miércoles, 25 de junio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


La trivialidad en la juventud parece, solamente, divertida e ínfima, pero ésta rodea al hombre poco a poco, impregna su cerebro y sangre de su neblina gris, como el veneno y el tufo, y el hombre se vuelve parecido a un viejo letrero comido por la herrumbre: como que hay algo escrito en éste, ¿pero qué es?, no lo descifras.
Antón Chejov, ya en sus primeros cuentos, sabía descubrir en el nublado mar de la trivialidad sus bromas trágicas y lúgubres; basta sólo leer sus cuentos "humorísticos" para convencerse de que, tras las palabras y las situaciones cómicas, el autor veía con pesar muchas cosas ásperas y repulsivas, y las ocultaba con vergüenza.
Era como que de una modestia pudorosa, no se permitía decirle clara y abiertamente a las personas: "¡pero sean pues... más decentes!", esperando en vano que éstas mismas adivinaran la imperiosa necesidad de ser más decentes. Odiando todo lo trivial y sucio, describía las miserias de la vida con el generoso lenguaje del poeta, con la suave sonrisa del humorista, y tras la apariencia hermosa de sus cuentos, se advierte poco el amargo reproche de su sentido interno.
El respetable público, al leer La hija de Albión, se ríe y apenas ve en ese cuento, la burla más miserable de un señor saciado ante una persona solitaria, ajena a todo y a todos. Y en cada uno de los cuentos humorísticos de Antón Pávlovich, yo oigo el suspiro silencioso y profundo de un corazón puro, auténticamente humano, un insoluble suspiro de compasión por las personas que no saben respetar su dignidad humana, y que, al sucumbir sin resistencia a la fuerza bruta, viven como los esclavos, no creen en nada, excepto en la necesidad de tomarse cada día los schis1 más grasientos posibles, y no sienten nada, excepto miedo a que alguien más fuerte y descarado les pegue.
Nadie entendió tan lúcida y finamente como Antón Chejov, la tragedia de las pequeñeces de la vida, nadie antes de él supo dibujar para las personas, con tal implacable veracidad, el cuadro oprobioso y angustioso de sus vidas, en el caos nublado de su rutina burguesa.
Su enemigo era la trivialidad, toda su vida luchó contra ésta, la ridiculizó y la representó con su pluma aguda, implacable, sabiendo encontrar el verdín de la trivialidad incluso allí donde, a primera vista, todo estaba muy bien ordenado, cómodo, incluso con brillo...
Y la trivialidad se vengó de él por eso con una salida infame, poniendo su cadáver -el cadáver de un poeta- en un vagón de transporte de “ostras”2.
La mancha verde-sucio de ese vagón me parece, exactamente, una inmensa y triunfante sonrisa de la trivialidad ante su enemigo cansado, y las ilimitadas “memorias” de los periódicos callejeros una tristeza hipócrita, tras la que siento el aliento frío y fragante de esa misma trivialidad, satisfecha en secreto con la muerte de su enemigo.

1Schi, sopa de legumbres con carne.
2Maxím Górkii viaja de San Petersburgo a Moscú en el mismo tren donde va el ataúd del escritor.
Continuará…

Imagen:
Claude Monet, La Estación, Saint-Lazare, 1877.