viernes, 27 de junio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Al leer los cuentos de Antón Chéjov, uno se siente como en un día triste del otoño tardío, cuando el aire es tan diáfano y se perfilan de modo intenso los árboles pelados, las casas estrechas, las personas grises. Todo es muy extraño: solitario, inmóvil e impotente. Las profundas lejanías azuladas, desiertas, fundiéndose con el cielo pálido, soplan un frío tedioso sobre la tierra cubierta de suciedad helada. La mente del autor, como un sol otoñal, ilumina con una claridad violenta los caminos trillados, las calles sinuosas, las casas sucias y estrechas, en las que unas personas pequeñas, lastimeras se ahogan de aburrimiento y pereza, llenando sus casas de una vanidad impensada, soñolienta. He aquí, alarmada como un ratón gris, va y viene la Almita, una mujer grácil, dócil, que sabe amar mucho, de modo esclavo. Se le puede dar una bofetada, y ella incluso no se atreverá a gemir en voz alta, como una dócil esclava. A su lado está parada con tristeza Olga, de Las tres hermanas: ella también ama mucho, y se somete sin reclamo a los caprichos de la mujer trivial y depravada de su hermano-holgazán; ante sus ojos se destruye la vida de sus hermanas, y ella llora y no puede ayudar a nadie, y en su pecho no hay ni una viva, fuerte palabra de protesta contra la trivialidad.
He aquí la llorosa Raniévskaya y otros viejos amos del Jardín de los cerezos, egoístas como niños, flácidos como viejos. Se tardaron para morir a tiempo, y se quejan sin ver nada a su alrededor, sin entender nada, como unos parásitos que carecen de fuerza para apegarse a la vida de nuevo. El mediocre estudiante Trofímov habla con elocuencia de la necesidad de trabajar, y deambula, entretiene su aburrimiento burlándose de modo estúpido de Vária, que trabaja sin descanso para el bienestar de los perezosos.
Viershínin sueña con lo hermosa que será la vida dentro de trescientos años, y vive sin advertir que todo se corrompe a su alrededor, que ante sus ojos Soliónii, por aburrimiento y estupidez, está dispuesto a matar al lastimero barón Túzienbach.
Pasa ante nuestros ojos una bandada ilimitada de esclavos y esclavas de su amor, de su estupidez y pereza, de su avidez por los bienes terrenos, van esclavos de su miedo oscuro a la vida, van con una alarma confusa y llenan su vida con discursos inconexos sobre el futuro, sintiendo que en el presente no hay lugar para ellos...
A veces, en su masa gris resuena un disparo, eso Ivánov o Trépliev adivinaron qué deben hacer, y murieron.
Muchos de ellos sueñan bellamente, con cuán hermosa será la vida dentro de doscientos años, y a ninguno le viene a la cabeza una pregunta sencilla: ¿pero quién pues la hará hermosa, si sólo vamos a soñar?
Por el lado de toda esa gris, aburrida multitud de personas impotentes pasó un hombre grande, inteligente, atento a todo, les echó una mirada a esos tristes habitantes de su patria y, con una sonrisa triste, con un tono de reproche suave pero profundo, con una angustia insoluble en su rostro y su pecho, con una voz bella y sincera, les dijo:
-¡Viven en la infamia, señores!
Continuará…

Imagen:
Vasiliy Polenov, Sick Girl (detail), 1886.

miércoles, 25 de junio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


La trivialidad en la juventud parece, solamente, divertida e ínfima, pero ésta rodea al hombre poco a poco, impregna su cerebro y sangre de su neblina gris, como el veneno y el tufo, y el hombre se vuelve parecido a un viejo letrero comido por la herrumbre: como que hay algo escrito en éste, ¿pero qué es?, no lo descifras.
Antón Chejov, ya en sus primeros cuentos, sabía descubrir en el nublado mar de la trivialidad sus bromas trágicas y lúgubres; basta sólo leer sus cuentos "humorísticos" para convencerse de que, tras las palabras y las situaciones cómicas, el autor veía con pesar muchas cosas ásperas y repulsivas, y las ocultaba con vergüenza.
Era como que de una modestia pudorosa, no se permitía decirle clara y abiertamente a las personas: "¡pero sean pues... más decentes!", esperando en vano que éstas mismas adivinaran la imperiosa necesidad de ser más decentes. Odiando todo lo trivial y sucio, describía las miserias de la vida con el generoso lenguaje del poeta, con la suave sonrisa del humorista, y tras la apariencia hermosa de sus cuentos, se advierte poco el amargo reproche de su sentido interno.
El respetable público, al leer La hija de Albión, se ríe y apenas ve en ese cuento, la burla más miserable de un señor saciado ante una persona solitaria, ajena a todo y a todos. Y en cada uno de los cuentos humorísticos de Antón Pávlovich, yo oigo el suspiro silencioso y profundo de un corazón puro, auténticamente humano, un insoluble suspiro de compasión por las personas que no saben respetar su dignidad humana, y que, al sucumbir sin resistencia a la fuerza bruta, viven como los esclavos, no creen en nada, excepto en la necesidad de tomarse cada día los schis1 más grasientos posibles, y no sienten nada, excepto miedo a que alguien más fuerte y descarado les pegue.
Nadie entendió tan lúcida y finamente como Antón Chejov, la tragedia de las pequeñeces de la vida, nadie antes de él supo dibujar para las personas, con tal implacable veracidad, el cuadro oprobioso y angustioso de sus vidas, en el caos nublado de su rutina burguesa.
Su enemigo era la trivialidad, toda su vida luchó contra ésta, la ridiculizó y la representó con su pluma aguda, implacable, sabiendo encontrar el verdín de la trivialidad incluso allí donde, a primera vista, todo estaba muy bien ordenado, cómodo, incluso con brillo...
Y la trivialidad se vengó de él por eso con una salida infame, poniendo su cadáver -el cadáver de un poeta- en un vagón de transporte de “ostras”2.
La mancha verde-sucio de ese vagón me parece, exactamente, una inmensa y triunfante sonrisa de la trivialidad ante su enemigo cansado, y las ilimitadas “memorias” de los periódicos callejeros una tristeza hipócrita, tras la que siento el aliento frío y fragante de esa misma trivialidad, satisfecha en secreto con la muerte de su enemigo.

1Schi, sopa de legumbres con carne.
2Maxím Górkii viaja de San Petersburgo a Moscú en el mismo tren donde va el ataúd del escritor.
Continuará…

Imagen:
Claude Monet, La Estación, Saint-Lazare, 1877.

martes, 24 de junio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Poseía el arte de encontrar y resaltar la trivialidad en todas partes, un arte que es asequible sólo al hombre de elevadas exigencias en la vida, que se crea sólo con el deseo ardiente de ver a las personas sencillas, bonitas y armónicas. La trivialidad siempre encontró en él un juez cruel y agudo.
Alguien me contaba delante de él, que el editor de una revista popular, un hombre que siempre razonaba sobre la necesidad del amor y la caridad hacia las personas, sin fundamento por completo, insultó a un conductor en el ferrocarril y que, en general, ese hombre trataba de modo muy grosero a las personas que dependían de él.
-Bueno, no faltaba más -dijo Antón Pávlovich sonriendo sombríamente, -es un aristócrata, un ilustrado... ¡él estudió en el seminario pues! Su padre andaba en alpargatas, y él lleva botas de charol...
Y en el tono de esas palabras había algo, que al instante hacía al "aristócrata" ínfimo y ridículo.
-¡Un hombre muy talentoso! -decía de un periodista. -Siempre escribe de forma tan generosa, humana... alimonada. A su mujer la trata de imbécil delante de la gente. La habitación de la servidumbre en su casa es húmeda, y las doncellas siempre contraen reuma...
-¿Y a usted, Antón Pávlovich, le gusta N.N.?
-Sí... mucho. Un hombre agradable –convenía Antón Pávlovich. -Lo sabe todo. Lee mucho. A mí me pidió tres libros. Es distraído, hoy le dice que usted es una persona excelente, y mañana le informa a alguien, que usted le robó unos calcetines de seda al marido de su amante, negros, con rayas azules...
Alguien delante de él, se quejaba de lo aburridas y pesadas que eran las secciones "serias" en las revistas gruesas.
-Y usted no lea esos artículos -le aconsejó Antón Pávlovich convencido. –Eso es literatura amistosa pues, literatura de compañeros. Los componen los señores Krasnóv, Chernóv y Bielóv1. Uno escribe un artículo, el otro le replica, y el tercero concilia las contradicciones de los primeros. Parece como si jugaran al wint con un imbécil. ¿Y para qué le hace falta todo eso al lector?, ninguno de ellos se lo pregunta.
Una vez vino a verlo cierta dama rolliza, saludable, bonita, bien vestida, y empezó a hablar “a lo Chejov":
-¡Es aburrido vivir, Antón Pávlovich! Todo es tan gris: la gente, el cielo, el mar, hasta las flores me parecen grises. Y no tengo el deseo... el alma angustiada... Es como una enfermedad...
-¡Y es una enfermedad! -dijo Antón Pávlovich convencido. -Es una enfermedad. En latín se llama morbus fingidus2.
La dama, para su suerte, por lo visto, no sabía latín, o acaso ocultó que sabía.
-Los críticos se parecen a los tábanos, que molestan al caballo al arar la tierra -decía sonriendo con su sonrisa maliciosa. -El caballo trabaja, pone todos sus músculos tensos, como las cuerdas de un contrabajo, y en la grupa se le posa un tábano que lo pica, y zumba. Tiene que sacudir la piel y agitar la cola. ¿Por qué zumba? Apenas él mismo lo entiende. Simplemente, su carácter es inquieto, y quiere anunciarse a sí mismo, ¡pues yo también vivo en la tierra! ¿Ven pues?, ¡puedo hasta zumbar, puedo zumbar sobre todo! Yo hace veinticinco años que leo las críticas de mis cuentos, y no recuerdo ni una observación valiosa, ni he oído un buen consejo. Sólo una vez Skabichévskii3 me produjo una impresión, escribió que yo moriría en estado de ebriedad junto a una cerca…
En sus ojos grises, tristes, casi siempre chispeaba una fina sonrisa maliciosa, pero a veces esos ojos se volvían fríos, agudos y bruscos; en esos instantes, su voz flexible e íntima sonaba más dura, y entonces me parecía que este hombre humilde y suave, si lo hallara necesario, podría pararse firme y fuerte contra una fuerza enemiga, y no cederle.
Y a veces me parecía, que en su relación con las personas había una sensación de cierto desespero, cercano a una fría, silenciosa desolación.
-¡Extraño ser, el ruso! -me dijo una vez. -En él, como en un tamiz, no queda nada. En su juventud llena su alma ávidamente, con todo lo que le caiga en la mano, y después de los treinta le queda como una basura gris. Para vivir bien, como las personas, ¡hay que trabajar! Trabajar con amor, con fe. Y entre nosotros no saben eso. El arquitecto, construidas dos-tres casas decentes, se sienta a jugar a las cartas, juega toda su vida o se la pasa tras los bastidores del teatro. El doctor, si tiene práctica, deja de seguir la ciencia, no lee nada más que Las novedades terapéuticas, y a los cuarenta años está seriamente convencido, de que todas las enfermedades proceden del resfriado. Yo no encontré ni a un funcionario, que entendiera, siquiera un poquito, el sentido de su trabajo: comúnmente, está en la capital o en una ciudad de gobierno, escribe papeles y se los envía a Zmíev y Smórgon para su ejecución. Pero a quién de Zmíev y Smórgon esos papeles van a privar de su libertad de circular, sobre eso el funcionario piensa tan poco, como el ateo en las penas del infierno. Hecho un nombre con una defensa acertada, el abogado ya deja de preocuparse por la defensa de la verdad, y defiende sólo el derecho a la propiedad, juega en las carreras, come ostras y se presenta como un fino conocedor de todas las artes. El actor, interpretado dos-tres papeles de modo pasadero, ya no se aprende más papeles, sino se pone un cilindro y piensa que es un genio. Toda Rusia es un país de ciertas gentes avariciosas y perezosas: comen mucho, terriblemente, toman, les gusta dormir de día y roncan en sueños. Se casan para el orden en la casa, y se hacen de amantes para tener prestigio en la sociedad. Su psicología es perruna: les pegan, aúllan bajito y se esconden en su perrera, los acarician, y se echan de espaldas patas arriba, y mueven las colitas...
Un desprecio frío y angustiado se traslucía en sus palabras. Pero, al despreciar, compadecía, y cuando delante de él vejaban a alguien, Antón Pávlovich intercedía al instante:
-Bueno, ¿para qué ustedes? Él ya es un viejo, tiene setenta años pues...
O:
-Él aún es joven pues, eso es por estupidez…
Y cuando hablaba así, yo no veía aprensión en su rostro...

1Los señores Rojo, Negro y Blanco.
2Morbus fingidus, enfermedad fingida.
3Alexánder Skabichévskii, crítico literario, publicista. En su artículo Los cuentos abigarrados, Skabichévskii escribe que “Chejov malgasta su talento en tonterías, y escribe lo primero que le venga a la cabeza, sin meditar mucho tiempo el contenido de sus cuentos”, y después habla del “destino de los escritores gaceteros”, a quienes “les toca morir en el olvido absoluto en algún lugar, junto una cerca” (El Heraldo del norte, Nº 6, 1886).

Continuará…

Imagen: Ferdinand Georg Waldmüller, Señora Magdalena Werner, 1835.

lunes, 23 de junio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Me parece que toda persona, ante Antón Pávlovich, percibía en sí, inevitablemente, el deseo de ser más sencilla, auténtica, de ser más ella misma, y yo más de una vez observé, cómo las personas se libraban de los ropajes abigarrados, las frases librescas, las palabras de moda y todas las demas cosas baratas con que el ruso, deseando parecer un europeo, se adorna como un salvaje con las conchas y los dientes de pescado. A Antón Pávlovich no le gustaban ni los dientes de pescado ni las plumas de gallo; todas las cosas abigarradas, resonantes y extrañas que la persona se pone "para darse importancia", le producían turbación, y yo advertía que cada vez que veía ante sí a una persona ataviada, se apoderaba de él el deseo de liberarla de toda esa pacotilla penosa y no necesaria, que deformaba el rostro auténtico y el alma viva del interlocutor. Toda su vida A. Chejov la vivió a cuenta de los medios de su alma, siempre fue él mismo, era libre en su interior y nunca contó con los que esperaban, ni con los más groseros que exigían de Antón Chejov. No le gustaban las conversaciones sobre “temas elevados", esas conversaciones con las que la persona delicada rusa se consuela a sí misma con tanto empeño, olvidando que es ridículo y no ingenioso en absoluto razonar sobre los trajes de terciopelo del futuro, no teniendo en el presente ni un pantalón decente.
Bellamente sencillo, le gustaba todo lo sencillo, auténtico, sincero, y tenía una manera peculiar de volver sencillas a las personas.
Una vez lo visitaron tres damas vestidas de modo pomposo; llenando su habitación con el fru-frú de sus faldas de seda y la fragancia de sus perfumes fuertes, se sentaron frente al amo con ceremonia, fingieron que les interesaba mucho la política y empezaron a "hacer preguntas".
-¡Antón Pávlovich! ¿Y usted cómo piensa, con qué terminará la guerra?
Antón Pávlovich tosió, pensó y respondió con suavidad, en un tono serio, cariñoso:
-Probablemente, con la paz...
-¡Bueno, sí, por supuesto! ¿Pero quién ganará pues? ¿Los griegos o los turcos?
-A mí me parece, que ganarán los más fuertes...
-¿Y quién es, para usted, el más fuerte? –le preguntaron las damas a porfía.
-Los que se alimenten mejor y sean más instruidos...
-¡Ah, qué ingenioso es eso! -exclamó una.
-¿Y a usted quiénes le gustan más, los griegos o los turcos? -preguntó otra.
Antón Pávlovich le echó una mirada con cariño y le respondió con una sonrisa dócil, amable:
-A mí me gusta la mermelada... ¿Y a usted, le gusta?
-¡Mucho! -exclamó la dama vivamente.
-¡Es tan aromática! -confirmó otra de modo respetable.
Y todas las tres rompieron a hablar vivamente, mostrando en la cuestión de la mermelada una perfecta erudición y un fino conocimiento del tema. Era evidente, que estaban muy satisfechas con que no era necesario forzar la mente, y fingirse seriamente interesadas en los turcos y los griegos, sobre los que hasta ese momento no habían pensado.
Al salir, le prometieron a Antón Pávlovich con júbilo:
-¡Le mandaremos mermelada!
-¡Usted platicó divinamente! –observé yo cuando éstas se fueron.
Antón Pávlovich se echó a reír calladamente, y dijo:
-Hace falta que cada persona hable su propia lengua1
Otra vez, encontré en su casa a un joven bonito, sustituto de fiscal. Estaba parado ante Chejov y, sacudiendo su cabeza rizada, decía con fluidez:
-Con el cuento El malhechor usted, Antón Pávlovich, me plantea una cuestión compleja en extremo. Si yo reconozco en Denís Grigóriev la presencia de una voluntad maligna, que actúa de modo consciente, yo debo, sin reserva, meter a Denís en la cárcel, como lo exigen los intereses de la sociedad. ¡Pero él es un salvaje, él no reconocía la criminalidad de sus actos, me da lástima con él! Si yo pues, lo considero un sujeto que actúa sin juicio, y me entrego a una sensación de compasión, ¿cómo le garantizo a la sociedad, que Denís no va a desenroscar de nuevo las tuercas de las vías, y no armará un choque? ¡Esa es la cuestión! ¿Cómo hacer pues?
Se calló, movió su cuerpo hacia atrás y echó una mirada inquisitiva al rostro de Antón Pávlovich. Su uniforme era nuevecito, y los botones de su pecho brillaban con la misma presunción y estupidez, con que sus ojos en su rostro puro de joven celoso de la justicia.
-Si yo fuera juez -dijo Antón Pávlovich con seriedad, -absolvería a Denís...
-¿Sobre qué fundamento?
-Yo le diría: "Tú, Denís, todavía no estás maduro para ser un criminal de tipo consciente, ¡ve y madura!"
El jurista se echó a reír, pero al instante se puso serio y solemne de nuevo, y continuó:
-No, estimado Antón Pávlovich, la cuestión que usted ha planteado, puede ser resuelta sólo en interés de la sociedad, cuya existencia y propiedad yo debo cuidar. Denís es un salvaje, sí, pero es un criminal, ¡esa es la verdad!
-¿A usted le gusta el gramófono? -le preguntó de pronto Antón Pávlovich con cariño.
-¡Oh, sí! ¡Mucho! ¡Es un invento admirable! –replicó el joven vivamente.
-¡Y yo no puedo soportar los gramófonos! -confesó Antón Pávlovich con tristeza.
-¿Por qué?
-Pues porque hablan y cantan sin sentir nada. Y todo les sale como en caricatura, muerto... ¿Y usted no se dedica a la fotografía?
Resultó, que el jurista era un apasionado admirador de la fotografía; al instante rompió a hablar de ésta con afición, sin interesarse en el gramófono en absoluto, a pesar de su afinidad con ese "invento admirable", advertida por Chejov de modo fino y acertado. De nuevo vi cómo surgía del uniforme un hombrecito vivo y bastante divertido, que aún se sentía en la vida como un cachorro en una cacería.
Tras acompañar al joven, Antón Pávlovich dijo sombrío:
-Ahí tiene qué granujosos… en el banco de la justicia, disponen del destino de las personas.
Y, habiendo callado, añadió:
-A los fiscales les gusta mucho pescar. ¡En particular yorshs2!

1Escribe Maxím Górkii en su libro de apuntes: “A.P. Chejov. Las damas se “deshacían” ante él, se inclinaban, mostrando todas sus redondeces, ponían ojos aceitosos, le preguntaban con pesadumbre:
-¿A.P., por qué usted escribe del amor tan tristemente?
Tras toser, rascarse la barbita, él respondía con preguntas inesperadas:
-¿Usted ha estado en Mírgorod?
-¿Eso dónde es?
-En el gobierno de Poltáva. ¿Recuerda el Mírgorod de Gógol?
-¿Ah, entonces, Gógol no inventó eso?
-Gógol nunca inventaba nada.
-¿Y… y Viy?
Y sin referirse a Viy, A.P. contaba con toda seriedad, que Mírgorod era notable en todo el mundo por su charco, y que gentes de todos los Estados de Europa venían a verlo.
-Ellos, en Europa, no tienen ciudades con esos charcos en las plazas…” (Archivo de M. Górkii, lib. VI, M., 1957, p. 212).
2Juego de palabras intraducible, yorsh, gobio, yorsh, mezcla de cerveza con vodka.

Continuará…

Imagen: John Singer Sargent, The Misses Vickers, 1884.

jueves, 19 de junio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Muy a menudo me tocó oírle decir:
-Ahí, ¿sabe?, vino un maestro… enfermo, casado, ¿usted no tiene posibilidad de ayudarlo? Por ahora, yo ya lo instalé...
O:
-Escuche, Górkii, ahí un maestro quiere conocerlo. No sale, está enfermo. Si pasara usted a verlo, ¿está bien?
O:
-Y unas maestras me ruegan que les envíe libros...
A veces hallaba en su casa a ese "maestro": comúnmente, el maestro, rojo por la conciencia de su embarazo, estaba sentado en el borde de la silla y, con sudor en el rostro, escogía las palabras, tratando de hablar de modo regular e “instruido”, o, con la frescura de un hombre enfermizamente tímido, se concentraba todo en el deseo de no mostrarse estúpido a los ojos del escritor, y colmaba a Antón Pávlovich con una lluvia de preguntas, que apenas le habrían venido a la cabeza hasta ese momento.
Antón Pávlovich escuchaba atentamente el discurso incoherente, en sus ojos tristes brillaba una sonrisa, le temblaban las arruguitas de las sienes, y entonces, con su voz profunda, suave, como opaca, él mismo empezaba a decir palabras sencillas, claras y cercanas a la vida, unas palabras que al instante volvían sencillo al interlocutor: éste dejaba de intentar ser ingenioso, por lo que al instante se volvía más inteligente e interesante...
Recuerdo que un maestro -alto, delgado, con un rostro amarillo, famélico y una nariz larga y aguileña, encorvada melancólicamente hacia la barbilla, -estaba sentado frente a Antón Pávlovich y, mirando fijamente su rostro con sus ojos negros, decía con una voz de bajo sombría:
-De semejantes impresiones de la existencia, en el transcurso de la temporada pedagógica, se conforma un conglomerado psicológico tal, que reprime por completo toda posibilidad de una relación objetiva con el mundo circundante. Por supuesto, el mundo no es otra cosa que nuestra representación de éste...
Ahí entró al campo de la filosofía, y caminó por éste, recordando a un borracho sobre el hielo.
-Y dígame, -le preguntó Chejov en voz no alta y cariñosa, -¿quién es el que le pega a los niños en su distrito?
El maestro saltó de la silla y, perturbado, agitó las manos:
-¡Qué dice! ¿Yo? ¡Nunca! ¿Pegar?
Y resopló ofendido.
-No se inquiete, -continuó Antón Pávlovich, sonriendo de modo tranquilizador, -¿acaso yo hablo de usted? Pero yo recuerdo, lo leí en el periódico, alguien les pega, precisamente en su distrito...
El maestro se sentó, se secó el sudor del rostro y, suspirando aliviado, dijo con una voz de bajo apagada:
-¡Es cierto! Hubo un caso. Fue Makárov. ¿Sabe?, no es de extrañar. Es un espanto, pero se explica. Está casado, cuatro hijos, la mujer enferma, él también, con tuberculosis, el salario veinte rublos... y la escuela es un sótano, y para el maestro una habitación. En esas condiciones, aporreas hasta a un ángel de Dios sin ninguna culpa, y los alumnos lejos no son ángeles, ¡créame pues!
Y ese hombre, que recién había pasmado a Chejov con impiedad, con su reserva de palabras ingeniosas, de repente, moviendo su nariz aguileña de modo funesto, empezó a hablar con unas palabras sencillas, pesadas como piedras, iluminando vivamente con su claridad la maldita y terrible verdad de la vida, que se vive en el campo ruso...
Al despedirse del amo, el maestro tomó con ambas manos su mano no grande, seca, de dedos finos y, sacudiéndola, dijo:
-Yo vine a verle como si fuera a la jefatura, con timidez y temblando, me inflé como un pavo, quería mostrarle que yo tampoco estoy cosido con liber1… y me voy pues, como de la casa de una buena persona cercana que lo entiende todo. ¡Un gran asunto ese, entenderlo todo! ¡Gracias a usted! Me voy. Me llevo conmigo una idea buena, bondadosa: los hombres grandes pues, son más sencillos y entendibles, y están más cerca de alma de su prójimo, que todos esos miserables entre los que vivimos. ¡Adiós! Nunca lo olvidaré...
Su nariz se sacudió, sus labios se plegaron en una sonrisa bondadosa, y añadió de modo inesperado:
-Y hablando en particular, los canallas también son hombres desgraciados, ¡que se los lleve el diablo!
Cuando se fue, Antón Pávlovich le echó una mirada por detrás, sonrió sin ganas y dijo:
-Un buen tipo. No va a enseñar mucho tiempo...
-¿Por qué?
-Lo van a envenenar… a echar...
Tras pensarlo, añadió en voz no alta y suave:
-En Rusia, el hombre honrado es algo así como un deshollinador, con el que las nanas asustan a los niños pequeños...

1Cosido con liber (expresión familiar), aproximadamente, saber donde tiene la mano izquierda.

Continuará...

Imagen:
Johann Sperl, Interior de una cocina, 1874.

El diplomático (Escenita)


La esposa del consejero titular, Anna Lvóvna Kuváldina, entregó el espíritu. -¿Cómo hacer ahora pues? –empezaron a aconsejarse los parientes y los conocidos. –Habría que decirle al esposo. Él, aunque no vivía con ella, de todas formas quería a la finada. Hace poco fue a verla, se arrastró de rodillas y todo: “¡Ánnochka! ¿Cuándo pues, finalmente, me vas a perdonar la exaltación de un instante?” Y todo, ¿sabe?, en ese género. Hay que darle a saber...
-¡Aristárj Ivánich! –se dirigió la llorosa tía al teniente Piskarióv, que tomaba parte en el consejo de parientes. –Usted es amigo de Mijaíl Petróvich. ¡Dígnese, vaya a verlo a la oficina y dele a saber sobre esta desgracia!.. Sólo que usted, hijito, no de una vez, no lo aturda, no sea que a él también le pase algo. Es enfermizo. Prepárelo primero, y después ya...
El teniente se puso la visera y se dirigió por el camino a la oficina, donde servía el viudo de nueva hornada. Lo encontró sacando el balance.
-A ver a Mijaíl Petróvich –empezó, sentándose a la mesa de Kuváldin y secándose el sudor. -¡Saludos hijito! ¡Y hay un polvo en las calles, perdona señor! Escribe, escribe... No voy a empezar a molestar... Me siento un poco y me voy... Pasaba, ¿sabes?, cerca y pienso: ¡y pues ahí sirve Mísha! ¡Déjame pasar! A propósito, y este... hay un asunto...
-Siéntese un poco, Aristárj Ivánich... Espere... Yo en un cuarto de hora termino, entonces hablamos...
-Escribe, escribe... Yo pues sólo así, paseando... Dos palabras te digo, ¡y andando!
Kuváldin puso la pluma y se dispuso a escuchar. El teniente se rascó tras el cuello y continuó:
-Es asfixiante aquí, y en la calle un puro paraíso... Un solecito, una brisita así, sabes... los pajaritos... ¡La primavera! ¡Voy por el boulevard, y me siento así, ¿sabes?, bien!.. Yo soy un hombre independiente, viudo... Voy a donde quiera ahí... Quiero, paso por la taberna, quiero, me paseo de arriba abajo en el tranvía de caballos, y nadie se atreve a pararme, nadie aúlla por mí en la casa... No, hermano, no hay mejor vida que el estado de soltero... ¡A gusto! ¡Libre! ¡Respiras, y sientes que respiras! Llego ahora a la casa y ninguna... Nadie se atreve a preguntarme a dónde fui... Soy dueño de mí... Muchos elogian la vida familiar, hermano tú mío, pero para mí es peor que el presidio... Esas modas, los polisones, los chismes, el gañido... a cada rato las visitas... los niñitos uno tras otro así, se arrastran por el mundo de Dios... los gastos... ¡Tfú!
-Yo ahora, -profirió Kuváldin, tomando la pluma. –Termino y entonces...
-Escribe, escribe... Bueno, si no te toca una diabla de esposa, ¿pero, si es un satanás en falda? ¿Si es una así, qué revolotea y zumba por días enteros?.. ¡Empiezas a dar alaridos! Tomarte siquiera a ti de ejemplo... Mientras eras soltero, parecías una persona, y tan pronto te casaste con la tuya, te decaíste, te entregaste a la melancolía... Te deshonró ante toda la ciudad... te echó de la casa... ¿Qué hay pues de bueno ahí? Y no hay por qué compadecer a una esposa así...
-Yo soy el culpable de nuestra ruptura, y no ella, –suspiró Kuváldin.
-¡Deja, por favor! ¡La conozco! ¡Rabiosa, voluntariosa, pícara! Si una palabra, pues un aguijón venenoso, si una mirada, pues un cuchillo afilado... ¡Y lo que había en la finada de pinchazo, expresarlo es imposible!
-¿O sea, cómo en la finada? –puso los ojos grandes Kuváldin.
-¿Pero acaso yo dije: en la finada? –advirtió de repente Piskarióv, sonrojándose. –En absoluto, yo no dije eso... Qué te pasa, ve con Dios... ¡Ya te pusiste pálido! Je-je... ¡Oye con la oreja, y no con la panza1!
-¿Usted estuvo hoy donde Aniúta?
-Pasé por la mañana... Estaba acostada... A la sirvienta, la trae al redopelo... Que a ella no así le sirvieron, otra cosa... ¡Una mujer insoportable! No entiendo, por qué la quieres, que vaya con Dios del todo... Dios quisiera que te soltara, infeliz... Vivirías un poco en libertad, te divertirías... te casarías con otra... ¡Bueno, bueno, no voy! ¡No te enfurruñes! Yo pues sólo así, como los viejos... Por mí, como sabes... Quieres, ama, quieres, no ames, y yo pues así... por desear el bien... No vive contigo, no quiere saber de ti... ¿qué clase de esposa es esa? No es bonita, enclenque, de mala entraña... Y no hay por qué lamentar... Si dejaras de...
-¡A la ligera razona, Aristárj Ivánich! –suspiró Kuváldin. El amor no es un cabello, no lo arrancas rápido2.
-¡Hay por qué amar! Y excepto pinchazos, tú no viste más nada de ella. Tú perdóname a mí, a un viejo, pero yo no la quería... ¡No la podía ver! Iba cerca de su apartamento y cerraba los ojos, para no verla... ¡Que vaya con Dios! El reino de los cielos para ella, el descanso eterno pero... ¡no la quería, hombre pecador!
-Oiga, Aristárj Ivánich... –palideció Kuváldin. –Usted ya es la segunda vez que se va de lengua... ¿Se murió ella, o qué?
-¿O sea, quién se murió? Nadie se murió, sólo que yo no la quería, a la finada... ¡tfú!, o sea no a la finada, sino a ella... A tu Ánnushka pues...
-¿Pero ella se murió, o qué? ¡Aristárj Ivánich, no me torture! Usted como que está excitado de un modo extraño, se equivoca... elogia la vida de soltero... ¿Se murió? ¿Sí?
-¡Pues sí, se murió! –balbuceó Piskarióv, tosiendo. –Cómo tú, hermano, todo de una vez... ¡Y siquiera si se muriera! Todos nos vamos a morir, y ella, por lo tanto, tiene que morirse... Y tú vas a morirte, y yo...
Los ojos de Kuváldin se enrojecieron y se llenaron de lágrimas...
-¿A qué hora? –preguntó quedo.
-A ninguna... ¡Ya estás encopitado! ¡Que no se murió ella! ¿Quién te dijo que ella se murió?
-Aristárj Ivánich yo... yo le ruego. ¡No me compadezca!
-Contigo, hermano, no se puede hablar, como si fueras chiquito. ¿Pues yo no te dije que ella se presentó? ¿Pues no te dije? ¿Por qué sueltas saliva? ¡Ve, mírala, está vivita! Cuando pasé a verla, se estaba peleando con la tía... Ahí el padre Matvéi diciendo la misa de réquiem, y ella gritando por toda la casa.
-¿Qué misa de réquiem? ¿Para qué la dice?
-¿La misa pues? Y así... como en lugar del tedéum. O sea... no hubo ninguna misa de réquiem, sino algo así... no hubo nada.
Aristárj Ivánich se enredó, se levantó y, volviéndose hacia la ventana, empezó a toser.
-Una tos tengo, hermano... No sé dónde me resfrié...
Kuváldin también se levantó y caminó nervioso alrededor de la mesa.
-Me confunde usted, –dijo, tirándose de la barbita con manos trémulas. –Ahora se entiende... se entiende todo. ¡Y no sé para qué toda esa diplomacia! ¿Por qué no decirlo de una vez? ¿Se murió pues?
-Hum... ¿Cómo decirte? -se encogió de hombros Piskarióv. –No es que se murió, sino así... ¡Pero es que tú ya estás llorando! ¡Todos pues nos vamos a morir! ¡No es ella la única mortal, todos vamos a estar en el otro mundo! ¡Para qué llorar pues delante de la gente, si agarraras mejor y la recordaras! ¡Si te persignaras!
Medio minuto Kuváldin, aturdido, miró a Piskarióv, después palideció terriblemente y, cayendo sobre la butaca, se anegó en un llanto histérico... Tras las mesas saltaron sus colegas y se lanzaron hacia él en su ayuda. Piskarióv se rascó la nuca y frunció el ceño.
-¡Una comisión con estos señores, por Dios! –rezongó abriendo los brazos. –Llorar a gritos... bueno, ¿y por qué llorar a gritos, se pregunta? ¿Mísha, pero tú estás en tu juicio? ¡Mísha! –se dispuso a empujar a Kuváldin. -¡Pues no se murió aún! ¡¿Quién te dijo que ella se murió?! ¡Al contrario, los doctores dicen que aún hay esperanza! ¡Mísha! ¡Ah Mísha! ¡Te digo que no se murió! ¿Quieres vamos a verla juntos? Precisamente, y alcanzamos a la misa de réquiem... o sea, ¿qué yo? No a la misa de réquiem, sino al almuerzo. ¡Míshenka, te aseguro que aún está viva! ¡Que me castigue Dios! ¡Que se me salgan los ojos! ¿No me crees? En ese caso vamos a verla... Me llamarás entonces lo que quieras si... ¿Y de dónde él inventó eso, no entiendo? Yo mismo estuve hoy donde la finada, o sea no donde la finada, sino... ¡tfú!
El teniente dejó de la mano, escupió y salió de la dirección. Al llegar al apartamento de la finada, se tumbó en el diván y se agarró los cabellos.
-¡Vaya a verlo usted misma! –profirió con desesperación. –¡Prepárelo usted misma para la noticia, y a mí libéreme ya! ¡No deseo! Dos palabras sólo le dije... ¡Sólo le insinué casi, y mire lo que le pasa! ¡Se muere! ¡Sin sentido! ¡La próxima vez, por nada del mundo!.. ¡Vaya usted misma!..

1Oye con la oreja, y no con la panza (refrán), aproximadamente...
2El amor no es un cabello, no lo arrancas rápido (refrán), aproximadamente...

Título original: Diplomat, publicado por primera vez en la Peterburgskaya gazeta, 1885, Nº 135, con la firma: “A. Chejonté”.

martes, 17 de junio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Una vez me llamó a su pueblo, Kuchúk-Koi1, donde tenía un pequeño pedazo de tierra y una casita blanca de dos pisos. Allí, al mostrarme su “posesión”, rompió a hablar vivamente:
-Si yo tuviera mucho dinero, instalaría aquí un sanatorio para los maestros rurales enfermos. ¿Sabe?, construiría un edificio así claro, muy claro, con ventanas grandes y techos altos. Tendría una hermosa biblioteca, diversos instrumentos musicales, un colmenar, un huerto, un jardín frutal, se podrían dictar conferencias de agronomía, meteorología, ¡un maestro debe saberlo todo, padrecito, todo!
De pronto calló, tosió, me echó una mirada de soslayo, y sonrió con su sonrisa suave, grácil, que siempre atraía a él de modo irresistible, y despertaba una atención peculiar, intensa a sus palabras.
-¿Le aburre escuchar mis fantasías? Y a mí me gusta hablar de eso. ¡Si usted supiera, cuánta falta le hace al campo ruso un maestro bueno, inteligente, instruido! Aquí, en Rusia, es necesario ponerlo en ciertas condiciones especiales, y eso hay que hacerlo rápido, si entendemos que sin una instrucción amplia del pueblo, el estado se derrumba, ¡como una casa construida con ladrillos mal cocidos! El maestro debe ser un artista, un pintor enamorado ardientemente de su labor, y entre nosotros es un obrero lumpen, un hombre mal instruido, que va al campo a enseñar a los niños con las mismas ganas, con que iría al destierro. Anda con hambre, apocado, asustado con la posibilidad de perder su pedazo de pan. Y haría falta que fuera el primer hombre del pueblo, que pudiera responder a todas las preguntas del mujík, para que los mujíks reconozcan en él una fuerza digna de atención y respeto, que nadie se atreva a gritarle... a humillar su persona, como hacen todos entre nosotros: el policía, el tendero rico, el pope, el comisario, el curador de escuela, el síndico, y ese funcionario que lleva el título de inspector de escuela, pero que no se preocupa de una mejor situación de la instrucción, sino sólo del cumplimiento minucioso de las circulares del distrito. Es absurdo pues, pagarle unos gróshes2 a un hombre que está llamado a educar al pueblo, ¿entiende?, ¡educar al pueblo! No se puede pues permitir, que ese hombre ande en harapos, tiemble de frío en las escuelas húmedas, sarnosas, se queme, se resfríe, se busque a los treinta años una laringitis, un reumatismo, una tuberculosis... ¡pues eso es una vergüenza para nosotros! Nuestro maestro, ocho, nueve meses al año vive como un anacoreta, no tiene a quien decirle una palabra, se embrutece en la soledad, sin libros, sin distracciones. Y si llama a sus colegas a su casa, lo acusan de ser poco confiable, ¡la palabra estúpida con la que los hombres pícaros asustan a los imbéciles!.. Es repulsivo todo eso... como una burla al hombre que hace un trabajo grande, terriblemente importante. ¿Sabe?, cuando yo veo a un maestro, me siento incómodo con él por su timidez, y por que está mal vestido, me parece que yo mismo soy culpable en algo por esa miseria del maestro... ¡en serio!
Calló, se quedó pensativo y, dejando de la mano, dijo en voz baja:
-Es un país tan absurdo, tan deforme nuestra Rusia.
La sombra de una profunda tristeza cubrió sus ojos divinos, las finas rayas de sus arrugas los rodearon, haciendo profunda su mirada. Echó una mirada a su alrededor y se burló de sí mismo:
-¿Ve?, le solté todo un artículo editorial de periódico liberal. Vamos, le voy a dar té por ser tan paciente…
Eso le sucedía a menudo: hablaba de un modo cálido, serio, sincero, y de repente se burlaba de sí mismo y de su discurso. Y en esa burla suave, triste se sentía el fino escepticismo de un hombre, que conocía el precio de las palabras, el precio de los sueños. Y en esa burla asomaba aun una modestia agradable, una aguda delicadeza...
Despacio y callados fuimos a la casa. Era un día claro, caluroso, las olas rumoraban bajo los rayos brillantes del sol, a los pies de la montaña aullaba cariñosamente un perro satisfecho de algo. Chejov me tomó del brazo y, tosiendo, profirió con lentitud:
-Es vergonzoso y triste, pero es cierto: hay mucha gente que envidia a los perros...
Y al instante, echándose a reír, añadió:
-Yo hoy sólo digo palabras caducas… entonces, ¡estoy envejeciendo!

1La casa en el pueblo Kuchúk-Koi, en el litoral sureño de Crimea; Chejov la adquiere a finales de 1898, antes de poseer su casa de campo en Yalta.
2Grosh, antigua moneda rusa de ½ kópek.
Continuará...

Imagen: Franz von Defregger, Casa natal del artista, 1877.