lunes, 2 de junio de 2008

En el vagón


El tren de correo número tal, corre a todo trapo desde la estación Vesiólii Traj hasta la estación Spasáisia. La locomotora silba, chirría, jadea, resopla... Los vagones tiemblan y, con sus ruedas no engrasadas, aúllan como lobos y gritan como lechuzas. En el cielo, la tierra y los vagones: la tiniebla. “¡Algo-va-a-pasar!, ¡algo-va-a-pasar!”, golpetean los vagones trémulos de edad avanzada... “¡Ojojo-jojo-o-o!”, respalda la locomotora... Por los vagones, junto a los amantes de los bolsillos, pasean las corrientes de aire. Da miedo... Yo asomo mi cabeza por la ventana, y miro sin objetivo la lejanía infinita. Todas las luces son verdes: el escándalo, se debe suponer, no será pronto aún. El disco y las luces de la estación no se ven... La tiniebla, la angustia, la idea de la muerte, los recuerdos de la infancia… ¡Dios mío!
-¡Pecador! –susurro. -¡Oh, qué pecador!
Alguien busca en mi bolsillo trasero. En mi bolsillo no hay nada, pero de todas formas es horrible... Me volteo. Ante mí un desconocido. Lleva un sombrero de pajilla y una blusa gris oscuro.
-¿Qué se le ofrece? –le pregunto, tanteando mis bolsillos.
-¡Nada! ¡Miro por la ventana! –responde, retirando la mano con brusquedad y tocando mi espalda.
Se oye un silbido afónico, estridente... El tren empieza a ir más lento y, finalmente, se detiene. Salgo del vagón y voy al buffet a beber, para darme valor. En el buffet se amontona el público y la brigada del tren.
-Hum… ¡Vodka, y no es amargo! –dice el respetable conductor, dirigiéndose a un señor gordo. El señor gordo quiere decir algo y no puede: se le atragantó en la boca de la garganta un bocadito avejentado.
-¡Gendarme! ¡Gendarme! –grita alguien en la plataforma con la voz con que gritaban, en los tiempos de Maricastaña, antes del diluvio, los mastodontes, los ictiosaurios y los plesiosaurios hambrientos... Voy a echar una mirada, ¿de qué se trata?.. Junto a uno de los vagones de primera clase, está parado un señor con una cucarda, y le señala sus pies al público. Al infeliz, mientras estaba dormido, le sacaron las botas y las medias...
-¿En qué voy a ir ahora pues? –grita. -¡Yo tengo que ir hasta Rivélia! ¡Ustedes deben mirar!
Ante él está parado el gendarme, y le asegura que “aquí no se puede gritar”... Voy a mi vagón Nº 224. En mi vagón es lo mismo: la tiniebla, el resoplido, los olores a tabaco y a fusel, huele a espíritu ruso. Junto a mí resopla un detective judicial pelirrojo, que va de Riazán a Kíev... A dos-tres pasos del detective dormita una muchacha bonita... Un campesino con sombrero de pajilla jadea, resopla, se voltea hacia todos lados, y no sabe dónde poner sus piernas largas. Alguien en un rincón come y masculla a oídos de todos. Abajo de los bancos, el pueblo duerme el sueño de los héroes. Una puerta chirría. Entran dos viejecitas arrugadas con morrales a la espalda...
-¡Nos sentamos aquí, madre mía! –dice una. -¡Qué oscuridad pues! Una tentación, y solamente... Por poco piso a alguien... ¿Y dónde está Pajóm?
-¿Pajóm? ¡Ah, padrecitos! ¿Dónde está él pues? ¡Ah padrecitos!
La viejecita se revuelve, abre la ventana y escudriña la plataforma.
-¡Pajóm! –temblequea. -¿Dónde estás? ¡Pajóm! ¡Estamos aquí!
-¡Tengo una desgracia! –grita una voz tras la ventana. -¡No me dejan entrar a la máquina!
-¿No te dejan? ¿Quién no te deja? ¡Escupe1! ¡Nadie puede no dejarte, si tienes un boleto verdadero!
-¡Ya no venden boletos! ¡Cerraron la caja!
Por la plataforma alguien lleva un caballo. Trote y bufido.
-¡Ve atrás! –grita el gendarme. -¿A dónde te metes? ¿Por qué armas escándalo?
-¡Petróvna! –gime Pajóm.
Petróvna se despoja del hatillo, agarra con sus manos una gran tetera de hojalata, y sale corriendo del vagón. Toca la segunda llamada. Entra un conductor pequeño, de bigotitos negros.
-¡Si comprara el boleto! –se dirige a un anciano, sentado frente a mí. -¡El inspector está aquí!
-¿Sí? Hum… Eso no es bueno… ¿Cuál?.. ¿El príncipe?
-Bueno… Al príncipe, aquí, no lo traes ni a palos…
-¿Entonces, quién es pues? ¿De barba?
-Sí, de barba…
-Bueno, si es ése, pues no es nada. Es un buen hombre.
-Como quiera.
-¿Y van muchas liebres2?
-Unas cuarenta almas.
-¿Pero? ¡Bravos! ¡Ay de los comerciantes!
El corazón se me encoge. Yo también voy de liebre. Siempre voy de liebre. En las vías férreas llaman liebres, a los sres. pasajeros que dificultan el cambio de dinero no de los cajeros, sino de los conductores. ¡Es bueno ir de liebre, lector! A las liebres les corresponde una tarifa no publicada aún en ningún lugar, un 75% de descuento, no tienen que amontonarse alrededor de la caja, sacar el boleto del bolsillo a cada instante, los conductores son más amables con ellos y… ¡todo lo que quieran, en una palabra!
-¡¿Que yo pague alguna vez algo?! –farfulla el anciano. -¡Pues nunca! Yo le pago al conductor. ¡El conductor tiene menos dinero que Poliakóv3!
Tintinea la tercera llamada.
-¡Ah, mátushkas! –se preocupa una viejecita. -¿Dónde está Petróvna pues? ¡Pues ya es la tercera llamada! Un castigo de Dios… ¡Se quedó! Se quedó, la pobre… Y sus cosas están aquí… ¿Qué hacer pues con las cosas, con la bolsa? ¡Mis carnales, pues ella se quedó!
La viejecita se queda pensativa por un instante.
-¡Deja que se quede con sus cosas! –dice, y arroja la bolsa de Petróvna por la ventana.
Vamos hacia la estación Caldeado, y en la guía es Fosa común. Entran el inspector y el conductor con una vela.
-¡Sus boletos! –grita el conductor.
-¡Su boleto! –se dirige el inspector a mí y al anciano.
Nos ovillamos, encogemos, escondemos las manos y clavamos los ojos en el rostro vivificante del conductor.
-¡Reciba! –le dice el inspector a su guía, y se aparta. Estamos salvados.
-¡Su boleto! ¡Tú! ¡Su boleto! –empuja el conductor a un tipo dormido. El tipo se despierta y extrae de su gorro un boleto amarillo.
-¿A dónde vas pues? –dice el inspector, volteando el boleto entre sus dedos. -¡Tú no vas allá!
-¡Tú, alcornoque, no vas allá! –dice el conductor. -¡No tomaste ese tren, cabeza! ¡Te hace falta a Árbol vivo, y nosotros vamos a Caldeado! ¡Toma! ¡Y nunca hace falta ser un imbécil!
El tipo parpadea con esfuerzo, mira de modo estúpido al público sonriente y empieza a frotarse los ojos con la manga.
-¡No llores! –le aconseja el público. -¡Tú mejor ruégale! ¡Un imbécil tan grandote, y llora! Seguro estás casado, tienes hijos.
-¡Su boleto!.. –se dirige el conductor a un segador con cilindro.
-¿Sí?
-¡Su boleto! ¡Voltéate!
-¿El boleto? ¿Acaso hace falta?
-¡El boleto!
-Entendemos… ¿Por qué no dárselo, si hace falta? ¡Se lo damos! –el segador con cilindro se busca en su seno y, a una velocidad de dos viershóks4 y medio por hora, saca de ahí un papel mugriento y se lo entrega al conductor.
-¿A quién le das? ¡Esto es el pasaporte! ¡Tú dame el boleto!
-¡No tengo otro boleto! –dice el segador, visiblemente alarmado.
-¿Cómo pues viajas, cuando no tienes boleto?
-Pero yo pagué.
-¿A quién le pagaste? ¿Por qué mientes?
-Al conductor.
-¿A quién?
-¡Y el diablo sabe a quién! Al conductor, eso es todo… No compres el boleto, me dice, te vamos a llevar así… Bueno, y no lo compré…
-¡Pues tú y yo vamos a hablar en la estación! ¡Mesdame, su boleto!
La puerta chirría, se abre y, para nuestro asombro general, entra Petróvna.
-A la fuerza encontré el vagón, madre mía… ¿Quién los entiende?, todos son iguales… Y a Pajóm pues, no lo dejaron entrar, áspides… ¿Dónde está mi bolsa?
-Hum… Una tentación… ¡Te la tiré por la ventana! ¡Pensaba que te habías quedado!
-¿A dónde la tiraste?
-Por la ventana… ¿Quién te conocía pues5?
-Gracias… ¿Quién te mandó? ¡Pero qué bruja, perdona Señor! ¿Qué hacer ahora? La tuya no la tiraste, bellaca… ¡Mejor hubieras tirado tu morro! Aaah… ¡que se te salgan!
-¡Va haber que telegrafiar desde la próxima estación! –aconseja el público riéndose.
Petróvna empieza a vociferar y maldice de modo sacrílego. Su amiga aguanta su bolsa y llora asimismo. Entra el conductor.
-¿De quién son estas cosas? –grita, llevando en sus manos las cosas de Petróvna.
-¡Bonita! –me susurra un anciano vis-a-vis, señalando con la cabeza a la bonita. –Hum-m-m… bonita… ¡Qué diablo, no hay cloroformo! ¡Le daría a oler un poco, y bésala a todo trapo! ¡Bueno que todos están dormidos!..
El sombrero de pajilla se voltea y se enoja, a oídas de todos, con sus piernas desobedientes.
-Científicos… -farfulla. –Científicos… ¡Seguro no irás, contra la esencia de las cosas y los objetos!.. Científicos… hum… ¡Seguro no hacen así, que se pueda desatornillar y atornillar las piernas a voluntad!
-Yo ahí no tengo que ver… ¡Pregúntele al ayudante del fiscal! –delira mi vecino detective.
En un rincón lejano, dos alumnos de gimnasio, un oficial y un joven de lentes azules, a la luz de cuatro cigarrillos, juegan a las cartas...
A mi derecha está sentada una señora alta, de la raza de las “se entiende por sí mismo”. Apesta a polvos y a suciedad.
-¡Ah, qué encanto este camino! –le susurra al oído cierto ganso, le susurra de modo empalagoso, hasta lo repulsivo, articulando de modo afrancesado las letras e, n y s. -¡En ningún lugar se da un acercamiento tan rápido y agradable, como en el camino! ¡Te amo, camino!
Un beso… otro… ¡El diablo sabe qué! La bonita se despierta, recorre con los ojos el público y, de modo inconsciente, pone su cabeza en el hombro del vecino, un sacerdote de Temis6… ¡y el imbécil duerme!
El tren se detiene. El apeadero.
-El tren se detiene por dos minutos… -farfulla un bajo afónico, cascado, fuera del vagón. Pasan dos minutos, pasan dos más… Pasan cinco, diez, veinte, y el tren aún está parado. ¿Qué diablo es esto? Salgo del vagón y me dirijo a la locomotora.
-¡Iván Matvéich! ¿Tú pronto pues, finalmente? ¡Diablo! –grita el conductor hacia abajo de la locomotora.
De abajo de la locomotora, el maquinista sale arrastrándose bocabajo, rojo, mojado, con un trozo de hollín en la nariz...
-¿Tú tienes Dios, o no? –se dirige al conductor. -¿Tú eres hombre, o no? ¿Por qué me empujas? ¿No ves, o qué? Aah… ¡que se les salga a todos!... ¿Acaso esto es una locomotora? ¡Esto no es una locomotora, sino un trapo! ¡No puedo llevar en ésta!
-¿Qué hacer pues?
-¡Haz lo que quieras! ¡Dame otra, en está no voy a ir! Pero ponte en la situación…
Los ayudantes del maquinista corren alrededor de la locomotora incorregible, golpetean, gritan... El jefe de estación, con una visera roja, está parado al lado, y le cuenta a su ayudante chistes de la muy alegre vida hebrea... Llueve... Me dirijo al vagón... Por mi lado corre el desconocido con el sombrero de pajilla y la blusa gris oscuro... En sus manos una maleta. Esa maleta es la mía… ¡Dios mío!

1Escupir (vulgarismo), desdeñar, despreciar.
2Ir de liebre (expresión familiar), viajar de polizón.
3Samuíl Poliakóv, banquero, magnate ferroviario, constructor de las vías férreas Járkovsko-Azóvskii, Kúrsko-Járkovskii y Fastóvbskii.
4Viershók, medida rusa antigua, igual a 4, 4 cm.
5¡Quién te conoce! (expresión popular), ¡quién sabe!
6Temis, diosa griega de la justicia, se representa con una espada en una mano y una balanza en la otra.

Título original: V vagone, publicado por primera vez en la revista Zritel, 1881, Nº 9, con la firma “Antósha Ch.”.
Imagen: Terence Cuneo, Out of the night, XX.