martes, 3 de marzo de 2009

Los malhechores (Relato de testigos)


Cuando el camarero le enumeró las pocas comidas que se podían consumir en la taberna, pensó un poco y dijo:
-En ese caso, sírvenos dos raciones de schi1 con col fresca y pollo, y pregúntale al dueño si no tienen vino tinto ahí…
Después todos vieron cómo miró al techo y dijo, dirigiéndose al camarero:
-¡Es asombroso, cuántas moscas hay aquí!
Digo él porque ni los camareros, ni el dueño, ni los visitantes de la taberna sabían quién era, de qué título, de dónde y para qué había venido a nuestra ciudad. Era un señor respetable, ya lo suficiente maduro, vestido con decencia y, por lo visto, bien intencionado. Por su ropa se le podía tomar, incluso, por un aristócrata. Advertimos su reloj de oro, su alfiler con perla, y en su sombrero de castor yacían unos guantes con broches de moda, como los que le habíamos visto antes al vice-gobernador. Mientras almorzaba, todo el tiempo intentó brillar delante de nosotros con su educación: sostenía el tenedor con la mano izquierda, se limpiaba con la servilleta y fruncía el ceño cuando le caían moscas en la copita. Cada uno sabe que ahí donde hay moscas, la vajilla no puede estar limpia, sin hablar ya de que los visitantes sencillos, e incluso tales personas como el jefe de policía, el prefecto y los hacendados viajeros, al almorzar en una taberna, no se quejan nunca si les sirven un plato o una copita manchados por las moscas; pero él no hubiera comido si el camarero no hubiera lavado los platos con agua caliente. Evidentemente, se esforzaba e intentaba mostrarse con más nobleza de la que tenía en realidad.
Cuando le sirvieron el schi, se acercó a su mesa otro personaje desconocido, de rostro afeitado y lentes dorados. Este señor nuevo estaba vestido con un traje de seda y tenía lentes dorados también. Hablaba en francés todo el tiempo, examinaba con curiosidad la comida y a los visitantes, de modo que no fue difícil reconocer en él a un extranjero. ¿Quién era, de dónde y para qué había venido a nuestra ciudad?, tampoco lo sabíamos.
Después de tomarse la primera cucharada de schi él, o sea, el que tenía el alfiler con perla, movió la cabeza y dijo con burla:
-Estos imbéciles se las ingenian, hasta para darle a la col fresca un olor a podrido. No se puede comer. Escucha, querido, ¿es posible que todos aquí vivan a lo cerdo? En toda la ciudad no se puede conseguir, ni una ración de schi un poquito decente. ¡Es asombroso!
Después empezó a decirle algo en francés a su compañero-extranjero. De su discurso recordamos sólo la palabra “cochon2”. Sacando una cucaracha del schi, se dirigió al camarero y le dijo:
-Yo no pedí schi con cucarachas. Imbécil.
-Señor -respondió el camarero, -yo no la puse pues en el schi, ella sola se cayó ahí. Pero dígnese a no inquietarse: las cucarachas no muerden.
Tras solicitar después del pollo una hoja de papel y un lápiz, empezó a dibujar ciertos círculos y a escribir cifras. El extranjero no convenía y discutió largo tiempo con él, moviendo la cabeza en signo de desacuerdo. La hoja, cubierta de círculos y cifras por completo, la conserva aún el dueño de la taberna; el inspector estatal de escuelas del distrito, a quien el dueño le enseñó la hoja, miró largo tiempo los círculos, después suspiró y dijo: ¡Es oscura el agua del pozo3! Después de pagar por el almuerzo él, o sea, el que tenía la perla en la corbata, le dio al camarero un billete de cinco rublos nuevo. Si ese billete es falso o verdadero, no lo sabemos, ya que no se nos ocurrió mirarlo.
-Escucha, ¿a qué hora abren la taberna por la mañana? –le preguntó al camarero.
-Al salir el sol.
-Excelente. Mañana, a las cinco de la mañana, vamos a venir a tomar té. Prepara una ración, pero sin moscas. ¿Tú sabes lo que va a pasar mañana por la mañana? –preguntó, guiñando un ojo con malicia.
-Como que no.
-¡Ah! Mañana por la mañana se van a quedar pasmados y asombrados.
Habiendo amenazado de esa manera, riéndose, le dijo algo al extranjero y salió junto a él de la taberna. Ambos pasaron la noche en la casa de Márfa Yegórovna, una viuda solitaria, piadosa, que no es culpable de nada y no podía ser cómplice. Ahora ella llora todo el tiempo, temiendo que se la lleven. Conociendo su forma de pensar, constatamos que no es culpable. Además, juzguen por sí mismos, ¿acaso ella, al dejar entrar en su casa a unos forasteros, podía saber de antemano qué ideas tenían éstos?
Al otro día por la mañana, a las cinco en punto, los desconocidos ya estaban en la taberna. Esta vez vinieron con carteras, libros y ciertos estuches de forma extraña. En su hablar y sus movimientos se advertían la inquietud y la prisa. Él, o sea, el no extranjero, dijo:
-Viene una nube desde el noroeste. ¡Con tal de que no nos moleste!
Después de tomarse un vaso de té, llamó al dueño de la taberna y le ordenó poner cerca de la taberna, en la plaza, una mesa y dos sillas. El dueño, una persona no educada, presintió el mal pero cumplió la orden. Los desconocidos recogieron sus cosas y, saliendo de la taberna, se sentaron a la mesa, en las sillas. Se sentaron en medio de la plaza, delante de toda la gente, ¡es tan estúpido! Hablando de algo entre sí, pusieron en la mesa los papeles, los dibujos, los cristales negros y ciertos tubitos. Cuando el dueño se les acercó indeciso y se inclinó hacia la mesa, ése, o sea, el que tenía el alfiler, lo apartó con la mano y le dijo:
-No metas tu nariz gorda donde no debes.
Después echó una mirada al reloj y, diciendo algo al extranjero, empezó a mirar el sol por el cristal oscuro. El extranjero tomó uno de los tubitos y empezó a mirar hacia allá mismo… Pronto, después de esto, sucedió una desgracia terrible, nunca antes vista. Todos, de pronto, empezamos a advertir que el cielo y la tierra se empezaban a oscurecer, como bajo una tormenta inminente. Cuando el extranjero depositó el tubito, escribió algo con rapidez y tomó con la mano el cristal oscuro, oímos que alguien gritaba:
-¡Señores, el sol se oculta!
Realmente, algo negro, muy parecido a un caldero, se acercaba al sol y lo ocultaba de la tierra. Viendo que la mitad del sol ya no estaba, y que los desconocidos continuaban de todas formas con sus labores extrañas, algunos se dirigieron al alguacil Vlásov y le dijeron:
-Alguacil, ¿cómo es que no prestas atención al desorden?
Éste respondió:
-El sol no está en mi distrito.
Gracias a este descuido de los poderes locales, vimos pronto que el sol desaparecía. Sobrevino la noche, ¿y dónde se metió el sol?, nadie lo sabía. En el cielo aparecieron las estrellas. Por esta llegada importuna de la noche se produjeron en nuestra ciudad los sucesos siguientes. Todos nos asustamos muchísimo y llegamos a la turbación. Sin saber qué hacer, corríamos aterrados por la plaza y, empujándonos los unos a los otros, gritábamos: “¡Alguacil! ¡Alguacil!” Las vacas, los toros y los caballos (teníamos en ese momento una feria ganadera), parando las colas y mugiendo, corrían aterrados por la ciudad, asustando a los habitantes. Los perros aullaban. Las pulgas en los números de las tabernas, pensando que había llegado la noche, salieron de las rendijas y empezaron a picar con furia a los durmientes. El sacristán Fantasmagórskii, que en ese momento llevaba a su casa unos pepinos de la huerta, aterrado, se apeó de la telega y se escondió debajo del puente, y su caballo entró con la telega en un patio ajeno, donde unos cerdos se comieron los pepinos. Akzísnii Lestiétzov, que no había pasado la noche en su casa, sino en casa de la vecina (no podemos, en interés de la legalidad, descubrir este detalle), salió volando a la calle sólo en ropa interior y, corriendo entre la multitud, gritaba con voz salvaje:
-¡Sálvese quien pueda!
Muchas damas, despertadas por el ruido, salieron a la calle sin ponerse ni los borceguíes. Sucedieron aún muchas cosas, que nos decidimos a contar sólo a puertas cerradas. No se asustaron y conservaron la presencia de ánimo sólo los bomberos, que en ese momento dormían profundamente, lo que nos apuramos a constatar. Todo esto sucedió el 7 de agosto por la mañana.
Y los desconocidos, después de emporcar de esa manera, pusieron sus papeles en la cartera y, cuando el sol se mostró de nuevo, se sentaron en la calesa y se fueron rodando no se sabe a donde. ¿Quiénes eran?, hasta ahora no lo sabemos. Informamos sus señas. Él, o sea, el que tenía el alfiler con perla, es de estatura mediana, rostro limpio, barbilla humilde y arrugas en la frente; el extranjero es de estatura mediana, de complexión robusta, rostro afeitado, limpio, barbilla humilde, parecido de lejos al hacendado Karasiévich; miope, por lo que usa lentes.
¿No serán acaso espías austriacos?

1Schi, sopa de legumbres con carne.
2Cochon, cochino.
3Es oscura el agua del pozo,

Título original: Zloumishlenniki, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1887, Nº 32, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Alexander Matrehin, The Ohotniy Lin, 2003.