jueves, 16 de octubre de 2008

La señora

I

A la isbá1 de Maxím Zhúrkin, susurrando y rumorando por la hierba reseca y polvorienta, se acercó rodando una calesa tirada por una pareja de caballos bonitos, viatkianos2. En la calesa estaban sentados la señora, Elena Yegórovna Strielkóva, y su intendente, Félix Adamóvich Rzheviétskii. El intendente saltó de la calesa con destreza, se acercó a la isbá y, con el dedo índice, golpeó el cristal. En la isbá refulgió una lucecita.
-¿Quién es? -preguntó una voz anciana, y en la ventana apareció la cabeza de la mujer de Maxím.
-¡Sal a la calle, abuela! -gritó la señora.
Al minuto, de la isbá salieron Maxím y su mujer. Se detuvieron junto a los portones y, callados, hicieron una reverencia a la señora, y después al intendente.
-Dime, por bondad, -se dirigió Elena Yegórovna al viejo, -¿qué significa todo esto?
-¿Qué cosa?
-¿Cómo qué? ¿Acaso no sabes? ¿Stepán está en casa?
-Como que no. Fue al molino.
-¿Qué se cree él? ¡Yo, resueltamente, no entiendo a este hombre! ¿Por qué se fue de mi casa?
-No sabemos, señora. ¿Acaso nosotros sabemos?
-Es terriblemente no bonito de su parte. ¡Él me dejó sin cochero! Por su bondad, Félix Adamóvich tiene que enganchar él solo los caballos, y conducir. ¡Es terriblemente estúpido! ¡Usted entienda que esto, finalmente, es estúpido! ¿El salario le pareció poco, o qué?
-¡Y Cristo sabe! -respondió el viejo mirando de soslayo al intendente, que intentaba mirar por la ventana. –A nosotros no nos dice, y en su cabeza no te metes. ¡Me fui, dice, y shabbath3! ¡Es su voluntad! ¡Se debe suponer, el salario le pareció poco!
-¿Y quién está acostado bajo las imágenes, en el banco? -preguntó Félix Adamóvich, mirando por la ventana.
-Semión, padrecito. Y Stepán no está.
-¡Es insolente de su parte! -continuó la señora, prendiendo un cigarrillo. -Monsieur Rzheviétskii, ¿cuánto él recibía con nosotros de salario?
-Diez rublos al mes.
-¡Si diez le pareció poco, pues yo podría darle quince! ¡No dijo ni una palabra, y se fue! ¿Es honrado eso? ¿Es de buena fe?
-¡Lo decía yo pues, que nunca se debe andar con ceremonias con esta gente! –rompió a hablar Rzheviétskii articulando cada sílaba, e intentando no poner el acento en la penúltima sílaba. -¡Usted malcrió a estos gorrones! ¡Nunca se debe dar todo el salario de una vez! ¿Para qué eso? Y además, ¿para qué quiere aumentarle el salario? ¡Y vendrá así! ¡Él acordó, se empleó! Dile a él, -se dirigió el polaco a Maxím, -que es un cerdo, y más nada.
Finissez donc4!
-¿Oyes, mujík? Te empleaste, entonces sirve, ¡y no te vayas cuando se te ocurra, diablo! ¡Sólo que no venga mañana! ¡Yo le enseñaré a no obedecer! ¡Y a ustedes les tocará! ¿Oyes, vieja?
Finissez, Rzheviétskii!
-¡A todos les tocará! ¡No te presentes en mi oficina, perro viejo! ¡¿Andar con ceremonias con ustedes?! ¿Acaso ustedes son gente? ¿Acaso entienden las buenas palabras? ¡Ustedes entienden, solamente, cuando les dan bofetadas y les dan disgustos! ¡Qué vaya mañana!
-Yo le diré. ¿Por qué no decirle? Decir se puede…
-Dile a él, que le voy a aumentar el salario, -dijo Elena Yegórovna. -No puedo yo pues estar sin cochero. Cuando encuentre a otro, que se vaya entonces, si le place. ¡Que mañana por la mañana esté en mi casa de nuevo! ¡Dígale, que estoy profundamente ofendida por su acto descortés! ¡Y usted dígale, abuela! Espero que vaya a mi casa, y no me obligue a mandar por él. ¡Ven aquí, abuela! ¡Aquí tienes, querida! ¿Qué, seguro es difícil arreglárselas con estos niños grandes? ¡Toma, querida!
La señora sacó del bolsillo una cigarrera bonita, extrajo de debajo de los cigarrillos un billete amarillo, y se lo dio a la vieja.
-Y si no viene -agregó la señora, -pues tendremos que pleitearnos, lo que sería no deseable en extremo. Pero yo espero… Ustedes aconséjenlo. ¡Vamos, Félix Adamóvich! ¡Adiós!
Rzheviétskii saltó a la calesa, tomó las riendas en sus manos, y la calesa rodó por el camino blando.
-¿Cuánto te dio? -preguntó el viejo.
-Un rublo.
-¡Dame acá!
El viejo tomó el rublo, lo alisó con las dos palmas de sus manos, lo dobló con cuidado y lo escondió en el bolsillo.
-¡Stepán, se fue! –dijo, entrando a la isbá. -Yo le mentí, que fuiste al molino. ¡Cómo nos asustó, un horror!..
Tan pronto la calesa se alejó y se perdió de vista, Stepán apareció en la ventana. Pálido como la muerte, trémulo, salió a medias por la ventana y amenazó con su gran puño al jardín, que se oscurecía en la lejanía. El jardín era señorial. Amenazado unas seis veces, profirió algo, se metió en la isbá y bajó el marco con ruido.
Media hora después de que la señora se marchara, en la isbá de Zhúrkin cenaban. En la cocina, junto a la misma estufa, en una mesa mugrienta, estaban sentados Zhúrkin y su mujer. Frente a ellos estaba sentado el hijo mayor de Maxím, Semión, de licencia temporal, con un rostro colorado, demacrado, una larga nariz picada de viruela y unos ojos aceitosos. Semión se parecía de cara a su padre, sólo que no era canoso ni calvo, y no tenía los ojos pícaros, gitanos que poseía su padre. Junto a Semión estaba sentado el segundo hijo de Maxím, Stepán. Stepán no comía y, apoyada su bonita cabeza rubia en un puño, miraba al techo hollinado y pensaba en algo con empeño. Servía la cena la mujer de Stepán, María. Comían el schi5 en silencio.
-¡Toma! –dijo Maxím, cuando se comieron el schi. María tomó de la mesa el tazón vacío, pero no lo llevó de modo favorable hasta la estufa, aunque la estufa estaba cerca. Se tambaleó y cayó sobre el banco. El tazón cayó de sus manos y resbaló por sus rodillas hasta el suelo. Se oyeron unos sollozos.
-¿Como que alguien llora? -preguntó Maxím.
María sollozó más alto. Pasaron unos dos minutos. La vieja se levantó, y sirvió ella misma unas gachas en la mesa. Stepán graznó y se levantó.
-¡Cállate! -farfulló.
María continuó llorando.
-¡Cállate, te dicen! -le gritó Stepán.
-¡No me gusta a muerte el grito de la mujer! -farfulló Semión con valentía, rascándose su nuca áspera. -¡Llora, y ella misma no sabe por qué llora! ¡Está dicho, una mujer! ¡Si te fueras a llorar al patio, si te place!
-¡Lágrima de mujer, una gota de agua! –dijo Maxím. –Es bueno no comprar lágrimas, las dan de gratis. ¿Bueno, por qué lloras? ¡Epa! ¡Basta! ¡No te van a quitar a tu Stiópka! ¡Se malcrió! ¡Tierna! ¡Ve a comer gachas!
Stepán se inclinó hacia María y le pegó en el codo levemente.
-¿Bueno, qué? ¡Cállate! ¡Te dicen! ¡E-e-eh… degenerada!
Stepán levantó el brazo y le pegó con el puño al banco, donde estaba acostada María. Por su mejilla resbaló una gruesa lágrima brillante. Se sacudió la lágrima del rostro, se sentó a la mesa y la emprendió con las gachas. María se levantó y, sollozando, se sentó tras la estufa, lejos de la gente. Se comieron las gachas.
-¡María, kvas6! ¡Sabe tu asunto, jovencita! ¡Es una vergüenza soltar los mocos! –gritó el viejo. -¡No eres chiquita!
María, con un rostro pálido y lloroso, salió y, sin mirar a nadie, le dio al viejo un cucharón. El cucharón pasó de mano en mano. Semión tomó el cucharón en sus manos, se persignó, bebió a grandes sorbos y se atragantó.
-¿De qué te ríes?
-No es nada… Eso yo así. Me acordé de algo cómico.
Semión echó la cabeza atrás, abrió su gran boca y soltó una risilla.
-¿Vino la señora? –preguntó, mirando de soslayo a Stepán. -¿Ah? ¿Qué dijo? ¿ah? ¡Ja, ja!
Stepán le echó una ojeada a Semión y se sonrojó de modo intenso.
-Quince rublos da -dijo el viejo.
-¡Mira tú! ¡Y cien daría, si sólo quisieras! ¡Que me pegue Dios, los da!
Semión guiñó un ojo y se desperezó:
-¡Eh, si me dieran a mí una mujer así! –continuó. -¡La chuparía a la diablita! ¡Le sacaría el jugo! Pff…
Semión se encogió, le pegó en el hombro a Stepán y se rió a carcajadas.
-¡Así pues, alma! ¡Eres muy confundido! ¡A nuestro prójimo, confundirse, no le viene a mano! ¡Eres un imbécil, Stiópka! ¡Uh, qué imbécil!
-¡Un imbécil por completo! –dijo el padre.
Se oyeron los sollozos de nuevo.
-¡Tu mujer llora de nuevo! ¡Entonces, es celosa, le da cosquilla! ¡No me gustan los aullidos de las mujeres! ¡Cortan como un cuchillo! ¡Eh, mujeres, mujeres! ¿Y para cuál objeto las creo Dios? ¿Para cuál, a santo de qué? ¡Merci por la cena, señores respetables! ¡Ahora tomar un vino, para tener lindos sueños! ¡Tu señora, se debe suponer, tiene un abismo-abismal de vinos! ¡Toma, no quiero!
-¡Eres un cerdo insensible, Siénka!
Dicho esto, Stepán suspiró, tomó en abrazo una colcha y salió de la isbá al patio. Tras él se dirigió Semión.
En el patio avanzaba en silencio, en sosiego, la noche estival rusa. La luna salía tras las colinas lejanas. A su encuentro bogaban unas nubecitas rasgadas, de bordes plateados. El horizonte palideció, y un verdor pálido, agradable se derramó por toda su vastedad. Las estrellas titilaron más débilmente y, como asustadas de la luna, encogieron sus rayos diminutos. Desde el río, hacia todos lados, se extendía una humedad nocturna que acariciaba las mejillas. En la isbá del padre Grigórii, para todo el pueblo, dieron las nueve. El judío-tabernero cerró la ventana con ruido, y colgó sobre su puerta un farol mugriento. En la calle y en los patios no había ni un alma, ni un sonido... Stepán extendió la colcha sobre la hierba, se persignó y se acostó, poniendo el codo bajo la cabeza. Semión graznó y se sentó a sus pies.
-Msí… -profirió.
Tras callar un poco, Semión se sentó más cómodo, prendió su pipa pequeña y rompió a hablar:
-Estuve hoy donde Trofím... Tomé cerveza. Tres botellas me tomé. ¿Quieres fumar, Stiópa?
-No deseo.
-Un tabaco bueno. ¡Tomar té ahora! ¿Tú, donde la señora, has tomado té? ¿Es bueno? ¡Debe ser muy bueno! Unos cinco rublos vale la libra, debe ser. Y hay un té, que la libra vale cien rublos. Por Dios, lo hay. Aunque no lo tomé, lo sé. Cuando servía de dependiente en la ciudad, lo vi… Una señora lo tomaba. ¡Sólo el olor lo que valía! Lo olí. ¿Vamos a donde la señora mañana?
-¡Déjame!
-¿Por qué te enojas pues? Yo no maldigo, sólo digo. No hay que enojarse. Sólo que, ¿por qué pues no vas, excéntrico? ¡No entiendo! Mucho dinero, buena comida, y toma lo que quiera tu alma… Te pondrás a fumar sus cigarritos, a tomar buen té…
Semión calló un poco y continuó:
-Y es bonita ella. ¡Ligarse con una vieja es una desgracia, pero con esa es una felicidad! (Semión escupió y calló un poco.) ¡Un fuego la mujer! ¡Un fuego fogoso! Tiene un cuello glorioso, rollizo así…
-¿Y si es un pecado para el alma? –preguntó Stepán de pronto, volteándose hacia Semión.
-¿Un pe-ecado? ¿De dónde un pecado? Para el hombre pobre nada es pecado…
-Y el pobre va a ir al horno del diablo, si… ¿Y acaso yo soy pobre? Yo no soy pobre.
-¿Y qué pecado hay ahí? ¡Pues tú no a ella, sino ella a ti! ¡Eres un asustado tú!
-Un bandido, y razones de bandido…
-¡Un hombre estúpido eres! –dijo Semión suspirando. -¡Estúpido! ¡Tu felicidad no la entiendes! ¡No la sientes! Debe ser, tienes mucho dinero… No te hace falta, a saber, el dinero.
-Me hace falta, pero no el ajeno.
-Tú no se lo vas a robar, ella misma, con su propia mano, te lo va a dar. ¡Pero para qué hablar contigo, imbécil! Como el guisante contra la pared7Mantifólia en vinagre8, sólo eso se puede hacer contigo.
Semión se levantó y se desperezó:
-¡Te vas a arrepentir, pero va a ser tarde! Yo de ti, después de esto, no quiero saber. No eres mi hermano. Vete al diablo... Anda con tu vaca estúpida…
-¿María pues, una vaca?
-María.
-Hum… Tú, a esa misma vaca, no le sirves ni de tacón. ¡Anda!
-Y para ti sería bueno, y… para nosotros bueno. ¡¡Imbécil!!
-¡Anda!
-Y me voy… ¡No tienes a quien pegarle!
Semión se volteó y, silbando, arrastró los pies hacia la isbá. Unos cinco minutos después, cerca de Stepán susurró la hierba. Stepán levantó la cabeza. Hacia él venía María. María se acercó, se paró y se acostó junto a Stepán.
-¡No vayas, Stiópa! –susurró ella. -¡No vayas, mi carnal! ¡Te va a perder! Le es poco, a la maldita, su polaco, te necesitó a ti también. ¡No vayas a verla, Stepúnka!
-¡No te metas!
Sobre el rostro de Stepán cayeron, como una lluvia menuda y caliente, las lágrimas de María.
-¡No me pierdas tú a mí, Stepán! No eches un pecado sobre tu alma. ¡Quiéreme a mí sola, no vayas a ver a otras! Dios te casó conmigo, vive conmigo. Yo soy una huérfana… Sólo te tengo a ti.
-¡Déjame! ¡Ah… Saatanás! ¡Te dije que no voy a ir!
-Pues, pues… ¡Y no vayas, querido! Yo estoy con carga, Stepúshka… Pronto van a venir los niños... ¡No nos dejes, Dios te va a castigar! Tu padre pues, con Siómka, tratan así, para que vayas a verla, y tú no vayas… No los mires. Son unas fieras, y no gente.
-¡Duerme!
-Duermo, Stiópa… Duermo.
-¡María! –se oyó la voz de Maxím-. ¿Dónde estás? ¡Ven, madre te llama!
María saltó, se arregló el cabello y corrió a la isbá. A Stepán se acercó Maxím con lentitud. Éste ya se había desvestido y, en paños menores, parecía un difunto. La luna jugaba en su calva y brillaba en sus ojos gitanos.
-¿Vas a ver a la señora mañana o pasado mañana? –le preguntó a Stepán.
Stepán no respondió.
-Si vas, pues ve mañana, y temprano. Seguro los caballos no están cepillados. Y no olvides que te prometió quince. Por diez no vayas.
-Yo como que no voy a ir, -dijo Stepán.
-¿Por qué así?
-Y así… No deseo...
-¿Por qué pues?
-Usted mismo sabe.
-Así… ¡Mira, Stiópa, como que no tenga que zurrarte en mis años seniles!
-Zúrreme.
-¿Acaso puedes responderle así a tu padre? ¿A quién le respondes? ¡Mira tú! Aún no se te secó la leche en los labios, y le dices groserías a tu padre.
-¡No voy a ir, eso es todo! Va a la iglesia, y no le teme al pecado.
-¡A ti pues, estúpido, quiero hacerte! ¿Una isbá nueva, quieres construir o no? ¿Cómo es para ti? ¿A quién vas a ir por el bosque? ¿A la Strielchíja9 seguro? ¿A quién le vas a pedir dinero prestado? ¿A ella, o no a ella? Ella te va a dar el bosque, y te va a dar el dinero. ¡Te va a premiar!
-Deja que premie a otros. A mí no me hace falta.
-¡Te voy a zurrar!
-¡Pues zúrreme! ¡Zúrreme!
Maxím sonrió y tendió la mano hacia adelante. En su mano había un látigo.
-Te voy a zurrar, Stepán.
Stepán se volteó hacia el otro costado, e hizo ver que no lo dejaban dormir.
-¿Así, no vas a ir? ¿Lo dices de cierto?
-De cierto. Que Dios me pegue en el alma, si voy.
Maxím levantó el brazo, y Stepán sintió un dolor fuerte en el hombro y la mejilla. Stepán saltó como un loco.
-¡No me zurres, tío! –gritó. -¡No me zurres! ¿Oyes? ¡Tú no me zurres!
-¿Y qué?
Maxím pensó un poco, y le pegó a Stepán otra vez. Le pegó por tercera vez.
-¡Escucha a tu padre, si te manda! ¡Vas a ir, bellaco!
-¡No me zurres! ¿Oyes?
Stepán rompió a llorar, y se tumbó en la colcha con rapidez.
-¡Voy a ir! ¡Está bien! Voy a ir… ¡Sólo acuérdate! ¡No te va a alegrar la vida! ¡Me vas a maldecir!
-Bueno. Vas a ir para ti, y no para mí. A mí no me hace falta una isbá nueva, sino a ti. Te lo dije, te voy a zurrar, bueno, y te zurré.
-¡Voy… voy a ir! ¡Pero… pero te vas a acordar de ese látigo!
-Bueno. Amenázame. ¡Dime tú a mí todavía!
-Bien… Voy a ir…
Stepán dejó de llorar, se volteó boca abajo y lloró más bajo.
-¡Sacudió los hombros! ¡Lloriqueó! ¡Llora más! Mañana vas a ir temprano. Un mes por adelantado cóbrale. Y por los cuatro días que no serviste, cóbrale. A tu yegua pues, le servirá para los pañuelos. Y por el látigo no te enojes. Yo soy tu padre… Quiero, te pego, quiero, te mimo. Así es pues… ¡Duerme!
Maxím se alisó la barba y volteó hacia la isbá. A Stepán le pareció que Maxím, al entrar a la isbá, dijo: “¡Lo zurré!” Se oyó la risa de Semión.
En la isbá del padre Grigórii sonó un fortepiano desafinado de modo lastimero: a las nueve la papisa, comúnmente, se dedicaba a la música. Por el pueblo se extendieron unos sonidos extraños, apagados. Stepán se levantó, pasó sobre el seto y fue a lo largo de la calle. Iba hacia el río. El río brillaba como el azogue, y reflejaba la luna y las estrellas del cielo. Reinaba un silencio sepulcral. Nada se movía. Sólo rara vez cantaba un grillo… Stepán se sentó en la orilla, junto al agua misma, y apoyó su cabeza sobre un puño. Unas ideas sombrías, sustituyéndose una a otra, pululaban por su cabeza.
Al otro lado del río se erguían los álamos altos, esbeltos que rodeaban el jardín señorial. A través de los árboles se traslucía la luz de la ventana señorial. La señora, debía ser, no dormía. Estuvo pensando Stepán, sentado en la orilla, hasta que las golondrinas volaron sobre el río. Se levantó cuando ya brillaba en el río no la luna, sino el sol naciente. Tras levantarse, se lavó, rezó hacia el oriente y caminó con rapidez, con paso resuelto, a lo largo de la orilla, hacia el vado. Atravesado el vado poco profundo, se dirigió a la casa señorial.

II

-¿Vino Stepán? -preguntó Elena Yegórovna al despertarse al otro día.
-Vino -le respondió la sirvienta.
Strielkóva se sonrió.
-Aaah… Bien. ¿Dónde está ahora?
-En el establo.
La señora saltó de la cama, se vistió con rapidez y fue al comedor a tomar café.
Strielkóva se veía aún joven, más joven que sus años. Solamente sus ojos revelaban, que ya había alcanzado a vivir la mayor parte de su vida de mujer, que ya pasaba los treinta. Tenía unos ojos pardos, profundos, desconfiados, más pronto de hombre que de mujer. Bonita no era, pero podía gustar. Su rostro era lleno, simpático y saludable, y su cuello, del que hablaba Semión, y su busto eran soberbios. Si Semión hubiera conocido el precio de unos pies y unas manos bonitas, no hubiera callado sobre los pies y las manos de la hacendada. Estaba vestida toda de modo ligero, sencillo y estival. Su mismo peinado no era ingenioso. Strielkóva era perezosa, y no le gustaba lidiar con el toilette10. La posesión en la que vivía le pertenecía a su hermano solterón, que vivía en Petersburgo y muy rara vez pensaba en su posesión. Vivía ella en ésta desde que se había separado del marido. Su marido, el coronel Strielkóv, un hombre muy honrado, vivía en Petersburgo también, y pensaba en su mujer menos, que su hermano en su posesión. Ella se había separado del marido sin haber vivido ni un año con él. Lo había engañado a los veinte días de la boda.
Sentada a tomar café, Strielkóva mandó a llamar a Stepán. Stepán se presentó y se paró junto a la puerta. Estaba pálido, despeinado, y miraba como mira un lobo atrapado: maligna y sombríamente. La señora le echó una ojeada y se sonrojó levemente.
-¡Saludos, Stepán! -dijo, sirviéndose café. –Dime, por favor, ¿qué clase de trucos armas tú? ¡A santo de qué te fuiste! ¡Viviste cuatro días y te fuiste! Te fuiste sin pedir permiso. ¡Tú debiste pedir permiso!
-Yo pedí permiso, -mugió Stepán.
-¿A quién le pediste permiso?
-A Félix Adamóvich.
Strielkóva calló un poco y preguntó:
-¿Tú te enojaste, o qué? ¡Stepán, responde! ¡Yo pregunto! ¿Tú te enojaste?
-Si usted no dijera esas palabras, pues yo no me iría. Yo estoy puesto para los caballos, y no para...
-De eso no vamos a hablar... Tú no me entendiste, eso es todo. No hay que enojarse. Yo no dije nada de particular. Y si dije algo así, que tú hallas ofensivo para ti, pues tú… pues tú… Pues yo, de todas formas… Yo tengo derecho a hablar demás... Hum… Te voy a aumentar el salario. Espero que entre nosotros, ahora, no haya ningún malentendido.
Stepán se volteó y fue atrás.
-¡Espera, espera! -lo detuvo Strielkóva. –Yo aún no lo dije todo. Mira qué, Stepán… Yo tengo un traje de cochero nuevo. Agárralo y póntelo, y ese que llevas no sirve para nada. Yo tengo un traje bonito. Te lo voy a mandar con Fiódor.
-Obedezco.
-Qué cara tienes… ¿Todavía estás inflado? ¿Acaso es tan ofensivo? Bueno, basta… Yo pues nada… En mi casa vas a vivir bien... Vas a estar contento con todo. No te enojes... ¿No te enojas?
-¿Acaso nosotros podemos enojarnos?
Stepán dejó de la mano, parpadeó y se volteó.
-¿Qué te pasa, Stepán?
-Nada… ¿Acaso nosotros podemos enojarnos? Nosotros no podemos enojarnos…
La señora se levantó, puso una cara preocupada y se acercó a Stepán.
-¿Stepán, tú… tú estás llorando?
La señora tomó a Stepán por la manga.
-¿Qué te pasa, Stepán? ¿Qué te pasa? ¡Habla pues, finalmente! ¿Quién te ofendió?
A la señora le brotaron lágrimas de los ojos.
-¡Pero bueno pues!
Stepán dejó de la mano, parpadeó fuertemente y rompió a llorar.
-¡Señora! –empezó a farfullar. –Te voy a querer… ¡Haré todo lo que quieras! ¡Estoy de acuerdo! ¡Pero no le des tú nada a esos malditos! ¡Ni un kópek, ni una astilla! Estoy de acuerdo con todo. ¡Le vendo mi alma al impuro, pero no le des nada a ellos!
-¿A quiénes a ellos?
-A mi padre y a mi hermano. ¡Ni una astilla! ¡Que se mueran de rabia, los malditos!
La señora sonrió, se secó los ojos y se echó a reír de modo ruidoso.
-Está bien, -dijo ella. -¡Bueno, anda! Yo ahora te voy a mandar tu traje.
Stepán salió.
“¡Qué bueno que es estúpido!” –pensó la señora mirándolo por detrás, y admirando sus anchos hombros. -Me libró de la explicación... Él fue el primero que habló de “amor”…
A la caída de la tarde, cuando el sol poniente bañaba de púrpura el cielo, y de oro la tierra, por el infinito camino de la estepa, desde la aldea hacia el horizonte lejano, corrían como rabiosos los caballos de la Strielkóva… La calesa saltaba como una pelota, y arrancaba con impiedad el centeno del camino, que inclinaba hacia el camino sus espigas más pesadas. En el pescante estaba sentado Stepán, que fustigaba a los caballos con frenesí y, al parecer, intentaba romper las riendas en mil pedazos. Estaba vestido con muy buen gusto. Se veía que en su toilette se había gastado no poco tiempo y dinero. El terciopelo no barato y el kumāš11 le sentaban a su figura robusta. De su pecho pendía una cadenita con dijes. Sus botas plegadas estaban cepilladas con el betún más auténtico. Su sombrero de cochero con pluma de ganso, apenas rozaba sus cabellos rubios rizados. En su rostro llevaba escritos una humildad obtusa y, al mismo tiempo, una rabia furiosa, cuyas víctimas eran los caballos... En la calesa, relajados todos sus miembros, estaba sentada la señora, que aspiraba el aire puro a todo pecho. En sus mejillas jugaba un rubor joven… Sentía que disfrutaba la vida…
-¡En serio, Stiópa! ¡En serio! –gritaba ella. -¡Así a él! ¡Arréalo! ¡Al viento!
Si hubiera habido piedras bajo las ruedas, las piedras hubieran soltado chispas… La aldea se alejaba de ellos más y más... Se ocultaron las isbás, se ocultaron los graneros señoriales… Pronto no se vio el campanario... Finalmente, la aldea se convirtió en una franja humeante, y se hundió en la lejanía. Y Stepán aun fustigaba y fustigaba. Quería huir lejos del pecado, al que tanto temía. Pero no, el pecado estaba tras sus hombros, en la calesa. No tuvo Stepán que poner pies en polvorosa. Aquel atardecer, la estepa y el cielo fueron testigos de cómo él vendió su alma.
A eso de las once los caballos corrían de regreso. El encuarte cojeaba, y el de varas estaba cubierto de espuma. La señora estaba sentada en una esquina de la calesa y, con los ojos semicerrados, se encogía en su talma. En sus labios jugaba una sonrisa de satisfacción. ¡Respiraba con tal facilidad y sosiego! Stepán iba y pensaba que se moría. En la cabeza tenía un vacío, una neblina, y en el pecho le remordía la angustia…
Cada día, a la caída de la tarde, se sacaban del establo los caballos frescos. Stepán los enganchaba a la calesa, e iba a la portezuela del jardín. Por la portezuela salía la señora radiante, se sentaba en la calesa y empezaba el viaje rabioso. Ni un día se libró de ese viaje. Para desgracia de Stepán, no le tocó en suerte ni una tarde lluviosa, en la que pudiera no ir.
Después de uno de esos viajes, Stepán, regresado de la estepa, salió del patio y fue caminar por el río. En su cabeza, como de costumbre, había una neblina, no había ni una idea, y en el pecho tenía una angustia terrible. Era una noche hermosa, apacible. Unos aromas tenues se cernían en el aire, y jugaban en su rostro con ternura. Recordó Stepán el pueblo, que se oscurecía tras el río, ante sus ojos. Recordó la isbá, el huerto, su caballo, el banco en el que dormía con su María tan gustoso... Sintió un dolor indecible.
-¡Stiópa! -oyó una voz débil.
Stepán se volteó a mirar. Hacía él venía María. Recién había atravesado el vado, y traía los zuecos en las manos.
-Stiópa, ¿por qué te fuiste?
Stepán le echó una mirada obtusa y se volteó.
-Stiópushka, ¿por quién pues me dejaste a mí, a una huérfana?
-¡Déjame!
-¡Pues Dios te va a castigar, Stiópushka! ¡Te va a castigar pues! Te va a mandar una muerte cruel, sin confesión. ¡Te vas a acordar de mi palabra! El tío Trofím vivía con una soldada, ¿te acuerdas?, ¿y cómo murió? ¡No quiera el Señor!
-¿Por qué te pegaste? Eh…
Stepán dio dos pasos adelante. María lo agarró por el caftán con las dos manos.
-¡Yo soy tu mujer pues, Stepán! ¡Tú no puedes dejarme así! ¡Stiópushka!
María vociferó.
-¡Queridito! ¡Te voy a lavar los pies y a tomarme el agua! ¡Vamos a casa!
Stepán se lanzó y le pegó a María con el puño; le pegó así, por la pena. El golpe dio, precisamente, en la barriga. María eructó, se agarró la barriga y se sentó en la tierra.
-¡Oh! -gimió.
Stepán parpadeó, se pegó en la sien con el puño y, sin voltearse a mirar, fue al patio.
Llegado a su establo, se tumbó en un banco, se puso una almohada sobre la cabeza y se mordió la mano con dolor.
En ese momento, la señora estaba sentada en su dormitorio, y adivinaba: ¿habrá mañana al atardecer buen tiempo, o no? Las cartas decían que habría buen tiempo.

III

Por la mañana temprano, Rzheviétskii iba a su casa desde un vecino, donde había estado de visita. El sol aún no salía. Serían las cuatro de la mañana, no más tarde. En la cabeza de Rzheviétskii había ruido. Conducía el caballo y se mecía levemente. Una mitad del camino tenía que ir por el bosque.
«¿Qué diablo es esto? –pensó al acercarse a la posesión donde era intendente. -¡Como que alguien está talando el bosque!»
De la espesura del bosque llegaban a los oídos de Rzheviétskii los golpes y el crujido de las ramas. Rzheviétskii aguzó los oídos, pensó, blasfemó, se apeó del coche de carrera sin destreza y fue a la espesura.
Semión Zhúrkin estaba sentado en la tierra, y cortaba con un hacha las ramas verdes. A su lado yacían tres alisos talados. A un costado estaba el caballo enganchado a la carreta, y comía hierba. Rzheviétskii vio a Semión. Al instante volaron de él la ebriedad y la modorra. Palideció y corrió hacia Semión.
-¿Tú qué haces pues?, ¿ah? –le gritó.
-¿Tú qué haces pues?, ¿ah? -respondió el eco.
Pero Semión no respondió nada. Prendió su pipa y continuó su trabajo.
-¿Tú qué haces, canalla, te pregunto?
-¿Acaso no lo ves? ¿Se te zafó algo?
-¡Que-e-é? ¿Qué tú dijiste? ¡Repite!
-¡Te dije, que sigas de largo!
-¿Qué, qué, qué?
-¡Sigue de largo! No hay por qué gritar...
Rzheviétskii se sonrojó y se encogió de hombros.
-¿Cómo es? ¿Pero cómo te atreves?
-Así pues, me atrevo. ¿Y tú qué eres pues? ¡No me asustaste! ¡Muchos de ustedes! Si complacer a cada uno, para eso hace falta mucho…
-¿Cómo te atreves a talar el bosque? ¿Es tuyo?
-No es tuyo tampoco.
Rzheviétskii levantó el látigo y no le pegó a Semión, sólo porque éste le señaló el hacha.
-¿Pero tú sabes, granuja, de quién es este bosque?
-¡Sé, del pan12! Es el bosque de Strielchíja, con Strielchíja voy a hablar. Es su bosque, a ella le voy a responder. ¿Y tú qué eres pues? ¡Un lacayo! ¡Un camarero! No te conozco. ¡Pasa, pasante! ¡March!
Semión golpeó el hacha con la pipa y sonrió con sarcasmo.
Rzheviétskii corrió al coche, agitó las riendas y voló hacia la aldea como una flecha. En la aldea recogió a los testigos y corrió con ellos al lugar del delito. Los testigos hallaron a Semión en su trabajo. Al instante ardió el asunto. Se presentaron el prefecto, el sub-prefecto, el escribano, los policías. Escribieron varios papeles. Firmó Rzheviétskii, obligaron a firmar a Semión. Semión sólo se burlaba…
Antes de almuerzo, Semión se presentó a la señora. La señora ya sabía de la tala. Sin saludar, empezó por que no se podía vivir, que el polaco peleaba, que él sólo tres arbolitos, y demás.
-¿Cómo te atreves pues, a talar un bosque ajeno? –se encolerizó la señora.
-Es sólo una tortura con él, -mugió Semión, admirando el arrebato de la señora y deseando, fuera como fuera, fastidiar al polaco. -¡Que una palabra, pues una trompada! ¿Acaso es posible así? ¡Y trata siempre por la cara! Así no se puede… Pues nosotros somos gente también.
-¿Cómo te atreves a talar mi bosque, te pregunto? ¡Granuja!
-¡Pero él le mintió, señora! Yo, en verdad… talé... Lo confieso... ¿Pero para qué él pelea?
A la señora se le agitó la sangre señorial. Olvidó que Semión era hermano de Stepán, olvidó su buena educación y todo en el mundo, y le dio una bofetada a Semión.
-¡Retira ahora pues tu morro de mujík! –gritó. -¡Fuera! ¡En este instante!
Semión se confundió. En ningún caso esperaba tal escándalo.
-¡Adiós! -dijo y suspiró de modo profundo. -¡Qué hacer pues! ¡Qué pues!
Semión farfulló y salió. Incluso olvidó ponerse el gorro cuando salió al patio.
Unas dos horas después, se presentó a la señora Maxím. Su rostro estaba estirado, sus ojos nublados. Por su rostro se veía, que había venido a decir o tramar algo insolente.
-¿Qué quieres'? -preguntó la señora.
-¡Saludos! Yo, señora, más sobre este, para rogarle. El bosque, señora. A Stepán, le quiero construir una isbá, y no tengo bosque. Si me diera unas tablitas.
-¿Qué pues? Dígnate.
El rostro de Maxím irradió.
-Una isbá me hace falta construir, y no tengo bosque. ¡El último asunto! Me senté a comer schi, y no hay schi. Je, je. Una tablita, una chapa… Ahí Siómka me dijo unas insolencias… Usted ya no se enoje, señora. El imbécil más imbécil. Lo imbécil no me ha salido de la cabeza todavía. No lo siente. Una gente así. ¿Así me ordena, señora, venir por el bosque?
-Ven.
-Así, a Félix Adamóvich, dígnese a decirle. ¡Dios le dé salud! Ahora Stépka va a tener una isbá.
-¡Sólo que yo cobro caro, Zhúrkin! Yo el bosque, tú mismo sabes, no lo vendo, a mí misma me hace falta; y si lo vendo, pues es caro.
El rostro de Maxím se estiró.
-¿O sea, cómo?
-Pues así. En primer lugar, el dinero ahora mismo, y en segundo...
-Por dinero yo no deseo.
-¿Y cómo tú deseas?
-Es sabido cómo… Usted misma sabe. ¿Ahora qué dinero tiene un mujík? Un grosh13, y ni eso tiene.
-De gratis yo no doy.
Maxím apretó el gorro en su puño y empezó a mirar el techo.
-¿Usted dice eso de cierto? -preguntó tras haber callado.
-De cierto. ¿Tienes algo más que decir?
-¿Qué puedo yo decir? No me da el bosque, así, ¿para qué me voy a poner a hablar con usted? Adiós. Sólo que, en vano no me da el bosque… Lo va a lamentar… Para mí es, escupir14, pero usted lo va a lamentar… ¿Stepán está en el establo?
-No sé.
Maxím le echó una mirada significativa a la señora, tosió, titubeó y salió. Se crispó de rabia.
«¡Así mira cómo eres, bribona!», pensó y se dirigió al establo. En el establo, en ese momento, Stepán estaba sentado en un banco y con pereza, sentado, limpiaba la ijada de un caballo parado ante él. Maxím no entró al establo, sino se paró junto a la puerta.
-¡Stepán! -dijo.
Stepán no respondió, no miró a su padre. El caballo se sacudió.
-¡Disponte a casa! -dijo Maxím.
-No deseo.
-¿Acaso tú puedes decirme eso a mí?
-Entonces puedo, si te lo digo.
-¡Yo te lo ordeno!
Stepán saltó y azotó la puerta del establo ante las narices de su padre.
Al atardecer, un chico corrió hacia Stepán desde la aldea, y le contó que Maxím había echado de la casa a María, y que María no sabía dónde pasar la noche.
-Ella ahora está sentada en la iglesia, y llora, -contó el chico, -y toda la gente se reunió a su alrededor y te maldicen.
Al otro día, por la mañana temprano, cuando en la casa señorial dormían aún, Stepán se puso su traje viejo y fue al pueblo. Llamaban a misa. Era una mañana dominical, luminosa, jubilosa, ¡sólo vivir y alegrarse! Stepán pasó junto a la iglesia, le echó una ojeada obtusa al campanario y caminó hacia la taberna. La taberna, por desgracia, abría antes que la iglesia. Cuando entró a la taberna, en el mostrador ya estaban los bebedores.
-¡Vodka! –comandó Stepán. Le sirvieron vodka. Bebió, estuvo sentado y bebió más. Stepán se embriagó y empezó a convidar. Empezó una bebezón ruidosa.
-¿Cobras tú, con Strielchíja, mucho salario? -le preguntó Sídor.
-Cuanto se debe. ¡Toma, burro!
-Buen asunto. ¡Por la fiesta, Stepán Maxímich! ¡Por el día domingo! ¿Y usted qué pues?
-Y yo... Y yo tomo…
-Mucho gusto… ¡Todo eso, hablando con propiedad, es muy favorable y seductor, Stepán Maxímich! Así… Y permítame preguntarle, ¿unos diez rublos, cobra?
-¡Ja, ja! ¿Acaso un señor puede vivir con diez rublos? ¿Qué te pasa? ¡Él cobra cien!
Stepán echó una mirada al que había dicho eso, y reconoció en ése a su hermano Semión, que estaba sentado en un banco de una esquina, y bebía. Tras Semión asomaba la borracha fisonomía del sacristán Manafuílov, que sonreía con sarcasmo.
-Permítame preguntarle, señor -rompió a hablar Semión, quitándose el gorro, -¿la señora, tiene buenos caballos, o no? ¿Le gustan a usted?
Stepán se sirvió vodka callado y bebió callado.
-Deben ser, muy buenos -continuó Semión. –Sólo es una lástima que no tiene cochero. Sin cochero no este...
Manafuílov se acercó a Stepán y movió la cabeza.
-¡Tú… tú… eres un cerdo! –dijo. -¡Un cerdo! ¿Y para ti no es pecado? ¡Ortodoxos! ¡Para él no es pecado! ¿Y qué dicen las Escrituras, ah?
-¡Déjame! ¡Imbécil!
-Imbécil… Tú, en cambio, eres inteligente. Un cochero, pero no de caballos. Je, je… ¿Ella le da café también?
Stepán levantó el brazo y le pegó con la botella a la gran cabeza de Manafuílov. Manafuílov se tambaleó y continuó:
-¡El amor! Qué sentimiento... Pff… ¡Lástima que no puede casarse! ¡Un señor sería! ¡Y de él, muchachos, saldría un señor glorioso! ¡Un señor severo, desarrollado!
Se oyó una carcajada. Stepán levantó el brazo, y le pegó con la botella otra vez a la misma cabeza. Manafuílov se tambaleó y, esta vez, cayó.
-¿Tú por qué peleas pues? -gritó Semión, avanzando hacia su hermano. -¡Cásate, entonces pelea! ¿Muchachos, por qué él pelea? ¿Por qué peleas, yo pregunto?
Semión entornó los ojos, agarró por el pecho a Stepán y le pegó en el costado. Manafuílov se levantó y agitó sus dedos largos ante los ojos de Stepán.
-¡Muchachos! ¡Una bronca! ¡Por Dios, una bronca! ¡Empújalo!
La taberna se alborotó. El vocerío se mezclaba con la risa.
En las puertas de la taberna se agolpó la gente. Stepán agarró a Manafuílov por el cuello y lo arrojó a la puerta. El sacristán chilló y rodó por los peldaños como una pelota. Se rieron a carcajadas más fuertemente. La gente abarrotó la taberna por completo. Sídor se metió no en su asunto y, sin saber él mismo por qué, le pegó a Stepán por la espalda. Stepán agarró a Semión por los hombros y lo arrojó a la puerta. Stepán se pegó en la cabeza con el quicio, corrió por los peldaños y cayó con su rostro mojado en el polvo. Hacia él corrió su hermano y empezó a bailarle sobre la barriga. Bailaba enzañado, con placer, saltando alto. Saltó largo tiempo…
Llamaron a “digno es”. Stepán echó una mirada a su alrededor. A su alrededor había jetas rientes, cada una más borracha y contenta que la otra. ¡Una multitud de jetas! Semión, desgreñado y sangriento, se levantaba con cara de fiera y los puños apretados. Manafuílov yacía en el polvo y lloraba. El polvo le cubría los ojos. ¡Alrededor y cerca había sabe el diablo qué!
Stepán se estremeció, palideció y echó a correr como un loco. Lo persiguieron.
-¡Agárralo! ¡Agárralo! –le gritaron por detrás. -¡Aguántalo! ¡Mató a uno!
De Stepán se apoderó el pánico. Le pareció que si lo alcanzaban, pues lo matarían con seguridad. Corrió con más rapidez.
-¡Agárralo! ¡Aguántalo!
Sin advertirlo él mismo, corrió hasta la casa de su padre. Los portones estaban abiertos de par en par, y ambas hojas se mecían con el viento... Entró corriendo al patio.
Sobre un montón de virutas y astillas, a tres pasos de los portones, estaba sentada su María. Con las piernas recogidas debajo de sí y tendidos hacia adelante sus brazos impotentes, no apartaba los ojos de la tierra. Al ver a María, por el cerebro alarmado y borracho de Stepán pasó de pronto una idea lúcida…
Huir de aquí, huir lejos de esta mujer pálida como la muerte, apocada, amada ardientemente. Huir lejos de estos monstruos, a Kubán, por ejemplo… ¡Ah, qué bonito era Kubán! Si creer en las cartas del tío Piótr, ¡pues qué libertad hermosa había en las estepas de Kubán! Y la vida allá era más amplia, y el verano más largo, y la gente más alegre… En los primeros momentos ellos, María y Stepán, vivirían como obreros, y después se harían de su tierra. Allí no estarían con ellos ni el calvo Maxím con sus ojos de gitano, ni el Semión que sonreía con escarnio y ebriedad…
Con esa idea se acercó a María y se detuvo ante ella... Y la cabeza, entre tanto, le daba vueltas por la ebriedad, por los ojos le pasaban manchas de colores, en todo el cuerpo sentía dolor… Apenas se tenía en pie.
-A Kubán… este… -profirió, sintiendo que su lengua perdía la capacidad de hablar… -A Kubán... Con el tío Piótr... ¿Sabes? El que me escribía cartas…
¡Pero no fue eso pues! Se deshizo en pluma y polvo Kubán… María levantó sus ojos implorantes hacia su rostro pálido, perdido, medio cubierto ya hacía tiempo por sus cabellos despeinados, y se levantó... Sus labios temblaban...
-¿Eres tú, bandido? –vociferó. -¿Tú? ¡La jeta, a saber, te la rompieron en la taberna! ¡Maldito! ¡Torturador tú mío! ¡Que en el otro mundo te vaya tan mal, cómo me chupaste toda! ¡Me mataste, a una huérfana!
-¡Cállate!
-¡Crueles! ¡No se apiadan de un alma cristiana! Me torturaron toda, bandidos… ¡Eres un perdedor de almas, Stiópa! ¡La madre de Dios te va a castigar! ¡Espera! ¡Esto no te va a salir de gratis! ¿Tú piensas que yo sola me torturo? Y no lo pienses…Tú también te vas a torturar…
Stepán parpadeó y se tambaleó.
-¡Cállate! ¡Bueno, por Cristo!
-¡Borracho! Sé, con el dinero de quién estás borracho... ¡Sé, bandido! ¿De alegría tomas? ¿A saber, estas contento?
-¡Cállate! ¡Máshka! Bueno…
-¿Y para qué viniste? ¿Qué te hace falta? ¿A jactarte viniste? Y sin jactancia lo sabemos… Todo el mundo lo sabe... Los ojos, seguro, no te los quitan de encima en todo el día, maldito...
Stepán dio una patada, se tambaleó y, con los ojos brillando, empujó con el codo a María…
-¡Cállate, te dicen! ¡No me toques el corazón15!
-¡Voy a hablar! ¿Tú, a pelear? Bueno, qué pues… Pégale… Pégale a la huérfana. Es sólo el final… ¿Qué caricias esperar? Sabe pegarme… ¡Acábame, bandido! ¿Para qué te hago falta? Tú tienes una señora... Rica... Bonita... Yo soy una descarada, y ella es una noble… ¿Por qué pues no me pegas, bandido?
Stepán levantó el brazo y, con todas sus fuerzas, le pegó con el puño al rostro alterado por la cólera de María. El golpe ebrio dio en la sien. María se tambaleó y, sin emitir un sonido, se desplomó en la tierra. En el momento en que caía, Stepán le pegó otra vez en el pecho.
El marido se inclinó sobre el cuerpo cálido, pero ya muerto de su mujer, miró con ojos turbios su rostro sufrido y, sin entender nada, se sentó junto al cadáver.
El sol ya se levantaba sobre las isbás y quemaba. El viento se volvió caliente. En el aire tórrido flotaba una angustia opresiva cuando unas gentes trémulas, en apretada multitud, rodearon a Stepán y María… Veían, entendían que allí había un asesinato, y no creían a sus ojos. Stepán recorrió con ojos turbios la multitud, le crujieron los dientes y farfulló palabras inconexas. Nadie se atrevía a amarrar a Stepán. Maxím, Semión y Manafuílov estaban parados entre la multitud, y se apretaban el uno contra el otro.
-¿Por qué él a ella? -preguntaban, pálidos como la muerte.
Su madre corría alrededor y vociferaba…
Le informaron de lo sucedido a la señora. La señora ayeó, agarró el botellín de alcohol, pero no se cayó sin sentido.
-¡Una gente horrible! –murmuró. -¡Ah, qué gente! ¡Granujas! ¡Bien pues! ¡Yo les enseñaré! ¡Ellos van a saber ahora, qué clase de pájaro soy yo!
A consolarla se presentó Rzheviétskii. Él consoló a la señora y ocupó de nuevo su puesto, que la señora caprichosa le había quitado para Stepán. Un puesto rentable, cálido y el más apropiado para él. Diez veces al año lo echaban de ese puesto, y diez veces le pagaban la enmienda. Le pagaban no poco.

1Isbá, casa de madera de abeto.
2Caballo viatkiano, o de Viátka, de talla baja, veloz, resistente, de raza antigua.
3Shabbath, sábado, descanso; (expresión popular), para, basta, deja, terminado.
4Finissez donc, termine pues.
5Schi, sopa de legumbres con carne.
6Kvas, especie de refresco de trigo.
7Como el guisante contra la pared (proverbio), lo mismo que hablar a la pared.
8Mantifólia en vinagre ( )...
9Strielchíja, burla del apellido Strielkóva, ¿talluda?
10Toilette, vestido, traje, atavío.
11Kumāš, tela rojo vivo, de algodón.
12Pan, señor.
13Grosh, antigua moneda rusa igual a ½ kópek.
14Escupir (vulgarismo), despreciar, me importa una higa.
15Tocar el corazón (expresión), llegar al alma.

Título original: Barinia, publicado por primera vez en la revista Moskva, 1882, Nº 29-31, con la firma: “Antósha Chejonté”.
Imagen: John Singer Sargent, Emily Sargent, 1877.

lunes, 6 de octubre de 2008

La pregunta


En vista de que el armuelle1 se mezcla con la harina, y el pan mezclado con armuelle es consumido por los campesinos hace mucho tiempo, acaso siglos, nos ruegan preguntar a los sres. científicos si ¿se han analizado las semillas de armuelle, y si se han definido esos componentes nutritivos que, probablemente, obligan a los campesinos a acudir a esa planta, o ninguno de los sres. científicos se ha dedicado a esa planta, y el asunto se ha limitado, solamente, a que todos ellos abrieron los brazos, cuando oyeron del armuelle como sucedáneo del pan?

1Escribe Chejov a Alexéi Suvórin el 16 de octubre de 1891: “Y a nuestro armuelle respondieron. Pero yo no estoy satisfecho. Casi todas nuestras hierbas, incluyendo las venenosas, contienen almidón, no obstante éstas no se comen pues. ¿Por qué el pueblo se detuvo, precisamente, en el armuelle? ¿Cómo actúa éste en el alimento?, y demás. Cuando llegue a Petersburgo, vamos a pensar toda una serie de preguntas. Eso no molesta. Y responden a las preguntas con gusto, y no sólo por vanidad”.

Título original: Vopros, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1891, Nº 5610, sin firma.
Imagen: Ilya Repin, Im Operations saal, 1888.

martes, 23 de septiembre de 2008

El juicio


La isbá de Kuzmá Yegórov, el tendero. Es sofocante, caluroso. Los malditos mosquitos y moscas se amontonan alrededor de los ojos y las orejas, cansan… Nubes de humo de tabaco, pero huele no a tabaco, sino a pescado salado. En el aire, en los rostros, en el zumbido de los mosquitos, la angustia.
Una mesa grande, sobre ésta un platito con cáscaras de nueces, unas tijeras, una latita de pomada verde, casquetes y botellas vacías. A la mesa están sentados con un aire solemne: el mismo Kuzmá Yegórov, el responsable-enfermero Ivánov, el sacristán Feofán Manafuílov, el bajo Mijáilo, el compadre Parfiéntii Ivánich y el gendarme Fortunátov, que vino de la ciudad a visitar a su tía Anísia. A una respetable distancia de la mesa está parado el hijo de Kuzmá Yegórov, Serapión, que sirve en la barbería de la ciudad y vino ahora a ver a su padre por las fiestas. Éste se siente muy incómodo y tira de sus bigotitos con mano trémula. La isbá de Kuzmá Yegórov es alquilada, provisionalmente, para “punto” médico, y ahora los enfermos esperan en el recibidor. Ahora recién trajeron de algún lugar a una mujer con la costilla rota… Ésta está acostada, gime y espera que el enfermero, finalmente, le preste su atención benévola. Tras las ventanas se amontona la gente, que vino a ver cómo Kuzmá Yegórov va a azotar a su hijo.
-Usted, todo el tiempo, dice que yo miento, -dice Serapión, -y por eso yo, con usted, no pienso hablar mucho. Con las palabras, papásha, en el siglo diecinueve, no logras nada, porque la teoría, como usted mismo no ignora, no puede existir sin la práctica.
-¡Cállate! –dice Kuzmá Yegórov con severidad. –No despiertes a tu madre, y dinos claramente: ¿dónde metiste mi dinero?
-¿El dinero? Hum… Usted es una persona tan inteligente, que usted mismo debe entender que yo, su dinero, no lo toqué. Sus billetes, usted los acumula no para mí… Pecar no hay por qué…
-Usted, Serapión Kosmích, sea franco, -dice el sacristán. -¿Pues nosotros, para qué le preguntamos esto? Nosotros deseamos convencerlo, ponerlo en el camino del bien… Su papáshenka, nada más que para su provecho… Y nos pidió pues… Usted francamente… ¿Quién no es pecador? ¿Usted le tomó a su papásha los veinticinco rublos que estaban en su cómoda, o no?
Serapión escupe a un costado y calla.
-¡Habla pues! –grita Kuzmá Yegórov y golpea la mesa con el puño. –Habla: ¿tú o no?
-Como a usted le plazca… Deje…
-Deja -corrige el gendarme.
-Deja que yo lo tomé… ¡Deja! Sólo que usted, papásha, en vano me grita. Golpear tampoco hay para qué. Por mucho que golpee, no va a hundir la mesa en la tierra. Su dinero yo nunca se lo tomé, y si lo tomé alguna vez, pues fue por necesidad… Yo soy una persona viva, un nombre sustantivo animado, y me hace falta el dinero. ¡No soy una piedra!
-Ve y trabaja, si te hace falta el dinero, y a mí no tienes nada qué robarme. ¡Tú no eres el único que tengo, yo tengo entre ustedes a siete personas!
-Eso yo, sin su sermón, lo entiendo, sólo por mi salud débil, como usted mismo sabe, no puedo, por lo tanto, trabajar. Y que usted, ahora, me reprochó por un pedazo de pan, así por eso mismo, va a responder ante el señor Dios…
-¡De salud débil!.. Tu labor no es grande, sabe pelar y pelar a gusto, y tú huyes de esa labor.
-¿Qué labor tengo yo? ¿Acaso eso es una labor? Eso no es una labor, sino una pretensión. Y mi educación no es tal, para que yo pueda vivir de esa labor.
-No razona correcto, Serapión Kosmích, -dice el sacristán. –Su labor es respetable, intelectual, porque usted sirve en una ciudad de gobierno, pela y afeita a personas intelectuales, nobles. Incluso los generales no son ajenos a su oficio.
-Sobre los generales, si le place, yo mismo le puedo explicar.
El enfermero Ivánov está un poco bebido.
-En nuestro razonar médico, -dice éste –tú eres un trementina, y nada más.
-Nosotros, su medicina, la entendemos… ¿Quién, permítame preguntarle, el año pasado, casi no abrió a un carpintero borracho, en lugar de un cuerpo muerto? Si ése no se hubiera despertado, así usted le hubiera descocido el vientre. ¿Y quién mezcla el ricino con el aceite de cáñamo?
-En la medicina, sin eso, no se puede.
-¿Y quién mandó a Malánia al otro mundo? Usted le dio un purgante, después un astringente, y después de nuevo un purgante, y ella no resistió. Usted no debe curar personas, disculpe, sino perros.
-Para Malánia el reino celestial, -dice Kuzmá Yegórov. –Para ella el reino celestial. No ella tomó el dinero, no es sobre ella la conversación… Y tú di pues… ¿se lo llevaste a Alióna?
-Hum… ¡a Alióna! Si se avergonzara usted, siquiera, delante del clero y del señor gendarme.
-Y tú habla pues: ¿tú tomaste el dinero o no?
El responsable sale de la mesa, prende un cerillo en su rodilla y, con respeto, lo acerca a la pipa del gendarme.
-Fff… -se enfada el gendarme. -¡La nariz gris, toda la empinó!
Tras prender la pipa, el gendarme se levanta de la mesa, se acerca a Serapión y, mirándolo con rabia y fijamente, grita con voz estridente:
-¿Tú quién eres? ¿Tú qué haces pues? ¿Por qué así? ¿Ah? ¿Qué significa esto pues? ¿Por qué no respondes? ¿Insubordinación? ¿Tomar dinero ajeno? ¡A callar! ¡Responde! ¡Habla! ¡Responde!
-Si…
-¡A callar!
-Si… ¡Usted más bajo! Si… ¡No le tengo miedo! ¡Se cree mucho! ¡Y usted es un imbécil, y nada más! Si papásha quiere que me den una zurra, pues estoy listo… ¡Zúrrenme! ¡Péguenme!
-¡A callar! ¡No co-o-onversar! ¡Conozco tus ideas! ¿Tú eres un ladrón? ¿Quién eres? ¡A callar! ¿Ante quién estás? ¡No replicar!
-Es necesario castigarlo, -dice el sacristán y suspira. –Si él no desea aliviar su culpa a conciencia, pues es necesario, Kuzmá Yegórich, azotarlo. Así supongo: ¡es necesario!
-¡Pegarle! –dice el bajo Mijáilo con una voz tan baja, que todos se asustan.
-Por última vez: ¿tú o no? –pregunta Kuzmá Yegórov.
-Como a usted le plazca… Deja… ¡Zúrreme! Yo estoy listo…
-¡A azotarlo! –decide Kuzmá Yegórov y, amoratado, sale de la mesa.
El público se cuelga de las ventanas. Los enfermos se amontonan en la puerta y levantan las cabezas. Incluso la mujer con la costilla rota levanta la cabeza…
-¡Acuéstate! –dice Kuzmá Yegórov.
Serapión se arranca la chaqueta, se persigna y, con humildad, se acuesta sobre un banco.
-Zúrrenlo, -dice.
Kuzmá Yegórov se quita el cinturón, mira cierto tiempo al público, como esperando que alguien lo ayude acaso, después empieza…
-¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! –cuenta Mijáilo con voz de bajo. -¡Ocho! ¡Nueve!
El sacristán está parado en un rincón y, bajando los ojos, hojea un libro…
-¡Veinte! ¡Veintiuno!
-¡Es suficiente! -dice Kuzmá Yegórov.
-¡Más! –murmura el gendarme Fortunátov. -¡Más! ¡Más! ¡Así a él!
-Yo supongo: ¡es necesario un poco más! –dice el sacristán, soltando el libro.
-¡Y si al menos chillara! –se admira el público.
Los enfermos se separan y la esposa de Kuzmá Yegórov, haciendo crujir su falda almidonada, entra a la habitación.
-¡Kuzmá! –se dirige a su esposo. -¿Cuál dinero tuyo es este, que yo encontré en tu bolsillo? ¿Éste no es el que tú buscabas hace poco?
-Ese mismo es… ¡Levántate Serapión! ¡Apareció el dinero! Yo lo puse ayer en mi bolsillo, y me olvidé…
-¡Más! –balbucea Fortunátov. -¡A pegarle! ¡Así a él!
-¡Apareció el dinero! ¡Levántate!
Serapión se levanta, se pone la chaqueta y se sienta a la mesa. Silencio prolongado. El sacristán se confunde y se suena la nariz con un pañuelo.
-Tú disculpa, -balbucea Kuzmá Yegórov, dirigiéndose a su hijo. –Tú este no…¡El diablo pues lo sabía, que iba a aparecer! Disculpa…
-No importa. No es la primera para mí… No se inquiete. Yo siempre estoy listo para cualquier tortura.
-Tú toma… Te va a arder…
Serapión bebe, levanta su nariz azul y, como un héroe medieval, sale de la isbá. Y el gendarme Fortunátov después, largo tiempo, anda por el patio, sonrojado, abriendo los ojos y diciendo:
-¡Más! ¡Más! ¡Así a él!

Título original: Sud, publicado por primera vez en la revista Zritiel, 1881, Nº 14, con la firma: “Antósha Chejonté.”
Imagen: Nikita Fedosov, Very Good Sight But Only One Eye, 1976.

lunes, 22 de septiembre de 2008

La ponzoña


Piótr Petróvich Lisóv era un idealista hasta la punta de las uñas, aunque servía en la oficina bancaria de Kunst y Cía. Cantaba con un tenor aguado, tocaba la guitarra, se ponía pomada y usaba pantalón claro, y todas esas cosas constituían los signos, por los que se podía distinguir a un idealista de un materialista a diez vérstas1. Con Liúbochka, la hija del capitán retirado Kadíkin, se había casado por el amor más apasionado... ¿Lo creen?, él amaba tanto a su novia que, si le hubieran propuesto escoger entre un millón y Liúbochka pues él, sin pensarlo, se hubiera quedado con la última... Al diablo, por supuesto, no le gustó ese idealismo, y no tardó en inmiscuirse.
En vísperas de la boda (el diablo empezó a insistir, precisamente, desde ese momento), el capitán Kadíkin llamó a su gabinete a Lisóv y, tras tomarlo por un botón con cariño, le dijo:
-Tengo que advertirte, amable amigo Pétia, que yo, de cierto modo, este... El convenio es mejor que el dinero... Para que después, hablando con propiedad, no haya ningún disgusto, tenemos que convenir de antemano... Tú sabes, yo pues por Liúbochka, no este... ¡yo por Liúbochka no doy nada!
-Ah, ¿acaso no es lo mismo? –se encendió el idealista. -¿Y por quién usted me toma? ¡Yo no me caso con el dinero, sino con la señorita!
-Así-así... Yo esto pues, ¿para qué te lo digo? Para que tú, de todas formas, sepas... Yo soy un hombre, por supuesto, no pobre, tengo fortuna, pero pues, tú mismo ves, yo, además de Liúbochka, tengo aún a cinco... Así que, gentil amigo Pétia... Oooh... -(el capitán suspiró). -Este, por supuesto, te va a ser difícil pero, ¡qué hacer! Sostente de algún modo... En caso, si hay algo así... procreación ahí, o algún otro acontecimiento, pues puedo ayudar... De a poquito puedo... Incluso ahora puedo...
-¡Inventa, por Dios! –dejó de la mano Lisóv.
-Ahora te puedo prestar cuatrocientos rublos... ¡Quisiera darte más, disculpa, pero aunque me apuñales!
Kadíkin buscó en la mesa, sacó de allí cierto papel y se lo dio a Lisóv.
-¡Aquí tienes, toma! –dijo. -¡Exactamente cuatrocientos! Yo mismo cobraría esta hoja ejecutoria, ¿pero sabes?, no hay tiempo para lidiar, y tú, cuando quieras, entonces la cobras... Directamente, sin ninguna pena, ve a ver al doctor Kliabóv, y cóbrale... Y si él empieza a porfiar, pues al ujier del juzgado...
Por mucho que se negó Lisóv, y por mucho que demostró que no se casaba con el dinero, sino con la señorita, terminó en que dobló en cuatro la hoja ejecutoria y la escondió en el bolsillo. Al otro día, al regresar en la carroza de la boda, Lisóv tenía a Liúbochka por el talle y le decía:
-Hace tres días estabas llorando, porque en nuestro hogar no iba a haber un fortepiano... ¡Alégrate, Liúbochka! Yo, por cuatrocientos rublos, te voy a comprar un piano...
Después de la cena nupcial, cuando los jóvenes se quedaron solos, Lisóv caminó largo tiempo de una esquina a la otra, después, inspirado, movió la cabeza y le dijo a su esposa:
-¿Sabes qué, Liúba? ¿Y no es mejor para nosotros esperar a comprar el piano? ¿Ah, cómo piensas? ¡Vamos pues primero a comprar los muebles! ¡Con cuatrocientos rublos se pueden adquirir unos muebles excelentes! ¡Vamos a adornar las habitaciones así, que a los diablos les dé náuseas! En esa habitación pondremos un diván y una butaca con una tapicería de seda, ¿sabes?.. Delante del diván, por supuesto, una mesa redonda con alguna lámpara compleja así, que se la lleve el diablo… Aquí pues pondremos un lavamanos de mármol. ¿Vous comprenez2? Ja-ja… En este espacio meteremos un guardarropa o una cómoda con baño… ¡O sea, el diablo sabe qué bien saldrá todo esto!
-Hará falta cortinas para las ventanas.
-¡Sí, cortinas! ¡Mañana mismo voy a ver a ese doctor! Sólo si pudiera encontrarlo, al diablo… Esos doctores son gente tacaña, tienen la costumbre, apenas amanece, de salir de práctica… Y tú disculpa, Liúba, que yo mañana me voy a levantar más temprano…
A las ocho de la mañana, Lisóv se levantó calladito, se vistió y se dirigió a pie a la casa del doctor Kliabóv. A las nueve menos cuarto ya estaba parado en el recibidor del doctor.
-¿El doctor está en casa? –le preguntó a la sirvienta.
-En casa, pero está durmiendo, y no se va a levantar pronto.
Con esa respuesta, el rostro de Lisóv se arrugó y se puso tan ácido, que la sirvienta se asustó y dijo:
-¡Si le hace tanta falta, pues lo puedo despertar! ¡Dígnese al gabinete!
Lisóv se quitó la pelliza y entró al gabinete...
“¡Y vive bien el canalla! –pensó, sentándose en la butaca y echando una mirada al ambiente. –Sólo el sofá, seguro, vale unos cuatrocientos rublos…”
Unos diez minutos después, se oyó una tos lejana, luego unos pasos, y al gabinete entró el doctor Kliabóv, sin lavarse, soñoliento.
-¿Qué tiene usted? –preguntó, sentándose frente a Lisóv.
-Yo, sr. doctor, hablando con propiedad, no estoy enfermo, -empezó el idealista, sonriendo con gentileza, -y vine a verlo por un asunto… Ve, yo me casé ayer y… me hace mucha falta el dinero… Usted me va a obligar mucho, si me paga hoy por esta hoja ejecutoria…
-¿Por cuál hoja ejecutoria? –desencajó los ojos el doctor.
-Y por ésta pues… Yo soy Lisóv, y me casé con la hija de Kadíkin. Yo soy su yerno y él, o sea mi suegro, me dio esta hoja. ¡O sea, Kadíkin!
-¡Dios sabe qué! –dejó de la mano Kliabóv, levantándose y poniendo cara llorosa. –Yo pensaba que usted estaba enfermo, y usted con una tontería ahí… ¡Esto es hasta vergonzoso de su parte! ¡Yo hoy me acosté a las siete, y usted, el diablo sabe por qué, me despierta! Las personas honradas respetan la tranquilidad ajena… ¡A mí hasta me da vergüenza por usted!
-Culpable, yo pensaba… -se confundió Lisóv, -yo no sabía…
Y viendo que el doctor se marchaba, se levantó y farfulló:
-¿Y cuándo pues, me manda a venir por el cobro?
-Nunca… ¡Yo a ese Kadíkin ya le dije mil veces que me deje tranquilo! ¡Me cansó!
El tono y el trato del doctor confundieron a Lisóv, y también lo enfurecieron.
-En ese caso, -dijo,- disculpe, yo voy a tener que dirigirme al ujier del juzgado y… ¡imponer un embargo a su propiedad!..
-¡Cuánto le plazca! Ese, su Zatíkin ¿o cómo se…?, Kadíkin, sabe que la propiedad no es mía, sino de mi esposa.
Al salir del doctor, Lisóv estaba rojo y temblaba de furia.
“¡Ignorante! –pensaba. -¡Cerdo! ¡Vive tan ricamente, tiene práctica, y no paga las deudas! Pero espera pues…”
Por la noche, en lugar de acostarse a dormir, Lisóv se sentó a escribirle una carta al doctor… En esa carta él, de modo categórico y amenazando con el ujier del juzgado, le rogaba informarle qué día y a qué hora podía encontrar al doctor en su casa. Al no recibir al otro día respuesta, le envió otra carta… Finalmente, habiendo gastado en el correo seis timbres municipales, se perturbó y fue a ver al ujier del juzgado…
Mientras él, de esta forma, escribía cartas y hacía visitas al ujier del juzgado, el tiempo pasaba y la naturaleza humana trabajaba... A Lisóv pronto le empezó a parecer, que necesitaba los cuatrocientos rublos en extremo, hasta el cuello, que era asombroso cómo había podido arreglarse antes sin éstos. Sin hablar ya de los muebles, que se podían aplazar para el futuro, con ese dinero había que pagar las viejas deudas, el sastre, la tienda... Cuando unos diez días después de la boda, Liúbochka le pidió a Lisóv cinco rublos para la cocinera, éste le dijo:
-Yo ya le daré a ella de los del doctor, y ahora no tengo... ¿Sabes qué? ¡Voy a pasar hoy por casa del doctor! Le voy a rogar, que me pague al menos por partes. ¡Con eso él va a convenir seguro!..
Al llegar a la casa del doctor, encontró en su recibidor muchos enfermos. Tuvo que esperar el turno. Tras leer todos los periódicos que estaban sobre la mesa, y extenuarse hasta la sequedad en la garganta y el dolor en los sobacos, finalmente, entró al gabinete del doctor.
-¡Usted de nuevo! –frunció el ceño Kliabóv.
Lisóv se sentó y, de todo corazón, le explicó al doctor cómo Kadíkin le había regalado la hoja ejecutoria, y cuánto le hacía falta el dinero.
-Usted me puede pagar de a diez rublos… -terminó. -¡Yo con eso convengo!
-Usted, disculpe, es simplemente un psicópata…-sonrió con malicia Kliabóv. -¿Quién pues, dígame por favor, acepta de regalo hojas ejecutorias?
-Yo la acepté, porque pensé que usted sería, este… ¡conciente!
-¡Mira cómo! ¡No a usted le corresponde hablar de conciencia! ¿Usted sabe, de dónde salió esa deuda? Cuando yo era estudiante, le pedí a su suegro solamente cincuenta rublos, ¡los restantes pues son todos por cientos! Y yo no le voy a pagar… ¡Por principio no le voy a pagar! ¡Ni un kópek!
Lisóv regresó a su casa fatigado, furioso.
-¡No entiendo a tu padre! -le dijo a Liúbochka. ¡Pues esto es bajo, ruin! ¡Como si él no tuviera cuatrocientos rublos para mí! ¡A mí la dote no me hace falta, pero yo por principio! Yo ahora, con tu padre, no quiero ni hablar... ¡Cicatero, groshero3! Ve y dile a propósito, que tome su estúpida hoja ejecutoria, y me mande en su lugar cuatrocientos rublos... ¿Oyes? Ve y dile así...
-¿Cómo pues le voy a decir? Me es incómodo, Pétia.
-¡Aah... para ti él, entonces, vale más que tu esposo! ¿Según tú, él tiene la razón? ¡Yo no tomé de él nada de dote, y él pues aún tiene la razón!
Liúbochka parpadeó y rompió a llorar.
-Empieza... –farfulló Lisóv. -¡Sólo esto faltaba! ¡Bueno, por favor mátushka, sin estas piezas! ¡Que esto en mi casa no sea! ¡A mí, hermano, no me convences con esto... no me penetras! ¡A mí esto no me gusta! ¡Puedes llorar a gritos en casa de pápienka, pero aquí no te es lugar! ¿Oyes?
Y Lisóv golpeó la mesa con el lomo del libro... Con ese golpe culminaba la luna de miel...

1Vérsta, antigua medida rusa de superficie igual a 1,06 km.
2¿Vous comprenez?, ¿usted comprende?.
3Groshero, de grosh, antigua moneda rusa igual a ½ kópek.

Título original: Otrava, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1886, Nº 10, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: John Singer Sargent, Jean-Joseph-Marie Carriès, 1880.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Ambos son mejores


-Seguro pues, mes enfants1, pasen por casa de la baronesa Shappling (con dos “p”)... –repitió por décima vez mi suegra, ayudándonos a mi joven esposa y a mí a sentarnos en la carroza. –Mi baronesa es una vieja amiga... Visiten, a propósito, a la generala Zheriébchikova... Ella se va a ofender, si no le hacen una visita...
Nos sentamos en la carroza y fuimos a hacer las visitas post-nupciales. La fisonomía de mi esposa, me parecía, adquirió una expresión solemne, y a mí se me cayó el alma a los pies, y caí en la melancolía... Muchas diferencias había entre yo y mi esposa, pero ninguna de éstas me producía tantos tormentos de alma, como la diferencia de nuestros conocidos y relaciones. En la lista de los conocidos de mi esposa resaltaban las tenientas, las generalas, la baronesa Shappling (con dos “p”), el conde Derzái-Chertovschínov y todo un montón de amigas aristócratas del instituto; pero por mi parte había sólo un continuo mauvais ton2: mi tío, el carcelero retirado, la prima que tenía un taller de moda, los funcionarios-colegas, todos unos borrachos perdidos y libertinos, entre los que no había ni uno por encima del titular, el mercader Plievkóv y demás. Me daba vergüenza... Para evitar la deshonra, hubiera acordado no ir a ver a mis conocidos en absoluto, pero no ir hubiera significado buscarse una multitud de reproches y disgustos. A mi primo aún, es posible, se le podía tachar, pero las visitas a mi tío y a Plievkóv eran inevitables. A mi tío le había pedido para los gastos de la boda, a Plievkóv le debía por los muebles.
-Ahora, almita, –empecé a engatusar a mi esposa –vamos a llegar a casa de mi tío Púpkin. Un hombre de estirpe antigua, noble... su tío es vicario en alguna eparquía, pero es un original y vive como un cerdo; o sea, no el vicario vive como un cerdo, sino él mismo, Púpkin... Te llevo para darte la ocasión de reírte un poco... Un imbécil terrible...
La carroza se detuvo junto a una pequeña casita de tres ventanas, con unos postigos grises, herrumbrosos. Salimos de la carroza y llamamos... Se oyó un fuerte ladrido de perro, tras el ladrido un imponente “¡psió, maldito!”, un aullido, un tráfago tras la puerta... Tras un tráfago largo la puerta se abrió, y entramos al recibidor... Nos recibió mi prima Másha, una muchacha pequeña con la chaqueta de su madre y la nariz manchada. Yo hice ver que no la reconocí, y fui al colgador del que, junto a la pelliza pelada del tío, colgaban el pantalón de alguien y una falda almidonada. Al quitarme los chanclos, eché una ojeada a la sala con timidez. Allí, a la mesa, estaba sentado mi tío, con una bata y unas pantuflas en los pies desnudos. La esperanza de no hallarlo en casa se convirtió en polvo... Entornando los ojos y resoplando por toda la casa, éste extraía con un alambre, de una garrafa de vodka, unas cáscaras de naranja. Tenía un aspecto preocupado y concentrado, como si inventara el teléfono. Nosotros entramos... Al vernos, Púpkin se avergonzó, dejó caer de la mano el alambre y, recogiendo los faldones de su bata, salió corriendo de la sala a toda prisa...
-¡Yo ahora! –gritó.
-Se dio a la fuga... –me eché a reír, ardiendo de vergüenza y temiendo mirar a mi esposa. -¿No es verdad, Sonia, que da risa? Un original terrible... ¡Y echa una mirada, qué muebles! Una mesa de tres patas, un fortepiano paralítico, un reloj de cuco... Se puede pensar que aquí no viven personas, sino mamuts...
-¿Qué son las pinturas? –preguntó mi esposa examinando los cuadros, que colgaban mezclados con las fotografías.
-Ese es el eremita Serafím en el desierto de Saróvskii3, dándole de comer a un oso... Y este es el retrato del vicario, cuando era aún inspector de seminario... Ves, tiene la Anna... Un hombre de respeto... Yo... -(yo me soné la nariz).
Pero nada me daba tanta vergüenza, como el olor... Olía a vodka, a naranjas agriadas, a trementina, con la que el tío se protegía del cebollino, a borra de café, que en general da una posca penetrante... Entró mi primo Mítia, un pequeño alumno de gimnasio con unas grandes orejas paradas, y chocó los talones... Tras recoger las cáscaras de naranja, tomó del diván la almohada, quitó con la manga el polvo del fortepiano y salió... Evidentemente, lo habían mandado a “recoger”...
-¡Y aquí estoy yo! –pronunció finalmente mi tío, entrando y abrochándose el chaleco. -¡Y aquí estoy yo! ¡Me alegro mucho... bastante! ¡Siéntense, por favor! Sólo no se sienten en el diván: la pata de atrás está rota. ¡Siéntate, Sénia!
Nos sentamos... Sobrevino un silencio, durante el que Púpkin se acarició la rodilla, y yo intentaba no mirar a mi esposa y me confundía.
-Msí... –empezó mi tío, prendiendo un puro (delante de la visita él siempre fumaba puro). -Te casaste, por lo tanto... Así... Por una parte, eso es bueno... Una criatura agradable cerca, el amor, los romances; ¡pero por otra parte, cuando vengan los niños, pues vas a aullar más que un lobo! Para uno las botas, para el otro el pantalón, por el tercero hay que pagar el gimnasio... ¡y no quiera Dios! ¡A mí, gracias a Dios, mi esposa la mitad me los parió muertos!
-¿Cómo está su salud? –pregunté yo, deseando cambiar la conversación.
-¡Mal, hermano! Hace poco estuve derrumbado todo el día... Me duele el pecho, escalofríos, bochorno... Mi esposa me dice: toma quinina y no te irrites... ¿Y cómo no irritarse ahí? Por la mañana me mandó a limpiar la nieve del portal, ¡y siquiera si alguien te ayudara! Ni un granuja se mueve del lugar... ¡No puedo limpiarlo solo pues! Yo soy un hombre enfermizo, débil... Tengo hemorroides internas.
Yo me confundí y empecé a sonarme la nariz fuertemente.
-O, puede ser, que yo tengo eso por el baño... –continuó mi tío, mirando la ventana de modo pensativo. -¡Puede ser! Yo estuve el jueves en el baño, sabes,... me di vapor unas tres horas. Y con el vapor las hemorroides se alborotan aún más... Los doctores dicen que el baño para la salud no es bueno... Eso, señora, no es correcto... Yo estoy acostumbrado desde la niñez, porque mi padre tenía un baño en Kíev, en la Krieschátik... Pasaba, que todo el día te dabas vapor... Gracias a que no pagabas...
Sentí una vergüenza insoportable. Me levanté y, tartamudeando, empecé a despedirme.
-¿A dónde te vas pues? –se asombró mi tío, tomándome por la manga. -¡Ahora va a salir tu tía! ¡Vamos a picar de lo que Dios mandó, vamos a tomar licor!.. Hay cecina, Mítia fue por el embutido... ¡Pero qué ceremoniosos, en verdad, son ustedes! ¡Te volviste orgulloso, Sénia! ¡No está bien! ¡El vestido de la boda no se lo encargaste a Glásha! Mi hija, señora, tiene una lencería... A usted le cosió, yo lo sé, madame Stepánid, ¡pero acaso Stepánidka se compara con nosotros! Nosotros le hubiéramos cobrado más barato...
No recuerdo cómo me despedí de mi tío, cómo llegué hasta la carroza... Sentía que estaba destruido, escupido, y esperaba a cada instante oír la risa despectiva de mi esposa alumna de instituto...
“¡Y qué clase de mauvais nos espera en casa de Plievkóv! -pensaba, helándome de terror. -¡Siquiera zafarse rápido, que se los lleve el diablo del todo! ¡Y para mi desgracia, ni un general conocido! ¡Hay un teniente retirado conocido, y ese tiene una taberna! ¡Pues qué infeliz soy!” –Tú, Sóniechka, -me dirigí a mi esposa con voz llorosa, -disculpa, que yo te llevé ahora a esa pocilga... Pensaba darte la ocasión de reírte un poco, de observar a los tipos... No es mi culpa que salió tan trivial, infame... Me disculpo...
Miré a mi esposa con timidez, y vi más de lo que podía esperar con toda mi aprensión. Los ojos de mi esposa estaban llenos de lágrimas, en sus mejillas ardía un rubor ya de vergüenza, ya de cólera, sus manos trémulas pellizcaban los flecos de la ventana de la carroza... Me dio bochorno y me estremecí...
“¡Bueno, empieza mi deshonra!” –pensé, sintiendo cómo mis brazos y piernas se llenaban de plomo. -¡Pero yo no soy culpable pues, Sonia! –se me escapó un lamento. -¡Qué tonto es, en verdad, de tu parte! ¡Son unos cerdos ellos, unos mauvais ton, pero es que yo no los hice mis parientes!
-Si a ti no te gustan tus simplones, –sollozó Sonia, mirándome con ojos suplicantes, –pues los míos te van a gustar mucho menos... Me da vergüenza, y no me decido a decirte de ningún modo... Hijito, querido... Ahora la baronesa Shappling va a empezar a contarte, que mamá sirvió con ella de ama de llaves, y que yo y mamá no somos agradecidas, que no le agradecemos por los beneficios pasados ahora, cuando ella cayó en la pobreza... ¡Pero tú no le creas, por favor! A esa descarada le gusta mentir... ¡Te juro que, para cada fiesta, nosotras le mandamos una cabeza de azúcar y una libra de té!
-¡Pero tú bromeas, Sonia! –me asombré, sintiendo cómo el plomo dejaba mis miembros y una ligereza vivificante se extendía por todo mi cuerpo. -¡A la baronesa una cabeza de azúcar y una libra de té!.. ¡Ah!
-¡Y cuando veas a la generala Zheriébchikova, pues no te rías de ella, hijito! ¡Ella es tan infeliz! Si ella llora sin parar y habla fuera de lugar, pues eso es porque el conde Derzái-Chertovschínov la desplumó. Ella se va a quejar de su suerte, y a pedirte prestado, pero tú... este... no le des... ¡Bueno sería, si ella se lo gastara en sí misma, pero todo, lo mismo, se lo da al conde!
Mámochka... ángel! –me dispuse a abrazar a mi esposa con exaltación. -¡Bomboncito mío! ¡Pero si esto es una sorpresa! ¡Si me hubieras dicho que tu baronesa Shappling (con dos “p”) anda en cueros por la calle, pues me hubieras obligado aun más! ¡La mano!
Y de pronto me dio lástima que rechacé la cecina en casa de mi tío, que no aporreé su fortepiano paralítico, ni bebí su licor... Pero ahí recordé que en casa de Plievkóv servían un buen cognac y cerdito con rábano.
-¡Anda a casa de Plievkóv! –le grité a toda voz al cochero.

1Enfants, niños.
2Mauvais ton, mal tono, malas maneras, trato grosero.
3“El eremita Serafím en el desierto de Saróvskii”; Serafím, monje del desierto de Saróvskii, aparece comúnmente con un oso en las estampas populares.

Título original: Oba luchshe, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1885, Nº 13, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Jean Beraud, Stop!, XIX.

viernes, 12 de septiembre de 2008

La cirugía


Un hospital rural. Por ausencia del doctor, que fue a casarse, a los enfermos los recibe el enfermero Kuriátin, un hombre gordo de unos cuarenta años, con una chaqueta de seda-cruda usada y unos pantalones de tricot gastados. En el rostro una expresión de sensación de deber y agrado. Entre los dedos índice y medio de la mano izquierda un tabaco que difunde fetidez.
A la consulta entra el sacristán Vonmiglásov, un viejo alto, rechoncho, con una sotana marrón y un cinturón de cuero ancho. El ojo derecho con cataratas y semi-cerrado, en la nariz una verruga que parece de lejos una mosca. Por un segundo, el sacristán busca con los ojos el ícono y, al no hallarlo, se persigna ante una botella de solución fénica; después saca de un pañuelo rojo un pan eucarístico y, con una reverencia, lo deposita ante el enfermero.
-¡A-a-ah… lo mío para usted! –bosteza el enfermero. -¿Por qué me ha ofrendado?
-Por el día de la resurrección, Serguéi Kuzmích… Para su merced… Con verdad y franqueza se dice en el salterio, disculpe: “Mi bebida se mezcla con mi llanto”. Me senté hace poco con mi vieja a tomar té, y ni Dios mío, ni una gota, ni la pólvora azul, siquiera acuéstate y muérete… Tomas un poquito, ¡y no tienes fuerza! Y además de que, en la misma muela, pues por todo este lado… ¡Así me duele, así me duele! Me pega en el oído, disculpe, como si tuviera un clavito o algún otro objeto: ¡así me da punzadas, así me da punzadas! Pecador y trasgresor… “Profané mi alma con pecados vergonzosos, y toda mi vida transcurrió en la indolencia1”. ...¡Por los pecados, Serguéi Kuzmích, por los pecados! El padre hierofante, después de la liturgia, me reprocha: “Eres tartamudo, Efím, y te volviste gangoso. Cantas, y no se te entiende nada”. ¿Y qué canto, juzgue, va a haber ahí, si no se puede abrir la boca?, todo hinchado, disculpe, y sin dormir por la noche…
-Msí… Siéntese… ¡Abra la boca!
Vonmiglásov se sienta y abre la boca.
Kuriátin frunce el ceño, mira la boca y, entre los dientes amarillentos por el tiempo y el tabaco, descubre una muela adornada por una carie profunda.
-El padre diácono me mandó a ponerme vodka con rábano, no ayudó. Glikéria Anísimovna, Dios le dé salud, me dio un hilito para llevar en la mano, de la montaña Afónskaya, y me mandó a enjuagarme la muela con leche tibia, y yo, confieso, me puse el hilito, pero respecto a la leche no lo cumplí: le temo a Dios, es cuaresma…
-Un prejuicio… (Pausa.) ¡Hay que sacarla, Efím Mijéich!
-Usted sabe mejor, Serguéi Kuzmích. Para eso es estudiado, para entender este asunto, cómo es, qué sacar, y qué con gotas o con otra cosa… Para eso usted, benefactor, está puesto; Dios le dé salud, para que nosotros por usted día y noche, padres carnales… hasta la tumba…
-Tonterías… -se hace el modesto el enfermero, acercándose al armario y hurgando entre los instrumentos. –La cirugía es una tontería… Ahí todo es la costumbre, la fuerza de la mano… Escupir una vez… Hace poco también, mire, como usted, viene al hospital el hacendado Alexánder Ivánich Eguípietskii… También con la muela… Un hombre educado, pregunta por todo, se mete en todo, cómo y qué. Me estrecha la mano, por el nombre y el patronímico… Vivió siete años en Petersburgo, requeteolió a todos los profesores… Mucho tiempo yo con él ahí… Le reza a Cristo-Dios: ¡sáquela, Serguéi Kuzmích! ¿Por qué no sacarla pues? Sacarla se puede. Sólo hay que entender ahí, sin entender no se puede… Las muelas son distintas. Una la arrancas con las pinzas, la otra con el elevador, la otra con la llave… A quién cómo.
El enfermero toma el elevador, lo mira por un instante con aire inquisitivo, después lo deposita y toma las pinzas.
-Bueno, abra más la boca… -dice, acercándose al sacristán con las pinzas. –Ahora la vamos… este… Escupir una vez
-Benefactor nuestro… Nosotros, los imbéciles, no concebimos, y a usted lo iluminó el Señor…
-No replique si tiene la boca abierta… Es fácil arrancarla, pero pasa así, que están sólo las raíces… Eso es escupir una vez… (Aplica las pinzas.) Espere, no se contraiga… Siéntese quieto… En un instante la… (Hace una tracción.) Lo principal es agarrar profundo (tira)… para que la corona no se rompa…
-Padres nuestros… Madre santísima… Vvv…
-No es eso… no es eso… ¿cómo la? ¡No me agarre con las manos! ¡Suélteme las manos! (Tira.) Ahora… Así, así… El asunto pues, no es fácil…
-Padres… procreadores… (Grita.) ¡Ángeles! Ay-ay… ¡Pero sácala pues, sácala! ¿Por qué lo alargas cinco años?
-El asunto pues, es… la cirugía… De una vez no se puede… Así, así…
Vonmiglásov levanta las rodillas hasta los codos, mueve los dedos, abre mucho los ojos, respira sofocado… De su rostro amoratado brota el sudor, en sus ojos hay lágrimas. Kuriátin resopla, se revuelve ante el sacristán y tira… Pasan unos instantes tortuosos, y las pinzas se sueltan de la muela. El sacristán se levanta y se mete los dedos en la boca. En la boca se palpa la muela en el mismo lugar.
-¡Tiraste! –dice con voz llorosa y, al mismo tiempo, burlona. -¡Que te tiren así en el otro mundo! ¡Agradecemos con humildad! ¡Si no sabes arrancar, pues no te pongas! El mundo de Dios no lo veo…
-¿Y tú, para qué me agarras con las manos? –se enoja el enfermero. –Yo tiro, y tú me empujas la mano, y las diversas palabras estúpidas… ¡Imbécil!
-¡Tú eres el imbécil!
-¿Tú piensas, mujík, que es fácil arrancar una muela? ¡Ponte pues! ¡Eso no es subirte al campanario y tamborear con las campanas! (Remeda.) “¡No sabes, no sabes!” ¡Dime, qué preceptor encontré! Mira tú… Al señor Eguípietskii, Alexander Ivánich, se la arranqué, y ése nada, ni una palabra… Un hombre más limpio que tú, y no me aguantó con las manos… ¡Siéntate! ¡Siéntate, te digo!
-El mundo no lo veo… Déjame cobrar aliento… ¡Oh! (Se sienta.) Pero no tires mucho tiempo, sino sácala. No tires, sino sácala… ¡De una vez!
-¡Enseña al científico! ¡Qué gente no educada, Señor! Vive pues con éstos… ¡te vuelves loco! Abre la boca… (Aplica las pinzas.) La cirugía, hermano, no es una broma… Eso no es leer en el coro… (Hace una tracción.) No te contraigas… La muela, parece, es vieja, tiene raíces profundas… (Tira.) No te muevas… Así… así… No te muevas… Bueno, bueno… (Se oye un sonido crujiente.) ¡Así lo sabía!
Vonmiglásov está sentado un instante inmóvil, como sin sentido. Está aturdido… Sus ojos miran al espacio de modo estúpido, en su rostro pálido hay sudor.
-Tenía que, con el elevador… -farfulla el enfermero. -¡Vaya ocasión!
Al volver en sí, el sacristán se mete los dedos en la boca, y encuentra en el lugar de la muela enferma dos salientes punzantes.
-Diaablo sarnoso… -profiere. -¡Los plantaron aquí, a los anormales, para nuestra perdición!
-Maldíceme ahí todavía… -farfulla el enfermero, poniendo las pinzas en el armario. –Ignorante… Te agasajaron poco con el abedul en el seminario… El señor Eguípietskii, Alexánder Ivánich, vivió siete años en Petersburgo… una educación… sólo el traje vale unos cien rublos… y para eso no maldijo… ¿Y tú, qué clase de pavo eres? ¡No te pasó nada, no te vas a morir!
El sacristán toma su pan eucarístico de la mesa y, teniendo la mejilla con la mano, se va a su casa…

1De las oraciones de cuaresma de la Iglesia ortodoxa: “Madre de Dios, dirígeme hacia la senda de la salvación: Profané mi alma con acciones vergonzosas, y toda mi vida transcurrió en la indolencia. Con tus plegarias líbrame de toda impureza.”

Título original: Jirurgia, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 32, (con el subtítulo Escenita), con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Isaak Levitan, Una finca en el otoño,1894.