martes, 17 de junio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Una vez me llamó a su pueblo, Kuchúk-Koi1, donde tenía un pequeño pedazo de tierra y una casita blanca de dos pisos. Allí, al mostrarme su “posesión”, rompió a hablar vivamente:
-Si yo tuviera mucho dinero, instalaría aquí un sanatorio para los maestros rurales enfermos. ¿Sabe?, construiría un edificio así claro, muy claro, con ventanas grandes y techos altos. Tendría una hermosa biblioteca, diversos instrumentos musicales, un colmenar, un huerto, un jardín frutal, se podrían dictar conferencias de agronomía, meteorología, ¡un maestro debe saberlo todo, padrecito, todo!
De pronto calló, tosió, me echó una mirada de soslayo, y sonrió con su sonrisa suave, grácil, que siempre atraía a él de modo irresistible, y despertaba una atención peculiar, intensa a sus palabras.
-¿Le aburre escuchar mis fantasías? Y a mí me gusta hablar de eso. ¡Si usted supiera, cuánta falta le hace al campo ruso un maestro bueno, inteligente, instruido! Aquí, en Rusia, es necesario ponerlo en ciertas condiciones especiales, y eso hay que hacerlo rápido, si entendemos que sin una instrucción amplia del pueblo, el estado se derrumba, ¡como una casa construida con ladrillos mal cocidos! El maestro debe ser un artista, un pintor enamorado ardientemente de su labor, y entre nosotros es un obrero lumpen, un hombre mal instruido, que va al campo a enseñar a los niños con las mismas ganas, con que iría al destierro. Anda con hambre, apocado, asustado con la posibilidad de perder su pedazo de pan. Y haría falta que fuera el primer hombre del pueblo, que pudiera responder a todas las preguntas del mujík, para que los mujíks reconozcan en él una fuerza digna de atención y respeto, que nadie se atreva a gritarle... a humillar su persona, como hacen todos entre nosotros: el policía, el tendero rico, el pope, el comisario, el curador de escuela, el síndico, y ese funcionario que lleva el título de inspector de escuela, pero que no se preocupa de una mejor situación de la instrucción, sino sólo del cumplimiento minucioso de las circulares del distrito. Es absurdo pues, pagarle unos gróshes2 a un hombre que está llamado a educar al pueblo, ¿entiende?, ¡educar al pueblo! No se puede pues permitir, que ese hombre ande en harapos, tiemble de frío en las escuelas húmedas, sarnosas, se queme, se resfríe, se busque a los treinta años una laringitis, un reumatismo, una tuberculosis... ¡pues eso es una vergüenza para nosotros! Nuestro maestro, ocho, nueve meses al año vive como un anacoreta, no tiene a quien decirle una palabra, se embrutece en la soledad, sin libros, sin distracciones. Y si llama a sus colegas a su casa, lo acusan de ser poco confiable, ¡la palabra estúpida con la que los hombres pícaros asustan a los imbéciles!.. Es repulsivo todo eso... como una burla al hombre que hace un trabajo grande, terriblemente importante. ¿Sabe?, cuando yo veo a un maestro, me siento incómodo con él por su timidez, y por que está mal vestido, me parece que yo mismo soy culpable en algo por esa miseria del maestro... ¡en serio!
Calló, se quedó pensativo y, dejando de la mano, dijo en voz baja:
-Es un país tan absurdo, tan deforme nuestra Rusia.
La sombra de una profunda tristeza cubrió sus ojos divinos, las finas rayas de sus arrugas los rodearon, haciendo profunda su mirada. Echó una mirada a su alrededor y se burló de sí mismo:
-¿Ve?, le solté todo un artículo editorial de periódico liberal. Vamos, le voy a dar té por ser tan paciente…
Eso le sucedía a menudo: hablaba de un modo cálido, serio, sincero, y de repente se burlaba de sí mismo y de su discurso. Y en esa burla suave, triste se sentía el fino escepticismo de un hombre, que conocía el precio de las palabras, el precio de los sueños. Y en esa burla asomaba aun una modestia agradable, una aguda delicadeza...
Despacio y callados fuimos a la casa. Era un día claro, caluroso, las olas rumoraban bajo los rayos brillantes del sol, a los pies de la montaña aullaba cariñosamente un perro satisfecho de algo. Chejov me tomó del brazo y, tosiendo, profirió con lentitud:
-Es vergonzoso y triste, pero es cierto: hay mucha gente que envidia a los perros...
Y al instante, echándose a reír, añadió:
-Yo hoy sólo digo palabras caducas… entonces, ¡estoy envejeciendo!

1La casa en el pueblo Kuchúk-Koi, en el litoral sureño de Crimea; Chejov la adquiere a finales de 1898, antes de poseer su casa de campo en Yalta.
2Grosh, antigua moneda rusa de ½ kópek.
Continuará...

Imagen: Franz von Defregger, Casa natal del artista, 1877.