viernes, 13 de marzo de 2009

La bruja


El tiempo corría hacia la noche. El sacristán Saviélii Guíkin estaba acostado en su caseta de iglesia, en una cama enorme, y no dormía, aunque tenía la costumbre de dormirse al mismo tiempo que las gallinas. Por un extremo de la cobija mugrosa, tejida con trozos de percal de diversos colores, asomaban sus pelos rojizos, ásperos; por el otro salían sus pies grandes, sin lavar hacía tiempo. Él escuchaba... su caseta estaba clavada en el cercado, y su única ventana daba al campo. Y en el campo había una lucha auténtica. Era difícil entender quién acababa con quién, y en aras de la muerte de quién se armaba un jaleo en la naturaleza pero, a juzgar por el zumbido incesante, siniestro, a alguien le iba muy mal. Cierta fuerza vencedora perseguía a alguien por el campo, se desataba en el bosque y el tejado de la iglesia, golpeaba la ventana con sus puños de modo maligno, se lanzaba y agitaba, y algo vencido aullaba y lloraba... El llanto lastimero se oía ya tras la ventana, ya en el tejado, ya en la estufa. En éste resonaba no un pedido de auxilio, sino la angustia, la conciencia de que ya era tarde, de que no había salvación. Los montones de nieve se cubrían de una fina corteza de hielo; en éstos y en los árboles temblaban las lágrimas, por los caminos y los senderos se derramaba un líquido oscuro, de fango y nieve derretida. En una palabra, en la tierra había deshielo, pero el cielo, a través de la noche oscura, no lo veía y, con todas sus fuerzas, esparcía copos de nieve nueva por la tierra derretida. Y el viento paseaba como borracho... No le permitía a la nieve posarse en la tierra, y la giraba en la tiniebla como quería.
Guíkin prestaba oídos a esa música y fruncía el ceño. El asunto era que él sabía o, por lo menos, adivinaba a qué se inclinaba todo ese alboroto tras la ventana, y en manos de quién estaba ese asunto.
-¡Yo seé! -farfullaba él, amenazando con el dedo a alguien debajo de la cobija. -¡Yo lo sé todo!
Junto a la ventana, estaba sentada en un taburete la sacristana Ráisa Nílovna. Una lámpara de hojalata, que estaba en otro taburete, derramaba, como temiendo y no creyendo en sus fuerzas, una luz líquida, trémula sobre sus hombros anchos, los bonitos, apetitosos relieves de su cuerpo, sobre su trenza gruesa que tocaba la tierra. La sacristana cosía sacos de lienzo rústico. Sus manos se movían con rapidez; todo su cuerpo, la expresión de sus ojos, sus cejas, sus labios gruesos, su cuello blanco estaban pasmados, sumidos en el trabajo monótono, mecánico, y parecía que dormían. De vez en cuando sólo levantaba la cabeza, para dejar descansar su cuello fatigado, miraba de pasada la ventana, tras la que se desataba la ventisca, y se encorvaba sobre el lienzo de nuevo. Ni deseo, ni tristeza, ni júbilo, nada expresaba su cara bonita de nariz respingada y mejillas con hoyuelos. Asimismo, nada expresa una fuente bonita, cuando no surte.
Pero he aquí ella terminó un saco, lo arrojó a un costado y, tras desperezarse dulcemente, detuvo su mirada apagada, inmóvil en la ventana... En los cristales nadaban las lágrimas y albeaban los copos de nieve de corta duración. El copo de nieve caía sobre el cristal, miraba a la sacristana y se derretía...
-¡Ven y acuéstate! –rezongó el sacristán.
La sacristana callaba. Pero de pronto sus pestañas se movieron, y en sus ojos brilló la atención. Saviélii, que observaba todo el tiempo, debajo de la cobija, la expresión de su cara, asomó la cabeza y preguntó:
-¿Qué?
-Nada... Al parecer, alguien va... –respondió quedo la sacristana.
El sacristán se arrancó la cobija con las manos y los pies, se puso de rodillas en la cama y echó una mirada obtusa a su esposa. La tímida luz de la lámpara iluminó su rostro peludo, picado de viruela, y resbaló por su cabeza desgreñada, áspera.
-¿Oyes? -preguntó la esposa.
A través del aullido monótono de la ventisca oyó un gemido agudo, tintineante, apenas perceptible al oído, parecido al zumbido de un mosquito, cuando éste quiere posarse en la mejilla y se enfada porque se lo impiden.
-Es el correo...-rezongó Saviélii, sentándose en los talones.
A tres vérstas de la iglesia estaba el camino del correo. Durante el viento, cuando soplaba desde el camino real hacia la iglesia, los habitantes de la caseta oían las campanitas.
-¡Señor, a quién se le ocurre viajar con este tiempo! –suspiró la sacristana.
-Asunto estatal. Quieres, no quieres, ve...
El gemido se mantuvo en el aire y se extinguió.
-¡Pasó! –dijo Saviélii, acostándose.
Pero no alcanzó a cubrirse con la cobija, cuando llegó a su oído el nítido sonido de una campanita. El sacristán miró a su esposa alarmado, saltó de la cama y, contoneándose, caminó a lo largo de la estufa. La campanita resonó un poco y se extinguió de nuevo, como si se hubiera roto.
-No se oye... -farfulló el sacristán, deteniéndose y entornando los ojos hacia su esposa.
Pero en ese instante el viento golpeó la ventana y trajo un gemido agudo, tintineante... Saviélii palideció, graznó y chapoteó con los pies descalzos por el suelo de nuevo.
-¡Hace girar al correo! –dijo con voz ronca, mirando de soslayo a su esposa, de modo maligno. -¿Oyes tú? ¡Hace girar al correo!.. ¡Yo... yo sé! ¡Acaso yo no... no entiendo! –farfulló. -¡Yo lo sé todo, que te pierdas!
-¿Qué tú sabes? –preguntó quedo la sacristana, sin quitar los ojos de la ventana.
-¡Y pues sé, que todo esto es asunto tuyo, diabla! ¡Asunto tuyo, que te pierdas! Y la ventisca esta, y el correo que gira... ¡todo eso lo hiciste tú! ¡Tú!
-Te pusiste rabioso, tonto... –advirtió la sacristana con serenidad.
-¡Yo hace tiempo ya que noto eso en ti! ¡Cuando me casé, el mismo primer día, noté que tú tenías la sangre torcida!
Tfú! –se asombró Ráisa, encogiéndose de hombros y persignándose. -¡Y tú persígnate, imbécil!
-Eres bruja y bien bruja -continuó Saviélii con una voz apagada, llorosa, sonándose la nariz apurado en el faldón del camisón. –Aunque seas mi esposa, aunque seas de título eclesiástico, yo te diré de alma cómo tú eres... ¿Y cómo pues? ¡Intercede, señor, y apiádate! El año pasado, en el profeta Daniel y los tres jóvenes, hubo ventisca, ¿y qué pues?, el maestro pasó para calentarse. Después, en Alejandro, hombre de Dios, el río se rompió y vino el sub-oficial... Toda la noche, el maldito, picoteó contigo, y cuando salió por la mañana, y cuando yo lo miré, ¡pues tenía ojeras bajo los ojos y todas las mejillas hundidas! ¿Ah? En el Salvador hubo tormenta dos veces, y las dos veces el cazador vino a pasar la noche. ¡Yo lo vi todo, que se caiga en un abismo! ¡Todo! ¡Oh, te pusiste más roja que un cangrejo! ¡Ajá!
-Tú no viste nada...
-¡Pues sí! Y este invierno antes de Navidad, en los diez mártires de Creta, cuando hubo ventisca día y noche... ¿recuerdas?, el escribano del decano se salió del camino, y cayó aquí, el perro... ¡Y por qué te tentaste! ¡Tfú, por un escribano! ¡Valía la pena por él enturbiar el tiempo de Dios! Diablejo, resoplón, desde la tierra no se ve, toda la jeta llena de granos y el cuello torcido... Bueno sería si fuera bonito, pero era ¡tfú!, ¡un satanás!
El sacristán cobró aliento, se secó los labios y prestó oídos. La campanita no se oía, pero el viento se agitó sobre el tejado, y en la tiniebla, tras la ventana, tintineó de nuevo.
-¡Y ahora también! –continuó Saviélii. –¡No en vano hace girar al correo! ¡Escúpeme en el ojo, si el correo no te busca a ti! ¡Oh, el demonio sabe su asunto, buen ayudante! Lo hará girar, girar, y lo traerá aquí. ¡Seé! ¡Veeo! ¡No lo ocultarás, picotero del demonio, cruzada idólatra! Cuando empezó la ventisca, yo enseguida entendí tus pensamientos.
-¡Qué imbécil! –sonrió la sacristana con malicia. -¿Y qué, para ti, en tu mente imbécil, yo hago el mal tiempo?
-Hum... ¡Sonríe! Tú o no tú, yo sólo noto: cuando la sangre se te empieza a agitar, así hay mal tiempo, y tan pronto hay mal tiempo, así viene aquí cualquier loco que haya por ahí. ¡Cada vez pasa así! ¡Por lo tanto, eres tú!
El sacristán, para mayor convicción, se pegó el dedo a la frente, cerró el ojo izquierdo y profirió con voz cantora:
-¡Oh, locura! ¡Oh, maldición de Judas! ¡Si tú eres en realidad una persona, y no una bruja, pues pensarías en tu cabeza: ¿y qué, si esos eran no el maestro, no el cazador, no el escribano, sino el demonio en sus imágenes? ¿Ah? ¡Si lo pensaras!
-¡Pero tú eres tonto pues, Saviélii! –suspiró la sacristana, mirando a su esposo con lástima. –Cuando pápienka estaba vivo y vivía aquí, muchas personas distintas venían a verlo para curarse de la calentura: del pueblo, de las aldeas, de las granjas armenias. Cuenta, cada día venían, y nadie las llamaba demonios. Y si alguien una vez al año, con mal tiempo, pasa por la casa para calentarse, pues ya a ti, tonto, te parece extraño; ahora tienes pensamientos diversos.
La lógica de la esposa conmovió a Saviélii. Éste separó los pies descalzos, inclinó la cabeza y se quedó pensativo. No estaba aún firmemente convencido de sus conjeturas, y el tono sincero, indiferente de la sacristana lo sacó de paso por completo; pero, a pesar de eso, tras pensar un poco, sacudió la cabeza y dijo:
-No que sean unos viejos, o unos patizambos cualquiera, sino son siempre jóvenes, los que piden pasar la noche... ¿Por qué es así? Y deja, si sólo se calentaran, pero es que contentan al diablo. ¡No, mujer, no hay bicho más pícaro en esta tierra, que tu raza de mujer! Inteligencia verdadera, ustedes no tienen, Dios mío, menos que un estornino, pero en cambio una picardía demoníaca, ¡u-u-uh!, ¡sálvame, zarina celestial! ¡Ahí, el correo llamaba! ¡La ventisca recién empezaba, y yo ya conocía todos tus pensamientos! ¡Lo embrujaste, araña!
-¿Pero qué te me pegaste, maldito? -perdió la paciencia la sacristana. -¿Qué te me pegaste, alquitrán?
-Pues me pegué, por si esta noche, no quiera Dios, pasa algo... ¡tú oye!... si pasa algo, pues mañana mismo, apenas haya luz, iré a Diádkovo, a donde el padre Nikodím, y se lo explicaré todo. Así y así, le diré, padre Nikodím, disculpe generosamente, pero ella es una bruja. ¿Por qué? Hum... ¿desea saber por qué? Dígnese... Así y así. ¡Y pena para ti, mujer! ¡No sólo en el juicio final, sino también en la vida terrenal serás castigada! ¡No en vano hay plegarias sobre tu prójimo escritas en el oracional!
De pronto, en la ventana resonó un golpe tan ruidoso e inusitado, que Saviélii palideció y se sentó del susto. La sacristana saltó y palideció también.
-¡Por Dios, déjenme calentarme! –se oyó una voz de bajo trémula, espesa. -¿Quién está ahí? ¡Tengan la bondad! ¡Nos salimos del camino!
-¿Y quién es usted? –preguntó la sacristana, temiendo mirar a la ventana.
-¡El correo! –respondió otra voz.
-¡No en vano lo endiablaste! –dejó de la mano Saviélii. -¡Así es! Mi verdad... ¡Bueno, mírame a mí pues!
El sacristán saltó dos veces ante la cama, se tumbó sobre el colchón de plumas y, resoplando enojosamente, se volteó de cara a la pared. Pronto el frío sopló en su espalda. La puerta chirrió, y en el umbral apareció una alta figura humana, cubierta de nieve de la cabeza a los pies. Tras ésta apareció otra, tan blanca...
-¿Y los fardos entrar? –preguntó la segunda con una voz de bajo ronca.
-¡No los vamos a dejar ahí!
Dicho esto, el primero empezó a desatarse el capuchón y, sin esperar a que se desatara, se lo arrancó de la cabeza junto con la visera y lo lanzó con rabia a la estufa. Después, tras sacarse el paletó, lo lanzó allí mismo y, sin saludar, caminó por la caseta.
Era un cartero joven, rubio, con una levita de uniforme gastada y unas botas rojizas fangosas. Tras calentarse con el andar, se sentó a la mesa, extendió sus piernas fangosas hacia los sacos y apoyó su cabeza en un puño. Su rostro pálido, de manchas rojas, llevaba aún las huellas del dolor y el miedo recién sufridos. Éste, aún torcido por la rabia, con las huellas frescas de las recientes penurias físicas y morales, con nieve derretida en las cejas, los bigotes y la barbita circular, era bonito.
-¡Una vida de perros! –rezongó el cartero pasando sus ojos por las paredes, y como sin creer que estaba en un lugar cálido. -¡Casi nos perdemos! Si no fuera por su fuego, pues no sé qué hubiera sido... ¡Y la peste sabe, cuándo terminará todo esto! ¡No tiene límite ni final esta vida de perro! ¿A dónde llegamos? –preguntó, bajando la voz y alzando los ojos hacia la sacristana.
-Al montículo Guliáyevskii, en la posesión del general Kalinóvskii -respondió la sacristana, estremecida y sonrojada.
-¿Oyes, Stepán? –se volteó el cartero hacia el cochero, que estaba trabado en la puerta con un gran fardo de piel sobre la espalda. -¡Caímos en el montículo Guliáyevskii!
-¡Sí... lejos!
Tras pronunciar esa palabra en forma de un suspiro ronco, entrecortado, el cochero salió y, al poco rato, trajo otro fardo menor; luego salió otra vez, y esta vez trajo en su cinturón ancho un sable de cartero, parecido por su hechura a esa espada larga y plana, con que se dibuja en las xilografías a Judit en el lecho de Holofernes1. Tras poner los fardos junto a la pared, salió al zaguán, se sentó allí y prendió su pipa.
-¿Puede, que tomen té para el camino? –preguntó la sacristana.
-¡A dónde tomar té aquí! –frunció el ceño el cartero. –Hay que calentarse rápido pues, e irse, si no nos retrasamos para el tren de correo. Nos sentamos unos diez minutos y nos vamos. Sólo que ustedes, tengan la bondad, muéstrennos el camino...
-¡Nos castigó Dios con el tiempo! –suspiró la sacristana.
-M-sí... ¿Y ustedes mismos pues, quiénes son aquí?
-¿Nosotros? Lugareños, de la iglesia... Somos de título eclesiástico... ¡Ahí está mi esposo acostado! ¡Saviélii, levántate pues, ven y saluda! Aquí antes había una parroquia, pero hace medio año que la quitaron. Bueno, por supuesto, cuando los señores vivían aquí, y había gente, valía la pena tener una parroquia, pero ahora sin los señores, juzguen por sí mismos, de qué va a vivir el clero, si el pueblo más cercano aquí es Markóvka, ¡y está a cinco vérstas! Ahora Saviélii es el supernumerario, y... en lugar del guarda. Se le encargó cuidar la iglesia...
Y el cartero supo ahí mismo, que si Saviélii hubiera ido a ver a la generala y le hubiera pedido una esquela para el ilustrísimo, pues le hubieran dado un buen puesto; pero él no iba a ver a la generala porque era un holgazán y le temía a la gente.
-De todas formas, somos de título eclesiástico... –agregó la sacristana.
-¿Y de qué viven ustedes? –preguntó el cartero.
-En la iglesia hay siega y huertos. Sólo que a nosotros, de eso, nos toca poco... –suspiró la sacristana. –El padre de Diádkino, Nikodím, tiene los ojos envidiosos; oficia ahí en el Nicolás de verano y en el Nicolás2 de invierno, y por eso se lo coge casi todo para él. ¡No hay quien interceda!
-¡Mientes! –dijo Saviélii con voz ronca. –¡El padre Nikodím es un alma santa, es el candil de la iglesia, y si coge, pues es por el estatuto!
-¡Qué enojoso es tu esposo! –sonrió el cartero. -¿Y tú hace tiempo que estás casada?
-El pasado domingo hizo cuatro años. Aquí antes el sacristán era mi pápienka, y después, cuando le llegó la hora de morir, él, para que me quedara el puesto, fue al consistorio y rogó que me mandaran algún sacristán no casado de novio. Y yo me casé.
-¡Ajá, tú, por lo tanto, mataste dos pájaros de un tiro! –dijo el cartero, mirando la espalda de Saviélii. –Y recibiste el puesto, y tomaste una esposa.
Saviélii pataleó con impaciencia y se acercó más a la pared. El cartero salió de detrás de la mesa, se desperezó y se sentó sobre el fardo de correo. Tras pensar un poco, arrugó el fardo con las manos, se pasó el sable a otro lugar y se extendió, colgando una pierna sobre el suelo.
-Una vida de perro... –farfulló, poniendo las manos bajo la cabeza y cerrando los ojos. –Y al ruin tártaro no le deseo una vida así.
Pronto sobrevino el silencio. Se oía sólo cómo resoplaba Saviélii, y cómo el cartero dormido, respirando regular y lentamente, soltaba en cada espiración un espeso, alargado “k-j-j-j...” De vez en cuando, en su garganta crujía como una ruedita, y su pierna estremecida hacía fru-frú en el fardo.
Saviélii se revolvió bajo la cobija y miró a su alrededor con lentitud. La sacristana estaba sentada en el taburete y, apretando sus mejillas con las palmas de sus manos, miraba el rostro del cartero. Su mirada era inmóvil, como la de una persona asombrada, asustada.
-¿Bueno, qué te quedaste mirando? –susurró Saviélii enojado.
-¿Y a ti qué? ¡Acuéstate! –respondió la sacristana, sin quitar los ojos de la cabeza rubia.
Saviélii, enojado, expiró todo el aire del pecho, y se volteó hacia la pared con brusquedad. A los tres minutos se revolvió inquieto de nuevo, se puso de rodillas en la cama y, apoyándose con los brazos en la almohada, miró de soslayo a su esposa. Ésta aún no se movía y miraba al visitante. Sus mejillas estaban pálidas, y su mirada se encendía con cierto fuego extraño. El sacristán graznó, se apeó boca abajo de la cama y, acercándose al cartero, cubrió su rostro con un pañuelo.
-¿Para qué tú eso? –preguntó la sacristana.
-Para que no le dé el fuego en los ojos.
-¡Y tú apaga el fuego por completo!
Saviélii, desconfiado, le echó una mirada a su esposa, estiró sus labios hacia la lámpara, pero al instante cayó en la cuenta y juntó las manos.
-¿Bueno, y no será una picardía del demonio? –exclamó. -¿Ah? ¿Bueno, hay algún bicho más pícaro que la raza de la mujer?
-¡Ah, satanás de falda larga! –dijo la sacristana con voz ronca, arrugada por el fastidio. -¡Espera pues!
Y tras sentarse más cómoda, clavó sus ojos en el cartero de nuevo.
No importaba que su rostro estuviera cubierto. A ella le ocupaba no tanto el rostro, como el aspecto general, la novedad de ese hombre. Su pecho era ancho, poderoso, sus manos bonitas, finas; y sus piernas musculosas, esbeltas, eran mucho más bonitas y varoniles que las dos “canillas” de Saviélii. Incluso comparar era imposible.
-Aunque yo sea un espíritu impuro, de falda larga –profirió Saviélii, parado un rato, -él no tiene por qué dormir aquí... Sí... El asunto de ellos es estatal, y nosotros vamos a responder, por qué los retuvimos aquí. Si llevas el correo, pues llévalo, no hay por qué dormir... ¡Hey, tú! –gritó Saviélii en el zaguán. –Tú, cochero... ¿cómo te llamas? ¿Acompañarlos a ustedes, o qué? ¡Levántate, no hay que dormir con el correo!
Y el desatado Saviélii se acercó al cartero y le tiró de la manga.
-¡Hey, su excelencia! Ir, pues ir, y si no ir, pues este no... Dormir no se debe.
El cartero saltó, se sentó, recorrió con una mirada turbia la caseta y se acostó de nuevo.
-¿Y cuándo van a ir pues? –repiqueteó Saviélii con la lengua, tirándole de la manga. –Para eso pues es el correo, para llegar a buen tiempo, ¿oyes? Yo te acompaño.
El cartero abrió los ojos. Calentado y exhausto por el dulce primer sueño, aún no despierto por completo, vio como en una neblina el cuello blanco y la mirada inmóvil, aceitosa de la sacristana, cerró los ojos y sonrió, como si estuviera soñando todo eso.
-¡Bueno, a dónde ir con este tiempo! –oyó una suave voz femenina. -¡Si durmieran a su gusto, y durmieran a su buena salud!
-¿Y el correo? –se alarmó Saviélii. -¿Quién va a llevar el correo pues? ¿Acaso tú lo vas a llevar? ¿Tú?
El cartero abrió los ojos de nuevo, miró los hoyuelos moviéndose en la cara de la sacristana, recordó dónde estaba, entendió a Saviélii. La idea de que le esperaba ir por la tiniebla helada, le corrió desde la cabeza por todo el cuerpo con un hormigueo helado, y se erizó.
-Cinco minutos aún se podría dormir... –bostezó. –De todas formas nos retrasamos...
-¡Y puede que, precisamente, lleguemos a tiempo! –se oyó una voz desde el zaguán. –Mira, no es la hora, y el mismo tren se retrasa para suerte nuestra.
El cartero se levantó y, desperezándose dulcemente, empezó a ponerse el paletó.
Saviélii, viendo que los visitantes se disponían a marcharse, incluso relinchó de gusto.
-¡Ayudas, o qué! –le gritó el cochero, levantando el fardo del suelo.
El sacristán se le acercó, y arrastró junto con él la carga del correo al patio. El cartero empezó a desenredar el nudo del capuchón. Y la sacristana lo miraba a los ojos, como si quisiera metérsele en el alma.
-Si tomaran té... –dijo ella.
-¡A mí no me importaría... pero ellos ya se dispusieron! –convino él. –De todas formas nos retrasamos.
-¡Y usted quédese! –susurró ella, bajando los ojos y tocándolo por la manga.
El cartero desató por fin el nudo y, con indecisión, se echó el capuchón a través del codo. Le era cálido estar parado junto a la sacristana.
-Que cuello... tienes...
Y tocó su cuello con dos dedos. Viendo que no se le resistían, acarició con la mano su cuello, su hombro...
-Tfú, cómo eres...
-Si se quedaran... tomaran un poco de té.
-¿Dónde lo pones? ¡Tú, arroz con melaza! -se oyó desde el patio la voz del cochero. –Ponlo de través.
-Si se quedaran... ¡Mira, cómo aúlla el viento!
Y no despierto aún por completo, sin alcanzar a sacudirse el encanto del sueño joven y fatigoso, del cartero se apoderó de pronto ese deseo, en aras del que se olvidan los fardos, los trenes de correo... y todo en el mundo. Asustadamente, como deseando correr o esconderse, miró la puerta, tomó por el talle a la sacristana, y ya se inclinaba sobre la lámpara para apagar el fuego, cuando en el zaguán pisaron unas botas, y en el umbral apareció el cochero... Tras sus hombros asomaba Saviélii. El cartero bajó los brazos con rapidez, y se detuvo como con reflexión.
-¡Todo listo! –dijo el cochero.
El cartero estuvo parado un rato, sacudió la cabeza con brusquedad, como despertado finalmente, y fue por el cochero. La sacristana se quedó sola.
-¡Pues qué, siéntate, muéstranos el camino! –oyó ella.
Una campanita sonó vagamente, luego otra, y los sonidos tintineantes, en una cadena menuda y alargada, arrancaron desde la caseta.
Cuando éstos se acallaron poco a poco, la sacristana arrancó del lugar y caminó nerviosa de una esquina a la otra. Al principio estaba pálida, pero después se sonrojó toda. Su cara se desfiguró de odio, su respiración tembló, sus ojos brillaron con una rabia salvaje, bestial y, caminando como en una jaula, parecía una tigresa que asustaban con un hierro candente. Por un instante se detuvo y miró su vivienda. La cama ocupaba casi media habitación, se extendía a lo largo de toda la pared, y se componía de un colchón de plumas sucio, unas almohadas grises y ásperas, la cobija y diversos trapos innombrables. Esta cama constituía en sí un remolino deforme, no bonito, casi igual al que sobresalía de la cabeza de Saviélii, siempre que le daban ganas de engrasar sus cabellos. Desde la cama hasta la puerta, que daba al frío zaguán, se extendía una estufa oscura con calderos y trapos colgantes. Todo, sin excluir al recién salido Saviélii, estaba sucio, mugroso y hollinado hasta lo imposible, de modo que era extraño ver, en medio de ese ambiente, el cuello blanco y la piel fina, tierna de una mujer. La sacristana corrió hacia la cama, extendió sus brazos, como deseando dispersar, pisotear y convertir en polvo todo eso, pero después, como asustada de acercarse a la suciedad, se echó hacia atrás y caminó de nuevo...
Cuando Saviélii volvió cubierto de nieve y cansado unas dos horas después, ella ya estaba acostada desvestida en la cama. Sus ojos estaban cerrados, pero por los espasmos menudos que corrían por su cara, él adivinó que ella no dormía. Cuando regresaba a casa, él se había dado la palabra de callar hasta mañana y no tocarla, pero allí no soportó no zaherirla.
-En vano lo hechizaste: ¡se fue! –dijo él, sonriendo con un júbilo maligno.
La sacristana callaba, sólo su barbilla tembló. Saviélii se desvistió con lentitud, pasó a través de su mujer y se acostó contra la pared.
-¡Y mañana pues le voy a explicar al padre Nikodím, qué esposa eres tú! –farfulló él, ovillándose como un pastelito.
La sacristana volteó su cara hacia él con rapidez, y lo miró con ojos encendidos.
-¡Ya tuviste bastante, y punto -dijo ella, -y la esposa búscatela en el bosque! ¿Qué esposa soy yo tuya? ¡Que te revientes! ¡Y todavía te me pegaste a la cabeza, imbécil, gandul, perdona Dios!
-Bueno, bueno... ¡Duerme!
-¡Soy una infeliz! –sollozó la sacristana.- ¡Si no fuera por ti, yo puede que me hubiera casado con un mercader, o con algún noble! ¡Si no fuera por ti, yo amaría ahora a mi esposo! ¡No te tapó la nieve, no te helaste ahí, en el camino real, anormal!
La sacristana lloró largo tiempo. Al final de todo, suspiró profundamente y se serenó. Tras la ventana se enfurecía aún la nevasca. En la estufa, en la chimenea, tras todas las paredes algo lloraba, y a Saviélii le parecía, que eso algo lloraba en sus entrañas y en sus oídos. Con la noche de hoy se había convencido, finalmente, de sus supuestos respecto a su esposa. De que su esposa disponía, con la ayuda de la fuerza impura, de los vientos y las tróikas de correo, ya no dudaba más. Pero, para su doble pena, ese secreto, esa fuerza sobrenatural, salvaje le otorgaban a la mujer acostada a su lado un encanto peculiar, incomprensible, que él no había advertido antes. Debido a que él por estupidez, sin advertirlo él mismo, la había poetizado, ella se había hecho como que más blanca, llana, inaccesible...
-¡Bruja! –se indignaba. -¡Tfú, repulsiva!
Y entre tanto, tras esperar, cuando ella se serenó y empezó a respirar de modo regular, tocó su nuca con el dedo... sostuvo su trenza gruesa en su mano. Ella no oía... Entonces él fue más valiente y la acarició por el cuello.
-¡Déjame! –gritó ella, y lo golpeó en el entrecejo con el codo de tal modo, que los ojos le echaron chispas.
El dolor del entrecejo pasó pronto, pero la tortura aún continuó.

1Judit, heroína judía que sedujo y cortó la cabeza a Holofernes para salvar la ciudad de Betulia.
2San Nicolás, obispo de Mira en Licia, patrón de Rusia; fiesta el 6 de diciembre y el 9 de mayo.

Título original: Viedma, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, Nº 3600, 1886, con la firma: “An. Chejov”.
Imagen: Philipp Malyavin, Verka, 1913.

martes, 10 de marzo de 2009

El vodevil


El almuerzo terminó. A la cocinera le ordenaron recoger la mesa en lo posible en silencio, y no hacer ruido con la vajilla ni con los pies... A los niños se apuraron a llevarlos al bosque... El asunto era que el dueño de la casa de campo, Ósip Fedórich Klochkóv, un hombre enjuto, tuberculoso, de ojos caídos y nariz aguileña, se sacó un cuaderno del bolsillo y, tosiendo con confusión, empezó a leer un vodevil de su propia creación. La esencia de su vodevil no era compleja, era de censura y breve. Es ésta. El funcionario Yasnosiérdziev entra corriendo a la escena, y le anuncia a su esposa que ahora vendrá de visita a la casa su jefe, el consejero civil activo Kleshéev, a quien le gustó la hija de los Yasnosiérdziev, Liza. Luego sigue un largo monólogo de Yasnosiérdziev sobre el tema: ¡qué agradable es ser suegro de un general! “¡Todo lleno de estrellas... todo lleno de bandas rojas... y estás sentado a su lado, y no importa! ¡Como si tú, en la misma realidad, no fueras el último chichón en la rotación del universo!” Soñando de esta manera, el futuro suegro advierte, de pronto, que las habitaciones huelen a ganso frito fuertemente. Es embarazoso recibir a un visitante importante si en las habitaciones hay tufo, y Yasnosiérdziev empieza a hacerle a su esposa una reprensión. La esposa, con las palabras: “¡A ti no hay quien te complazca!”, rompe en llanto. El futuro suegro se agarra la cabeza y le exige a la esposa que deje de llorar, ya que a los jefes no se les recibe con ojos llorosos. “¡Imbécil! ¡Cálmate... momia, monstruosa tú, ignorante!” La esposa esta histérica. La hija declara que no está en condición de vivir con unos padres tan violentos, y se viste para irse de la casa. Mientras más al bosque, más leña1. Termina en que el visitante importante encuentra en la escena a un doctor, que aplica a la cabeza del esposo fomentos de extracto de Saturno, y a un comisario particular, que levanta un acta sobre la violación del silencio comunal y el sosiego. Eso es todo. Ahí mismo está pegado el novio de Liza, Gránskii, candidato de derecho, un hombre de los “nuevecitos”, que habla de los principios y, por lo visto, representa en el vodevil el buen principio.
Klochkóv leía y miraba de soslayo: ¿se reían acaso? Para gusto suyo, los visitantes, a cada rato, se tapaban las bocas con los puños e intercambiaban miradas.
-¿Bueno? ¿Qué me dicen? –levantó los ojos hacia el público Klochkóv, tras terminar la lectura. -¿Cómo está?
En respuesta a esto, el más viejo de los visitantes, Mitrofán Nikoláevich Zamazúrin, canoso y calvo como la luna, se levantó y, con lágrimas en los ojos, abrazó a Klochkóv.
-Gracias, hijito –dijo. -Me calmaste... Tú lo escribiste, este mismo, tan bien, que hasta me sacaste las lágrimas... Deja que te abrace... otra vez...
-¡Excelente! ¡Notable! –se levantó Polumrákov. -¡Un talento, un talento absoluto! ¿Sabes qué, hermano? ¡Deja el servicio y dígnate a escribir! ¡A escribir y escribir! ¡Es vil enterrar el talento!
Empezaron las felicitaciones, las exaltaciones, los abrazos... Mandaron por el champagne ruso.
Klochkóv se confundió, se sonrojó y, con la abundancia de sentimientos, empezó a caminar alrededor de la mesa.
-¡Yo ese talento, hace tiempo ya que lo siento en mí! –rompió a hablar, tosiendo y agitando las manos. –Casi desde la misma infancia... Expongo de forma literaria, tengo ingenio... conozco el precio, porque pasé unos diez años entre los aficionados... ¿Qué hace falta aún? Trabajar sólo en esa palestra, aprender... ¿y en qué soy peor que los demás?
-Realmente, aprender... –dijo Zamazúrin. –Eso tú, cierto... Sólo mira qué, hijito... Tú discúlpame, pero yo la verdad... La verdad ante todo... Ahí tienes representado a Kleshéev, el consejero civil activo... Eso, amigo, no está bien... Eso pues, en esencia, no es nada, pero como que, ¿sabes?, es incómodo... El general, una cosa, la otra... ¡Déjalo, hermano! Todavía el nuestro se va a enojar, va a pensar que tú eso a él... Le va a ser ofensivo al viejo... Y de él nosotros, excepto beneficios... ¡Déjalo!
-Eso es verdad –se alarmó Klochkóv. –Va a haber que cambiarlo... Voy a poner en todas partes “su excelencia”... O no, simplemente así, sin rango... Simplemente Kleschéev...
-Y mira qué aún –advirtió Polumrákov. –Esto, por lo demás, son tonterías, pero también es incómodo... quiebra los ojos... Ahí el novio ese, Gránskii, le dice a Liza, que si sus padres no quieren que ella se case con él, pues él va a ir en contra de su voluntad. Eso, éste, puede ser, y no importa... puede ser, que los padres de verdad sean unos cerdos en su tiranía, pero en nuestro siglo, cómo expresarlo así... ¡Te va a tocar algo bueno!
-Sí, es un poco brusco –convino Zamazúrin. –Tú, de algún modo, tapa ese lugar... Quita asimismo, el razonamiento sobre cuán agradable es ser suegro del jefe. Es agradable, y tú te ríes... Con eso, hermano, no se puede bromear. El nuestro también se casó con una pobre, ¿así de eso sigue, que él procedió de forma infame? ¿Así es según tú? ¿Acaso a él no le es ofensivo? Bueno, supongamos que él está sentado en el teatro, y ve eso mismo... ¿Acaso le es agradable? ¡Y pues, él sostuvo tu propia mano, cuando tú pediste el subsidio con Salaliéev! “Él, dijo, es un hombre enfermo, a él, dijo, le hace más falta el dinero que a Salaliéev”... ¿Ves?
-¡Y tú pues, confiesa, aludes a él aquí! –guiñó el ojo Buliáguin.
-¡Y no pensaba! –dijo Klochkóv. -¡Que me castigue Dios, no aludía a nadie en absoluto!
-¡Sí, bueno, bueno... deja, por favor! A él, realmente, le gusta correr tras el sexo femenino... Tú eso lo captaste acertadamente... Sólo tú, este... al comisario particular sácalo... No hace falta... Y al Gránskii ese sácalo... Es un héroe así, el diablo sabe a qué se dedica, habla con mañas distintas... Si lo condenaras, pero tú pues, por el contrario, lo compadeces... Puede ser, es un buen hombre, pero... ¡el diablo lo entiende! Todo se puede pensar...
-¿Y saben quién es Yasnosiérdziev? Es nuestro Eniákin... Klochkóv alude a él... Es el consejero titular, siempre se pelea con su esposa, y con su hija... Es él... ¡Gracias, amigo! ¡Así, al canalla, le hace falta! ¡Para que no se envanezca!
-Siquiera ese, por ejemplo, Eniákin... –suspiró Zamazúrin. –Es una basura de hombre, un granuja, y de todas formas siempre te invita a su casa. A Nastiúsha te la bautizó... ¡No está bien, Ósip! ¡Sácalo! ¡En mi opinión... mejor déjalo! Dedicarse a ese asunto... por Dios... Van a empezar ahora los comentarios: ¿quién, cómo... por qué?.. ¡Y no estarás contento después!
-Eso es cierto... –confirmó Polumrákov. –Una travesura, y de esa travesura puede salir algo, que en diez años no la compones... En vano lo emprendes, Ósip... No es asunto tuyo... A Gógol meterte, y a Krilóv... Esos, realmente, eran unos científicos, y tú, ¿qué educación recibiste? ¡Un gusano, apenas lo vemos! A ti, cualquier mosca te puede aplastar... ¡Déjalo, hermano! Si el nuestro se entera, pues... ¡Déjalo!
-¡Tú rómpelo! –susurró Buliáguin. –Nosotros no se lo diremos a nadie... Si preguntan, pues diremos que tú nos leíste algo, y que nosotros no entendimos...
-¿Para qué decir? Decir no hace falta... –dijo Zamazúrin. –Si preguntan, bueno, entonces... no te pondrás a mentir... La camisa propia es más cercana al cuerpo2... ¡Así pues, usted emborrona distintas porquerías, y después responde por usted! ¡Para mí eso es lo peor de todo! A ti, al enfermo, no le empezarán a preguntar, pero hasta nosotros llegarán... ¡No me gusta, por Dios!
-Más bajito señores... Alguien va... ¡Escóndelo, Klochkóv!
El pálido Klochkóv escondió el cuaderno con rapidez, se rascó la nuca y se quedó pensativo.
-Sí, eso es verdad... –suspiró. –Van a empezar los comentarios... lo van a entender diferente... Puede ser, hasta que en mi vodevil hay algo que nosotros no vemos, y los otros lo van a ver... Lo voy a romper... Y ustedes pues, hermanos, por favor, este... no le digan a nadie...
Trajeron el champagne ruso... Los visitantes bebieron y se separaron...

1Mientras más al bosque, más leña (proverbio), aproximadamente, ...
2La camisa propia es más cercana al cuerpo (proverbio), aproximadamente, “más cerca están mis dientes que mis parientes”.

Título original: Vodevil, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 26, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: John Singer Sargent, The Breakfast Table, 1884.

domingo, 8 de marzo de 2009

Una personalidad luminosa (Relato de un “idealista”)


Enfrente de mis ventanas, tapándome el sol, se levanta una enorme casona rojiza, de cornisas fangosas y tejado oxidado. ¡Ese cascarón sombrío, deforme contiene, sin embargo, un avellano hermoso, precioso!
Cada mañana, en una de las ventanas extremas, veo una cabeza femenina, y esa cabeza, debo confesar, ¡sustituye para mí el sol! Yo la amo no por su belleza... En sus ojos grises rasgados, sus pecas grandes y sus eternos papillotes de papel de periódico no hay nada bonito. Yo la amo por ciertas peculiaridades individuales de su elevado intelecto.
Cada mañana yo veo cómo una joven, con una blusa blanca y en papillotes, se acerca a la ventana y agarra con avidez los periódicos yacientes en la peana. Veo, señores, cómo ella despliega los periódicos y, con brillo en los ojos, se apresura a recorrer sus páginas aburridas… En ese momento, ruego humildemente observar la expresión de su rostro. Esa expresión suele ser distinta, a juzgar por las circunstancias… Ya su rostro se ilumina con una sonrisa beatífica, y ella, radiante, con ojos brillantes, empieza a saltar alegremente por la habitación; ya una terrible, indecible desolación deforma los rasgos de su rostro, y ella, agarrándose la cabeza como una demente, camina de una esquina a la otra… Nunca la veo indiferente… Los días pasan uno tras otro, y la dicha alterna con la desolación… Hoy está locamente dichosa, mañana se agarra los papillotes. ¡Y sus alegrías y penas no tienen fin!
Yo, en parte, soy un psicólogo y un conocedor del corazón humano. Los fenómenos psíquicos, observados por mí en la ventana, son asequibles a mi comprensión, como la tabla de multiplicar. Cuando por el rostro de la joven nada una sonrisa beatífica, en mi cabeza se agolpan estas ideas:
“Hum… Por lo visto, las noticias que informan los periódicos de hoy son favorables… Me alegro mucho… Probablemente, a mi conocida le alegra la conducta de Zánkov y el último discurso de Gladstone. Puede ser que le inquieta de modo agradable, incluso, el muy prometedor encuentro de Bismarck con Kalnokii… Muy bien puede asimismo suceder, que en los números de hoy entrevió el nacimiento de un nuevo talento ruso… En todo caso, me alegro mucho… ¡Son raras las mujeres a las que son asequibles las alegrías de tal cualidad elevada!”
Y en éxtasis, empiezo a caminar de una esquina a la otra, y a exclamar:
-¡Hermosa, rara criatura! ¡La última palabra de la emancipación femenina! ¡Oh, si hubiera más mujeres así! ¡Estas mujeres son, precisamente, las que nos hacen falta!
Cuando el rostro de la desconocida se deforma con la desolación, pienso:
“¡Bueno, los periódicos, por lo tanto, ni los tomes en las manos! ¡Un asunto de basura! Probablemente, a mi vis-à-vis la perturbó Karaviélov o Mutkúrov… Pienso asimismo, que el juego de doble sentido de la exagerada Austria y la conducta de Milán ofendieron su naturaleza honrada … ¡Ella sufre, pero qué honor le hace ese sufrimiento!”
Camino, me inquieto y exclamo:
-¡He aquí la verdadera mujer! ¡Le es asequible el pesar ciudadano! ¡Puede sufrir por la humanidad!..
Y estoy sin juicio por esta rara mujer… Apenas llega la mañana, ya estoy parado junto a mi ventana y espero a que en la ventana, vis-à-vis, aparezca la desconocida. Por la noche sueño y espero la mañana, de día camino de una esquina a la otra… ¡Sí, señores, es una mujer extraordinaria!
En verano, cuando mis y sus ventanas estaban abiertas, más de una vez oí un llanto histérico y una risa dichosa… Una vez incluso oí cómo ella, agarrándose la cabeza, con desolación y cólera, gritaba:
-¡Canalla! ¡Torturador!
Y rompió en pedazos el periódico…
Lamento que en mi apartamento no vive Auerbach, Spilgagen u otro novelista que busque “nuevas personas”… Ellos se aprovecharían de mi desconocida…
Siento que mi veneración, poco a poco, se convierte en un amor apasionado. ¡Sí, la amo! ¡Dios, qué abismo me separa de ella! Su alma está llena de pesar ciudadano, y yo hace tiempo ya que perdí mis ideales y, atrapado por el medio, vivo con los intereses triviales del vulgo…
Pero, de todas formas, no teniendo fuerzas para vencerme, voy a la casona rojiza y llamo al portero. Dos grívienniks desatan la lengua del portero, y él, a todas mis preguntas, me cuenta que la desconocida vive en el apartamento Nº 5, tiene esposo y paga por el apartamento morosamente. Su esposo, cada mañana, corre a algún lugar y regresa tarde en la noche, llevando bajo el sobaco un cuarto de vodka y un cucurucho de provisiones… El esposo figura en el pasaporte como hijo de un secretario de gobierno, y la desconocida como su esposa…
Después de la tercera noche de insomnio le envío mi tarjeta de visita. Vi hoy cómo ella, tras leer el periódico, golpeó la peana con el puño. ¡Eh, ustedes, los Karaviélovs, Mutkúrovs, Salisburys, conductores de las ferroviarias de caballos, fabricantes de azúcar! ¿Por qué yo no tengo fuerzas para pagarles por todos los sufrimientos que ustedes le causan?
Hoy (10 de septiembre) su esposo me despachó hacia abajo por la escalera. Estoy dichoso. ¡Por ella estoy dispuesto a todos los sacrificios!.. La presente explicación la aplazo para mañana…
11 de septiembre. Al llegar a su casa hoy la encuentro con los periódicos. Tras recorrer con velocidad dos-tres periódicos, de pronto cae sobre la silla y emite un gemido…
-Querida mía- le digo, besando su mano.- ¿Qué le inquieta? ¡Comparta conmigo sus pesares, y crea, yo sabré valorar su confianza! Bueno, dígame, ¿por qué llora ahora?
-¿Cómo pues no voy a llorar? -dice mi desconocida. -Juzgue usted: hoy tenemos que pagar por el apartamento, ¡y mi maridito-holgazán le dio al periódico sólo 60 líneas! ¿Bueno, acaso podemos vivir así? Ayer escribió exactamente por 11 rub. 40 kóp., ¡y hoy apenas conté tres rublos! ¿Bueno, acaso no soy una infeliz? ¡No, ni a la tártara maligna le deseo ser la esposa de un reportero! ¡Es un canalla, un miserable! ¡En lugar de trabajar, está sentado donde Savrasiénkov! ¡Espera pues a que vengas!..
“¡Oh, las mujeres, las mujeres!” -dijo Shakespeare, ahora entiendo su estado de alma…

Título original: Svietlaya lichnost, publicado por primera vez en la revista Svierchok, 1886, Nº 37, con la firma “A. Chejonté”.
Imagen: Fritz von Uhde, Dress maker in the window, 1890.

martes, 3 de marzo de 2009

Los malhechores (Relato de testigos)


Cuando el camarero le enumeró las pocas comidas que se podían consumir en la taberna, pensó un poco y dijo:
-En ese caso, sírvenos dos raciones de schi1 con col fresca y pollo, y pregúntale al dueño si no tienen vino tinto ahí…
Después todos vieron cómo miró al techo y dijo, dirigiéndose al camarero:
-¡Es asombroso, cuántas moscas hay aquí!
Digo él porque ni los camareros, ni el dueño, ni los visitantes de la taberna sabían quién era, de qué título, de dónde y para qué había venido a nuestra ciudad. Era un señor respetable, ya lo suficiente maduro, vestido con decencia y, por lo visto, bien intencionado. Por su ropa se le podía tomar, incluso, por un aristócrata. Advertimos su reloj de oro, su alfiler con perla, y en su sombrero de castor yacían unos guantes con broches de moda, como los que le habíamos visto antes al vice-gobernador. Mientras almorzaba, todo el tiempo intentó brillar delante de nosotros con su educación: sostenía el tenedor con la mano izquierda, se limpiaba con la servilleta y fruncía el ceño cuando le caían moscas en la copita. Cada uno sabe que ahí donde hay moscas, la vajilla no puede estar limpia, sin hablar ya de que los visitantes sencillos, e incluso tales personas como el jefe de policía, el prefecto y los hacendados viajeros, al almorzar en una taberna, no se quejan nunca si les sirven un plato o una copita manchados por las moscas; pero él no hubiera comido si el camarero no hubiera lavado los platos con agua caliente. Evidentemente, se esforzaba e intentaba mostrarse con más nobleza de la que tenía en realidad.
Cuando le sirvieron el schi, se acercó a su mesa otro personaje desconocido, de rostro afeitado y lentes dorados. Este señor nuevo estaba vestido con un traje de seda y tenía lentes dorados también. Hablaba en francés todo el tiempo, examinaba con curiosidad la comida y a los visitantes, de modo que no fue difícil reconocer en él a un extranjero. ¿Quién era, de dónde y para qué había venido a nuestra ciudad?, tampoco lo sabíamos.
Después de tomarse la primera cucharada de schi él, o sea, el que tenía el alfiler con perla, movió la cabeza y dijo con burla:
-Estos imbéciles se las ingenian, hasta para darle a la col fresca un olor a podrido. No se puede comer. Escucha, querido, ¿es posible que todos aquí vivan a lo cerdo? En toda la ciudad no se puede conseguir, ni una ración de schi un poquito decente. ¡Es asombroso!
Después empezó a decirle algo en francés a su compañero-extranjero. De su discurso recordamos sólo la palabra “cochon2”. Sacando una cucaracha del schi, se dirigió al camarero y le dijo:
-Yo no pedí schi con cucarachas. Imbécil.
-Señor -respondió el camarero, -yo no la puse pues en el schi, ella sola se cayó ahí. Pero dígnese a no inquietarse: las cucarachas no muerden.
Tras solicitar después del pollo una hoja de papel y un lápiz, empezó a dibujar ciertos círculos y a escribir cifras. El extranjero no convenía y discutió largo tiempo con él, moviendo la cabeza en signo de desacuerdo. La hoja, cubierta de círculos y cifras por completo, la conserva aún el dueño de la taberna; el inspector estatal de escuelas del distrito, a quien el dueño le enseñó la hoja, miró largo tiempo los círculos, después suspiró y dijo: ¡Es oscura el agua del pozo3! Después de pagar por el almuerzo él, o sea, el que tenía la perla en la corbata, le dio al camarero un billete de cinco rublos nuevo. Si ese billete es falso o verdadero, no lo sabemos, ya que no se nos ocurrió mirarlo.
-Escucha, ¿a qué hora abren la taberna por la mañana? –le preguntó al camarero.
-Al salir el sol.
-Excelente. Mañana, a las cinco de la mañana, vamos a venir a tomar té. Prepara una ración, pero sin moscas. ¿Tú sabes lo que va a pasar mañana por la mañana? –preguntó, guiñando un ojo con malicia.
-Como que no.
-¡Ah! Mañana por la mañana se van a quedar pasmados y asombrados.
Habiendo amenazado de esa manera, riéndose, le dijo algo al extranjero y salió junto a él de la taberna. Ambos pasaron la noche en la casa de Márfa Yegórovna, una viuda solitaria, piadosa, que no es culpable de nada y no podía ser cómplice. Ahora ella llora todo el tiempo, temiendo que se la lleven. Conociendo su forma de pensar, constatamos que no es culpable. Además, juzguen por sí mismos, ¿acaso ella, al dejar entrar en su casa a unos forasteros, podía saber de antemano qué ideas tenían éstos?
Al otro día por la mañana, a las cinco en punto, los desconocidos ya estaban en la taberna. Esta vez vinieron con carteras, libros y ciertos estuches de forma extraña. En su hablar y sus movimientos se advertían la inquietud y la prisa. Él, o sea, el no extranjero, dijo:
-Viene una nube desde el noroeste. ¡Con tal de que no nos moleste!
Después de tomarse un vaso de té, llamó al dueño de la taberna y le ordenó poner cerca de la taberna, en la plaza, una mesa y dos sillas. El dueño, una persona no educada, presintió el mal pero cumplió la orden. Los desconocidos recogieron sus cosas y, saliendo de la taberna, se sentaron a la mesa, en las sillas. Se sentaron en medio de la plaza, delante de toda la gente, ¡es tan estúpido! Hablando de algo entre sí, pusieron en la mesa los papeles, los dibujos, los cristales negros y ciertos tubitos. Cuando el dueño se les acercó indeciso y se inclinó hacia la mesa, ése, o sea, el que tenía el alfiler, lo apartó con la mano y le dijo:
-No metas tu nariz gorda donde no debes.
Después echó una mirada al reloj y, diciendo algo al extranjero, empezó a mirar el sol por el cristal oscuro. El extranjero tomó uno de los tubitos y empezó a mirar hacia allá mismo… Pronto, después de esto, sucedió una desgracia terrible, nunca antes vista. Todos, de pronto, empezamos a advertir que el cielo y la tierra se empezaban a oscurecer, como bajo una tormenta inminente. Cuando el extranjero depositó el tubito, escribió algo con rapidez y tomó con la mano el cristal oscuro, oímos que alguien gritaba:
-¡Señores, el sol se oculta!
Realmente, algo negro, muy parecido a un caldero, se acercaba al sol y lo ocultaba de la tierra. Viendo que la mitad del sol ya no estaba, y que los desconocidos continuaban de todas formas con sus labores extrañas, algunos se dirigieron al alguacil Vlásov y le dijeron:
-Alguacil, ¿cómo es que no prestas atención al desorden?
Éste respondió:
-El sol no está en mi distrito.
Gracias a este descuido de los poderes locales, vimos pronto que el sol desaparecía. Sobrevino la noche, ¿y dónde se metió el sol?, nadie lo sabía. En el cielo aparecieron las estrellas. Por esta llegada importuna de la noche se produjeron en nuestra ciudad los sucesos siguientes. Todos nos asustamos muchísimo y llegamos a la turbación. Sin saber qué hacer, corríamos aterrados por la plaza y, empujándonos los unos a los otros, gritábamos: “¡Alguacil! ¡Alguacil!” Las vacas, los toros y los caballos (teníamos en ese momento una feria ganadera), parando las colas y mugiendo, corrían aterrados por la ciudad, asustando a los habitantes. Los perros aullaban. Las pulgas en los números de las tabernas, pensando que había llegado la noche, salieron de las rendijas y empezaron a picar con furia a los durmientes. El sacristán Fantasmagórskii, que en ese momento llevaba a su casa unos pepinos de la huerta, aterrado, se apeó de la telega y se escondió debajo del puente, y su caballo entró con la telega en un patio ajeno, donde unos cerdos se comieron los pepinos. Akzísnii Lestiétzov, que no había pasado la noche en su casa, sino en casa de la vecina (no podemos, en interés de la legalidad, descubrir este detalle), salió volando a la calle sólo en ropa interior y, corriendo entre la multitud, gritaba con voz salvaje:
-¡Sálvese quien pueda!
Muchas damas, despertadas por el ruido, salieron a la calle sin ponerse ni los borceguíes. Sucedieron aún muchas cosas, que nos decidimos a contar sólo a puertas cerradas. No se asustaron y conservaron la presencia de ánimo sólo los bomberos, que en ese momento dormían profundamente, lo que nos apuramos a constatar. Todo esto sucedió el 7 de agosto por la mañana.
Y los desconocidos, después de emporcar de esa manera, pusieron sus papeles en la cartera y, cuando el sol se mostró de nuevo, se sentaron en la calesa y se fueron rodando no se sabe a donde. ¿Quiénes eran?, hasta ahora no lo sabemos. Informamos sus señas. Él, o sea, el que tenía el alfiler con perla, es de estatura mediana, rostro limpio, barbilla humilde y arrugas en la frente; el extranjero es de estatura mediana, de complexión robusta, rostro afeitado, limpio, barbilla humilde, parecido de lejos al hacendado Karasiévich; miope, por lo que usa lentes.
¿No serán acaso espías austriacos?

1Schi, sopa de legumbres con carne.
2Cochon, cochino.
3Es oscura el agua del pozo,

Título original: Zloumishlenniki, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1887, Nº 32, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Alexander Matrehin, The Ohotniy Lin, 2003.

domingo, 1 de marzo de 2009

Chejov, por Iván Búnin


Yo lo conocí en Moscú, a finales del año noventa y cinco. Recuerdo unas cuantas frases características de él.
-¿Usted escribe mucho? –me preguntó una vez.
Yo respondí que poco.
-En vano -dijo casi sombríamente, con su voz baja, pectoral. –Hay que trabajar, ¿sabe?.. Sin posar la mano… toda la vida.
Y tras callar un poco, sin una relación aparente, agregó:
-Para mí, después de escribir un cuento, se debe tachar el principio y el final. Ahí nosotros, los literatos, mentimos más que todo… Y con brevedad, hay que escribir en lo posible con brevedad.
Después de Moscú no nos vimos hasta la primavera del año noventa y nueve. Habiendo ido esa primavera a Yalta por unos pocos días, una vez al atardecer lo encontré en el malecón.
-¿Por qué no pasa por mi casa? –dijo. -Venga mañana seguro.
-¿Cuándo? –pregunté.
-Por la mañana, a eso de las ocho.
Y al advertir, probablemente, el asombro en mi rostro, aclaró:
-Yo me levanto temprano. ¿Y usted?
-Yo también -dije.
-Bueno, así pues venga, cuando se levante. Vamos a tomar café. ¿Usted toma café? Por la mañana no hay que tomar té, sino café. Una cosa maravillosa. Yo, cuando trabajo, me limito hasta la tarde, sólo al café y al caldo. Por la mañana café, y al mediodía caldo.
Después pasamos callados por el malecón, y nos sentamos en la plaza, en un banco.
-¿Le gusta el mar? -dije.
-Sí –respondió. –Sólo que es muy desierto.
-Eso es lo bueno –dije.
-No sé -respondió mirando a algún lugar en la lejanía y, evidentemente, pensando en algo suyo. –Para mí, es bueno ser un oficial, un joven estudiante… Estar sentado en algún lugar concurrido, escuchar una música alegre…
Y a su manera, calló un poco y, sin una relación aparente, agregó:
-Es muy difícil describir el mar. ¿Sabe qué descripción del mar leí hace poco, en un cuaderno escolar? “El mar era grande”. Sólo eso. Para mí, es maravilloso.
En Moscú vi a un hombre de edad madura, alto, esbelto, ligero de movimientos; me recibió de modo amistoso, pero con tal sencillez, que yo tomé esa sencillez por frialdad. En Yalta lo encontré muy cambiado: había adelgazado, el rostro se le había oscurecido, se movía con más lentitud, su voz sonaba más apagada. Pero, en general, era casi el mismo que en Moscú: amistoso pero contenido, hablaba con bastante vivacidad, pero con más sencillez y brevedad aun, y durante la conversación siempre pensaba en algo suyo, dejando al interlocutor captar, por sí mismo, los cambios en la corriente oculta de sus pensamientos, y siempre miraba al mar a través de los cristales de su pince-nez, alzando el rostro levemente. A la mañana siguiente, después del encuentro en el malecón, fui a verlo a su casa de campo. Recuerdo bien esa mañana soleada que pasamos en su jardincito. Desde entonces empecé a visitarlo más a menudo, y después me hice una persona de confianza por completo en su casa. Debido a eso, cambió su actitud hacia mí, se hizo más de corazón, más sencilla…
La casa de campo en Autk, de piedra blanca, su jardín pequeño, que él cultivaba con tanta dedicación, siempre amante de las flores, los árboles; su gabinete, de cuyo adorno servían sólo dos-tres cuadros de Levitán y una gran ventana semi-redonda, que descubría una vista de la llanura del Uchan-Su, que se perdía en jardines, y el triángulo azul del mar; esas horas, días, a veces semanas que yo pasé en esa casa de campo, quedarán para siempre en mi memoria…
A solas conmigo, se reía a menudo con su risa contagiosa, le gustaba bromear, inventar cosas diversas, apodos absurdos; tan pronto se sentía, siquiera, un poco mejor, era implacable en todo eso. Le gustaban las conversaciones sobre literatura. Hablando de ésta, se admiraba a menudo con Mauppassant, con Tolstói. En particular, hablaba a menudo de ellos, y del Tamán de Liérmontov.
-¡No puedo entender -decía, -cómo pudo él, siendo un muchacho, hacer eso! ¡Y pues escribir una cosa así, y aún un buen vodevil, y entonces se puede morir uno!
Continuará...
Título original: Chejov, publicado por primera vez en la antología Znanie, 1904, lib. 3, con la firma: "I. A. Bunin".
Imagen: Leonard Turzhansky, Portrait of Ivan Bunin, 1905.