Por causas, de las cuales no es tiempo ahora de hablar con detalle, yo debí ingresar de lacayo donde un funcionario peterburgués, de apellido Orlóv. Éste tenía cerca de treinta y cinco años, y lo llamaban Gueórgui Ivánich.
A donde ese Orlóv había ingresado en aras de su padre, un conocido hombre estatal, a quien consideraba un serio enemigo de mi asunto. Yo calculaba que viviendo donde el hijo, por las conversaciones que oiría, y por los papeles y los apuntes que iba a encontrar en la mesa, estudiaría con detalle los planes y las intenciones del padre.
Comúnmente hacia las once de la mañana, en mi aposento de lacayo resonaba un timbre eléctrico, dándome a conocer que el señor se había despertado. Cuando yo, con el vestido cepillado y las botas, llegaba al dormitorio, Gueórgui Ivánich estaba sentado en el lecho inmóvil, no soñoliento, sino más pronto fatigado por el sueño, y miraba a un punto, sin expresar con motivo de su despertar ningún placer. Yo lo ayudaba a vestirse, y él se me sometía no gustoso, callado y no advirtiendo mi presencia; después, con la cabeza mojada por el lavado y olorosa a perfume fresco, iba al comedor a tomar el café. Se sentaba a la mesa, tomaba el café y hojeaba los periódicos, y la doncella Pólia y yo nos parábamos junto a la puerta con respeto, y lo mirábamos. Dos personas adultas debían mirar con la atención más seria, cómo una tercera tomaba café y roía tostadas. Eso, con toda probabilidad, era ridículo y salvaje, pero yo no veía nada humillante para mí, en que me tocaba pararme junto a la puerta, aunque era una persona tan noble e instruida como el mismo Orlóv.
A mí entonces me empezaba una tuberculosis, y con ésta algo aún, es posible, más importante que la tuberculosis. No sé, acaso bajo la influencia de la enfermedad, o por un empezado cambio de concepción que yo entonces no advertía, de mí día tras día se apoderaba la apasionada, irritante ansia de una vida ordinaria, lugareña. Yo quería paz espiritual, salud, aire puro, saciedad. Me convertía en un soñador y, como un soñador, no sabía qué propiamente necesitaba. Ya quería irme a un monasterio, sentarme allí días enteros junto a la ventana, y mirar los árboles y los campos; ya imaginaba cómo compraba unas cinco desiatínas de tierra, y vivía como un hacendado; ya me daba la palabra de que me dedicaría a la ciencia, y me haría de seguro un profesor de alguna universidad provinciana. Yo soy un teniente retirado de nuestra flota, me figuraba el mar, nuestra escuadra y la corbeta, en la que culminé una navegación alrededor del mundo. Quería experimentar otra vez esa sensación indecible cuando, paseando en un bosque tropical o mirando una puesta de sol en el golfo de Bengala, te alelabas de éxtasis y al mismo tiempo te entristecías por la patria. Soñaba con montañas, mujeres, música; con curiosidad, como un chico, observaba los rostros, escuchaba las voces. Y cuando estaba parado junto a la puerta, y miraba cómo Orlóv tomaba café, me sentía no un lacayo, sino una persona a la que le interesaba todo lo del mundo, incluso Orlóv.
La apariencia de Orlóv era peterburguesa: los hombros estrechos, el talle largo, las sienes hundidas, los ojos de un color indefinido, y una escasa, opacamente teñida pelambre en la cabeza, la barba y el bigote. Su rostro era cuidado, gastado y desagradable. En particular éste era desagradable, cuando él estaba pensativo o dormía. Describir una apariencia ordinaria apenas, acaso se deba, y además Petersburgo no era España, la apariencia de los hombres aquí no tenía un gran significado, incluso en los asuntos amorosos, y era necesaria sólo a los lacayos y los cocheros representativos. He hablado pues del rostro y los cabellos de Orlóv sólo, por que en su apariencia había algo sobre lo que vale recordar, y precisamente: cuando Orlóv tomaba un periódico o un libro, cualquiera no fuera, o se encontraba con las personas, quienquiera no fuera, pues sus ojos empezaban a sonreír irónicamente, y todo su rostro adquiría una expresión de burla ligera, no maligna. Antes de leer algo u oír, cada vez tenía ya preparada la ironía, como el escudo entre los salvajes. Era una ironía habitual, un viejo fermento, y en los últimos tiempos ésta se mostraba en su rostro ya sin alguna participación de la voluntad, probablemente, y como por reflejo. Pero de eso después.
En la primera hora él, con una expresión de ironía, tomaba su cartera repleta de papeles y se marchaba al servicio. No almorzaba en la casa y regresaba después de las ocho. Yo encendía en el gabinete la lámpara y las velas, y él se sentaba en la butaca, extendía las piernas sobre la silla y, arrellanado de esa manera, empezaba a leer. Casi cada día traía consigo, o le enviaban de los almacenes, libros nuevos, y en mi aposento de lacayo, en las esquinas y debajo de mi cama, yacían una multitud de libros en tres lenguas, sin contar la rusa, ya leídos y arrojados. Leía él con inusitada rapidez. Decían: dime qué lees y te diré quién eres. Eso, podía ser, era verdad, pero juzgar a Orlóv por los libros que leía, positivamente, no se podía. Eso era una cierta papilla. Y filosofía, y novelas francesas, y economía política, y finanzas, y los nuevos poetas, y las ediciones de El mediador, y todo lo leía con igual rapidez, y todo con la misma expresión irónica en los ojos.
Después de las diez se vestía con esmero, a menudo de frac, muy raramente con su uniforme de kammerjunker, y se marchaba de la casa. Regresaba antes de la mañana.
Vivíamos nosotros con él de modo sereno y apacible, y no teníamos ningún malentendido. Comúnmente no advertía mi presencia, y cuando hablaba conmigo, pues en su rostro no había una expresión irónica, evidentemente, no me consideraba una persona.
Sólo una vez lo vi enojado. Una vez -eso fue una semana después que yo ingresé a donde él-, regresó de cierto almuerzo hacia las nueve, tenía un rostro caprichoso, fatigado. Cuando yo iba tras él al gabinete, para encender las velas allí, me dijo:
-En nuestras habitaciones apesta a algo.
-No, el aire está limpio -respondí.
-Y yo te digo que apesta -repitió irritado.
-Yo cada día abro la ventanilla.
-¡No repliques, estúpido! -gritó.
Yo me ofendí y quería objetar, y Dios sabe en qué hubiera terminado eso, si no se hubiera inmiscuido Pólia, que conocía a su señor mejor que yo.
-¡En efecto, qué mal olor! -dijo, alzando las cejas-. ¿De dónde será eso? Stepán, abre la ventanilla del salón y enciende la chimenea.
Ella ayeó, se ajetreó y empezó a andar por todas las habitaciones, haciendo fru-frú con la falda y chirriando con el pulverizador. Y Orlóv aún no estaba de humor; él, por lo visto, contenido para no enojarse de modo ruidoso, estaba sentado a la mesa y escribía una carta con rapidez. Escrito unas cuantas líneas, bufó enojado y rompió la carta, después empezó a escribir de nuevo.
-¡Que se los lleve el diablo! -farfulló-. ¡Quieren, que yo tenga una memoria monstruosa!
Finalmente la carta fue escrita, se levantó de la mesa y dijo, dirigiéndose a mí:
-Tú irás a la Známienskaya, y le entregarás esta carta a Zinaída Fiódorovna Krasnóvskaya, en propia mano. Pero primero, pregúntale al portero si no regresó el marido, o sea el señor Krasnóvskii. Si él regresó, pues no entregues la carta y ve atrás. ¡Espera!.. En caso, si ella pregunta si hay alguien en mi casa, pues tú le dirás, que desde las ocho están sentados en mi casa dos ciertos señores, que escriben algo.
Fui a la Známienskaya. El portero me dijo que el señor Krasnóvskii aún no había regresado, y yo me dirigí al tercer piso. Me abrió la puerta un lacayo alto, gordo, castaño con patillas negras, y de modo soñoliento, lánguido y grosero, como sólo un lacayo puede conversar con un lacayo, me preguntó qué necesitaba. No alcancé yo a responder cuando al recibidor, desde el salón, entró con rapidez una dama de vestido negro. Ésta entornó los ojos hacia mí.
-¿Zinaída Fiódorovna está en casa? -pregunté.
-Soy yo -dijo la dama.
-Una carta de Gueórgui Ivánich.
Con impaciencia deselló la carta y, teniéndola con ambas manos y mostrándome sus sortijas de brillantes, empezó a leer. Yo discerní un rostro blanco de líneas suaves, una barbilla salida adelante, unas pestañas largas, oscuras. A la vista, podía darle a esa dama no más de veinticinco años.
-Reverencie y agradezca -dijo al terminar de leer-. ¿Hay alguien donde Gueórgui Ivánich? -preguntó con suavidad, júbilo y como avergonzada de su desconfianza.
-Ciertos dos señores -respondí-. Escriben algo.
-Reverencie y agradezca -repitió e, inclinando la cabeza a un costado y leyendo la carta andando, salió sin ruido.
Yo entonces hallaba pocas mujeres, y esa dama, que había visto de pasada, me había producido una impresión. Regresando a pie a casa, recordaba su rostro y el olor del fino perfume, y soñaba. Cuando volví, Orlóv ya no estaba en la casa.
Así, con el amo nosotros vivíamos de modo sereno y apacible, pero de todas formas eso impuro e insultante, que yo tanto temía al ingresar de lacayo, saltaba a la cara y se hacía sentir cada día. Yo no me llevaba con Pólia. Ésta era una criatura bien nutrida, mimada, que adoraba a Orlóv por que él era un señor, y me despreciaba a mí por que yo era un lacayo. Probablemente, desde el punto de vista de un lacayo verdadero o un cocinero, ella era seductora: unas mejillas rosadas, una nariz respingada, unos ojos entornados y una plenitud de cuerpo, que llegaba ya a la obesidad. Se empolvaba, se pintaba las cejas y los labios, se apretaba en un corset y llevaba polisón y un brazalete de monedas. Su andar era menudo, saltarín; cuando andaba, pues meneaba o, como se dice, sacudía los hombros y el trasero. El fru-frú de su falda, el crujido del corset, el sonido del brazalete y ese olor descarado de la pintura labial, el vinagre de baño y el perfume robado al señor, me despertaba, cuando yo recogía las habitaciones con ella por la mañana, tal sensación, como si hiciera junto con ella algo abyecto.
Acaso por que yo no robaba junto con ella, o no mostraba ningún deseo de hacerme su amante, lo que, probablemente, la insultaba o, puede ser, por que olfateaba en mí una persona ajena, ella me odió desde el mismo primer día. Mi inepcia, apariencia no lacayuna y mi enfermedad le parecían a ella mezquinas, y le producían una sensación de repulsión. Yo entonces tosía fuertemente y, sucedía, por las noches le impedía dormir, ya que su y mi habitación la separaba sólo un tabique de madera, y cada mañana me decía:
-Tú de nuevo no me dejaste dormir. En un hospital debieras estar, y no vivir donde un señor.
Ella creía de modo tan sincero que yo no era una persona, sino algo que estaba sin medida por debajo de ella que, semejante a las matronas romanas, que no se avergonzaban de bañarse en presencia de los esclavos, delante de mí a veces andaba sólo en camisón.
Una vez en el almuerzo (nosotros cada día recibíamos de una taberna sopa y guisado), cuando yo tenía un hermoso estado de ánimo soñador, le pregunté:
-Pólia, ¿usted cree en Dios?
-¡Y cómo pues!
-Por lo tanto, ¿usted cree -continué-, que habrá un juicio final, y que nosotros daremos respuesta a Dios por cada mala acción nuestra?
Ella no respondió nada, y sólo hizo una mueca despectiva, y mirando esta vez a sus ojos fríos, saciados, entendí que esa natura íntegra, acabada por completo no tenía ni Dios, ni conciencia, ni leyes, y que si yo necesitara matar, incendiar o robar, pues por dinero no podría encontrar un mejor cómplice.
En el ambiente inusitado, y aún con mi no hábito al tú y la mentira constante (decir “el señor no está en casa”, cuando estaba en casa), la primera semana yo viví donde Orlóv no fácilmente. Con el frac de lacayo me sentía como con una armadura. Pero después me habitué. Como un lacayo verdadero servía, recogía las habitaciones, corría y viajaba cumpliendo todo tipo de encargos. Cuando Orlóv no quería ir a una cita con Zinaída Fiódorovna, o cuando olvidaba que había prometido estar donde ella, yo iba a la Známienskaya, entregaba allí una carta en propia mano y mentía. Y como resultado salía por completo no eso, que esperaba al ingresar de lacayo; cada día de esa nueva vida mía resultaba perdido para mí, y para mi asunto, ya que Orlóv nunca hablaba de su padre, sus visitantes tampoco, y de la actividad del conocido hombre estatal yo sabía sólo eso, que alcanzaba, como antes, a obtener de los periódicos y la correspondencia con los compañeros. Cientos de apuntes y papeles, que hallaba en el gabinete y leía, no tenían incluso una relación lejana con eso que buscaba. Orlóv era totalmente indiferente a la ruidosa actividad de su padre, y tenía tal aspecto como si no hubiera oído de ésta, o como si su padre hubiera muerto hacía mucho tiempo.
Los jueves teníamos visitantes.
Yo encargaba en el restaurante un pedazo de roast beef, y decía por teléfono a Eliséev que nos enviaran caviar, queso, ostras y demás. Compraba cartas de juego. Pólia ya desde la mañana preparaba la vajilla de té, y el servicio para la cena. A decir verdad, esa pequeña actividad diversificaba un tanto nuestra vida ociosa, y los jueves eran los días más interesantes para nosotros.
De visitantes venían sólo tres. El más respetable y, es posible, más interesante era un visitante de apellido Piekárskii, un hombre alto, delgado, de unos cuarenta y cinco años, con una nariz larga, aguileña, una gran barba negra y con calva. Los ojos los tenía grandes, saltones, y la expresión del rostro seria, pensativa, como la de un filósofo griego. Servía en la dirección de la vía férrea y en un banco, era jurisconsulto en cierta importante institución pública, y mantenía relaciones laborales con una multitud de personas particulares como tutor, presidente de concurso y por el estilo. Tenía un rango no grande por completo, y se llamaba con modestia abogado de jurado, pero su influencia era inmensa. Su tarjeta de visita o notita era suficiente, para que lo recibiera a usted no en turno un doctor célebre, un director de vía o un funcionario importante; decían que con su protección, se podía obtener un cargo incluso de cuarta clase, y tapar cual deseara asunto no agradable. Se consideraba él un hombre muy inteligente, pero eso era cierta mente peculiar, extraña. Él podía en un instante multiplicar en su mente 213 por 373, o trasladar libras esterlinas a marcos sin la ayuda del lápiz y las tablitas, conocía a la perfección el asunto ferroviario y las finanzas, y en todo lo que se refería a la administración no existían secretos para él; en los asuntos civiles, como decían, era un abogado habilísimo y litigar con él no era fácil. Pero a esa mente inusitada le eran inentendible por completo muchas cosas, que conocía incluso otro hombre estúpido. Así, no podía entender resueltamente por qué las personas se aburrían, lloraban, se disparaban e incluso mataban a otras, por qué se agitaban con motivo de las cosas y los sucesos, que no les competían en lo personal, y por qué se reían cuando leían a Gógol o a Schedrín... Todo lo abstracto, que desaparecía en la esfera del pensamiento y el sentimiento, era para él inentendible y aburrido, como la música para quien no tenía oído. A las personas las miraba, solamente, desde el punto de vista del asunto, y las dividía en capaces e incapaces. Otra división para él no existía. La honradez y la decencia constituían sólo un signo de capacidad. Farrear, jugar a las cartas y pervertirse se podía, pero así, que eso no molestara al asunto. Creer en Dios no era inteligente, pero la religión debía ser conservada, ya que para el pueblo era necesario un principio contenedor, de otra forma éste no iba a trabajar. Los castigos eran necesarios sólo para atemorizar. A la casa de campo ir no había para qué, ya que en la ciudad también estaba bien. Y por el estilo. Era viudo y no tenía hijos, pero llevaba una vida a pierna suelta, familiar, y pagaba por el apartamento tres mil al año.
El otro visitante, Kukúshkin, un consejero civil activo de los jóvenes, era de pequeña estatura, y se distinguía en grado sumo por una expresión ingrata, que le otorgaba la no proporción de su tronco grueso, rollizo con su rostro pequeño, delgado. Sus labios eran de corazón, y su bigotito cortado tenía tal aspecto, como si estuviera pegado con laca. Era un hombre con unas maneras de lagarto. Él no entraba, sino como que se arrastraba, moviendo los pies con menudez, meciéndose y soltando risitas, y cuando se reía, pues mostraba los dientes. Era un funcionario de encargos especiales ante alguien, y no hacía nada, aunque recibía un salario grande, en particular en verano, cuando inventaban para él diversas comisiones de servicio. Era un carrerista no hasta la médula de los huesos, sino más profundo, hasta la última gota de sangre, y además un carrerista menudo, inseguro de sí, que había construido su carrera sólo con limosnas. Por alguna crucecita extranjera, o por que en los periódicos publicaran, que estuvo presente en un réquiem o una rogativa, junto con las restantes personas de alto cargo, estaba dispuesto a cual placiera humillación, a mendigar, adular, prometer. Adulaba por cobardía a Orlóv y a Piekárskii, por que los consideraba personas fuertes, adulaba a Pólia y a mí, por que nosotros servíamos donde una persona influyente. Cada vez, cuando yo le quitaba la pelliza, soltaba una risita y me preguntaba: “¿Stepán, tú estás casado?”, y luego seguían unas trivialidades escabrosas, signo de una particular atención a mí. Kukúshkin adulaba las debilidades de Orlóv, su perversión, saciedad; para gustarle se fingía un maligno burlón e irreligioso, criticaba junto con él a esos, ante quienes era un mojigato esclavo en otro lugar. Cuando en la cena hablaban de mujeres y de amor, él se fingía un perverso refinado y rebuscado. En general, hay que advertir, a los vividores peterburgueses les gustaba hablar de sus gustos inusitados. Algún consejero civil activo de los jóvenes, de modo excelente se satisfacía con las caricias de su cocinera, o de alguna desdichada que paseara por la Niévski, pero al escucharlo, pues él estaba contagiado de todos los vicios del Oriente y el Occidente, figuraba como miembro honorable de una docena entera de censurables sociedades secretas, y ya estaba en observación de la policía. Kukúshkin mentía de sí mismo sin vergüenza, y a él no era que no le creyeran, sino como que dejaban pasar cerca de las orejas todas sus fábulas.
El tercer invitado era Grúzin, hijo de un honorable general científico, coetáneo de Orlóv, un rubio de cabello largo y medio cegato, con lentes dorados. Yo recuerdo sus dedos largos, pálidos como los de un pianista, y además, en toda su figura había algo musical, virtuoso. Tales figuras tocaban el primer violín en las orquestas. Tosía y sufría de migraña, en general parecía débil y enfermizo. Probablemente, en la casa lo desvestían y vestían como a un niño. Había terminado jurisprudencia en el instituto, y sirvió al principio en el departamento judicial, después lo pasaron al senado, de ahí se fue, y recibió por protección un puesto en el Ministerio de bienes estatales, y se fue pronto de nuevo. En mi tiempo servía en la sección de Orlóv, era su jefe de despacho, pero hablaba de que pronto pasaría de nuevo al departamento judicial. Hacia el servicio, y su traslado de un puesto al otro, tenía una actitud de rara ligereza, y cuando hablaban delante de él de rangos, órdenes y sueldos, pues sonreía de modo bondadoso y repetía el aforismo de Prutkóv: “¡Sólo en el servicio estatal conoces la verdad!” Tenía una mujer pequeña de rostro arrugado, muy celosa, y cinco niños delgados; a la mujer la engañaba, a los niños los quería sólo cuando los veía, y en general, tenía una actitud hacia la familia bastante indiferente, y bromeaba sobre ésta. Vivía con la familia en deuda, pidiendo prestado donde y a quien tocara, en cada ocasión adecuada, sin exceptuar incluso a sus jefes y porteros. Era una natura mullida, perezosa hasta la total indiferencia consigo, y que nadaba con la corriente no era sabido a dónde ni para qué. A donde lo llevaran, allá iba. Lo llevaban a algún garito, él iba, le ponían vino delante, bebía, no se lo ponían, no bebía, maldecían a las mujeres delante de él, él maldecía a la suya, asegurando que le había estropeado la vida, y cuando las elogiaban, pues él también las elogiaba y decía de modo sincero: “Yo a ella, la pobre, la quiero mucho”. Pelliza no tenía, y llevaba siempre una manta, que olía a infantil. Cuando en la cena, pensativo por algo, rodaba bolitas de pan y bebía mucho vino tinto, pues, cosa extraña, yo estaba casi seguro de que en él había algo, que él mismo, probablemente, sentía con vaguedad en sí, pero que por la vanidad y las trivialidades no alcanzaba a entender y valorar. Tocaba un poco el piano. Pasaba, se sentaba al piano, ponía dos-tres acordes y cantaba bajo.
¿Qué me depara el día venidero?
pero al momento, como asustado, se levantaba e iba lejos del piano.
Los visitantes, comúnmente, se reunían hacia las diez. Jugaban a las cartas en el gabinete de Orlóv, y Pólia y yo les servíamos té. Solamente allí yo podía, como se debe, concebir toda la dulzura del lacayismo. Estar parado durante cuatro-cinco horas junto a la puerta, vigilar por que no hubiera vasos vacíos, cambiar los ceniceros, correr hacia la mesa para recoger una tiza o carta caída, y lo principal, estar parado, esperar, estar atento y no atreverse a hablar, toser, sonreír, eso, les aseguro, era más penoso que el más penoso trabajo aldeano. Yo alguna vez estuve de guardia cuatro horas, en noches de tormenta en invierno, y encuentro que la guardia es sin comparación más liviana.
Jugaban a las cartas hasta las dos y después, tras estirarse, iban al comedor a cenar o, como decía Orlóv, a picar. En la cena las conversaciones. Empezaba comúnmente por que Orlóv, con unos ojos risueños, iniciaba una plática sobre algún conocido, un libro leído recién, una nueva asignación o proyecto; el adulador Kukúshkin atrapaba el tono y empezaba, según mi estado de ánimo de entonces, una música muy repulsiva. La ironía de Orlóv y de sus amigos no conocía límites, y no se apiadaba de nadie ni de nada. Hablaban de religión, la ironía, hablaban de filosofía, del sentido y los objetivos de la vida, la ironía, planteaba acaso alguien la cuestión del pueblo, la ironía. En Petersburgo hay una raza de personas que se dedica, especialmente, a burlarse de cada fenómeno de la vida; éstas no pueden pasar, incluso, ante un hambriento o un suicida, sin decir una trivialidad. Pero Orlóv y sus colegas no bromeaban y no se burlaban, sino hablaban con ironía. Ellos decían que no había Dios, y que con la muerte la persona desaparecía totalmente, los inmortales existían solamente en la academia francesa. Un bien auténtico no había y no podía ser, ya que su presencia estaba condicionada por la perfección humana, y la última era un absurdo lógico. Rusia era un país tan aburrido y tan miserable, como Persia. La intelectualidad era irremediable, en opinión de Piekárskii, ésta en su inmensa mayoría se componía de personas incapaces, que no servían para nada. Y el pueblo se había vuelto bebedor, perezoso, robador, y degeneraba. Ciencia nosotros no teníamos, la literatura era no esbelta, el comercio se mantenía sobre la estafa: “no engañas, no vendes”. Y todo en ese género, y todo era ridículo.
Por el vino, hacia el final de la cena, se ponían joviales y pasaban a las conversaciones joviales. Se burlaban de la vida familiar de Gruzín, de las victorias de Kukúshkin o de Piekárskii el cual, al parecer, en el librito de gastos tenía una página con el título: Para los asuntos de beneficiencia, y otra: Para las necesidades fisiológicas. Decían que no había esposas fieles; no había tal esposa de la que, con cierta pericia, no se pudiera obtener una caricia no saliendo de la sala, al mismo tiempo cuando al lado en el gabinete, estaba sentado el marido. Las muchachas-adolescentes estaban pervertidas, y ya lo sabían todo. Orlóv guardaba una carta de una alumna de gimnasio de catorce años: ella, volviendo del gimnasio, "engatusó en la Niévskii a un oficialito", el cual como que se la llevó a su casa, y la soltó sólo tarde en la noche, y ella se apresuró a escribirle de eso a la amiga, para compartir la exaltación. Decían, que una pureza de costumbres nunca hubo y no había, evidentemente, no era necesaria; la humanidad hasta ahora, se la había pasado sin ésta de modo excelente. El perjuicio de la tal llamada perversión, de modo indudable, estaba exagerado. La aberración, prevista en nuestro estatuto de castigos, no impidió a Diógenes ser un filósofo y un maestro. César y Cicerón fueron unos pervertidos, y al mismo tiempo unos grandes hombres. El viejo Catón se casó con una jovencita, y de todas formas continuó considerándose un ayunador estricto y un guardián de las costumbres.
A las tres o las cuatro, los visitantes se separaban o se marchaban juntos fuera de la ciudad, o a la Ofitsiérskaya, a donde cierta Varvára Ósipovna, y yo me iba a mi aposento de lacayo, y no me podía dormir en largo tiempo, por el dolor de cabeza y la tos.
-Ciertos dos señores -respondí-. Escriben algo.
-Reverencie y agradezca -repitió e, inclinando la cabeza a un costado y leyendo la carta andando, salió sin ruido.
Yo entonces hallaba pocas mujeres, y esa dama, que había visto de pasada, me había producido una impresión. Regresando a pie a casa, recordaba su rostro y el olor del fino perfume, y soñaba. Cuando volví, Orlóv ya no estaba en la casa.
II
Así, con el amo nosotros vivíamos de modo sereno y apacible, pero de todas formas eso impuro e insultante, que yo tanto temía al ingresar de lacayo, saltaba a la cara y se hacía sentir cada día. Yo no me llevaba con Pólia. Ésta era una criatura bien nutrida, mimada, que adoraba a Orlóv por que él era un señor, y me despreciaba a mí por que yo era un lacayo. Probablemente, desde el punto de vista de un lacayo verdadero o un cocinero, ella era seductora: unas mejillas rosadas, una nariz respingada, unos ojos entornados y una plenitud de cuerpo, que llegaba ya a la obesidad. Se empolvaba, se pintaba las cejas y los labios, se apretaba en un corset y llevaba polisón y un brazalete de monedas. Su andar era menudo, saltarín; cuando andaba, pues meneaba o, como se dice, sacudía los hombros y el trasero. El fru-frú de su falda, el crujido del corset, el sonido del brazalete y ese olor descarado de la pintura labial, el vinagre de baño y el perfume robado al señor, me despertaba, cuando yo recogía las habitaciones con ella por la mañana, tal sensación, como si hiciera junto con ella algo abyecto.
Acaso por que yo no robaba junto con ella, o no mostraba ningún deseo de hacerme su amante, lo que, probablemente, la insultaba o, puede ser, por que olfateaba en mí una persona ajena, ella me odió desde el mismo primer día. Mi inepcia, apariencia no lacayuna y mi enfermedad le parecían a ella mezquinas, y le producían una sensación de repulsión. Yo entonces tosía fuertemente y, sucedía, por las noches le impedía dormir, ya que su y mi habitación la separaba sólo un tabique de madera, y cada mañana me decía:
-Tú de nuevo no me dejaste dormir. En un hospital debieras estar, y no vivir donde un señor.
Ella creía de modo tan sincero que yo no era una persona, sino algo que estaba sin medida por debajo de ella que, semejante a las matronas romanas, que no se avergonzaban de bañarse en presencia de los esclavos, delante de mí a veces andaba sólo en camisón.
Una vez en el almuerzo (nosotros cada día recibíamos de una taberna sopa y guisado), cuando yo tenía un hermoso estado de ánimo soñador, le pregunté:
-Pólia, ¿usted cree en Dios?
-¡Y cómo pues!
-Por lo tanto, ¿usted cree -continué-, que habrá un juicio final, y que nosotros daremos respuesta a Dios por cada mala acción nuestra?
Ella no respondió nada, y sólo hizo una mueca despectiva, y mirando esta vez a sus ojos fríos, saciados, entendí que esa natura íntegra, acabada por completo no tenía ni Dios, ni conciencia, ni leyes, y que si yo necesitara matar, incendiar o robar, pues por dinero no podría encontrar un mejor cómplice.
En el ambiente inusitado, y aún con mi no hábito al tú y la mentira constante (decir “el señor no está en casa”, cuando estaba en casa), la primera semana yo viví donde Orlóv no fácilmente. Con el frac de lacayo me sentía como con una armadura. Pero después me habitué. Como un lacayo verdadero servía, recogía las habitaciones, corría y viajaba cumpliendo todo tipo de encargos. Cuando Orlóv no quería ir a una cita con Zinaída Fiódorovna, o cuando olvidaba que había prometido estar donde ella, yo iba a la Známienskaya, entregaba allí una carta en propia mano y mentía. Y como resultado salía por completo no eso, que esperaba al ingresar de lacayo; cada día de esa nueva vida mía resultaba perdido para mí, y para mi asunto, ya que Orlóv nunca hablaba de su padre, sus visitantes tampoco, y de la actividad del conocido hombre estatal yo sabía sólo eso, que alcanzaba, como antes, a obtener de los periódicos y la correspondencia con los compañeros. Cientos de apuntes y papeles, que hallaba en el gabinete y leía, no tenían incluso una relación lejana con eso que buscaba. Orlóv era totalmente indiferente a la ruidosa actividad de su padre, y tenía tal aspecto como si no hubiera oído de ésta, o como si su padre hubiera muerto hacía mucho tiempo.
III
Los jueves teníamos visitantes.
Yo encargaba en el restaurante un pedazo de roast beef, y decía por teléfono a Eliséev que nos enviaran caviar, queso, ostras y demás. Compraba cartas de juego. Pólia ya desde la mañana preparaba la vajilla de té, y el servicio para la cena. A decir verdad, esa pequeña actividad diversificaba un tanto nuestra vida ociosa, y los jueves eran los días más interesantes para nosotros.
De visitantes venían sólo tres. El más respetable y, es posible, más interesante era un visitante de apellido Piekárskii, un hombre alto, delgado, de unos cuarenta y cinco años, con una nariz larga, aguileña, una gran barba negra y con calva. Los ojos los tenía grandes, saltones, y la expresión del rostro seria, pensativa, como la de un filósofo griego. Servía en la dirección de la vía férrea y en un banco, era jurisconsulto en cierta importante institución pública, y mantenía relaciones laborales con una multitud de personas particulares como tutor, presidente de concurso y por el estilo. Tenía un rango no grande por completo, y se llamaba con modestia abogado de jurado, pero su influencia era inmensa. Su tarjeta de visita o notita era suficiente, para que lo recibiera a usted no en turno un doctor célebre, un director de vía o un funcionario importante; decían que con su protección, se podía obtener un cargo incluso de cuarta clase, y tapar cual deseara asunto no agradable. Se consideraba él un hombre muy inteligente, pero eso era cierta mente peculiar, extraña. Él podía en un instante multiplicar en su mente 213 por 373, o trasladar libras esterlinas a marcos sin la ayuda del lápiz y las tablitas, conocía a la perfección el asunto ferroviario y las finanzas, y en todo lo que se refería a la administración no existían secretos para él; en los asuntos civiles, como decían, era un abogado habilísimo y litigar con él no era fácil. Pero a esa mente inusitada le eran inentendible por completo muchas cosas, que conocía incluso otro hombre estúpido. Así, no podía entender resueltamente por qué las personas se aburrían, lloraban, se disparaban e incluso mataban a otras, por qué se agitaban con motivo de las cosas y los sucesos, que no les competían en lo personal, y por qué se reían cuando leían a Gógol o a Schedrín... Todo lo abstracto, que desaparecía en la esfera del pensamiento y el sentimiento, era para él inentendible y aburrido, como la música para quien no tenía oído. A las personas las miraba, solamente, desde el punto de vista del asunto, y las dividía en capaces e incapaces. Otra división para él no existía. La honradez y la decencia constituían sólo un signo de capacidad. Farrear, jugar a las cartas y pervertirse se podía, pero así, que eso no molestara al asunto. Creer en Dios no era inteligente, pero la religión debía ser conservada, ya que para el pueblo era necesario un principio contenedor, de otra forma éste no iba a trabajar. Los castigos eran necesarios sólo para atemorizar. A la casa de campo ir no había para qué, ya que en la ciudad también estaba bien. Y por el estilo. Era viudo y no tenía hijos, pero llevaba una vida a pierna suelta, familiar, y pagaba por el apartamento tres mil al año.
El otro visitante, Kukúshkin, un consejero civil activo de los jóvenes, era de pequeña estatura, y se distinguía en grado sumo por una expresión ingrata, que le otorgaba la no proporción de su tronco grueso, rollizo con su rostro pequeño, delgado. Sus labios eran de corazón, y su bigotito cortado tenía tal aspecto, como si estuviera pegado con laca. Era un hombre con unas maneras de lagarto. Él no entraba, sino como que se arrastraba, moviendo los pies con menudez, meciéndose y soltando risitas, y cuando se reía, pues mostraba los dientes. Era un funcionario de encargos especiales ante alguien, y no hacía nada, aunque recibía un salario grande, en particular en verano, cuando inventaban para él diversas comisiones de servicio. Era un carrerista no hasta la médula de los huesos, sino más profundo, hasta la última gota de sangre, y además un carrerista menudo, inseguro de sí, que había construido su carrera sólo con limosnas. Por alguna crucecita extranjera, o por que en los periódicos publicaran, que estuvo presente en un réquiem o una rogativa, junto con las restantes personas de alto cargo, estaba dispuesto a cual placiera humillación, a mendigar, adular, prometer. Adulaba por cobardía a Orlóv y a Piekárskii, por que los consideraba personas fuertes, adulaba a Pólia y a mí, por que nosotros servíamos donde una persona influyente. Cada vez, cuando yo le quitaba la pelliza, soltaba una risita y me preguntaba: “¿Stepán, tú estás casado?”, y luego seguían unas trivialidades escabrosas, signo de una particular atención a mí. Kukúshkin adulaba las debilidades de Orlóv, su perversión, saciedad; para gustarle se fingía un maligno burlón e irreligioso, criticaba junto con él a esos, ante quienes era un mojigato esclavo en otro lugar. Cuando en la cena hablaban de mujeres y de amor, él se fingía un perverso refinado y rebuscado. En general, hay que advertir, a los vividores peterburgueses les gustaba hablar de sus gustos inusitados. Algún consejero civil activo de los jóvenes, de modo excelente se satisfacía con las caricias de su cocinera, o de alguna desdichada que paseara por la Niévski, pero al escucharlo, pues él estaba contagiado de todos los vicios del Oriente y el Occidente, figuraba como miembro honorable de una docena entera de censurables sociedades secretas, y ya estaba en observación de la policía. Kukúshkin mentía de sí mismo sin vergüenza, y a él no era que no le creyeran, sino como que dejaban pasar cerca de las orejas todas sus fábulas.
El tercer invitado era Grúzin, hijo de un honorable general científico, coetáneo de Orlóv, un rubio de cabello largo y medio cegato, con lentes dorados. Yo recuerdo sus dedos largos, pálidos como los de un pianista, y además, en toda su figura había algo musical, virtuoso. Tales figuras tocaban el primer violín en las orquestas. Tosía y sufría de migraña, en general parecía débil y enfermizo. Probablemente, en la casa lo desvestían y vestían como a un niño. Había terminado jurisprudencia en el instituto, y sirvió al principio en el departamento judicial, después lo pasaron al senado, de ahí se fue, y recibió por protección un puesto en el Ministerio de bienes estatales, y se fue pronto de nuevo. En mi tiempo servía en la sección de Orlóv, era su jefe de despacho, pero hablaba de que pronto pasaría de nuevo al departamento judicial. Hacia el servicio, y su traslado de un puesto al otro, tenía una actitud de rara ligereza, y cuando hablaban delante de él de rangos, órdenes y sueldos, pues sonreía de modo bondadoso y repetía el aforismo de Prutkóv: “¡Sólo en el servicio estatal conoces la verdad!” Tenía una mujer pequeña de rostro arrugado, muy celosa, y cinco niños delgados; a la mujer la engañaba, a los niños los quería sólo cuando los veía, y en general, tenía una actitud hacia la familia bastante indiferente, y bromeaba sobre ésta. Vivía con la familia en deuda, pidiendo prestado donde y a quien tocara, en cada ocasión adecuada, sin exceptuar incluso a sus jefes y porteros. Era una natura mullida, perezosa hasta la total indiferencia consigo, y que nadaba con la corriente no era sabido a dónde ni para qué. A donde lo llevaran, allá iba. Lo llevaban a algún garito, él iba, le ponían vino delante, bebía, no se lo ponían, no bebía, maldecían a las mujeres delante de él, él maldecía a la suya, asegurando que le había estropeado la vida, y cuando las elogiaban, pues él también las elogiaba y decía de modo sincero: “Yo a ella, la pobre, la quiero mucho”. Pelliza no tenía, y llevaba siempre una manta, que olía a infantil. Cuando en la cena, pensativo por algo, rodaba bolitas de pan y bebía mucho vino tinto, pues, cosa extraña, yo estaba casi seguro de que en él había algo, que él mismo, probablemente, sentía con vaguedad en sí, pero que por la vanidad y las trivialidades no alcanzaba a entender y valorar. Tocaba un poco el piano. Pasaba, se sentaba al piano, ponía dos-tres acordes y cantaba bajo.
¿Qué me depara el día venidero?
pero al momento, como asustado, se levantaba e iba lejos del piano.
Los visitantes, comúnmente, se reunían hacia las diez. Jugaban a las cartas en el gabinete de Orlóv, y Pólia y yo les servíamos té. Solamente allí yo podía, como se debe, concebir toda la dulzura del lacayismo. Estar parado durante cuatro-cinco horas junto a la puerta, vigilar por que no hubiera vasos vacíos, cambiar los ceniceros, correr hacia la mesa para recoger una tiza o carta caída, y lo principal, estar parado, esperar, estar atento y no atreverse a hablar, toser, sonreír, eso, les aseguro, era más penoso que el más penoso trabajo aldeano. Yo alguna vez estuve de guardia cuatro horas, en noches de tormenta en invierno, y encuentro que la guardia es sin comparación más liviana.
Jugaban a las cartas hasta las dos y después, tras estirarse, iban al comedor a cenar o, como decía Orlóv, a picar. En la cena las conversaciones. Empezaba comúnmente por que Orlóv, con unos ojos risueños, iniciaba una plática sobre algún conocido, un libro leído recién, una nueva asignación o proyecto; el adulador Kukúshkin atrapaba el tono y empezaba, según mi estado de ánimo de entonces, una música muy repulsiva. La ironía de Orlóv y de sus amigos no conocía límites, y no se apiadaba de nadie ni de nada. Hablaban de religión, la ironía, hablaban de filosofía, del sentido y los objetivos de la vida, la ironía, planteaba acaso alguien la cuestión del pueblo, la ironía. En Petersburgo hay una raza de personas que se dedica, especialmente, a burlarse de cada fenómeno de la vida; éstas no pueden pasar, incluso, ante un hambriento o un suicida, sin decir una trivialidad. Pero Orlóv y sus colegas no bromeaban y no se burlaban, sino hablaban con ironía. Ellos decían que no había Dios, y que con la muerte la persona desaparecía totalmente, los inmortales existían solamente en la academia francesa. Un bien auténtico no había y no podía ser, ya que su presencia estaba condicionada por la perfección humana, y la última era un absurdo lógico. Rusia era un país tan aburrido y tan miserable, como Persia. La intelectualidad era irremediable, en opinión de Piekárskii, ésta en su inmensa mayoría se componía de personas incapaces, que no servían para nada. Y el pueblo se había vuelto bebedor, perezoso, robador, y degeneraba. Ciencia nosotros no teníamos, la literatura era no esbelta, el comercio se mantenía sobre la estafa: “no engañas, no vendes”. Y todo en ese género, y todo era ridículo.
Por el vino, hacia el final de la cena, se ponían joviales y pasaban a las conversaciones joviales. Se burlaban de la vida familiar de Gruzín, de las victorias de Kukúshkin o de Piekárskii el cual, al parecer, en el librito de gastos tenía una página con el título: Para los asuntos de beneficiencia, y otra: Para las necesidades fisiológicas. Decían que no había esposas fieles; no había tal esposa de la que, con cierta pericia, no se pudiera obtener una caricia no saliendo de la sala, al mismo tiempo cuando al lado en el gabinete, estaba sentado el marido. Las muchachas-adolescentes estaban pervertidas, y ya lo sabían todo. Orlóv guardaba una carta de una alumna de gimnasio de catorce años: ella, volviendo del gimnasio, "engatusó en la Niévskii a un oficialito", el cual como que se la llevó a su casa, y la soltó sólo tarde en la noche, y ella se apresuró a escribirle de eso a la amiga, para compartir la exaltación. Decían, que una pureza de costumbres nunca hubo y no había, evidentemente, no era necesaria; la humanidad hasta ahora, se la había pasado sin ésta de modo excelente. El perjuicio de la tal llamada perversión, de modo indudable, estaba exagerado. La aberración, prevista en nuestro estatuto de castigos, no impidió a Diógenes ser un filósofo y un maestro. César y Cicerón fueron unos pervertidos, y al mismo tiempo unos grandes hombres. El viejo Catón se casó con una jovencita, y de todas formas continuó considerándose un ayunador estricto y un guardián de las costumbres.
A las tres o las cuatro, los visitantes se separaban o se marchaban juntos fuera de la ciudad, o a la Ofitsiérskaya, a donde cierta Varvára Ósipovna, y yo me iba a mi aposento de lacayo, y no me podía dormir en largo tiempo, por el dolor de cabeza y la tos.
Continuará...
Título original:
Rasskaz neizvestnogo cheloveka, publicado por primera vez en la revista Russkaya misl, 1893, Nº 2, con la firma: "Antón Chejov".
Imagen: Cecilia Beaux, The Man With the Cat, 1898.