Una escena hermosa y emotiva constituía la humanidad el primer día del año nuevo. Todos se alegraban, solazaban, se felicitaban los unos a los otros. El aire se inundaba de los deseos más sinceros y cordiales. Todos estaban dichosos y satisfechos…
Sólo el secretario de gobierno Ponimáev estaba insatisfecho. El mediodía del año nuevo, estaba parado en una de las calles capitalinas, y protestaba. Abrazando con la mano derecha el poste de un farol, y espantando con la izquierda se desconoce qué, farfullaba cosas imperdonables y estipuladas… Junto a él estaba parada su esposa, y lo halaba por la manga. Su rostro estaba lloroso y expresaba pesar.
-¡Ídolo tú mío! -decía ella. -¡Castigo tú mío! ¡Tus ojos son impúdicos, desconsiderado! ¡Ve, te digo! ¡Ve, antes que pase el tiempo, y firma! ¡Ve, borracho malcarado!
-¡De ningún modo! ¡Yo soy un hombre instruido, y no deseo someterme a la ignorancia! ¡Ve tú y firma si quieres, y a mí déjame!.. No deseo estar en la esclavitud.
-¡Ve! ¡Si no firmas, pues será una desgracia para ti! Te van a echar, canalla mío, ¿y entonces yo, significa, me voy a morir de hambre? ¡Ve, perro!
-Está bien… Me perderé… ¿Por la verdad? ¡Pues siquiera ahora!
Ponimáev levantó el brazo para espantar a su esposa, y describió un semicírculo en el aire… Un inspector de policía que caminaba cerca, con un capote nuevo, se detuvo por un segundo y, dirigiéndose a Ponimáev, dijo:
-¡Avergüéncese! ¡Compórtese, siga el ejemplo de los demás!
A Ponimáev le dio vergüenza. Avergonzado, empezó a parpadear, y retiró la mano del poste del farol con brusquedad. Su esposa aprovechó ese momento, y lo haló por la manga a lo largo de la calle, evitando con esmero todo de lo que él pudiera agarrarse. Unos diez minutos después, no más, terminó de halar a su esposo hasta la entrada de su jefe.
-¡Bueno ve, Aliósha! –le dijo con ternura, llevando a su esposo al portal. –¡Ve Alióshechka! Firma solamente, y vete de nuevo. Y yo por eso te voy a comprar cognac para el té. No te voy a regañar cuando estés bebido… ¡No me hundas a mí, a una huérfana!
-Aah… hum… ¿Ésta es, por lo tanto, su casa? ¡Excelente! ¡Muy bien! ¡Vamos a firmar, qué diablos! ¡Así vamos a firmar, que lo va a recordar por largo tiempo! ¡Se lo voy a escribir todo en ese papel! ¡Le voy a escribir qué opinión tengo yo! ¡Deja que me eche entonces! ¡Y si me echa, pues tú eres la culpable! ¡Tú!
Ponimáev se tambaleó, empelló la puerta con el hombro y, ruidosamente, penetró por la entrada. Allí, junto a la puerta, estaba parado el portero Yegór, con una fisonomía recién afeitada, navideña. Junto a la mesita con la hoja de papel estaban parados Viezúviev y Chernosvínskii, los colegas de Ponimáev. El alto y flaco Viezúviev firmaba, y Chernosvínskii, un hombre pequeño, picado de viruelas, esperaba su turno. Ambos tenían escrito en los rostros: “¡Por el año nuevo, por la nueva dicha!” Se veía que firmaban no sólo física, sino también moralmente. Al verlos, Ponimáev sonrió con desprecio e, indignado, se arrebujó con la pelliza.
-¡Por supuesto! –rompió a hablar. -¡Por supuesto! ¿Cómo no felicitar a su excelencia primero? ¡No se puede no felicitar! ¡Ja, ja! ¡Hay que expresar sus sentimientos esclavos!
Viezúviev y Chernosvínskii, asombrados, le echaron una mirada. ¡Desde su nacimiento no habían oído tales palabras!
-¿Acaso esto no es una ignorancia, algo lacayuno! –continuó Ponimáev. -¡Déjalo, no firmes! ¡Expresa una protesta!
Golpeó la hoja con el puño y movió la firma de Viezúviev.
-¡Te rebelas, su eminencia! –dijo Yegór, saltando hacia la mesa y alzando la hoja por encima de su cabeza. –Por esto, su eminencia, a su prójimo… ¿sabes cómo?
En ese momento la puerta se abrió, y penetró por la entrada un hombre alto, maduro, con una pelliza de oso y un tricornio dorado. Era el jefe de Ponimáev, Vieleliéptov. Después de su entrada, Yegór, Viezúviev y Chernosvínskii tragaron por un arshín y se estiraron. Ponimáev se estiró también, pero sonrió con malicia y torció un bigote.
-¡Ah! –dijo Vieleliéptov al ver a los funcionarios. -¿Ustedes… están aquí? M-sí… los amigos… Se entiende… -(por lo visto, su excelencia estaba un poco bebido). Se entiende… Y a ustedes asimismo… Gracias, por que no se olvidaron… Gracias… M-sí… Es agradable ver… Les deseo… ¿Y tú, Ponimáev, ya murmuraste bastante? Eso no es nada, no te confundas… Bebe, y el asunto entiende… Beban y diviértanse…
-¡Todo cereal es para bien del hombre, su excelencia! –se arriesgó a insertar Viezúviev.
-Bueno sí, se entiende… ¿Cómo tú dijiste? ¿Cuál cereal? Bueno, vayan a gusto… con Dios… O no… ¿Ustedes estuvieron ya donde Nikíta Projórich? ¿No estuvieron aún? Excelente. Yo les voy a dar unos libros… llévenselos a él… Él me dio a leer El peregrino por dos años… Así pues, hay que llevárselo… Vamos, yo se los voy a dar… ¡Quítense las pellizas!
Los funcionarios se quitaron las pellizas y fueron tras Vieleliéptov. Primero entraron al recibidor, y después a una gran sala decorada de modo lujoso, donde, tras una mesa redonda, estaba sentada la misma generala. A ambos lados suyos estaban sentadas dos damas jóvenes, una con guantes blancos, la otra con negros. Vieleliéptov dejó en la sala a los funcionarios y fue a su gabinete. Los funcionarios se confundieron.
Unos diez minutos estuvieron parados callados, sin moverse y sin saber dónde meter las manos. Las damas hablaban en francés y, a cada rato, alzaban sus ojos hacia ellos... ¡Una tortura! Finalmente, Vieleliéptov salió del gabinete, llevando en ambas manos un gran atado de libros.
-Aquí tienen, -dijo. –Dénselos a él y agradézcanle… Es El peregrino. Yo lo leía a veces por las tardes… Y a ustedes… gracias, por que no se olvidaron… vinieron a honrar… ¿A mis funcionarios observan? –se dirigió Vieleliéptov a las damas. –Je, je… Miren, miren… Este es Viezúviev, este Chernosvínskii… y este es mi Ponimáev. Entro yo una vez a la de guardia, y él, este Ponimáev, imitaba ahí una máquina. ¿Cómo es? ¡Psh!, ¡psh!, ¡psh! Silvaba así, pateaba… Le salía así, natural … M-sí… ¡A ver pues, expresa! Imita pues para nosotros.
Las damas fijaron sus ojos en Ponimáev y empezaron a sonreírse. Él empezó a toser.
-No sé… Me olvidé, su excelencia… -musitó. –No puedo y no deseo.
-¿No deseas? –se asombró Vieleliéptov. -¿Ah? Lástima… Lástima que no puedes complacer a un viejo… Adiós… Ofende… Anda…
Viezúviev y Chernosvínskii empujaron a Ponimáev por el costado. Y él mismo se asustó de su rechazo. Sus ojos se nublaron… Los guantes negros se mezclaron con los blancos, los rostros se combaron, los muebles saltaron, y el mismo Vieleliéptov se convirtió en un gran dedo indicador. Tras estar parado y musitar algo, Ponimáev se apretó El peregrino contra el pecho y salió a la calle. Allí vio a su esposa pálida, trémula de frío y horror. Viezúviev y Chernosvínskii ya estaban parados a su lado y, gesticulando con las manos fuertemente, le decían algo horrible en las dos orejas al mismo tiempo. “¿Qué va a pasar ahora?”, se leía en sus figuras y movimientos. Ponimáev, tras echar una ojeada sin esperanza a su esposa, caminó con los libros despacio tras sus amigos.
Al regresar a su casa no almorzó ni no tomó té… Por la noche lo despertó una pesadilla.
Se levantó y echó una mirada a la oscuridad. Los guantes negros y blancos, las patillas de Vieleliéptov, todo eso empezó a bailar ante sus ojos, a girar, y recordó lo sucedido.
-¡Soy un cerdo, un cerdo! –rezongó. -¡Protesta burro si quieres, pero no te atrevas a no respetar a los mayores! ¿Qué te costaba imitar la máquina?
Más no pudo dormirse. Toda la noche, hasta la misma mañana, lo torturaron el remordimiento de conciencia, el tedio y el sollozo de su esposa. Al echar una mirada al espejo por la mañana, se vio no a sí mismo, sino la fisonomía de alguien, pálida, extenuada, triste…
-¡No voy a ir al servicio! –decidió. -Todo es lo mismo… ¡Es sólo el final!
Todo el segundo día del año nuevo lo dedicó a caminar de una esquina a la otra.Caminaba, suspiraba y pensaba:
-¿Con quién pues conseguir un revolver? En vez de vivir así, es mejor ya… en verdad… Una bala en la frente, y fin…
Al tercer día corrió del tedio hacia el servicio.
“¡Algo va a pasar!” –pensaban los funcionarios, echándole miradas tras los tinteros.
Lo mismo pensaba Ponimáev.
-¿Qué pues? –susurró a Viezúviev. -¡Que me eche! A él mismo le será infame, si yo me levanto la mano.
A las 11 llegó Vieleliéptov. Al pasar por el lado de Ponimáev y echar una ojeada a su rostro pálido, fuertemente adelgazado, asustado, se detuvo, movió la cabeza y dijo:
-¡Y buena tú la agarraste entonces, hermano! Hasta ahora la jeta no entró en sus marcos. Hay que ser más moderado, amigo… No está bien… ¿Por largo tiempo acaso perder la salud?
Y, tras darle unas palmadas a Ponimáev por el hombro, Vieleliéptov siguió adelante.
“¿Sólo eso?” –pensaron todos los presentes.
Ponimáev se echó a reír de placer. Incluso pió como un pájaro, ¡así le era de agradable! Pero su rostro pronto cambió… Frunció el ceño y mostró los dientes en una sonrisa de desprecio.
-¡Suerte tuya, que yo entonces estaba bebido! –rezongó en voz alta tras Vieleliéptov. –Suerte tuya, si no pues… ¿Recuerdas, Viezúviev, cómo lo aniquilé?
Al llegar del servicio a su casa, Ponimáev almorzó con gran apetito.
Título original: Liberal, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 1, con la firma: “A. Chejonté.”
Imagen: Claude Monet, Boulevard des Capucines, 1873.
Sólo el secretario de gobierno Ponimáev estaba insatisfecho. El mediodía del año nuevo, estaba parado en una de las calles capitalinas, y protestaba. Abrazando con la mano derecha el poste de un farol, y espantando con la izquierda se desconoce qué, farfullaba cosas imperdonables y estipuladas… Junto a él estaba parada su esposa, y lo halaba por la manga. Su rostro estaba lloroso y expresaba pesar.
-¡Ídolo tú mío! -decía ella. -¡Castigo tú mío! ¡Tus ojos son impúdicos, desconsiderado! ¡Ve, te digo! ¡Ve, antes que pase el tiempo, y firma! ¡Ve, borracho malcarado!
-¡De ningún modo! ¡Yo soy un hombre instruido, y no deseo someterme a la ignorancia! ¡Ve tú y firma si quieres, y a mí déjame!.. No deseo estar en la esclavitud.
-¡Ve! ¡Si no firmas, pues será una desgracia para ti! Te van a echar, canalla mío, ¿y entonces yo, significa, me voy a morir de hambre? ¡Ve, perro!
-Está bien… Me perderé… ¿Por la verdad? ¡Pues siquiera ahora!
Ponimáev levantó el brazo para espantar a su esposa, y describió un semicírculo en el aire… Un inspector de policía que caminaba cerca, con un capote nuevo, se detuvo por un segundo y, dirigiéndose a Ponimáev, dijo:
-¡Avergüéncese! ¡Compórtese, siga el ejemplo de los demás!
A Ponimáev le dio vergüenza. Avergonzado, empezó a parpadear, y retiró la mano del poste del farol con brusquedad. Su esposa aprovechó ese momento, y lo haló por la manga a lo largo de la calle, evitando con esmero todo de lo que él pudiera agarrarse. Unos diez minutos después, no más, terminó de halar a su esposo hasta la entrada de su jefe.
-¡Bueno ve, Aliósha! –le dijo con ternura, llevando a su esposo al portal. –¡Ve Alióshechka! Firma solamente, y vete de nuevo. Y yo por eso te voy a comprar cognac para el té. No te voy a regañar cuando estés bebido… ¡No me hundas a mí, a una huérfana!
-Aah… hum… ¿Ésta es, por lo tanto, su casa? ¡Excelente! ¡Muy bien! ¡Vamos a firmar, qué diablos! ¡Así vamos a firmar, que lo va a recordar por largo tiempo! ¡Se lo voy a escribir todo en ese papel! ¡Le voy a escribir qué opinión tengo yo! ¡Deja que me eche entonces! ¡Y si me echa, pues tú eres la culpable! ¡Tú!
Ponimáev se tambaleó, empelló la puerta con el hombro y, ruidosamente, penetró por la entrada. Allí, junto a la puerta, estaba parado el portero Yegór, con una fisonomía recién afeitada, navideña. Junto a la mesita con la hoja de papel estaban parados Viezúviev y Chernosvínskii, los colegas de Ponimáev. El alto y flaco Viezúviev firmaba, y Chernosvínskii, un hombre pequeño, picado de viruelas, esperaba su turno. Ambos tenían escrito en los rostros: “¡Por el año nuevo, por la nueva dicha!” Se veía que firmaban no sólo física, sino también moralmente. Al verlos, Ponimáev sonrió con desprecio e, indignado, se arrebujó con la pelliza.
-¡Por supuesto! –rompió a hablar. -¡Por supuesto! ¿Cómo no felicitar a su excelencia primero? ¡No se puede no felicitar! ¡Ja, ja! ¡Hay que expresar sus sentimientos esclavos!
Viezúviev y Chernosvínskii, asombrados, le echaron una mirada. ¡Desde su nacimiento no habían oído tales palabras!
-¿Acaso esto no es una ignorancia, algo lacayuno! –continuó Ponimáev. -¡Déjalo, no firmes! ¡Expresa una protesta!
Golpeó la hoja con el puño y movió la firma de Viezúviev.
-¡Te rebelas, su eminencia! –dijo Yegór, saltando hacia la mesa y alzando la hoja por encima de su cabeza. –Por esto, su eminencia, a su prójimo… ¿sabes cómo?
En ese momento la puerta se abrió, y penetró por la entrada un hombre alto, maduro, con una pelliza de oso y un tricornio dorado. Era el jefe de Ponimáev, Vieleliéptov. Después de su entrada, Yegór, Viezúviev y Chernosvínskii tragaron por un arshín y se estiraron. Ponimáev se estiró también, pero sonrió con malicia y torció un bigote.
-¡Ah! –dijo Vieleliéptov al ver a los funcionarios. -¿Ustedes… están aquí? M-sí… los amigos… Se entiende… -(por lo visto, su excelencia estaba un poco bebido). Se entiende… Y a ustedes asimismo… Gracias, por que no se olvidaron… Gracias… M-sí… Es agradable ver… Les deseo… ¿Y tú, Ponimáev, ya murmuraste bastante? Eso no es nada, no te confundas… Bebe, y el asunto entiende… Beban y diviértanse…
-¡Todo cereal es para bien del hombre, su excelencia! –se arriesgó a insertar Viezúviev.
-Bueno sí, se entiende… ¿Cómo tú dijiste? ¿Cuál cereal? Bueno, vayan a gusto… con Dios… O no… ¿Ustedes estuvieron ya donde Nikíta Projórich? ¿No estuvieron aún? Excelente. Yo les voy a dar unos libros… llévenselos a él… Él me dio a leer El peregrino por dos años… Así pues, hay que llevárselo… Vamos, yo se los voy a dar… ¡Quítense las pellizas!
Los funcionarios se quitaron las pellizas y fueron tras Vieleliéptov. Primero entraron al recibidor, y después a una gran sala decorada de modo lujoso, donde, tras una mesa redonda, estaba sentada la misma generala. A ambos lados suyos estaban sentadas dos damas jóvenes, una con guantes blancos, la otra con negros. Vieleliéptov dejó en la sala a los funcionarios y fue a su gabinete. Los funcionarios se confundieron.
Unos diez minutos estuvieron parados callados, sin moverse y sin saber dónde meter las manos. Las damas hablaban en francés y, a cada rato, alzaban sus ojos hacia ellos... ¡Una tortura! Finalmente, Vieleliéptov salió del gabinete, llevando en ambas manos un gran atado de libros.
-Aquí tienen, -dijo. –Dénselos a él y agradézcanle… Es El peregrino. Yo lo leía a veces por las tardes… Y a ustedes… gracias, por que no se olvidaron… vinieron a honrar… ¿A mis funcionarios observan? –se dirigió Vieleliéptov a las damas. –Je, je… Miren, miren… Este es Viezúviev, este Chernosvínskii… y este es mi Ponimáev. Entro yo una vez a la de guardia, y él, este Ponimáev, imitaba ahí una máquina. ¿Cómo es? ¡Psh!, ¡psh!, ¡psh! Silvaba así, pateaba… Le salía así, natural … M-sí… ¡A ver pues, expresa! Imita pues para nosotros.
Las damas fijaron sus ojos en Ponimáev y empezaron a sonreírse. Él empezó a toser.
-No sé… Me olvidé, su excelencia… -musitó. –No puedo y no deseo.
-¿No deseas? –se asombró Vieleliéptov. -¿Ah? Lástima… Lástima que no puedes complacer a un viejo… Adiós… Ofende… Anda…
Viezúviev y Chernosvínskii empujaron a Ponimáev por el costado. Y él mismo se asustó de su rechazo. Sus ojos se nublaron… Los guantes negros se mezclaron con los blancos, los rostros se combaron, los muebles saltaron, y el mismo Vieleliéptov se convirtió en un gran dedo indicador. Tras estar parado y musitar algo, Ponimáev se apretó El peregrino contra el pecho y salió a la calle. Allí vio a su esposa pálida, trémula de frío y horror. Viezúviev y Chernosvínskii ya estaban parados a su lado y, gesticulando con las manos fuertemente, le decían algo horrible en las dos orejas al mismo tiempo. “¿Qué va a pasar ahora?”, se leía en sus figuras y movimientos. Ponimáev, tras echar una ojeada sin esperanza a su esposa, caminó con los libros despacio tras sus amigos.
Al regresar a su casa no almorzó ni no tomó té… Por la noche lo despertó una pesadilla.
Se levantó y echó una mirada a la oscuridad. Los guantes negros y blancos, las patillas de Vieleliéptov, todo eso empezó a bailar ante sus ojos, a girar, y recordó lo sucedido.
-¡Soy un cerdo, un cerdo! –rezongó. -¡Protesta burro si quieres, pero no te atrevas a no respetar a los mayores! ¿Qué te costaba imitar la máquina?
Más no pudo dormirse. Toda la noche, hasta la misma mañana, lo torturaron el remordimiento de conciencia, el tedio y el sollozo de su esposa. Al echar una mirada al espejo por la mañana, se vio no a sí mismo, sino la fisonomía de alguien, pálida, extenuada, triste…
-¡No voy a ir al servicio! –decidió. -Todo es lo mismo… ¡Es sólo el final!
Todo el segundo día del año nuevo lo dedicó a caminar de una esquina a la otra.Caminaba, suspiraba y pensaba:
-¿Con quién pues conseguir un revolver? En vez de vivir así, es mejor ya… en verdad… Una bala en la frente, y fin…
Al tercer día corrió del tedio hacia el servicio.
“¡Algo va a pasar!” –pensaban los funcionarios, echándole miradas tras los tinteros.
Lo mismo pensaba Ponimáev.
-¿Qué pues? –susurró a Viezúviev. -¡Que me eche! A él mismo le será infame, si yo me levanto la mano.
A las 11 llegó Vieleliéptov. Al pasar por el lado de Ponimáev y echar una ojeada a su rostro pálido, fuertemente adelgazado, asustado, se detuvo, movió la cabeza y dijo:
-¡Y buena tú la agarraste entonces, hermano! Hasta ahora la jeta no entró en sus marcos. Hay que ser más moderado, amigo… No está bien… ¿Por largo tiempo acaso perder la salud?
Y, tras darle unas palmadas a Ponimáev por el hombro, Vieleliéptov siguió adelante.
“¿Sólo eso?” –pensaron todos los presentes.
Ponimáev se echó a reír de placer. Incluso pió como un pájaro, ¡así le era de agradable! Pero su rostro pronto cambió… Frunció el ceño y mostró los dientes en una sonrisa de desprecio.
-¡Suerte tuya, que yo entonces estaba bebido! –rezongó en voz alta tras Vieleliéptov. –Suerte tuya, si no pues… ¿Recuerdas, Viezúviev, cómo lo aniquilé?
Al llegar del servicio a su casa, Ponimáev almorzó con gran apetito.
Título original: Liberal, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 1, con la firma: “A. Chejonté.”
Imagen: Claude Monet, Boulevard des Capucines, 1873.