martes, 23 de septiembre de 2008

El juicio


La isbá de Kuzmá Yegórov, el tendero. Es sofocante, caluroso. Los malditos mosquitos y moscas se amontonan alrededor de los ojos y las orejas, cansan… Nubes de humo de tabaco, pero huele no a tabaco, sino a pescado salado. En el aire, en los rostros, en el zumbido de los mosquitos, la angustia.
Una mesa grande, sobre ésta un platito con cáscaras de nueces, unas tijeras, una latita de pomada verde, casquetes y botellas vacías. A la mesa están sentados con un aire solemne: el mismo Kuzmá Yegórov, el responsable-enfermero Ivánov, el sacristán Feofán Manafuílov, el bajo Mijáilo, el compadre Parfiéntii Ivánich y el gendarme Fortunátov, que vino de la ciudad a visitar a su tía Anísia. A una respetable distancia de la mesa está parado el hijo de Kuzmá Yegórov, Serapión, que sirve en la barbería de la ciudad y vino ahora a ver a su padre por las fiestas. Éste se siente muy incómodo y tira de sus bigotitos con mano trémula. La isbá de Kuzmá Yegórov es alquilada, provisionalmente, para “punto” médico, y ahora los enfermos esperan en el recibidor. Ahora recién trajeron de algún lugar a una mujer con la costilla rota… Ésta está acostada, gime y espera que el enfermero, finalmente, le preste su atención benévola. Tras las ventanas se amontona la gente, que vino a ver cómo Kuzmá Yegórov va a azotar a su hijo.
-Usted, todo el tiempo, dice que yo miento, -dice Serapión, -y por eso yo, con usted, no pienso hablar mucho. Con las palabras, papásha, en el siglo diecinueve, no logras nada, porque la teoría, como usted mismo no ignora, no puede existir sin la práctica.
-¡Cállate! –dice Kuzmá Yegórov con severidad. –No despiertes a tu madre, y dinos claramente: ¿dónde metiste mi dinero?
-¿El dinero? Hum… Usted es una persona tan inteligente, que usted mismo debe entender que yo, su dinero, no lo toqué. Sus billetes, usted los acumula no para mí… Pecar no hay por qué…
-Usted, Serapión Kosmích, sea franco, -dice el sacristán. -¿Pues nosotros, para qué le preguntamos esto? Nosotros deseamos convencerlo, ponerlo en el camino del bien… Su papáshenka, nada más que para su provecho… Y nos pidió pues… Usted francamente… ¿Quién no es pecador? ¿Usted le tomó a su papásha los veinticinco rublos que estaban en su cómoda, o no?
Serapión escupe a un costado y calla.
-¡Habla pues! –grita Kuzmá Yegórov y golpea la mesa con el puño. –Habla: ¿tú o no?
-Como a usted le plazca… Deje…
-Deja -corrige el gendarme.
-Deja que yo lo tomé… ¡Deja! Sólo que usted, papásha, en vano me grita. Golpear tampoco hay para qué. Por mucho que golpee, no va a hundir la mesa en la tierra. Su dinero yo nunca se lo tomé, y si lo tomé alguna vez, pues fue por necesidad… Yo soy una persona viva, un nombre sustantivo animado, y me hace falta el dinero. ¡No soy una piedra!
-Ve y trabaja, si te hace falta el dinero, y a mí no tienes nada qué robarme. ¡Tú no eres el único que tengo, yo tengo entre ustedes a siete personas!
-Eso yo, sin su sermón, lo entiendo, sólo por mi salud débil, como usted mismo sabe, no puedo, por lo tanto, trabajar. Y que usted, ahora, me reprochó por un pedazo de pan, así por eso mismo, va a responder ante el señor Dios…
-¡De salud débil!.. Tu labor no es grande, sabe pelar y pelar a gusto, y tú huyes de esa labor.
-¿Qué labor tengo yo? ¿Acaso eso es una labor? Eso no es una labor, sino una pretensión. Y mi educación no es tal, para que yo pueda vivir de esa labor.
-No razona correcto, Serapión Kosmích, -dice el sacristán. –Su labor es respetable, intelectual, porque usted sirve en una ciudad de gobierno, pela y afeita a personas intelectuales, nobles. Incluso los generales no son ajenos a su oficio.
-Sobre los generales, si le place, yo mismo le puedo explicar.
El enfermero Ivánov está un poco bebido.
-En nuestro razonar médico, -dice éste –tú eres un trementina, y nada más.
-Nosotros, su medicina, la entendemos… ¿Quién, permítame preguntarle, el año pasado, casi no abrió a un carpintero borracho, en lugar de un cuerpo muerto? Si ése no se hubiera despertado, así usted le hubiera descocido el vientre. ¿Y quién mezcla el ricino con el aceite de cáñamo?
-En la medicina, sin eso, no se puede.
-¿Y quién mandó a Malánia al otro mundo? Usted le dio un purgante, después un astringente, y después de nuevo un purgante, y ella no resistió. Usted no debe curar personas, disculpe, sino perros.
-Para Malánia el reino celestial, -dice Kuzmá Yegórov. –Para ella el reino celestial. No ella tomó el dinero, no es sobre ella la conversación… Y tú di pues… ¿se lo llevaste a Alióna?
-Hum… ¡a Alióna! Si se avergonzara usted, siquiera, delante del clero y del señor gendarme.
-Y tú habla pues: ¿tú tomaste el dinero o no?
El responsable sale de la mesa, prende un cerillo en su rodilla y, con respeto, lo acerca a la pipa del gendarme.
-Fff… -se enfada el gendarme. -¡La nariz gris, toda la empinó!
Tras prender la pipa, el gendarme se levanta de la mesa, se acerca a Serapión y, mirándolo con rabia y fijamente, grita con voz estridente:
-¿Tú quién eres? ¿Tú qué haces pues? ¿Por qué así? ¿Ah? ¿Qué significa esto pues? ¿Por qué no respondes? ¿Insubordinación? ¿Tomar dinero ajeno? ¡A callar! ¡Responde! ¡Habla! ¡Responde!
-Si…
-¡A callar!
-Si… ¡Usted más bajo! Si… ¡No le tengo miedo! ¡Se cree mucho! ¡Y usted es un imbécil, y nada más! Si papásha quiere que me den una zurra, pues estoy listo… ¡Zúrrenme! ¡Péguenme!
-¡A callar! ¡No co-o-onversar! ¡Conozco tus ideas! ¿Tú eres un ladrón? ¿Quién eres? ¡A callar! ¿Ante quién estás? ¡No replicar!
-Es necesario castigarlo, -dice el sacristán y suspira. –Si él no desea aliviar su culpa a conciencia, pues es necesario, Kuzmá Yegórich, azotarlo. Así supongo: ¡es necesario!
-¡Pegarle! –dice el bajo Mijáilo con una voz tan baja, que todos se asustan.
-Por última vez: ¿tú o no? –pregunta Kuzmá Yegórov.
-Como a usted le plazca… Deja… ¡Zúrreme! Yo estoy listo…
-¡A azotarlo! –decide Kuzmá Yegórov y, amoratado, sale de la mesa.
El público se cuelga de las ventanas. Los enfermos se amontonan en la puerta y levantan las cabezas. Incluso la mujer con la costilla rota levanta la cabeza…
-¡Acuéstate! –dice Kuzmá Yegórov.
Serapión se arranca la chaqueta, se persigna y, con humildad, se acuesta sobre un banco.
-Zúrrenlo, -dice.
Kuzmá Yegórov se quita el cinturón, mira cierto tiempo al público, como esperando que alguien lo ayude acaso, después empieza…
-¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! –cuenta Mijáilo con voz de bajo. -¡Ocho! ¡Nueve!
El sacristán está parado en un rincón y, bajando los ojos, hojea un libro…
-¡Veinte! ¡Veintiuno!
-¡Es suficiente! -dice Kuzmá Yegórov.
-¡Más! –murmura el gendarme Fortunátov. -¡Más! ¡Más! ¡Así a él!
-Yo supongo: ¡es necesario un poco más! –dice el sacristán, soltando el libro.
-¡Y si al menos chillara! –se admira el público.
Los enfermos se separan y la esposa de Kuzmá Yegórov, haciendo crujir su falda almidonada, entra a la habitación.
-¡Kuzmá! –se dirige a su esposo. -¿Cuál dinero tuyo es este, que yo encontré en tu bolsillo? ¿Éste no es el que tú buscabas hace poco?
-Ese mismo es… ¡Levántate Serapión! ¡Apareció el dinero! Yo lo puse ayer en mi bolsillo, y me olvidé…
-¡Más! –balbucea Fortunátov. -¡A pegarle! ¡Así a él!
-¡Apareció el dinero! ¡Levántate!
Serapión se levanta, se pone la chaqueta y se sienta a la mesa. Silencio prolongado. El sacristán se confunde y se suena la nariz con un pañuelo.
-Tú disculpa, -balbucea Kuzmá Yegórov, dirigiéndose a su hijo. –Tú este no…¡El diablo pues lo sabía, que iba a aparecer! Disculpa…
-No importa. No es la primera para mí… No se inquiete. Yo siempre estoy listo para cualquier tortura.
-Tú toma… Te va a arder…
Serapión bebe, levanta su nariz azul y, como un héroe medieval, sale de la isbá. Y el gendarme Fortunátov después, largo tiempo, anda por el patio, sonrojado, abriendo los ojos y diciendo:
-¡Más! ¡Más! ¡Así a él!

Título original: Sud, publicado por primera vez en la revista Zritiel, 1881, Nº 14, con la firma: “Antósha Chejonté.”
Imagen: Nikita Fedosov, Very Good Sight But Only One Eye, 1976.

lunes, 22 de septiembre de 2008

La ponzoña


Piótr Petróvich Lisóv era un idealista hasta la punta de las uñas, aunque servía en la oficina bancaria de Kunst y Cía. Cantaba con un tenor aguado, tocaba la guitarra, se ponía pomada y usaba pantalón claro, y todas esas cosas constituían los signos, por los que se podía distinguir a un idealista de un materialista a diez vérstas1. Con Liúbochka, la hija del capitán retirado Kadíkin, se había casado por el amor más apasionado... ¿Lo creen?, él amaba tanto a su novia que, si le hubieran propuesto escoger entre un millón y Liúbochka pues él, sin pensarlo, se hubiera quedado con la última... Al diablo, por supuesto, no le gustó ese idealismo, y no tardó en inmiscuirse.
En vísperas de la boda (el diablo empezó a insistir, precisamente, desde ese momento), el capitán Kadíkin llamó a su gabinete a Lisóv y, tras tomarlo por un botón con cariño, le dijo:
-Tengo que advertirte, amable amigo Pétia, que yo, de cierto modo, este... El convenio es mejor que el dinero... Para que después, hablando con propiedad, no haya ningún disgusto, tenemos que convenir de antemano... Tú sabes, yo pues por Liúbochka, no este... ¡yo por Liúbochka no doy nada!
-Ah, ¿acaso no es lo mismo? –se encendió el idealista. -¿Y por quién usted me toma? ¡Yo no me caso con el dinero, sino con la señorita!
-Así-así... Yo esto pues, ¿para qué te lo digo? Para que tú, de todas formas, sepas... Yo soy un hombre, por supuesto, no pobre, tengo fortuna, pero pues, tú mismo ves, yo, además de Liúbochka, tengo aún a cinco... Así que, gentil amigo Pétia... Oooh... -(el capitán suspiró). -Este, por supuesto, te va a ser difícil pero, ¡qué hacer! Sostente de algún modo... En caso, si hay algo así... procreación ahí, o algún otro acontecimiento, pues puedo ayudar... De a poquito puedo... Incluso ahora puedo...
-¡Inventa, por Dios! –dejó de la mano Lisóv.
-Ahora te puedo prestar cuatrocientos rublos... ¡Quisiera darte más, disculpa, pero aunque me apuñales!
Kadíkin buscó en la mesa, sacó de allí cierto papel y se lo dio a Lisóv.
-¡Aquí tienes, toma! –dijo. -¡Exactamente cuatrocientos! Yo mismo cobraría esta hoja ejecutoria, ¿pero sabes?, no hay tiempo para lidiar, y tú, cuando quieras, entonces la cobras... Directamente, sin ninguna pena, ve a ver al doctor Kliabóv, y cóbrale... Y si él empieza a porfiar, pues al ujier del juzgado...
Por mucho que se negó Lisóv, y por mucho que demostró que no se casaba con el dinero, sino con la señorita, terminó en que dobló en cuatro la hoja ejecutoria y la escondió en el bolsillo. Al otro día, al regresar en la carroza de la boda, Lisóv tenía a Liúbochka por el talle y le decía:
-Hace tres días estabas llorando, porque en nuestro hogar no iba a haber un fortepiano... ¡Alégrate, Liúbochka! Yo, por cuatrocientos rublos, te voy a comprar un piano...
Después de la cena nupcial, cuando los jóvenes se quedaron solos, Lisóv caminó largo tiempo de una esquina a la otra, después, inspirado, movió la cabeza y le dijo a su esposa:
-¿Sabes qué, Liúba? ¿Y no es mejor para nosotros esperar a comprar el piano? ¿Ah, cómo piensas? ¡Vamos pues primero a comprar los muebles! ¡Con cuatrocientos rublos se pueden adquirir unos muebles excelentes! ¡Vamos a adornar las habitaciones así, que a los diablos les dé náuseas! En esa habitación pondremos un diván y una butaca con una tapicería de seda, ¿sabes?.. Delante del diván, por supuesto, una mesa redonda con alguna lámpara compleja así, que se la lleve el diablo… Aquí pues pondremos un lavamanos de mármol. ¿Vous comprenez2? Ja-ja… En este espacio meteremos un guardarropa o una cómoda con baño… ¡O sea, el diablo sabe qué bien saldrá todo esto!
-Hará falta cortinas para las ventanas.
-¡Sí, cortinas! ¡Mañana mismo voy a ver a ese doctor! Sólo si pudiera encontrarlo, al diablo… Esos doctores son gente tacaña, tienen la costumbre, apenas amanece, de salir de práctica… Y tú disculpa, Liúba, que yo mañana me voy a levantar más temprano…
A las ocho de la mañana, Lisóv se levantó calladito, se vistió y se dirigió a pie a la casa del doctor Kliabóv. A las nueve menos cuarto ya estaba parado en el recibidor del doctor.
-¿El doctor está en casa? –le preguntó a la sirvienta.
-En casa, pero está durmiendo, y no se va a levantar pronto.
Con esa respuesta, el rostro de Lisóv se arrugó y se puso tan ácido, que la sirvienta se asustó y dijo:
-¡Si le hace tanta falta, pues lo puedo despertar! ¡Dígnese al gabinete!
Lisóv se quitó la pelliza y entró al gabinete...
“¡Y vive bien el canalla! –pensó, sentándose en la butaca y echando una mirada al ambiente. –Sólo el sofá, seguro, vale unos cuatrocientos rublos…”
Unos diez minutos después, se oyó una tos lejana, luego unos pasos, y al gabinete entró el doctor Kliabóv, sin lavarse, soñoliento.
-¿Qué tiene usted? –preguntó, sentándose frente a Lisóv.
-Yo, sr. doctor, hablando con propiedad, no estoy enfermo, -empezó el idealista, sonriendo con gentileza, -y vine a verlo por un asunto… Ve, yo me casé ayer y… me hace mucha falta el dinero… Usted me va a obligar mucho, si me paga hoy por esta hoja ejecutoria…
-¿Por cuál hoja ejecutoria? –desencajó los ojos el doctor.
-Y por ésta pues… Yo soy Lisóv, y me casé con la hija de Kadíkin. Yo soy su yerno y él, o sea mi suegro, me dio esta hoja. ¡O sea, Kadíkin!
-¡Dios sabe qué! –dejó de la mano Kliabóv, levantándose y poniendo cara llorosa. –Yo pensaba que usted estaba enfermo, y usted con una tontería ahí… ¡Esto es hasta vergonzoso de su parte! ¡Yo hoy me acosté a las siete, y usted, el diablo sabe por qué, me despierta! Las personas honradas respetan la tranquilidad ajena… ¡A mí hasta me da vergüenza por usted!
-Culpable, yo pensaba… -se confundió Lisóv, -yo no sabía…
Y viendo que el doctor se marchaba, se levantó y farfulló:
-¿Y cuándo pues, me manda a venir por el cobro?
-Nunca… ¡Yo a ese Kadíkin ya le dije mil veces que me deje tranquilo! ¡Me cansó!
El tono y el trato del doctor confundieron a Lisóv, y también lo enfurecieron.
-En ese caso, -dijo,- disculpe, yo voy a tener que dirigirme al ujier del juzgado y… ¡imponer un embargo a su propiedad!..
-¡Cuánto le plazca! Ese, su Zatíkin ¿o cómo se…?, Kadíkin, sabe que la propiedad no es mía, sino de mi esposa.
Al salir del doctor, Lisóv estaba rojo y temblaba de furia.
“¡Ignorante! –pensaba. -¡Cerdo! ¡Vive tan ricamente, tiene práctica, y no paga las deudas! Pero espera pues…”
Por la noche, en lugar de acostarse a dormir, Lisóv se sentó a escribirle una carta al doctor… En esa carta él, de modo categórico y amenazando con el ujier del juzgado, le rogaba informarle qué día y a qué hora podía encontrar al doctor en su casa. Al no recibir al otro día respuesta, le envió otra carta… Finalmente, habiendo gastado en el correo seis timbres municipales, se perturbó y fue a ver al ujier del juzgado…
Mientras él, de esta forma, escribía cartas y hacía visitas al ujier del juzgado, el tiempo pasaba y la naturaleza humana trabajaba... A Lisóv pronto le empezó a parecer, que necesitaba los cuatrocientos rublos en extremo, hasta el cuello, que era asombroso cómo había podido arreglarse antes sin éstos. Sin hablar ya de los muebles, que se podían aplazar para el futuro, con ese dinero había que pagar las viejas deudas, el sastre, la tienda... Cuando unos diez días después de la boda, Liúbochka le pidió a Lisóv cinco rublos para la cocinera, éste le dijo:
-Yo ya le daré a ella de los del doctor, y ahora no tengo... ¿Sabes qué? ¡Voy a pasar hoy por casa del doctor! Le voy a rogar, que me pague al menos por partes. ¡Con eso él va a convenir seguro!..
Al llegar a la casa del doctor, encontró en su recibidor muchos enfermos. Tuvo que esperar el turno. Tras leer todos los periódicos que estaban sobre la mesa, y extenuarse hasta la sequedad en la garganta y el dolor en los sobacos, finalmente, entró al gabinete del doctor.
-¡Usted de nuevo! –frunció el ceño Kliabóv.
Lisóv se sentó y, de todo corazón, le explicó al doctor cómo Kadíkin le había regalado la hoja ejecutoria, y cuánto le hacía falta el dinero.
-Usted me puede pagar de a diez rublos… -terminó. -¡Yo con eso convengo!
-Usted, disculpe, es simplemente un psicópata…-sonrió con malicia Kliabóv. -¿Quién pues, dígame por favor, acepta de regalo hojas ejecutorias?
-Yo la acepté, porque pensé que usted sería, este… ¡conciente!
-¡Mira cómo! ¡No a usted le corresponde hablar de conciencia! ¿Usted sabe, de dónde salió esa deuda? Cuando yo era estudiante, le pedí a su suegro solamente cincuenta rublos, ¡los restantes pues son todos por cientos! Y yo no le voy a pagar… ¡Por principio no le voy a pagar! ¡Ni un kópek!
Lisóv regresó a su casa fatigado, furioso.
-¡No entiendo a tu padre! -le dijo a Liúbochka. ¡Pues esto es bajo, ruin! ¡Como si él no tuviera cuatrocientos rublos para mí! ¡A mí la dote no me hace falta, pero yo por principio! Yo ahora, con tu padre, no quiero ni hablar... ¡Cicatero, groshero3! Ve y dile a propósito, que tome su estúpida hoja ejecutoria, y me mande en su lugar cuatrocientos rublos... ¿Oyes? Ve y dile así...
-¿Cómo pues le voy a decir? Me es incómodo, Pétia.
-¡Aah... para ti él, entonces, vale más que tu esposo! ¿Según tú, él tiene la razón? ¡Yo no tomé de él nada de dote, y él pues aún tiene la razón!
Liúbochka parpadeó y rompió a llorar.
-Empieza... –farfulló Lisóv. -¡Sólo esto faltaba! ¡Bueno, por favor mátushka, sin estas piezas! ¡Que esto en mi casa no sea! ¡A mí, hermano, no me convences con esto... no me penetras! ¡A mí esto no me gusta! ¡Puedes llorar a gritos en casa de pápienka, pero aquí no te es lugar! ¿Oyes?
Y Lisóv golpeó la mesa con el lomo del libro... Con ese golpe culminaba la luna de miel...

1Vérsta, antigua medida rusa de superficie igual a 1,06 km.
2¿Vous comprenez?, ¿usted comprende?.
3Groshero, de grosh, antigua moneda rusa igual a ½ kópek.

Título original: Otrava, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1886, Nº 10, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: John Singer Sargent, Jean-Joseph-Marie Carriès, 1880.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Ambos son mejores


-Seguro pues, mes enfants1, pasen por casa de la baronesa Shappling (con dos “p”)... –repitió por décima vez mi suegra, ayudándonos a mi joven esposa y a mí a sentarnos en la carroza. –Mi baronesa es una vieja amiga... Visiten, a propósito, a la generala Zheriébchikova... Ella se va a ofender, si no le hacen una visita...
Nos sentamos en la carroza y fuimos a hacer las visitas post-nupciales. La fisonomía de mi esposa, me parecía, adquirió una expresión solemne, y a mí se me cayó el alma a los pies, y caí en la melancolía... Muchas diferencias había entre yo y mi esposa, pero ninguna de éstas me producía tantos tormentos de alma, como la diferencia de nuestros conocidos y relaciones. En la lista de los conocidos de mi esposa resaltaban las tenientas, las generalas, la baronesa Shappling (con dos “p”), el conde Derzái-Chertovschínov y todo un montón de amigas aristócratas del instituto; pero por mi parte había sólo un continuo mauvais ton2: mi tío, el carcelero retirado, la prima que tenía un taller de moda, los funcionarios-colegas, todos unos borrachos perdidos y libertinos, entre los que no había ni uno por encima del titular, el mercader Plievkóv y demás. Me daba vergüenza... Para evitar la deshonra, hubiera acordado no ir a ver a mis conocidos en absoluto, pero no ir hubiera significado buscarse una multitud de reproches y disgustos. A mi primo aún, es posible, se le podía tachar, pero las visitas a mi tío y a Plievkóv eran inevitables. A mi tío le había pedido para los gastos de la boda, a Plievkóv le debía por los muebles.
-Ahora, almita, –empecé a engatusar a mi esposa –vamos a llegar a casa de mi tío Púpkin. Un hombre de estirpe antigua, noble... su tío es vicario en alguna eparquía, pero es un original y vive como un cerdo; o sea, no el vicario vive como un cerdo, sino él mismo, Púpkin... Te llevo para darte la ocasión de reírte un poco... Un imbécil terrible...
La carroza se detuvo junto a una pequeña casita de tres ventanas, con unos postigos grises, herrumbrosos. Salimos de la carroza y llamamos... Se oyó un fuerte ladrido de perro, tras el ladrido un imponente “¡psió, maldito!”, un aullido, un tráfago tras la puerta... Tras un tráfago largo la puerta se abrió, y entramos al recibidor... Nos recibió mi prima Másha, una muchacha pequeña con la chaqueta de su madre y la nariz manchada. Yo hice ver que no la reconocí, y fui al colgador del que, junto a la pelliza pelada del tío, colgaban el pantalón de alguien y una falda almidonada. Al quitarme los chanclos, eché una ojeada a la sala con timidez. Allí, a la mesa, estaba sentado mi tío, con una bata y unas pantuflas en los pies desnudos. La esperanza de no hallarlo en casa se convirtió en polvo... Entornando los ojos y resoplando por toda la casa, éste extraía con un alambre, de una garrafa de vodka, unas cáscaras de naranja. Tenía un aspecto preocupado y concentrado, como si inventara el teléfono. Nosotros entramos... Al vernos, Púpkin se avergonzó, dejó caer de la mano el alambre y, recogiendo los faldones de su bata, salió corriendo de la sala a toda prisa...
-¡Yo ahora! –gritó.
-Se dio a la fuga... –me eché a reír, ardiendo de vergüenza y temiendo mirar a mi esposa. -¿No es verdad, Sonia, que da risa? Un original terrible... ¡Y echa una mirada, qué muebles! Una mesa de tres patas, un fortepiano paralítico, un reloj de cuco... Se puede pensar que aquí no viven personas, sino mamuts...
-¿Qué son las pinturas? –preguntó mi esposa examinando los cuadros, que colgaban mezclados con las fotografías.
-Ese es el eremita Serafím en el desierto de Saróvskii3, dándole de comer a un oso... Y este es el retrato del vicario, cuando era aún inspector de seminario... Ves, tiene la Anna... Un hombre de respeto... Yo... -(yo me soné la nariz).
Pero nada me daba tanta vergüenza, como el olor... Olía a vodka, a naranjas agriadas, a trementina, con la que el tío se protegía del cebollino, a borra de café, que en general da una posca penetrante... Entró mi primo Mítia, un pequeño alumno de gimnasio con unas grandes orejas paradas, y chocó los talones... Tras recoger las cáscaras de naranja, tomó del diván la almohada, quitó con la manga el polvo del fortepiano y salió... Evidentemente, lo habían mandado a “recoger”...
-¡Y aquí estoy yo! –pronunció finalmente mi tío, entrando y abrochándose el chaleco. -¡Y aquí estoy yo! ¡Me alegro mucho... bastante! ¡Siéntense, por favor! Sólo no se sienten en el diván: la pata de atrás está rota. ¡Siéntate, Sénia!
Nos sentamos... Sobrevino un silencio, durante el que Púpkin se acarició la rodilla, y yo intentaba no mirar a mi esposa y me confundía.
-Msí... –empezó mi tío, prendiendo un puro (delante de la visita él siempre fumaba puro). -Te casaste, por lo tanto... Así... Por una parte, eso es bueno... Una criatura agradable cerca, el amor, los romances; ¡pero por otra parte, cuando vengan los niños, pues vas a aullar más que un lobo! Para uno las botas, para el otro el pantalón, por el tercero hay que pagar el gimnasio... ¡y no quiera Dios! ¡A mí, gracias a Dios, mi esposa la mitad me los parió muertos!
-¿Cómo está su salud? –pregunté yo, deseando cambiar la conversación.
-¡Mal, hermano! Hace poco estuve derrumbado todo el día... Me duele el pecho, escalofríos, bochorno... Mi esposa me dice: toma quinina y no te irrites... ¿Y cómo no irritarse ahí? Por la mañana me mandó a limpiar la nieve del portal, ¡y siquiera si alguien te ayudara! Ni un granuja se mueve del lugar... ¡No puedo limpiarlo solo pues! Yo soy un hombre enfermizo, débil... Tengo hemorroides internas.
Yo me confundí y empecé a sonarme la nariz fuertemente.
-O, puede ser, que yo tengo eso por el baño... –continuó mi tío, mirando la ventana de modo pensativo. -¡Puede ser! Yo estuve el jueves en el baño, sabes,... me di vapor unas tres horas. Y con el vapor las hemorroides se alborotan aún más... Los doctores dicen que el baño para la salud no es bueno... Eso, señora, no es correcto... Yo estoy acostumbrado desde la niñez, porque mi padre tenía un baño en Kíev, en la Krieschátik... Pasaba, que todo el día te dabas vapor... Gracias a que no pagabas...
Sentí una vergüenza insoportable. Me levanté y, tartamudeando, empecé a despedirme.
-¿A dónde te vas pues? –se asombró mi tío, tomándome por la manga. -¡Ahora va a salir tu tía! ¡Vamos a picar de lo que Dios mandó, vamos a tomar licor!.. Hay cecina, Mítia fue por el embutido... ¡Pero qué ceremoniosos, en verdad, son ustedes! ¡Te volviste orgulloso, Sénia! ¡No está bien! ¡El vestido de la boda no se lo encargaste a Glásha! Mi hija, señora, tiene una lencería... A usted le cosió, yo lo sé, madame Stepánid, ¡pero acaso Stepánidka se compara con nosotros! Nosotros le hubiéramos cobrado más barato...
No recuerdo cómo me despedí de mi tío, cómo llegué hasta la carroza... Sentía que estaba destruido, escupido, y esperaba a cada instante oír la risa despectiva de mi esposa alumna de instituto...
“¡Y qué clase de mauvais nos espera en casa de Plievkóv! -pensaba, helándome de terror. -¡Siquiera zafarse rápido, que se los lleve el diablo del todo! ¡Y para mi desgracia, ni un general conocido! ¡Hay un teniente retirado conocido, y ese tiene una taberna! ¡Pues qué infeliz soy!” –Tú, Sóniechka, -me dirigí a mi esposa con voz llorosa, -disculpa, que yo te llevé ahora a esa pocilga... Pensaba darte la ocasión de reírte un poco, de observar a los tipos... No es mi culpa que salió tan trivial, infame... Me disculpo...
Miré a mi esposa con timidez, y vi más de lo que podía esperar con toda mi aprensión. Los ojos de mi esposa estaban llenos de lágrimas, en sus mejillas ardía un rubor ya de vergüenza, ya de cólera, sus manos trémulas pellizcaban los flecos de la ventana de la carroza... Me dio bochorno y me estremecí...
“¡Bueno, empieza mi deshonra!” –pensé, sintiendo cómo mis brazos y piernas se llenaban de plomo. -¡Pero yo no soy culpable pues, Sonia! –se me escapó un lamento. -¡Qué tonto es, en verdad, de tu parte! ¡Son unos cerdos ellos, unos mauvais ton, pero es que yo no los hice mis parientes!
-Si a ti no te gustan tus simplones, –sollozó Sonia, mirándome con ojos suplicantes, –pues los míos te van a gustar mucho menos... Me da vergüenza, y no me decido a decirte de ningún modo... Hijito, querido... Ahora la baronesa Shappling va a empezar a contarte, que mamá sirvió con ella de ama de llaves, y que yo y mamá no somos agradecidas, que no le agradecemos por los beneficios pasados ahora, cuando ella cayó en la pobreza... ¡Pero tú no le creas, por favor! A esa descarada le gusta mentir... ¡Te juro que, para cada fiesta, nosotras le mandamos una cabeza de azúcar y una libra de té!
-¡Pero tú bromeas, Sonia! –me asombré, sintiendo cómo el plomo dejaba mis miembros y una ligereza vivificante se extendía por todo mi cuerpo. -¡A la baronesa una cabeza de azúcar y una libra de té!.. ¡Ah!
-¡Y cuando veas a la generala Zheriébchikova, pues no te rías de ella, hijito! ¡Ella es tan infeliz! Si ella llora sin parar y habla fuera de lugar, pues eso es porque el conde Derzái-Chertovschínov la desplumó. Ella se va a quejar de su suerte, y a pedirte prestado, pero tú... este... no le des... ¡Bueno sería, si ella se lo gastara en sí misma, pero todo, lo mismo, se lo da al conde!
Mámochka... ángel! –me dispuse a abrazar a mi esposa con exaltación. -¡Bomboncito mío! ¡Pero si esto es una sorpresa! ¡Si me hubieras dicho que tu baronesa Shappling (con dos “p”) anda en cueros por la calle, pues me hubieras obligado aun más! ¡La mano!
Y de pronto me dio lástima que rechacé la cecina en casa de mi tío, que no aporreé su fortepiano paralítico, ni bebí su licor... Pero ahí recordé que en casa de Plievkóv servían un buen cognac y cerdito con rábano.
-¡Anda a casa de Plievkóv! –le grité a toda voz al cochero.

1Enfants, niños.
2Mauvais ton, mal tono, malas maneras, trato grosero.
3“El eremita Serafím en el desierto de Saróvskii”; Serafím, monje del desierto de Saróvskii, aparece comúnmente con un oso en las estampas populares.

Título original: Oba luchshe, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1885, Nº 13, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Jean Beraud, Stop!, XIX.

viernes, 12 de septiembre de 2008

La cirugía


Un hospital rural. Por ausencia del doctor, que fue a casarse, a los enfermos los recibe el enfermero Kuriátin, un hombre gordo de unos cuarenta años, con una chaqueta de seda-cruda usada y unos pantalones de tricot gastados. En el rostro una expresión de sensación de deber y agrado. Entre los dedos índice y medio de la mano izquierda un tabaco que difunde fetidez.
A la consulta entra el sacristán Vonmiglásov, un viejo alto, rechoncho, con una sotana marrón y un cinturón de cuero ancho. El ojo derecho con cataratas y semi-cerrado, en la nariz una verruga que parece de lejos una mosca. Por un segundo, el sacristán busca con los ojos el ícono y, al no hallarlo, se persigna ante una botella de solución fénica; después saca de un pañuelo rojo un pan eucarístico y, con una reverencia, lo deposita ante el enfermero.
-¡A-a-ah… lo mío para usted! –bosteza el enfermero. -¿Por qué me ha ofrendado?
-Por el día de la resurrección, Serguéi Kuzmích… Para su merced… Con verdad y franqueza se dice en el salterio, disculpe: “Mi bebida se mezcla con mi llanto”. Me senté hace poco con mi vieja a tomar té, y ni Dios mío, ni una gota, ni la pólvora azul, siquiera acuéstate y muérete… Tomas un poquito, ¡y no tienes fuerza! Y además de que, en la misma muela, pues por todo este lado… ¡Así me duele, así me duele! Me pega en el oído, disculpe, como si tuviera un clavito o algún otro objeto: ¡así me da punzadas, así me da punzadas! Pecador y trasgresor… “Profané mi alma con pecados vergonzosos, y toda mi vida transcurrió en la indolencia1”. ...¡Por los pecados, Serguéi Kuzmích, por los pecados! El padre hierofante, después de la liturgia, me reprocha: “Eres tartamudo, Efím, y te volviste gangoso. Cantas, y no se te entiende nada”. ¿Y qué canto, juzgue, va a haber ahí, si no se puede abrir la boca?, todo hinchado, disculpe, y sin dormir por la noche…
-Msí… Siéntese… ¡Abra la boca!
Vonmiglásov se sienta y abre la boca.
Kuriátin frunce el ceño, mira la boca y, entre los dientes amarillentos por el tiempo y el tabaco, descubre una muela adornada por una carie profunda.
-El padre diácono me mandó a ponerme vodka con rábano, no ayudó. Glikéria Anísimovna, Dios le dé salud, me dio un hilito para llevar en la mano, de la montaña Afónskaya, y me mandó a enjuagarme la muela con leche tibia, y yo, confieso, me puse el hilito, pero respecto a la leche no lo cumplí: le temo a Dios, es cuaresma…
-Un prejuicio… (Pausa.) ¡Hay que sacarla, Efím Mijéich!
-Usted sabe mejor, Serguéi Kuzmích. Para eso es estudiado, para entender este asunto, cómo es, qué sacar, y qué con gotas o con otra cosa… Para eso usted, benefactor, está puesto; Dios le dé salud, para que nosotros por usted día y noche, padres carnales… hasta la tumba…
-Tonterías… -se hace el modesto el enfermero, acercándose al armario y hurgando entre los instrumentos. –La cirugía es una tontería… Ahí todo es la costumbre, la fuerza de la mano… Escupir una vez… Hace poco también, mire, como usted, viene al hospital el hacendado Alexánder Ivánich Eguípietskii… También con la muela… Un hombre educado, pregunta por todo, se mete en todo, cómo y qué. Me estrecha la mano, por el nombre y el patronímico… Vivió siete años en Petersburgo, requeteolió a todos los profesores… Mucho tiempo yo con él ahí… Le reza a Cristo-Dios: ¡sáquela, Serguéi Kuzmích! ¿Por qué no sacarla pues? Sacarla se puede. Sólo hay que entender ahí, sin entender no se puede… Las muelas son distintas. Una la arrancas con las pinzas, la otra con el elevador, la otra con la llave… A quién cómo.
El enfermero toma el elevador, lo mira por un instante con aire inquisitivo, después lo deposita y toma las pinzas.
-Bueno, abra más la boca… -dice, acercándose al sacristán con las pinzas. –Ahora la vamos… este… Escupir una vez
-Benefactor nuestro… Nosotros, los imbéciles, no concebimos, y a usted lo iluminó el Señor…
-No replique si tiene la boca abierta… Es fácil arrancarla, pero pasa así, que están sólo las raíces… Eso es escupir una vez… (Aplica las pinzas.) Espere, no se contraiga… Siéntese quieto… En un instante la… (Hace una tracción.) Lo principal es agarrar profundo (tira)… para que la corona no se rompa…
-Padres nuestros… Madre santísima… Vvv…
-No es eso… no es eso… ¿cómo la? ¡No me agarre con las manos! ¡Suélteme las manos! (Tira.) Ahora… Así, así… El asunto pues, no es fácil…
-Padres… procreadores… (Grita.) ¡Ángeles! Ay-ay… ¡Pero sácala pues, sácala! ¿Por qué lo alargas cinco años?
-El asunto pues, es… la cirugía… De una vez no se puede… Así, así…
Vonmiglásov levanta las rodillas hasta los codos, mueve los dedos, abre mucho los ojos, respira sofocado… De su rostro amoratado brota el sudor, en sus ojos hay lágrimas. Kuriátin resopla, se revuelve ante el sacristán y tira… Pasan unos instantes tortuosos, y las pinzas se sueltan de la muela. El sacristán se levanta y se mete los dedos en la boca. En la boca se palpa la muela en el mismo lugar.
-¡Tiraste! –dice con voz llorosa y, al mismo tiempo, burlona. -¡Que te tiren así en el otro mundo! ¡Agradecemos con humildad! ¡Si no sabes arrancar, pues no te pongas! El mundo de Dios no lo veo…
-¿Y tú, para qué me agarras con las manos? –se enoja el enfermero. –Yo tiro, y tú me empujas la mano, y las diversas palabras estúpidas… ¡Imbécil!
-¡Tú eres el imbécil!
-¿Tú piensas, mujík, que es fácil arrancar una muela? ¡Ponte pues! ¡Eso no es subirte al campanario y tamborear con las campanas! (Remeda.) “¡No sabes, no sabes!” ¡Dime, qué preceptor encontré! Mira tú… Al señor Eguípietskii, Alexander Ivánich, se la arranqué, y ése nada, ni una palabra… Un hombre más limpio que tú, y no me aguantó con las manos… ¡Siéntate! ¡Siéntate, te digo!
-El mundo no lo veo… Déjame cobrar aliento… ¡Oh! (Se sienta.) Pero no tires mucho tiempo, sino sácala. No tires, sino sácala… ¡De una vez!
-¡Enseña al científico! ¡Qué gente no educada, Señor! Vive pues con éstos… ¡te vuelves loco! Abre la boca… (Aplica las pinzas.) La cirugía, hermano, no es una broma… Eso no es leer en el coro… (Hace una tracción.) No te contraigas… La muela, parece, es vieja, tiene raíces profundas… (Tira.) No te muevas… Así… así… No te muevas… Bueno, bueno… (Se oye un sonido crujiente.) ¡Así lo sabía!
Vonmiglásov está sentado un instante inmóvil, como sin sentido. Está aturdido… Sus ojos miran al espacio de modo estúpido, en su rostro pálido hay sudor.
-Tenía que, con el elevador… -farfulla el enfermero. -¡Vaya ocasión!
Al volver en sí, el sacristán se mete los dedos en la boca, y encuentra en el lugar de la muela enferma dos salientes punzantes.
-Diaablo sarnoso… -profiere. -¡Los plantaron aquí, a los anormales, para nuestra perdición!
-Maldíceme ahí todavía… -farfulla el enfermero, poniendo las pinzas en el armario. –Ignorante… Te agasajaron poco con el abedul en el seminario… El señor Eguípietskii, Alexánder Ivánich, vivió siete años en Petersburgo… una educación… sólo el traje vale unos cien rublos… y para eso no maldijo… ¿Y tú, qué clase de pavo eres? ¡No te pasó nada, no te vas a morir!
El sacristán toma su pan eucarístico de la mesa y, teniendo la mejilla con la mano, se va a su casa…

1De las oraciones de cuaresma de la Iglesia ortodoxa: “Madre de Dios, dirígeme hacia la senda de la salvación: Profané mi alma con acciones vergonzosas, y toda mi vida transcurrió en la indolencia. Con tus plegarias líbrame de toda impureza.”

Título original: Jirurgia, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 32, (con el subtítulo Escenita), con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Isaak Levitan, Una finca en el otoño,1894.

jueves, 11 de septiembre de 2008

El camaleón


Por la plaza del bazar va el inspector policial Ochumiélov, con un capote nuevo y un hatillo en la mano. Tras él camina un alguacil pelirrojo con una rejilla, llena hasta arriba de grosellas confiscadas. Alrededor silencio… En la plaza no hay ni un alma… Las puertas abiertas de las tiendas y las tabernas miran al mundo de Dios con melancolía, como fauces hambrientas, junto a éstas no hay ni siquiera mendigos.
-¿Así tú, a morder, maldito? –oye de pronto Ochumiélov. -¡Chicos, no lo suelten! ¡Ahora no se manda a morder! ¡Agárralo! ¡A… ah!
Se oye un aullido canino. Ochumiélov mira a un costado y ve: desde el almacén de leña del mercader Pichúguin, saltando en tres patas y mirando alrededor, corre un perro. Lo persigue un hombre con un camisón de indiana almidonado y el chaleco desabrochado. Éste corre tras aquel y, tras hacerse con el tronco hacia adelante, cae sobre la tierra y agarra al perro por las patas traseras. Se oye por segunda vez el aullido canino y un grito: “¡No lo sueltes!” Desde las tiendas se asoman fisonomías soñolientas, y pronto alrededor del almacén de leña, como salida de la tierra, se reúne una multitud.
-¡Seguro un desorden, su excelencia!.. –dice el alguacil.
Ochumiélov da media vuelta a la izquierda y camina hacia el tumulto. Junto a los mismos portones del almacén, ve él, el hombre con el chaleco desabrochado está parado y, alzando la mano derecha, muestra a la multitud un dedo sangriento. En su rostro medio ebrio como que está escrito: “¡Ya te la voy a sacar, bribón!”, y el mismo dedo tiene el aspecto de la bandera de la victoria. En el hombre Ochumiélov reconoce al orfebre Jriúkin. En el centro de la multitud, con las patas delanteras extendidas y todo el cuerpo temblando, está sentado en la tierra el mismo culpable del escándalo, un cachorro de galgo blanco, con un hocico afilado y una mancha amarilla en el lomo. En sus ojos llorosos hay una expresión de angustia y horror.
-¿Por qué caso aquí? –pregunta Ochumiélov, entrando en la multitud. -¿Por qué aquí? ¿Eso tú, para qué el dedo?.. ¿Quién gritó?
-Voy yo, su excelencia, no toco a nadie… -empieza Jriúkin, tosiendo en el puño. –Por leña con Mítrii Mítrich, y de pronto este vil, ni por lo uno ni lo otro, por el dedo… Usted discúlpeme, yo soy un hombre trabajador… Tengo un trabajo pequeño. Que me paguen, porque este dedo, puede ser, no lo voy a mover una semana… Eso, su excelencia, no está ni en la ley, sufrir por los bichos… Si cada uno va a morder, pues mejor no vivir en este mundo…
-¡Hum!.. Está bien… -dice Ochumiélov con severidad, tosiendo y moviendo las cejas. –Está bien… ¿De quién es el perro? Yo esto no lo voy a dejar así. ¡Yo les voy a enseñar a ustedes, cómo soltar a los perros! ¡Ya es hora de prestarle atención a esos señores, que no desean subordinarse a las resoluciones! ¡Cuando lo multen, al miserable, así me va a saber, qué significa un perro y demás ganado ambulante! ¡Le voy a enseñar la higa de la madre!.. ¡Yeldírin, -se dirige el inspector al alguacil, -averigua de quién es ese perro, y levanta un acta! Y al perro hay que aniquilarlo. ¡Sin demora! Seguro está rabioso… ¿De quién es este perro, pregunto?
-¡Ese, al parecer, es del general Zhigálov! –dice alguien de la multitud.
-¿Del general Zhigálov? ¡Hum!.. Quítame pues, Yeldírin, el paletó… ¡Un horror, qué calor! Se debe suponer, antes de la lluvia… Sólo una cosa no entiendo: ¿cómo te pudo morder? –se dirige Ochumiélov a Jriúkin. -¿Acaso te alcanza al dedo? ¡Él es chiquito, y tú pues, mira qué grandote eres! Tú, debe ser, te arañaste el dedo con un clavito, y después te vino la idea a la cabeza, para sacar. Tú pues… ¡gente conocida! ¡Los conozco a ustedes, diablos!
-Él, su excelencia, con un cigarro a él por la jeta, para reírse, y éste, que no es tonto, lo mordió… ¡Un hombre camorrista, su excelencia!
-¡Mientes, jorobado! No lo viste; así, por lo tanto, ¿para qué mentir? Su excelencia es un señor inteligente y entiende, quién miente y quién a conciencia, como ante Dios… Y si yo miento, pues que el juez de paz juzgue. En su ley está dicho… Ahora todos son iguales… Yo mismo tengo un hermano gendarme… si quiere saber…
-¡No replicar!
-No, ése no es del general… -observa el alguacil con profundidad de pensamiento. –El general no tiene de ésos. Él tiene más de los sabuesos…
-¿Tú eso, lo sabes bien?
-Bien, su excelencia…
-Yo mismo lo sé. El general tiene perros caros, de raza… y éste, ¡el diablo sabe qué! Ni lana, ni aire… vileza, solamente. ¡¿Y tener un perro así?! ¿Dónde pues tienen la mente? Si ese perro cayera en Petersburgo o en Moscú, ¿pues saben lo que sería? Allí no mirarían la ley, al momento, ¡no respires! Tú, Jriúkin, sufriste, y no dejes este asunto así… ¡Hay que dar una lección! Ya es hora…
-Y puede ser, es del general… -piensa en voz alta el alguacil. –No lo tiene escrito en el morro… Hace poco, en el patio, le vi uno así.
-¡Seguro es del general! –dice una voz desde la multitud.
-Hum!.. Ponme pues, Yeldírin, el paletó… Como que sopló el viento… Da escalofríos… Se lo llevas al general y preguntas allí. Dices que yo lo encontré y lo mandé… Y di que no lo suelten a la calle… Puede ser es caro, y si cada cerdo le va a meter un cigarro por el hocico, pues lo va a dañar acaso por largo tiempo. El perro es un bicho tierno… ¡Y tú, estúpido, baja la mano! ¡No tienes por qué exponer tu dedo, imbécil! ¡Tú mismo eres el culpable!..
-Va el cocinero del general, vamos a preguntarle… ¡Hey, Prójor! ¡Ven acá pues, querido! Mira este perro… ¿Es de ustedes?
-¡Inventas! ¡De ésos nosotros, desde que yo nací, no hemos tenido!
-Y no hay por qué preguntar mucho ahí, -dice Ochumiélov. -¡Es callejero! No hay por qué conversar mucho ahí… Si dije que es callejero, por lo tanto es callejero… A aniquilarlo, eso es todo.
-Ése no es de los nuestros, -continúa Prójor. –Ése es del hermano del general, que vino hace poco. El nuestro no es aficionado a los galgos. Su hermano es aficiona…
-¿Pero acaso su hermano vino? ¿Vladímir Ivánich? –pregunta Ochumiélov, y todo su rostro se inunda de una sonrisa de ternura. -¡Mira tú, señor! ¡Y yo no lo sabía! ¿Vino a visitar?
-De visita…
-Mira tú, señor… Extrañamos al hermanito… ¡Y yo pues no lo sabía! ¿Así, éste es su perrito? Me alegro mucho… Tómalo… El perrito no está mal… Ágil así… ¡Coge a éste por el dedo! Ja-ja-ja… ¿Bueno, por qué tiemblas? Rrr… Rr… Se enoja el bribón… Pillo así.
Prójor llama al perro y se va con él del almacén de leña… La multitud se ríe de Jriúkin.
-¡Yo te voy a agarrar todavía! –lo amenaza Ochumiélov y, arropándose con el capote, continúa su camino por la plaza del bazar.

Título original: Jameleon, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 36, (con el subtítulo Escenita), con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Albert Anker, Mercado en Murten, 1876.