, la sombrilla, el bastón, el cilindro… ¡Pero que no me condene el lector por esa escena! No soy el único que tiene un alma de fresa. Conozco a un poeta lírico, que se relame y chasquea con los labios cada vez que, estando inspirado, se le aparece la musa… Si el poeta se permite tales libertades, pues para nosotros, los prosistas, es más que perdonable.
Puntualmente a las diez, en las puertas de la glorieta, apareció Zína iluminada por la luna. Me acerqué a ella y la tomé de la mano.
-Mi querida… -empecé a murmurar. –Yo la amo… ¡La amo salvaje, apasionadamente!
-¡Permítame! –dijo sentándose, y volviendo su rostro pálido hacia mí con lentitud. -¡Retire (¡sic!) su mano!
Esto fue dicho con tal solemnidad, que se me borraron de la memoria con rapidez, uno tras otro, el cilindro, el bastón, el sombrero femenino y el centeno…
-Usted dice que me ama… Usted también me gusta. Yo me puedo casar con usted, pero ante todo debo salvarlo, infeliz. Usted está al borde de la muerte. ¡Sus convicciones lo van a perder! ¿Es posible que no vea eso, infeliz ? ¿Y es posible que se atreva a pensar, que yo voy a unir mi destino a una persona que tiene esas convicciones? ¡No! Usted me gusta, pero yo sabré sobreponerme a mi sentimiento. ¡Sálvese mientras no es tarde! Por primera vez, siquiera, mire… ¡mire, lea esto! ¡Lea y verá, cómo se equivoca!
Y me metió en la mano cierto papel. Yo encendí un cerillo, y vi en mi pobre mano un número de El ciudadano del año pasado. Estuve sentado un minuto callado, inmóvil, después me levanté y me agarré la cabeza.
-¡Padrecitos! –exclamé. -¡Una natura poco común en todo el distrito Lojmótievskii, y es… ¡y es una imbécil! ¡Dios mío!
A los diez minutos ya estaba sentado en la calesa, y viajaba hacia mi casa.

1Tres faciunt consilium, tres hacen concilio.
2Je vous prie allez, ma chère, yo le ruego, venga, mi querida.

Título original: Doch kommertzii sovietnika, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 42, con la firma "A. Chejonté".
Imagen: Ivan Kramskoy, Moonlit Night, (Fragment), 1880.

lunes, 28 de enero de 2008

Asunto de peces (Un espeso tratado sobre una aguada cuestión)


Nuestro muy editorial artículo de hoy, lo dedicamos a los veraneantes desdichados, que tienen la costumbre de sentarse a una punta del palo, a cuya otra está amarrado un hilo y un gusano... Damos (¡en vano, advertirán!) todo un tratado de consejos a los pescadores. Para brindarle a nuestro trabajo más seriedad y ciencia, lo dividimos con profundidad de pensamiento en párrafos y puntos.

1)El pez se pesca en los océanos, los mares, los lagos, los ríos, los estanques y en las afueras de Moscú asimismo en los charcos y los canales.
Observación. El pez más robusto se pesca en las tiendas de peces vivos. 
2)Pescar se debe lejos de los lugares poblados, de otra forma te arriesgas a atrapar por la pierna a una veraneante que se baña, o a oír la frase: “¿Cuál pleno derecho tiene usted, a pescar aquí? ¿O puede que quiera una bofetada?”
3)Antes de lanzar el aparejo, se debe poner en el anzuelo una carnada, cual te plazca, a juzgar por el género de pez... Puedes pescar sin carnada también, ya que de todas formas no pescarás nada.
Observación. Las veraneantes bonitas, sentadas en la orilla con el aparejo sólo para atraer la atención de los novios, pueden pescar sin carnada también. Las veraneantes no bonitas deben poner en acción la carnada: cien-doscientos mil o algo parecido...
4)Sentado con el aparejo, no agites las manos, no muevas las piernas y no grites auxilio, ya que al pez no le gusta el ruido. La pesca con aparejo no exige un arte especial: si el flotador está inmóvil, pues eso significa que el pez aún no pica; si éste se mueve, pues celebra: tu carnada empiezan a probarla; si se fue al fondo, no te tomes el trabajo de sacarlo, ya que de todas formas no sacarás nada.

Esta parte de nuestro tratado la hallamos bastante agotada (en el fondo no quedó nada). La próxima vez aclararemos con detalle la palpitante cuestión, sobre cuáles especies de peces se pueden pescar en la palpitante, turbia agua moscovita.

Título original: Ribie delo, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1885, Nº 23, con la firma: “El hermano de mi hermano”.
Imagen: Pierre Auguste Renoir, Fisherman on a Riverbank, 1874.

El discurso y la correíta1


Él nos reunió en su gabinete y, con una voz trémula por las lágrimas, conmovida, tierna, amistosa, pero que no admitía objeciones, nos pronunció un discurso.
-Yo lo sé todo –dijo. -¡Todo! ¡Sí! Veo a través. Yo hace tiempo ya que advertí ese, así decir, eh... eh... eh... espíritu, atmósfera... hálito. Tú, Zitziúlskii, lees a Schedrín, tú, Spíchkin, lees también algo así... Todo lo sé. Tú, Tuponósov, compones... este... artículos ahí, de toda clase... y te conduces con libertad. ¡Señores! ¡Les ruego! Les ruego no como jefe, sino como hombre... En nuestro tiempo así no se puede. Ese liberalismo debe desaparecer.
Habló en ese género mucho tiempo. Nos penetró a todos, penetró la tendencia actual, celebró las ciencias y las artes, con una reserva sobre el límite y los marcos, de cuáles ciencias no se puede salir, y recordó el amor de las madres... Nosotros palidecíamos, nos sonrojábamos y escuchábamos. Nuestra alma se limpiaba con sus palabras. Queríamos morirnos de contrición. Queríamos besarlo, caer postrados... empezar a sollozar... Yo miraba la espalda del archivero, y me parecía que esa espalda no lloraba, sólo porque temía interrumpir el silencio en sociedad.
-¡Anden! –terminó él. -¡Yo lo olvidé todo! No soy rencoroso... Yo... yo... ¡Señores! La historia nos dice... No me crean a mí, créanle a la historia... La historia nos dice...
¡Pero ay! Nosotros no supimos qué nos dice la historia. Su voz empezó a temblar, en sus ojos brillaron las lágrimas, sudaron sus lentes. En ese mismo momento, se oyeron unos sollozos: eso sollozaba Zitziúlskii. Spíchkin se sonrojó, como un cangrejo hervido. Nos buscamos los pañuelos en los bolsillos. Él parpadeó, y buscó el pañuelo también.
-¡Anden! –empezó a balbucear con voz llorosa. -¡Déjenme! Déjen... me... Msí...
¡Pero ay! Sáquenle ustedes al reloj una pieza pequeña, o échenle un ínfimo grano de arena, y se parará el reloj. La impresión, producida por el discurso, desapareció como humo a las mismas puertas de su apogeo. La apoteosis no se dio... ¿y gracias a qué? ¡A lo ínfimo!
Él se buscó en el bolsillo trasero y, con el pañuelo, sacó cierta correíta. Sin intención, se entiende. La correíta, pequeña, sucia, áspera, se balanceó en el aire como una culebra, y cayó a los pies del archivero. El archivero la levantó con ambas manos y, con una respetuosa palpitación en todos sus miembros, la puso sobre la mesa.
-La correíta –murmuró.
Zitziúlskii sonrió. Tras advertir su sonrisa yo, sin desearlo, me reí en el puño... como un imbécil, ¡como un chiquillo! Después de mí se rió Spíchkin, tras él Triojkapitánskii, ¡y todo sucumbió! Se derrumbó el edificio.
-¿Y tú por qué te ríes? –escuché una voz de trueno.
¡Padrecitos del mundo! Miro: sus ojos me miran a mí, sólo a mí... ¡fijamente!
-¿Dónde estás? ¿Ah? ¿Estás en la vinatera? ¿Ah? ¿Te olvidas? ¡Presenta la dimisión! Yo no necesito liberales.

1Nikolai Léikin escribe a Chejov el 3 de diciembre de 1882: “Su excelente artículo El discurso y la correíta no ha sido autorizado por la censura para publicar. El censor, a petición mía, lo presentó en la sesión del comité de censura, pero allí éste no pasó” (ZGALI).
Léikin escribe a Chejov en 1884: “Tras advertir que en los últimos tiempos la censura está como que más débil, envié a la censura la corrección de su viejo, no aprobado cuento El discurso y la correíta, ¡y qué maravilla! La corrección ha sido enviada de regreso con la autorización para publicación. Pero temo que usted haya colocado acaso El discurso y la correíta en algún lugar, además de los Retazos. La corrección yace aquí desde 1882” (GBL).
Chejov escribe a Léikin el 16 de noviembre de 1884: “Ese cuento no fue publicado en ningún lugar. Su esencia la recuerdo, la ejecución la he olvidado… Lo leeré con gusto, como algo no mío…”.

Título original: Rech i remeshok, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 47, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Edgar Degas, En la Bolsa, 1879.