lunes, 23 de junio de 2008

Antón Chejov, por Maxím Górkii


Me parece que toda persona, ante Antón Pávlovich, percibía en sí, inevitablemente, el deseo de ser más sencilla, auténtica, de ser más ella misma, y yo más de una vez observé, cómo las personas se libraban de los ropajes abigarrados, las frases librescas, las palabras de moda y todas las demas cosas baratas con que el ruso, deseando parecer un europeo, se adorna como un salvaje con las conchas y los dientes de pescado. A Antón Pávlovich no le gustaban ni los dientes de pescado ni las plumas de gallo; todas las cosas abigarradas, resonantes y extrañas que la persona se pone "para darse importancia", le producían turbación, y yo advertía que cada vez que veía ante sí a una persona ataviada, se apoderaba de él el deseo de liberarla de toda esa pacotilla penosa y no necesaria, que deformaba el rostro auténtico y el alma viva del interlocutor. Toda su vida A. Chejov la vivió a cuenta de los medios de su alma, siempre fue él mismo, era libre en su interior y nunca contó con los que esperaban, ni con los más groseros que exigían de Antón Chejov. No le gustaban las conversaciones sobre “temas elevados", esas conversaciones con las que la persona delicada rusa se consuela a sí misma con tanto empeño, olvidando que es ridículo y no ingenioso en absoluto razonar sobre los trajes de terciopelo del futuro, no teniendo en el presente ni un pantalón decente.
Bellamente sencillo, le gustaba todo lo sencillo, auténtico, sincero, y tenía una manera peculiar de volver sencillas a las personas.
Una vez lo visitaron tres damas vestidas de modo pomposo; llenando su habitación con el fru-frú de sus faldas de seda y la fragancia de sus perfumes fuertes, se sentaron frente al amo con ceremonia, fingieron que les interesaba mucho la política y empezaron a "hacer preguntas".
-¡Antón Pávlovich! ¿Y usted cómo piensa, con qué terminará la guerra?
Antón Pávlovich tosió, pensó y respondió con suavidad, en un tono serio, cariñoso:
-Probablemente, con la paz...
-¡Bueno, sí, por supuesto! ¿Pero quién ganará pues? ¿Los griegos o los turcos?
-A mí me parece, que ganarán los más fuertes...
-¿Y quién es, para usted, el más fuerte? –le preguntaron las damas a porfía.
-Los que se alimenten mejor y sean más instruidos...
-¡Ah, qué ingenioso es eso! -exclamó una.
-¿Y a usted quiénes le gustan más, los griegos o los turcos? -preguntó otra.
Antón Pávlovich le echó una mirada con cariño y le respondió con una sonrisa dócil, amable:
-A mí me gusta la mermelada... ¿Y a usted, le gusta?
-¡Mucho! -exclamó la dama vivamente.
-¡Es tan aromática! -confirmó otra de modo respetable.
Y todas las tres rompieron a hablar vivamente, mostrando en la cuestión de la mermelada una perfecta erudición y un fino conocimiento del tema. Era evidente, que estaban muy satisfechas con que no era necesario forzar la mente, y fingirse seriamente interesadas en los turcos y los griegos, sobre los que hasta ese momento no habían pensado.
Al salir, le prometieron a Antón Pávlovich con júbilo:
-¡Le mandaremos mermelada!
-¡Usted platicó divinamente! –observé yo cuando éstas se fueron.
Antón Pávlovich se echó a reír calladamente, y dijo:
-Hace falta que cada persona hable su propia lengua1
Otra vez, encontré en su casa a un joven bonito, sustituto de fiscal. Estaba parado ante Chejov y, sacudiendo su cabeza rizada, decía con fluidez:
-Con el cuento El malhechor usted, Antón Pávlovich, me plantea una cuestión compleja en extremo. Si yo reconozco en Denís Grigóriev la presencia de una voluntad maligna, que actúa de modo consciente, yo debo, sin reserva, meter a Denís en la cárcel, como lo exigen los intereses de la sociedad. ¡Pero él es un salvaje, él no reconocía la criminalidad de sus actos, me da lástima con él! Si yo pues, lo considero un sujeto que actúa sin juicio, y me entrego a una sensación de compasión, ¿cómo le garantizo a la sociedad, que Denís no va a desenroscar de nuevo las tuercas de las vías, y no armará un choque? ¡Esa es la cuestión! ¿Cómo hacer pues?
Se calló, movió su cuerpo hacia atrás y echó una mirada inquisitiva al rostro de Antón Pávlovich. Su uniforme era nuevecito, y los botones de su pecho brillaban con la misma presunción y estupidez, con que sus ojos en su rostro puro de joven celoso de la justicia.
-Si yo fuera juez -dijo Antón Pávlovich con seriedad, -absolvería a Denís...
-¿Sobre qué fundamento?
-Yo le diría: "Tú, Denís, todavía no estás maduro para ser un criminal de tipo consciente, ¡ve y madura!"
El jurista se echó a reír, pero al instante se puso serio y solemne de nuevo, y continuó:
-No, estimado Antón Pávlovich, la cuestión que usted ha planteado, puede ser resuelta sólo en interés de la sociedad, cuya existencia y propiedad yo debo cuidar. Denís es un salvaje, sí, pero es un criminal, ¡esa es la verdad!
-¿A usted le gusta el gramófono? -le preguntó de pronto Antón Pávlovich con cariño.
-¡Oh, sí! ¡Mucho! ¡Es un invento admirable! –replicó el joven vivamente.
-¡Y yo no puedo soportar los gramófonos! -confesó Antón Pávlovich con tristeza.
-¿Por qué?
-Pues porque hablan y cantan sin sentir nada. Y todo les sale como en caricatura, muerto... ¿Y usted no se dedica a la fotografía?
Resultó, que el jurista era un apasionado admirador de la fotografía; al instante rompió a hablar de ésta con afición, sin interesarse en el gramófono en absoluto, a pesar de su afinidad con ese "invento admirable", advertida por Chejov de modo fino y acertado. De nuevo vi cómo surgía del uniforme un hombrecito vivo y bastante divertido, que aún se sentía en la vida como un cachorro en una cacería.
Tras acompañar al joven, Antón Pávlovich dijo sombrío:
-Ahí tiene qué granujosos… en el banco de la justicia, disponen del destino de las personas.
Y, habiendo callado, añadió:
-A los fiscales les gusta mucho pescar. ¡En particular yorshs2!

1Escribe Maxím Górkii en su libro de apuntes: “A.P. Chejov. Las damas se “deshacían” ante él, se inclinaban, mostrando todas sus redondeces, ponían ojos aceitosos, le preguntaban con pesadumbre:
-¿A.P., por qué usted escribe del amor tan tristemente?
Tras toser, rascarse la barbita, él respondía con preguntas inesperadas:
-¿Usted ha estado en Mírgorod?
-¿Eso dónde es?
-En el gobierno de Poltáva. ¿Recuerda el Mírgorod de Gógol?
-¿Ah, entonces, Gógol no inventó eso?
-Gógol nunca inventaba nada.
-¿Y… y Viy?
Y sin referirse a Viy, A.P. contaba con toda seriedad, que Mírgorod era notable en todo el mundo por su charco, y que gentes de todos los Estados de Europa venían a verlo.
-Ellos, en Europa, no tienen ciudades con esos charcos en las plazas…” (Archivo de M. Górkii, lib. VI, M., 1957, p. 212).
2Juego de palabras intraducible, yorsh, gobio, yorsh, mezcla de cerveza con vodka.

Continuará…

Imagen: John Singer Sargent, The Misses Vickers, 1884.