Muy a menudo me tocó oírle decir:
-Ahí, ¿sabe?, vino un maestro… enfermo, casado, ¿usted no tiene posibilidad de ayudarlo? Por ahora, yo ya lo instalé...
O:
-Escuche, Górkii, ahí un maestro quiere conocerlo. No sale, está enfermo. Si pasara usted a verlo, ¿está bien?
O:
-Y unas maestras me ruegan que les envíe libros...
A veces hallaba en su casa a ese "maestro": comúnmente, el maestro, rojo por la conciencia de su embarazo, estaba sentado en el borde de la silla y, con sudor en el rostro, escogía las palabras, tratando de hablar de modo regular e “instruido”, o, con la frescura de un hombre enfermizamente tímido, se concentraba todo en el deseo de no mostrarse estúpido a los ojos del escritor, y colmaba a Antón Pávlovich con una lluvia de preguntas, que apenas le habrían venido a la cabeza hasta ese momento.
Antón Pávlovich escuchaba atentamente el discurso incoherente, en sus ojos tristes brillaba una sonrisa, le temblaban las arruguitas de las sienes, y entonces, con su voz profunda, suave, como opaca, él mismo empezaba a decir palabras sencillas, claras y cercanas a la vida, unas palabras que al instante volvían sencillo al interlocutor: éste dejaba de intentar ser ingenioso, por lo que al instante se volvía más inteligente e interesante...
Recuerdo que un maestro -alto, delgado, con un rostro amarillo, famélico y una nariz larga y aguileña, encorvada melancólicamente hacia la barbilla, -estaba sentado frente a Antón Pávlovich y, mirando fijamente su rostro con sus ojos negros, decía con una voz de bajo sombría:
-De semejantes impresiones de la existencia, en el transcurso de la temporada pedagógica, se conforma un conglomerado psicológico tal, que reprime por completo toda posibilidad de una relación objetiva con el mundo circundante. Por supuesto, el mundo no es otra cosa que nuestra representación de éste...
Ahí entró al campo de la filosofía, y caminó por éste, recordando a un borracho sobre el hielo.
-Y dígame, -le preguntó Chejov en voz no alta y cariñosa, -¿quién es el que le pega a los niños en su distrito?
El maestro saltó de la silla y, perturbado, agitó las manos:
-¡Qué dice! ¿Yo? ¡Nunca! ¿Pegar?
Y resopló ofendido.
-No se inquiete, -continuó Antón Pávlovich, sonriendo de modo tranquilizador, -¿acaso yo hablo de usted? Pero yo recuerdo, lo leí en el periódico, alguien les pega, precisamente en su distrito...
El maestro se sentó, se secó el sudor del rostro y, suspirando aliviado, dijo con una voz de bajo apagada:
-¡Es cierto! Hubo un caso. Fue Makárov. ¿Sabe?, no es de extrañar. Es un espanto, pero se explica. Está casado, cuatro hijos, la mujer enferma, él también, con tuberculosis, el salario veinte rublos... y la escuela es un sótano, y para el maestro una habitación. En esas condiciones, aporreas hasta a un ángel de Dios sin ninguna culpa, y los alumnos lejos no son ángeles, ¡créame pues!
Y ese hombre, que recién había pasmado a Chejov con impiedad, con su reserva de palabras ingeniosas, de repente, moviendo su nariz aguileña de modo funesto, empezó a hablar con unas palabras sencillas, pesadas como piedras, iluminando vivamente con su claridad la maldita y terrible verdad de la vida, que se vive en el campo ruso...
Al despedirse del amo, el maestro tomó con ambas manos su mano no grande, seca, de dedos finos y, sacudiéndola, dijo:
-Yo vine a verle como si fuera a la jefatura, con timidez y temblando, me inflé como un pavo, quería mostrarle que yo tampoco estoy cosido con liber1… y me voy pues, como de la casa de una buena persona cercana que lo entiende todo. ¡Un gran asunto ese, entenderlo todo! ¡Gracias a usted! Me voy. Me llevo conmigo una idea buena, bondadosa: los hombres grandes pues, son más sencillos y entendibles, y están más cerca de alma de su prójimo, que todos esos miserables entre los que vivimos. ¡Adiós! Nunca lo olvidaré...
Su nariz se sacudió, sus labios se plegaron en una sonrisa bondadosa, y añadió de modo inesperado:
-Y hablando en particular, los canallas también son hombres desgraciados, ¡que se los lleve el diablo!
Cuando se fue, Antón Pávlovich le echó una mirada por detrás, sonrió sin ganas y dijo:
-Un buen tipo. No va a enseñar mucho tiempo...
-¿Por qué?
-Lo van a envenenar… a echar...
Tras pensarlo, añadió en voz no alta y suave:
-En Rusia, el hombre honrado es algo así como un deshollinador, con el que las nanas asustan a los niños pequeños...
1Cosido con liber (expresión familiar), aproximadamente, saber donde tiene la mano izquierda.
Imagen: Johann Sperl, Interior de una cocina, 1874.
O:
-Escuche, Górkii, ahí un maestro quiere conocerlo. No sale, está enfermo. Si pasara usted a verlo, ¿está bien?
O:
-Y unas maestras me ruegan que les envíe libros...
A veces hallaba en su casa a ese "maestro": comúnmente, el maestro, rojo por la conciencia de su embarazo, estaba sentado en el borde de la silla y, con sudor en el rostro, escogía las palabras, tratando de hablar de modo regular e “instruido”, o, con la frescura de un hombre enfermizamente tímido, se concentraba todo en el deseo de no mostrarse estúpido a los ojos del escritor, y colmaba a Antón Pávlovich con una lluvia de preguntas, que apenas le habrían venido a la cabeza hasta ese momento.
Antón Pávlovich escuchaba atentamente el discurso incoherente, en sus ojos tristes brillaba una sonrisa, le temblaban las arruguitas de las sienes, y entonces, con su voz profunda, suave, como opaca, él mismo empezaba a decir palabras sencillas, claras y cercanas a la vida, unas palabras que al instante volvían sencillo al interlocutor: éste dejaba de intentar ser ingenioso, por lo que al instante se volvía más inteligente e interesante...
Recuerdo que un maestro -alto, delgado, con un rostro amarillo, famélico y una nariz larga y aguileña, encorvada melancólicamente hacia la barbilla, -estaba sentado frente a Antón Pávlovich y, mirando fijamente su rostro con sus ojos negros, decía con una voz de bajo sombría:
-De semejantes impresiones de la existencia, en el transcurso de la temporada pedagógica, se conforma un conglomerado psicológico tal, que reprime por completo toda posibilidad de una relación objetiva con el mundo circundante. Por supuesto, el mundo no es otra cosa que nuestra representación de éste...
Ahí entró al campo de la filosofía, y caminó por éste, recordando a un borracho sobre el hielo.
-Y dígame, -le preguntó Chejov en voz no alta y cariñosa, -¿quién es el que le pega a los niños en su distrito?
El maestro saltó de la silla y, perturbado, agitó las manos:
-¡Qué dice! ¿Yo? ¡Nunca! ¿Pegar?
Y resopló ofendido.
-No se inquiete, -continuó Antón Pávlovich, sonriendo de modo tranquilizador, -¿acaso yo hablo de usted? Pero yo recuerdo, lo leí en el periódico, alguien les pega, precisamente en su distrito...
El maestro se sentó, se secó el sudor del rostro y, suspirando aliviado, dijo con una voz de bajo apagada:
-¡Es cierto! Hubo un caso. Fue Makárov. ¿Sabe?, no es de extrañar. Es un espanto, pero se explica. Está casado, cuatro hijos, la mujer enferma, él también, con tuberculosis, el salario veinte rublos... y la escuela es un sótano, y para el maestro una habitación. En esas condiciones, aporreas hasta a un ángel de Dios sin ninguna culpa, y los alumnos lejos no son ángeles, ¡créame pues!
Y ese hombre, que recién había pasmado a Chejov con impiedad, con su reserva de palabras ingeniosas, de repente, moviendo su nariz aguileña de modo funesto, empezó a hablar con unas palabras sencillas, pesadas como piedras, iluminando vivamente con su claridad la maldita y terrible verdad de la vida, que se vive en el campo ruso...
Al despedirse del amo, el maestro tomó con ambas manos su mano no grande, seca, de dedos finos y, sacudiéndola, dijo:
-Yo vine a verle como si fuera a la jefatura, con timidez y temblando, me inflé como un pavo, quería mostrarle que yo tampoco estoy cosido con liber1… y me voy pues, como de la casa de una buena persona cercana que lo entiende todo. ¡Un gran asunto ese, entenderlo todo! ¡Gracias a usted! Me voy. Me llevo conmigo una idea buena, bondadosa: los hombres grandes pues, son más sencillos y entendibles, y están más cerca de alma de su prójimo, que todos esos miserables entre los que vivimos. ¡Adiós! Nunca lo olvidaré...
Su nariz se sacudió, sus labios se plegaron en una sonrisa bondadosa, y añadió de modo inesperado:
-Y hablando en particular, los canallas también son hombres desgraciados, ¡que se los lleve el diablo!
Cuando se fue, Antón Pávlovich le echó una mirada por detrás, sonrió sin ganas y dijo:
-Un buen tipo. No va a enseñar mucho tiempo...
-¿Por qué?
-Lo van a envenenar… a echar...
Tras pensarlo, añadió en voz no alta y suave:
-En Rusia, el hombre honrado es algo así como un deshollinador, con el que las nanas asustan a los niños pequeños...
1Cosido con liber (expresión familiar), aproximadamente, saber donde tiene la mano izquierda.
Continuará...
Imagen: Johann Sperl, Interior de una cocina, 1874.