viernes, 13 de marzo de 2009

La bruja


El tiempo corría hacia la noche. El sacristán Saviélii Guíkin estaba acostado en su caseta de iglesia, en una cama enorme, y no dormía, aunque tenía la costumbre de dormirse al mismo tiempo que las gallinas. Por un extremo de la cobija mugrosa, tejida con trozos de percal de diversos colores, asomaban sus pelos rojizos, ásperos; por el otro salían sus pies grandes, sin lavar hacía tiempo. Él escuchaba... su caseta estaba clavada en el cercado, y su única ventana daba al campo. Y en el campo había una lucha auténtica. Era difícil entender quién acababa con quién, y en aras de la muerte de quién se armaba un jaleo en la naturaleza pero, a juzgar por el zumbido incesante, siniestro, a alguien le iba muy mal. Cierta fuerza vencedora perseguía a alguien por el campo, se desataba en el bosque y el tejado de la iglesia, golpeaba la ventana con sus puños de modo maligno, se lanzaba y agitaba, y algo vencido aullaba y lloraba... El llanto lastimero se oía ya tras la ventana, ya en el tejado, ya en la estufa. En éste resonaba no un pedido de auxilio, sino la angustia, la conciencia de que ya era tarde, de que no había salvación. Los montones de nieve se cubrían de una fina corteza de hielo; en éstos y en los árboles temblaban las lágrimas, por los caminos y los senderos se derramaba un líquido oscuro, de fango y nieve derretida. En una palabra, en la tierra había deshielo, pero el cielo, a través de la noche oscura, no lo veía y, con todas sus fuerzas, esparcía copos de nieve nueva por la tierra derretida. Y el viento paseaba como borracho... No le permitía a la nieve posarse en la tierra, y la giraba en la tiniebla como quería.
Guíkin prestaba oídos a esa música y fruncía el ceño. El asunto era que él sabía o, por lo menos, adivinaba a qué se inclinaba todo ese alboroto tras la ventana, y en manos de quién estaba ese asunto.
-¡Yo seé! -farfullaba él, amenazando con el dedo a alguien debajo de la cobija. -¡Yo lo sé todo!
Junto a la ventana, estaba sentada en un taburete la sacristana Ráisa Nílovna. Una lámpara de hojalata, que estaba en otro taburete, derramaba, como temiendo y no creyendo en sus fuerzas, una luz líquida, trémula sobre sus hombros anchos, los bonitos, apetitosos relieves de su cuerpo, sobre su trenza gruesa que tocaba la tierra. La sacristana cosía sacos de lienzo rústico. Sus manos se movían con rapidez; todo su cuerpo, la expresión de sus ojos, sus cejas, sus labios gruesos, su cuello blanco estaban pasmados, sumidos en el trabajo monótono, mecánico, y parecía que dormían. De vez en cuando sólo levantaba la cabeza, para dejar descansar su cuello fatigado, miraba de pasada la ventana, tras la que se desataba la ventisca, y se encorvaba sobre el lienzo de nuevo. Ni deseo, ni tristeza, ni júbilo, nada expresaba su cara bonita de nariz respingada y mejillas con hoyuelos. Asimismo, nada expresa una fuente bonita, cuando no surte.
Pero he aquí ella terminó un saco, lo arrojó a un costado y, tras desperezarse dulcemente, detuvo su mirada apagada, inmóvil en la ventana... En los cristales nadaban las lágrimas y albeaban los copos de nieve de corta duración. El copo de nieve caía sobre el cristal, miraba a la sacristana y se derretía...
-¡Ven y acuéstate! –rezongó el sacristán.
La sacristana callaba. Pero de pronto sus pestañas se movieron, y en sus ojos brilló la atención. Saviélii, que observaba todo el tiempo, debajo de la cobija, la expresión de su cara, asomó la cabeza y preguntó:
-¿Qué?
-Nada... Al parecer, alguien va... –respondió quedo la sacristana.
El sacristán se arrancó la cobija con las manos y los pies, se puso de rodillas en la cama y echó una mirada obtusa a su esposa. La tímida luz de la lámpara iluminó su rostro peludo, picado de viruela, y resbaló por su cabeza desgreñada, áspera.
-¿Oyes? -preguntó la esposa.
A través del aullido monótono de la ventisca oyó un gemido agudo, tintineante, apenas perceptible al oído, parecido al zumbido de un mosquito, cuando éste quiere posarse en la mejilla y se enfada porque se lo impiden.
-Es el correo...-rezongó Saviélii, sentándose en los talones.
A tres vérstas de la iglesia estaba el camino del correo. Durante el viento, cuando soplaba desde el camino real hacia la iglesia, los habitantes de la caseta oían las campanitas.
-¡Señor, a quién se le ocurre viajar con este tiempo! –suspiró la sacristana.
-Asunto estatal. Quieres, no quieres, ve...
El gemido se mantuvo en el aire y se extinguió.
-¡Pasó! –dijo Saviélii, acostándose.
Pero no alcanzó a cubrirse con la cobija, cuando llegó a su oído el nítido sonido de una campanita. El sacristán miró a su esposa alarmado, saltó de la cama y, contoneándose, caminó a lo largo de la estufa. La campanita resonó un poco y se extinguió de nuevo, como si se hubiera roto.
-No se oye... -farfulló el sacristán, deteniéndose y entornando los ojos hacia su esposa.
Pero en ese instante el viento golpeó la ventana y trajo un gemido agudo, tintineante... Saviélii palideció, graznó y chapoteó con los pies descalzos por el suelo de nuevo.
-¡Hace girar al correo! –dijo con voz ronca, mirando de soslayo a su esposa, de modo maligno. -¿Oyes tú? ¡Hace girar al correo!.. ¡Yo... yo sé! ¡Acaso yo no... no entiendo! –farfulló. -¡Yo lo sé todo, que te pierdas!
-¿Qué tú sabes? –preguntó quedo la sacristana, sin quitar los ojos de la ventana.
-¡Y pues sé, que todo esto es asunto tuyo, diabla! ¡Asunto tuyo, que te pierdas! Y la ventisca esta, y el correo que gira... ¡todo eso lo hiciste tú! ¡Tú!
-Te pusiste rabioso, tonto... –advirtió la sacristana con serenidad.
-¡Yo hace tiempo ya que noto eso en ti! ¡Cuando me casé, el mismo primer día, noté que tú tenías la sangre torcida!
Tfú! –se asombró Ráisa, encogiéndose de hombros y persignándose. -¡Y tú persígnate, imbécil!
-Eres bruja y bien bruja -continuó Saviélii con una voz apagada, llorosa, sonándose la nariz apurado en el faldón del camisón. –Aunque seas mi esposa, aunque seas de título eclesiástico, yo te diré de alma cómo tú eres... ¿Y cómo pues? ¡Intercede, señor, y apiádate! El año pasado, en el profeta Daniel y los tres jóvenes, hubo ventisca, ¿y qué pues?, el maestro pasó para calentarse. Después, en Alejandro, hombre de Dios, el río se rompió y vino el sub-oficial... Toda la noche, el maldito, picoteó contigo, y cuando salió por la mañana, y cuando yo lo miré, ¡pues tenía ojeras bajo los ojos y todas las mejillas hundidas! ¿Ah? En el Salvador hubo tormenta dos veces, y las dos veces el cazador vino a pasar la noche. ¡Yo lo vi todo, que se caiga en un abismo! ¡Todo! ¡Oh, te pusiste más roja que un cangrejo! ¡Ajá!
-Tú no viste nada...
-¡Pues sí! Y este invierno antes de Navidad, en los diez mártires de Creta, cuando hubo ventisca día y noche... ¿recuerdas?, el escribano del decano se salió del camino, y cayó aquí, el perro... ¡Y por qué te tentaste! ¡Tfú, por un escribano! ¡Valía la pena por él enturbiar el tiempo de Dios! Diablejo, resoplón, desde la tierra no se ve, toda la jeta llena de granos y el cuello torcido... Bueno sería si fuera bonito, pero era ¡tfú!, ¡un satanás!
El sacristán cobró aliento, se secó los labios y prestó oídos. La campanita no se oía, pero el viento se agitó sobre el tejado, y en la tiniebla, tras la ventana, tintineó de nuevo.
-¡Y ahora también! –continuó Saviélii. –¡No en vano hace girar al correo! ¡Escúpeme en el ojo, si el correo no te busca a ti! ¡Oh, el demonio sabe su asunto, buen ayudante! Lo hará girar, girar, y lo traerá aquí. ¡Seé! ¡Veeo! ¡No lo ocultarás, picotero del demonio, cruzada idólatra! Cuando empezó la ventisca, yo enseguida entendí tus pensamientos.
-¡Qué imbécil! –sonrió la sacristana con malicia. -¿Y qué, para ti, en tu mente imbécil, yo hago el mal tiempo?
-Hum... ¡Sonríe! Tú o no tú, yo sólo noto: cuando la sangre se te empieza a agitar, así hay mal tiempo, y tan pronto hay mal tiempo, así viene aquí cualquier loco que haya por ahí. ¡Cada vez pasa así! ¡Por lo tanto, eres tú!
El sacristán, para mayor convicción, se pegó el dedo a la frente, cerró el ojo izquierdo y profirió con voz cantora:
-¡Oh, locura! ¡Oh, maldición de Judas! ¡Si tú eres en realidad una persona, y no una bruja, pues pensarías en tu cabeza: ¿y qué, si esos eran no el maestro, no el cazador, no el escribano, sino el demonio en sus imágenes? ¿Ah? ¡Si lo pensaras!
-¡Pero tú eres tonto pues, Saviélii! –suspiró la sacristana, mirando a su esposo con lástima. –Cuando pápienka estaba vivo y vivía aquí, muchas personas distintas venían a verlo para curarse de la calentura: del pueblo, de las aldeas, de las granjas armenias. Cuenta, cada día venían, y nadie las llamaba demonios. Y si alguien una vez al año, con mal tiempo, pasa por la casa para calentarse, pues ya a ti, tonto, te parece extraño; ahora tienes pensamientos diversos.
La lógica de la esposa conmovió a Saviélii. Éste separó los pies descalzos, inclinó la cabeza y se quedó pensativo. No estaba aún firmemente convencido de sus conjeturas, y el tono sincero, indiferente de la sacristana lo sacó de paso por completo; pero, a pesar de eso, tras pensar un poco, sacudió la cabeza y dijo:
-No que sean unos viejos, o unos patizambos cualquiera, sino son siempre jóvenes, los que piden pasar la noche... ¿Por qué es así? Y deja, si sólo se calentaran, pero es que contentan al diablo. ¡No, mujer, no hay bicho más pícaro en esta tierra, que tu raza de mujer! Inteligencia verdadera, ustedes no tienen, Dios mío, menos que un estornino, pero en cambio una picardía demoníaca, ¡u-u-uh!, ¡sálvame, zarina celestial! ¡Ahí, el correo llamaba! ¡La ventisca recién empezaba, y yo ya conocía todos tus pensamientos! ¡Lo embrujaste, araña!
-¿Pero qué te me pegaste, maldito? -perdió la paciencia la sacristana. -¿Qué te me pegaste, alquitrán?
-Pues me pegué, por si esta noche, no quiera Dios, pasa algo... ¡tú oye!... si pasa algo, pues mañana mismo, apenas haya luz, iré a Diádkovo, a donde el padre Nikodím, y se lo explicaré todo. Así y así, le diré, padre Nikodím, disculpe generosamente, pero ella es una bruja. ¿Por qué? Hum... ¿desea saber por qué? Dígnese... Así y así. ¡Y pena para ti, mujer! ¡No sólo en el juicio final, sino también en la vida terrenal serás castigada! ¡No en vano hay plegarias sobre tu prójimo escritas en el oracional!
De pronto, en la ventana resonó un golpe tan ruidoso e inusitado, que Saviélii palideció y se sentó del susto. La sacristana saltó y palideció también.
-¡Por Dios, déjenme calentarme! –se oyó una voz de bajo trémula, espesa. -¿Quién está ahí? ¡Tengan la bondad! ¡Nos salimos del camino!
-¿Y quién es usted? –preguntó la sacristana, temiendo mirar a la ventana.
-¡El correo! –respondió otra voz.
-¡No en vano lo endiablaste! –dejó de la mano Saviélii. -¡Así es! Mi verdad... ¡Bueno, mírame a mí pues!
El sacristán saltó dos veces ante la cama, se tumbó sobre el colchón de plumas y, resoplando enojosamente, se volteó de cara a la pared. Pronto el frío sopló en su espalda. La puerta chirrió, y en el umbral apareció una alta figura humana, cubierta de nieve de la cabeza a los pies. Tras ésta apareció otra, tan blanca...
-¿Y los fardos entrar? –preguntó la segunda con una voz de bajo ronca.
-¡No los vamos a dejar ahí!
Dicho esto, el primero empezó a desatarse el capuchón y, sin esperar a que se desatara, se lo arrancó de la cabeza junto con la visera y lo lanzó con rabia a la estufa. Después, tras sacarse el paletó, lo lanzó allí mismo y, sin saludar, caminó por la caseta.
Era un cartero joven, rubio, con una levita de uniforme gastada y unas botas rojizas fangosas. Tras calentarse con el andar, se sentó a la mesa, extendió sus piernas fangosas hacia los sacos y apoyó su cabeza en un puño. Su rostro pálido, de manchas rojas, llevaba aún las huellas del dolor y el miedo recién sufridos. Éste, aún torcido por la rabia, con las huellas frescas de las recientes penurias físicas y morales, con nieve derretida en las cejas, los bigotes y la barbita circular, era bonito.
-¡Una vida de perros! –rezongó el cartero pasando sus ojos por las paredes, y como sin creer que estaba en un lugar cálido. -¡Casi nos perdemos! Si no fuera por su fuego, pues no sé qué hubiera sido... ¡Y la peste sabe, cuándo terminará todo esto! ¡No tiene límite ni final esta vida de perro! ¿A dónde llegamos? –preguntó, bajando la voz y alzando los ojos hacia la sacristana.
-Al montículo Guliáyevskii, en la posesión del general Kalinóvskii -respondió la sacristana, estremecida y sonrojada.
-¿Oyes, Stepán? –se volteó el cartero hacia el cochero, que estaba trabado en la puerta con un gran fardo de piel sobre la espalda. -¡Caímos en el montículo Guliáyevskii!
-¡Sí... lejos!
Tras pronunciar esa palabra en forma de un suspiro ronco, entrecortado, el cochero salió y, al poco rato, trajo otro fardo menor; luego salió otra vez, y esta vez trajo en su cinturón ancho un sable de cartero, parecido por su hechura a esa espada larga y plana, con que se dibuja en las xilografías a Judit en el lecho de Holofernes1. Tras poner los fardos junto a la pared, salió al zaguán, se sentó allí y prendió su pipa.
-¿Puede, que tomen té para el camino? –preguntó la sacristana.
-¡A dónde tomar té aquí! –frunció el ceño el cartero. –Hay que calentarse rápido pues, e irse, si no nos retrasamos para el tren de correo. Nos sentamos unos diez minutos y nos vamos. Sólo que ustedes, tengan la bondad, muéstrennos el camino...
-¡Nos castigó Dios con el tiempo! –suspiró la sacristana.
-M-sí... ¿Y ustedes mismos pues, quiénes son aquí?
-¿Nosotros? Lugareños, de la iglesia... Somos de título eclesiástico... ¡Ahí está mi esposo acostado! ¡Saviélii, levántate pues, ven y saluda! Aquí antes había una parroquia, pero hace medio año que la quitaron. Bueno, por supuesto, cuando los señores vivían aquí, y había gente, valía la pena tener una parroquia, pero ahora sin los señores, juzguen por sí mismos, de qué va a vivir el clero, si el pueblo más cercano aquí es Markóvka, ¡y está a cinco vérstas! Ahora Saviélii es el supernumerario, y... en lugar del guarda. Se le encargó cuidar la iglesia...
Y el cartero supo ahí mismo, que si Saviélii hubiera ido a ver a la generala y le hubiera pedido una esquela para el ilustrísimo, pues le hubieran dado un buen puesto; pero él no iba a ver a la generala porque era un holgazán y le temía a la gente.
-De todas formas, somos de título eclesiástico... –agregó la sacristana.
-¿Y de qué viven ustedes? –preguntó el cartero.
-En la iglesia hay siega y huertos. Sólo que a nosotros, de eso, nos toca poco... –suspiró la sacristana. –El padre de Diádkino, Nikodím, tiene los ojos envidiosos; oficia ahí en el Nicolás de verano y en el Nicolás2 de invierno, y por eso se lo coge casi todo para él. ¡No hay quien interceda!
-¡Mientes! –dijo Saviélii con voz ronca. –¡El padre Nikodím es un alma santa, es el candil de la iglesia, y si coge, pues es por el estatuto!
-¡Qué enojoso es tu esposo! –sonrió el cartero. -¿Y tú hace tiempo que estás casada?
-El pasado domingo hizo cuatro años. Aquí antes el sacristán era mi pápienka, y después, cuando le llegó la hora de morir, él, para que me quedara el puesto, fue al consistorio y rogó que me mandaran algún sacristán no casado de novio. Y yo me casé.
-¡Ajá, tú, por lo tanto, mataste dos pájaros de un tiro! –dijo el cartero, mirando la espalda de Saviélii. –Y recibiste el puesto, y tomaste una esposa.
Saviélii pataleó con impaciencia y se acercó más a la pared. El cartero salió de detrás de la mesa, se desperezó y se sentó sobre el fardo de correo. Tras pensar un poco, arrugó el fardo con las manos, se pasó el sable a otro lugar y se extendió, colgando una pierna sobre el suelo.
-Una vida de perro... –farfulló, poniendo las manos bajo la cabeza y cerrando los ojos. –Y al ruin tártaro no le deseo una vida así.
Pronto sobrevino el silencio. Se oía sólo cómo resoplaba Saviélii, y cómo el cartero dormido, respirando regular y lentamente, soltaba en cada espiración un espeso, alargado “k-j-j-j...” De vez en cuando, en su garganta crujía como una ruedita, y su pierna estremecida hacía fru-frú en el fardo.
Saviélii se revolvió bajo la cobija y miró a su alrededor con lentitud. La sacristana estaba sentada en el taburete y, apretando sus mejillas con las palmas de sus manos, miraba el rostro del cartero. Su mirada era inmóvil, como la de una persona asombrada, asustada.
-¿Bueno, qué te quedaste mirando? –susurró Saviélii enojado.
-¿Y a ti qué? ¡Acuéstate! –respondió la sacristana, sin quitar los ojos de la cabeza rubia.
Saviélii, enojado, expiró todo el aire del pecho, y se volteó hacia la pared con brusquedad. A los tres minutos se revolvió inquieto de nuevo, se puso de rodillas en la cama y, apoyándose con los brazos en la almohada, miró de soslayo a su esposa. Ésta aún no se movía y miraba al visitante. Sus mejillas estaban pálidas, y su mirada se encendía con cierto fuego extraño. El sacristán graznó, se apeó boca abajo de la cama y, acercándose al cartero, cubrió su rostro con un pañuelo.
-¿Para qué tú eso? –preguntó la sacristana.
-Para que no le dé el fuego en los ojos.
-¡Y tú apaga el fuego por completo!
Saviélii, desconfiado, le echó una mirada a su esposa, estiró sus labios hacia la lámpara, pero al instante cayó en la cuenta y juntó las manos.
-¿Bueno, y no será una picardía del demonio? –exclamó. -¿Ah? ¿Bueno, hay algún bicho más pícaro que la raza de la mujer?
-¡Ah, satanás de falda larga! –dijo la sacristana con voz ronca, arrugada por el fastidio. -¡Espera pues!
Y tras sentarse más cómoda, clavó sus ojos en el cartero de nuevo.
No importaba que su rostro estuviera cubierto. A ella le ocupaba no tanto el rostro, como el aspecto general, la novedad de ese hombre. Su pecho era ancho, poderoso, sus manos bonitas, finas; y sus piernas musculosas, esbeltas, eran mucho más bonitas y varoniles que las dos “canillas” de Saviélii. Incluso comparar era imposible.
-Aunque yo sea un espíritu impuro, de falda larga –profirió Saviélii, parado un rato, -él no tiene por qué dormir aquí... Sí... El asunto de ellos es estatal, y nosotros vamos a responder, por qué los retuvimos aquí. Si llevas el correo, pues llévalo, no hay por qué dormir... ¡Hey, tú! –gritó Saviélii en el zaguán. –Tú, cochero... ¿cómo te llamas? ¿Acompañarlos a ustedes, o qué? ¡Levántate, no hay que dormir con el correo!
Y el desatado Saviélii se acercó al cartero y le tiró de la manga.
-¡Hey, su excelencia! Ir, pues ir, y si no ir, pues este no... Dormir no se debe.
El cartero saltó, se sentó, recorrió con una mirada turbia la caseta y se acostó de nuevo.
-¿Y cuándo van a ir pues? –repiqueteó Saviélii con la lengua, tirándole de la manga. –Para eso pues es el correo, para llegar a buen tiempo, ¿oyes? Yo te acompaño.
El cartero abrió los ojos. Calentado y exhausto por el dulce primer sueño, aún no despierto por completo, vio como en una neblina el cuello blanco y la mirada inmóvil, aceitosa de la sacristana, cerró los ojos y sonrió, como si estuviera soñando todo eso.
-¡Bueno, a dónde ir con este tiempo! –oyó una suave voz femenina. -¡Si durmieran a su gusto, y durmieran a su buena salud!
-¿Y el correo? –se alarmó Saviélii. -¿Quién va a llevar el correo pues? ¿Acaso tú lo vas a llevar? ¿Tú?
El cartero abrió los ojos de nuevo, miró los hoyuelos moviéndose en la cara de la sacristana, recordó dónde estaba, entendió a Saviélii. La idea de que le esperaba ir por la tiniebla helada, le corrió desde la cabeza por todo el cuerpo con un hormigueo helado, y se erizó.
-Cinco minutos aún se podría dormir... –bostezó. –De todas formas nos retrasamos...
-¡Y puede que, precisamente, lleguemos a tiempo! –se oyó una voz desde el zaguán. –Mira, no es la hora, y el mismo tren se retrasa para suerte nuestra.
El cartero se levantó y, desperezándose dulcemente, empezó a ponerse el paletó.
Saviélii, viendo que los visitantes se disponían a marcharse, incluso relinchó de gusto.
-¡Ayudas, o qué! –le gritó el cochero, levantando el fardo del suelo.
El sacristán se le acercó, y arrastró junto con él la carga del correo al patio. El cartero empezó a desenredar el nudo del capuchón. Y la sacristana lo miraba a los ojos, como si quisiera metérsele en el alma.
-Si tomaran té... –dijo ella.
-¡A mí no me importaría... pero ellos ya se dispusieron! –convino él. –De todas formas nos retrasamos.
-¡Y usted quédese! –susurró ella, bajando los ojos y tocándolo por la manga.
El cartero desató por fin el nudo y, con indecisión, se echó el capuchón a través del codo. Le era cálido estar parado junto a la sacristana.
-Que cuello... tienes...
Y tocó su cuello con dos dedos. Viendo que no se le resistían, acarició con la mano su cuello, su hombro...
-Tfú, cómo eres...
-Si se quedaran... tomaran un poco de té.
-¿Dónde lo pones? ¡Tú, arroz con melaza! -se oyó desde el patio la voz del cochero. –Ponlo de través.
-Si se quedaran... ¡Mira, cómo aúlla el viento!
Y no despierto aún por completo, sin alcanzar a sacudirse el encanto del sueño joven y fatigoso, del cartero se apoderó de pronto ese deseo, en aras del que se olvidan los fardos, los trenes de correo... y todo en el mundo. Asustadamente, como deseando correr o esconderse, miró la puerta, tomó por el talle a la sacristana, y ya se inclinaba sobre la lámpara para apagar el fuego, cuando en el zaguán pisaron unas botas, y en el umbral apareció el cochero... Tras sus hombros asomaba Saviélii. El cartero bajó los brazos con rapidez, y se detuvo como con reflexión.
-¡Todo listo! –dijo el cochero.
El cartero estuvo parado un rato, sacudió la cabeza con brusquedad, como despertado finalmente, y fue por el cochero. La sacristana se quedó sola.
-¡Pues qué, siéntate, muéstranos el camino! –oyó ella.
Una campanita sonó vagamente, luego otra, y los sonidos tintineantes, en una cadena menuda y alargada, arrancaron desde la caseta.
Cuando éstos se acallaron poco a poco, la sacristana arrancó del lugar y caminó nerviosa de una esquina a la otra. Al principio estaba pálida, pero después se sonrojó toda. Su cara se desfiguró de odio, su respiración tembló, sus ojos brillaron con una rabia salvaje, bestial y, caminando como en una jaula, parecía una tigresa que asustaban con un hierro candente. Por un instante se detuvo y miró su vivienda. La cama ocupaba casi media habitación, se extendía a lo largo de toda la pared, y se componía de un colchón de plumas sucio, unas almohadas grises y ásperas, la cobija y diversos trapos innombrables. Esta cama constituía en sí un remolino deforme, no bonito, casi igual al que sobresalía de la cabeza de Saviélii, siempre que le daban ganas de engrasar sus cabellos. Desde la cama hasta la puerta, que daba al frío zaguán, se extendía una estufa oscura con calderos y trapos colgantes. Todo, sin excluir al recién salido Saviélii, estaba sucio, mugroso y hollinado hasta lo imposible, de modo que era extraño ver, en medio de ese ambiente, el cuello blanco y la piel fina, tierna de una mujer. La sacristana corrió hacia la cama, extendió sus brazos, como deseando dispersar, pisotear y convertir en polvo todo eso, pero después, como asustada de acercarse a la suciedad, se echó hacia atrás y caminó de nuevo...
Cuando Saviélii volvió cubierto de nieve y cansado unas dos horas después, ella ya estaba acostada desvestida en la cama. Sus ojos estaban cerrados, pero por los espasmos menudos que corrían por su cara, él adivinó que ella no dormía. Cuando regresaba a casa, él se había dado la palabra de callar hasta mañana y no tocarla, pero allí no soportó no zaherirla.
-En vano lo hechizaste: ¡se fue! –dijo él, sonriendo con un júbilo maligno.
La sacristana callaba, sólo su barbilla tembló. Saviélii se desvistió con lentitud, pasó a través de su mujer y se acostó contra la pared.
-¡Y mañana pues le voy a explicar al padre Nikodím, qué esposa eres tú! –farfulló él, ovillándose como un pastelito.
La sacristana volteó su cara hacia él con rapidez, y lo miró con ojos encendidos.
-¡Ya tuviste bastante, y punto -dijo ella, -y la esposa búscatela en el bosque! ¿Qué esposa soy yo tuya? ¡Que te revientes! ¡Y todavía te me pegaste a la cabeza, imbécil, gandul, perdona Dios!
-Bueno, bueno... ¡Duerme!
-¡Soy una infeliz! –sollozó la sacristana.- ¡Si no fuera por ti, yo puede que me hubiera casado con un mercader, o con algún noble! ¡Si no fuera por ti, yo amaría ahora a mi esposo! ¡No te tapó la nieve, no te helaste ahí, en el camino real, anormal!
La sacristana lloró largo tiempo. Al final de todo, suspiró profundamente y se serenó. Tras la ventana se enfurecía aún la nevasca. En la estufa, en la chimenea, tras todas las paredes algo lloraba, y a Saviélii le parecía, que eso algo lloraba en sus entrañas y en sus oídos. Con la noche de hoy se había convencido, finalmente, de sus supuestos respecto a su esposa. De que su esposa disponía, con la ayuda de la fuerza impura, de los vientos y las tróikas de correo, ya no dudaba más. Pero, para su doble pena, ese secreto, esa fuerza sobrenatural, salvaje le otorgaban a la mujer acostada a su lado un encanto peculiar, incomprensible, que él no había advertido antes. Debido a que él por estupidez, sin advertirlo él mismo, la había poetizado, ella se había hecho como que más blanca, llana, inaccesible...
-¡Bruja! –se indignaba. -¡Tfú, repulsiva!
Y entre tanto, tras esperar, cuando ella se serenó y empezó a respirar de modo regular, tocó su nuca con el dedo... sostuvo su trenza gruesa en su mano. Ella no oía... Entonces él fue más valiente y la acarició por el cuello.
-¡Déjame! –gritó ella, y lo golpeó en el entrecejo con el codo de tal modo, que los ojos le echaron chispas.
El dolor del entrecejo pasó pronto, pero la tortura aún continuó.

1Judit, heroína judía que sedujo y cortó la cabeza a Holofernes para salvar la ciudad de Betulia.
2San Nicolás, obispo de Mira en Licia, patrón de Rusia; fiesta el 6 de diciembre y el 9 de mayo.

Título original: Viedma, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, Nº 3600, 1886, con la firma: “An. Chejov”.
Imagen: Philipp Malyavin, Verka, 1913.