En observación de las personas expertas,
los ancianos se despiden de la vida de aquí
no fácilmente; además, ellos no raramente
manifiestan las propias de su edad: avaricia y
no fácilmente; además, ellos no raramente
manifiestan las propias de su edad: avaricia y
codicia, y asimismo aprensión, pusilanimidad,
testarudez, desagrado y demás.
A.P. Niecháev, Guía práctica para los servidores
clericales.
testarudez, desagrado y demás.
A.P. Niecháev, Guía práctica para los servidores
clericales.
A la coronela Anna Mijáilovna Liébedieva se le murió la única hija, una
muchacha jovencita. Esa muerte acarreó tras sí otra muerte: la vieja,
aturdida por la visita de Dios, sintió que todo su pasado había muerto
sin retorno1, y que ahora empezaba para ella otra vida, que tenía muy
poco en común con la primera.
Se apresuró con desorden. Ante todo envió a Athos2 mil rublos, y donó a la iglesia del cementerio la mitad de la plata hogareña. Un poco después dejó de fumar e hizo el voto de no comer carne. Pero con todo eso no se alivió en absoluto, sino al contrario, la sensación de vejez y la cercanía de la muerte se le hicieron más agudas y expresivas. Entonces Anna Mijáilovna vendió por una bagatela su casa citadina, y sin ningún objetivo definido se apuró a su hacienda.
Una vez que en la conciencia de una persona, en cualquier forma que fuera, se elevaba una demanda sobre los objetivos de la existencia, y aparecía la viva necesidad de asomarse al otro lado de la tumba, ahí ya no satisfacían ni la donación, ni el ayuno, ni el divagar de un lugar a otro. Pero, por suerte para Anna Mijáilovna, al momento de su llegada a Zhénino el destino la condujo a un hecho, que la obligó a olvidar por largo tiempo la vejez y la cercanía de la muerte. Sucedió que el día de su llegada, el cocinero Martín se derramó agua hirviendo en ambas piernas. Corrieron por el doctor del ziémstvo3, pero no lo hallaron en casa. Entonces Anna Mijáilovna, aprensiva y sensible, lavó las heridas de Martín con sus propias manos, les untó spusk4 y le puso vendajes a ambas piernas. Toda la noche estuvo sentada junto al lecho del cocinero. Cuando, gracias a sus empeños, Martín dejó de gemir y se durmió, su alma, como ella relató después, fue “cubierta” por algo. De pronto le pareció que ante ella, como en la palma de su mano, se había abierto el objetivo de su vida... Pálida, con los ojos húmedos, con beatitud, besó en la frente al dormido Martín y empezó a rezar.
Después de eso Liébedieva se dedicó a la curación. En sus días de vida pecadora, desaseada, que ahora recordaba no de otro modo que con repulsión, a ella, sin nada que hacer, le había tocado curarse mucho. Además, entre el número de sus amantes había doctores, de quienes había aprendido algo. Lo uno y lo otro le venía ahora como no se podía a propósito. Se había suscrito a un botiquín, a unos cuantos libros, al periódico El médico5 y procedió a la curación con valentía. Al principio se curaban con ella solamente los habitantes de Zhénino, pero después empezó a concurrir el público de todos los pueblos de alrededor.
-¡Imagínese, mi querida -se jactaba a la papisa unos tres meses después de su llegada-, ayer tuve dieciséis enfermos, y hoy así todo unos veinte! Me fatigué tanto con ellos, que apenas me paro sobre los pies. ¡Todo el opio se me fue, imagínese! ¡En Gúrin hay una epidemia de disentería!
Cada mañana al despertar recordaba que la esperaban los enfermos, y su corazón se bañaba de un frescor agradable. Tras vestirse y atiborrarse de té con prontitud, empezaba la consulta. El proceder de la consulta le brindaba un placer indecible. Al principio con lentitud, como deseando alargar el placer, apuntaba a los enfermos en un cuaderno, después llamaba a cada uno por turno. Mientras más penoso era el sufrir del enfermo, mientras más sucia y repulsiva su dolencia, más dulce le parecía la labor. Nada le brindaba tal gusto, como la idea de que luchaba con su aprensión y no se apiadaba de sí, y se empeñaba a propósito en hurgar más tiempo en las heridas purulentas. Había minutos en que, como embebida en la deformidad y fetidez de las heridas, caía en cierto cinismo extasiado, cuando le aparecía el deseo irresistible de violar su naturaleza, y en esos minutos le parecía que estaba a la altura de su vocación. Adoraba a sus pacientes. Su sensación le sugería que eran sus salvadores, y de forma juiciosa quería ver en éstos no personalidades separadas, no mujíks, sino algo abstracto: ¡el pueblo! Por eso era con éstos inusualmente suave, tímida, se sonrojaba delante de éstos por sus errores, y en las consultas siempre tenía un aspecto culpable...
Después de cada consulta, que le quitaba más de medio día, ella, fatigada, rojiza por la intensidad y enferma, se apuraba a dedicarse a la lectura. Leía libros médicos o esos de autores rusos, que más convenían a su estado de ánimo.
Viviendo una nueva vida Anna Mijáilovna se sentía fresca, satisfecha y casi dichosa. Una mayor plenitud de vida ella no quería. Y ahí aún como culminación de la dicha, como en lugar del postre, las circunstancias se conformaron así que se reconcilió con su marido, ante quien se sentía profundamente culpable. Unos 17 años atrás, poco después del nacimiento de su hija, había engañado a su marido Arkádii Petróvich y debió separarse de él. Desde entonces no lo veía. Éste servía en algún lugar del sur en la artillería, como comandante de batería y raramente, unas dos veces al año, enviaba cartas a su hija, que ésta escondía de su madre con empeño. Después de la muerte de su hija, Anna Mijáilovna recibió de repente una carta grande de él. Con una letra anciana, debilitada le escribía que con la muerte de su única hija, había perdido lo último que lo apegaba a la vida, que estaba viejo, enfermo y ansiaba la muerte, que al mismo tiempo temía. Se quejaba de que todo le cansaba y repugnaba, que había dejado de llevarse con las personas y esperaba impaciente ese tiempo, cuando entregaría la batería y se iría lejos de las disputas. En conclusión le pedía por Dios a su mujer que rezara por él, se cuidara y no se entregara al abatimiento. Los viejos entablaron una correspondencia aplicada. En cuanto se podía entender por las cartas siguientes, que eran todas igualmente lacrimosas y sombrías, al coronel le resultaba espantoso no sólo por las enfermedades y la privación de su hija: había contraído deudas, peleado con la jefatura y la oficialidad, descuidado su batería hasta la imposibilidad de entregarla, y demás. La correspondencia entre los esposos continuó cerca de dos años, y terminó con que el viejo presentó la dimisión y vino a vivir a Zhénino.
Llegó un mediodía de febrero, cuando los edificios de Zhénino se escondían tras altos montones de nieve, y en el aire diáfano, celeste junto con la helada robusta, crujiente había un silencio de muerte.
Mirando por la ventana cómo se apeaba del trineo, Anna Mijáilovna no reconoció en él a su marido. Era un viejecito pequeño, jorobado, ya decrépito y desvencijado por completo. A Anna Mijáilovna ante todo le saltaron a los ojos los pliegues ancianos de su cuello largo, y las piernas delgadas con las rodillas tensamente dobladas, parecidas a unas piernas artificiales. Al pagarle al cochero le demostró algo a éste largo tiempo, y en conclusión escupió enojado.
-¡Hasta hablar con usted es repugnante! -oyó Anna Mijáilovna el gruñido anciano-. ¡Entiende, que pedir para el té es inmoral! ¡Cada uno debe recibir sólo, por lo que laboró, sí!
Cuando él entró al vestíbulo Anna Mijáilovna vio un rostro amarillento, no sonrosado incluso por la helada, con unos ojos saltones de cangrejo y una barbita escasa, en la que los pelos canosos se mezclaban con los rojizos. Arkádii Petróvich abrazó a su mujer con un brazo y la besó en la frente. Mirándose el uno al otro, los viejos como que se asustaron de algo y se confundieron terriblemente, como si les diera vergüenza su vejez.
-¡Tú justo a tiempo! -se apuró a decir Anna Mijáilovna-. ¡Recién en este minuto pusieron la mesa! ¡Vas a comer excelente después del camino!
Se sentaron a almorzar. El primer plato se lo comieron callados. Arkádii Petróvich se sacó del bolsillo una billetera gruesa y examinó ciertos apuntes, y su mujer preparó la ensalada con empeño. Ambos sobre las espaldas tenían montones de material para la conversación, pero ni el uno ni la otra tocaron esos montones. Ambos sentían que el recuerdo de la hija les causaría un dolor agudo y lágrimas, y del pasado, como de un barril de vinagre profundo, emanaba sequedad y tiniebla...
-¡Ah, tú no comes carne! -observó Arkádii Petróvich.
-Sí, yo hice el voto de no comer nada con carne... -respondió la mujer quedo.
-¿Qué pues? Eso no perjudica la salud... Si analizarlo por lo químico, pues el pescado y todo lo de vigilia en general, se compone de los mismos elementos que la carne. En esencia, no hay nada de vigilia... (“¿Para qué yo digo esto?” -pensó el viejo.) Este pepino, por ejemplo, es tan de carne y de leche como el pollo...
-No... Cuando yo me como un pepino, pues sé que a él no le quitaron la vida, no derramaron sangre...
-Eso, mi querida, es un engaño óptico. Con el pepino tú comes muchos infusorios, ¿y acaso el mismo pepino no vivía? ¡Las plantas pues también son organismos! ¿Y el pescado?
“¿Para qué yo digo esta tontería?” -pensó otra vez Arkádii Petróvich, y al momento empezó a relatar con rapidez sobre los éxitos, que tenía ahora la química.
-¡Simplemente milagros! -decía, masticando el pan con trabajo-. ¡Pronto van a preparar leche con la química, y es posible lleguen a la carne! ¡Sí! ¡Dentro de mil años en cada casa, en lugar de cocina, va a haber un laboratorio químico, donde, de unos gases que no valgan nada y por el estilo, van a preparar todo lo que quieras!
Anna Mijáilovna miraba sus ojos de cangrejo corriendo inquietos y escuchaba. Sentía que el viejo hablaba de la química sólo, para no hablar de alguna otra cosa pero, por lo menos, su teoría sobre la vigilia y la carne y la leche la ocupaba.
-¿Tú saliste en la dimisión como general? -preguntó, cuando él de pronto se calló y empezó a sonarse la nariz.
-Sí, como general... Su excelencia...
El general habló todo el almuerzo sin callarse, y manifestó de esa manera un parloteo excesivo, una propiedad que en los tiempos de antaño, en la juventud, Anna Mijáilovna no le conocía. Por su parloteo a la vieja le dolió la cabeza.
Después del almuerzo se dirigió a su habitación para descansar, pero a pesar de la fatiga no consiguió dormirse. Cuando la vieja entró a donde él antes del té vespertino, yacía contraído bajo la cobija, miraba al techo con ojos desencajados y soltaba suspiros discontinuos.
-¿Qué te pasa, Arkádii? -se horrorizó Anna Mijáilovna, mirando su rostro grisáceo y alargado.
-Na... nada... -profirió él-. El reumatismo.
-¿Por qué pues no lo dices? ¡Puede ser, yo te puedo ayudar!
-No se puede ayudar...
-Si es reumatismo, pues untar yodo... soda salicílica adentro...
-Una tontería todo eso... Ocho años me curé... ¡No golpees así con los pies! -gritó de pronto el general a la vieja doncella, mirándola con ojos desencajados de modo rabioso-. ¡Golpea como una yegua!
Anna Mijáilovna y la doncella, mucho tiempo ya deshabituadas a ese tono, se miraron y sonrojaron. Observado su turbación, el general se enfurruñó y se volteó hacia la pared.
-Yo debo advertirte, Aniúta... -gimió-. ¡Yo tengo un carácter insoportable! En la vejez me hice un gruñón…
-Hace falta dominarse... -suspiró Anna Mijáilovna.
-¡Es fácil decirlo: hace falta! ¡Hace falta que no esté el dolor, y pues no obedece la naturaleza a nuestro “hace falta”! ¡Oh! Y tú, Aniúta, sal... En el momento del dolor la presencia de personas me irrita... Me es penoso hablar...
Pasaron los días, las semanas, los meses, y Arkádii Petróvich poco a poco se asimiló al nuevo lugar: se habituó y se habituaron a él. En las primeras instancias vivía en la casa sin salida, pero la vejez y la pesadez de su carácter insoportable se sentían en todo Zhénino. Comúnmente se despertaba muy temprano, hacia las cuatro de la mañana, su día empezaba con una tos anciana penetrante, que despertaba a Anna Mijáilovna y a todos los sirvientes. Para matar con algo el largo tiempo desde la mañana temprana hasta el almuerzo, si el reumatismo no constreñía sus piernas, deambulaba por todas las habitaciones y reparaba en los desórdenes, que veía por todas partes. Lo irritaba todo: la pereza de los sirvientes, los pasos ruidosos, el canto de los gallos, el humo de la cocina, el tañido de la iglesia... Gruñía, maldecía, acosaba a los sirvientes pero, después de cada palabra de maldición, se agarraba la cabeza y decía con voz llorosa:
-¡Dios, qué carácter tengo! ¡Un carácter intolerable!
Y en el almuerzo comía mucho y parloteaba sin callarse. Hablaba del socialismo, las nuevas reformas militares, la higiene, y Anna Mijáilovna lo escuchaba y sentía, que todo eso se hablaba sólo para no hablar de la hija y del pasado. A ambos en presencia el uno del otro aún les era embarazoso, y como que les daba vergüenza por algo. Sólo en los atardeceres, cuando en las habitaciones estaba el crepúsculo, y el grillo cantaba abatido tras la estufa, ese embarazo desaparecía. Se sentaban juntos, callaban, y en ese tiempo sus almas como que susurraban eso, que ambos no se decidían a expresar en voz alta. En ese tiempo, animándose el uno al otro con los residuos de la calidez vital, entendían a la perfección en qué pensaba cada uno. Pero la doncella traía la lámpara, y el viejo de nuevo se disponía a parlotear o gruñir por los desórdenes. Asunto él no tenía ninguno. Anna Mijáilovna quería arrastrarlo a su medicina, pero en la misma primera consulta él bostezó y se fastidió. Apegarlo a la lectura tampoco lo consiguió. Leer largo tiempo, por horas, habituado en el servicio a la lectura por ratos, él no sabía. Le era suficiente leer 5-6 páginas, para que se fatigara y se quitara los lentes.
Pero sobrevino la primavera, y el general cambió bruscamente su modo de vida. Cuando desde la hacienda, hacia el campo verde y el pueblo, corrían los senderos recién formados, y los pájaros se agolpaban en los árboles delante de las ventanas, él de repente para Anna Mijáilovna empezó a ir a la iglesia. Iba a la iglesia no sólo en los festivos, sino también en los días corrientes. Tal aplicación religiosa empezó con el réquiem, que el viejo en secreto de su mujer ofició a su hija. En el tiempo del réquiem se ponía de rodillas, hacía reverencias profundas, lloraba y le parecía que rezaba de modo ardiente. Pero eso no era un rezo. Entregado todo a su sensación paternal, dibujando en su memoria los rasgos de su hija amada, miraba a los íconos y susurraba:
-¡Shúrochka! ¡Mi niña amada! ¡Mi ángel!
Era una recaída de la tristeza anciana, pero el viejo se imaginó que en él se producía una reacción, un viraje. Al otro día le arrastró a la iglesia de nuevo, al tercero también... De la iglesia regresaba fresco, radiante, con una sonrisa en todo el rostro. En el almuerzo el tema de su parloteo incesante eran ya la religión y las cuestiones teológicas. Anna Mijáilovna, entrando a su habitación, lo encontró unas cuantas veces hojeando el Evangelio. Pero, por desgracia, esa afición religiosa continuó no largo tiempo. Después de una fuerte en particular recaída del reumatismo, que continuó una semana entera, ya no fue a la iglesia: como que no recordó que necesitaba ir a misa...
De pronto quiso la sociedad.
-¡No entiendo, cómo eso se puede vivir sin la sociedad! -empezó a gruñir-. ¡Yo debo hacerle visitas a los vecinos! ¡Deja que eso sea tonto, banal, pero mientras viva, yo debo someterme a las condiciones del mundo!
Anna Mijáilovna le propuso los caballos. Él hizo las visitas a los vecinos, pero ya una segunda vez no fue a donde ellos. La necesidad de estar en la sociedad de personas, la satisfacía con que andorreaba por el pueblo y reparaba en los mujíks.
Una vez por la mañana estaba sentado en el comedor, delante de una ventana abierta y tomaba té. Delante de la ventana, en la empalizada junto a unos arbustos de lilas y grosellas, estaban sentados en unos bancos unos mujíks, venidos a donde Anna Mijáilovna a curarse. El viejo largo tiempo entornó los ojos hacia ellos, después gruñó:
-Ces moujiks... Objetos de pesar ciudadano... En vez de curarse las enfermedades, mejor sería que fueran a algún lugar a curarse las vilezas y la ruindades.
Anna Mijáilovna, que adoraba a sus pacientes, dejó de verter el té y le echó una mirada de asombro mudo al viejo. Los pacientes, que no veían en la casa de Liébedieva nada más que caricia y cálido interés, se asombraron también y se levantaron de los asientos.
-Sí, señores mujíks... ces moujiks... -continuó el general-. Me asombran ustedes. ¡Mucho me asombran! Bueno, ¿acaso no son unos cerdos? -se volteó el viejo hacia Anna Mijáilovna-. -¡El ziémstvo del distrito les dio en préstamo para la siembra de avena, y ellos agarraron y se bebieron esa avena! ¡No uno bebió, no dos, sino todos! Los taberneros no tenían donde meter la avena... ¿Está bien eso? -se volteó el general hacia los mujíks-. ¿Ah? ¿Está bien?
-¡Deja, Arkádii! -susurró Anna Mijáilovna.
-¿Ustedes piensan que el ziémstvo, esa avena, la consiguió de gratis? ¿Cuáles pues ciudadanos son ustedes después de eso, si no respetan la propiedad suya, ni la ajena, ni la de la sociedad? La avena pues se la bebieron... el bosque lo talaron y se lo bebieron también… se lo roban todo y toda la... Mi mujer los cura, y ustedes le robaron la cerca... ¿Está bien eso?
-¡Suficiente! -gimió la generala.
-Es hora de poner la mente... -continuó gruñendo Liébediev-. ¡Mirarlos a ustedes da vergüenza! Tú pues, pelirrojo, viniste a curarte, ¿te duele el pie?, y no te ocupaste en casa de lavarte los pies... ¡Un viershók de fango! ¡Esperas, ignorante, que te los laven aquí! Se metieron en la cabeza que ellos son ces moujiks, bueno, y ya se imaginan que pueden montarse a caballo sobre las personas. El pope casó a cierto Fiódor, el carpintero de aquí. El carpintero no le pagó ni un kópek. “¡La pobreza! -dice-. ¡No puedo!” Bueno, está bien. Sólo que el pope le encarga a ese Fiódor un estante para los libros... ¿Qué tú piensas pues? ¡Unas cinco veces fue a donde el pope por el cobro! ¿Ah? Bueno, ¿acaso no es un cerdo? Él mismo no le pagó al pope, y...
-El pope sin eso tiene mucho dinero... -tronó lúgubre uno de los pacientes.
-¿Y tú por qué lo sabes? -estalló el general, levantándose y asomándose por la ventana-. ¿Tú acaso le miraste el bolsillo al pope? ¡Y aunque él fuera hasta millonario, tú no debes valerte de gratis de su trabajo! ¡Tú mismo no das de gratis, así no tomes de gratis! ¡Tú no te puedes imaginar, qué villanías se producen entre ellos! -se volteó el general hacia Anna Mijáilovna-. ¡Si tú estuvieras en sus juicios y en las reuniones! ¡Son unos bandidos!
El general no se calmó incluso cuando empezó la consulta. Reparaba en cada enfermo, lo remedaba, explicaba todas las enfermedades con la borrachera y el libertinaje.
-¡Mira qué flaco! -golpeó a uno en el pecho con el dedo. -¿Y por qué? ¡No hay nada de comer! ¡Se lo bebió todo! ¿Pues tú la avena del ziémstvo, te la bebiste?
-Y qué decir -suspiró el enfermo-, antes con los señores era mejor...
-¡Mientes! ¡Calumnias! -se arrebató el general-. ¡Pues tú dices eso de forma no sincera, para decir una lisonja!
Al otro día el general estaba sentado junto a la ventana de nuevo, y horneaba a los enfermos. Esa ocupación lo aficionaba, y empezó a sentarse junto a la ventana diariamente. Anna Mijáilovna, viendo que su esposo no se calmaba, empezó a recibir a los enfermos en el granero, pero el general consiguió llegar al granero también. La vieja soportó esa “prueba” con humildad, y expresó su protesta solamente con que se sonrojaba, y repartía dinero a los enfermos agraviados, pero cuando los enfermos, que al general no le venían nada por el gusto, empezaron a ir donde ella menos y menos, no lo resistió. Una vez en el almuerzo, cuando el general decía alguna agudeza sobre los enfermos, sus ojos de pronto se llenaron de sangre, y le corrieron espasmos por el rostro.
-Yo te rogaría dejar a mis enfermos en paz… -dijo con severidad-. Si tú sientes la necesidad de descargar tu carácter sobre alguien, pues maldíceme a mí, y a ellos déjalos... Gracias a ti ellos dejaron de venir a curarse.
-¡Ajá, dejaron! -sonrió con malicia el general-. ¡Se ofendieron! Júpiter, estás enojado, entonces, no tienes razón. Jo-jo... Y eso, Aniúta, está bien, que ellos dejaron de venir. Yo me alegro mucho… ¡Pues tu curación no trae nada más que daño! En lugar de curarse en el hospital del ziémstvo con el médico, por las reglas de la ciencia, ellos vienen a ti a curarse todas las enfermedades con soda y aceite de ricino. ¡Un gran daño!
Anna Mijáilovna miró fijamente al viejo, pensó y de pronto palideció.
-¡Por supuesto! -continuó parloteando el general-. En la medicina ante todo se necesita el conocimiento, y después ya la filantropía, sin el conocimiento pues ésta es charlatanería... Y además, por la ley tú no tienes derecho a curar. Para mí, tú traerías bastante más provecho al enfermo, si lo empujaras rudamente al médico, en vez de que tú misma empezaras a curarlo.
El general calló un poco y continuó:
-Si no te gusta mi trato con ellos, pues dígnate, yo dejaré las conversaciones, aunque, por lo demás... si razonar a conciencia, la sinceridad respecto a ellos es bastante mejor que el silencio y la adoración. Alejandro de Macedonia fue un gran hombre, pero romper las sillas no se debe6, así el pueblo ruso es un gran pueblo, pero de eso no sigue que no se pueda decirle la verdad en la cara. No se puede hacer del pueblo un perro faldero. Esos ces moujiks son tales personas como tú y yo, con tales pues defectos, y por eso no es necesario rezarles, mimarlos, sino enseñarles, corregirlos... inculcarles...
-No nosotros debemos enseñarles... -farfulló la generala-. Nosotros de ellos podemos aprender.
-¿Qué?
-Acaso es poco qué... Y siquiera... el amor al trabajo...
-¿El amor al trabajo? ¿Ah? ¿Tú dijiste el amor al trabajo?
El general se atragantó, se levantó de la mesa y caminó por la habitación.
-¿Y yo acaso no trabajé? -estalló-. Por lo demás... yo soy un intelectual, no soy un moujík, ¿donde pues voy a trabajar? ¡Yo… yo soy un intelectual!
El viejo se ofendió no en broma, y su rostro adquirió una expresión infantil-caprichosa.
-Por mis manos pasaron miles de soldados... yo me espiché en la guerra, agarré un reumatismo para toda la vida y... ¡y no trabajé! ¿O dirás que yo, de ese pueblo tuyo, debo aprender a sufrir? Por supuesto, ¿acaso yo sufrí alguna vez? Yo perdí a mi hija carnal... ¡lo que aún me apegaba a la vida en esta maldita vejez! ¡Y yo no sufrí!
Ante el repentino recuerdo de la hija los viejos, de pronto, rompieron a llorar y empezaron a enjugarse con las servilletas.
-¡Y nosotros no sufrimos! -sollozó el general, dando rienda suelta a las lágrimas-. Ellos tienen un objetivo de vida... la fe, y nosotros sólo tenemos preguntas... ¡preguntas y horror! ¡Nosotros no sufrimos!
Ambos viejos sintieron lástima el uno por el otro. Se sentaron juntos, se apretaron el uno al otro y lloraron juntos dos horas. Después de eso se miraron a los ojos el uno al otro ya con valentía, y hablaron con valentía de la hija, del pasado y del amenazante futuro.
Al atardecer se acostaron a dormir en una habitación. El viejo hablaba sin callarse y no dejaba dormir a su mujer.
-¡Dios, qué carácter tengo! -decía-. Bueno, ¿para qué te dije todo eso? Pues eso eran ilusiones, y la persona, en particular en la vejez, es natural que viva de ilusiones. Con mi parloteo te quité el último consuelo. ¡Sabrías tú hasta la muerte curar a los mujíks, y no comer carne, pero no pues, me tiró el diablo de la lengua! Sin ilusiones no se puede... Sucede, que Estados enteros viven de ilusiones... Los escritores célebres para algo, al parecer, son inteligentes, pero y así no pueden sin ilusiones. ¡He ahí tu favorito escribió siete tomos sobre “el pueblo”!
Una hora después el general se revolvía y decía:
-¿Y por qué eso, precisamente en la vejez, la persona vigila sus sensaciones y critica sus acciones? ¿Por qué en la juventud no se dedica a eso? La vejez sin eso es intolerable... Sí... En la juventud toda la vida pasa sin dejar huella, apenas agarrando la conciencia, pero en la vejez cada mínima sensación se te mete como un clavo en la cabeza, y despierta un montón de preguntas...
Los viejos se durmieron tarde, pero se levantaron temprano. En general, después que Anna Mijáilovna dejara la curación, dormían poco y mal, por lo que la vida les parecía el doble de larga... Las noches las acortaban con conversaciones, y por el día merodeaban sin asunto por las habitaciones o el jardín, y se miraban a los ojos el uno al otro de modo inquisitivo.
Hacia el final del verano el destino envió a los viejos aún una “ilusión”. Anna Mijáilovna, entrando una vez a donde su marido, lo encontró en una ocupación interesante: estaba sentado a la mesa y comía con codicia rábano rallado con aceite de cáñamo. Por el rostro le andaban y temblaban todas las venitas, y alrededor de las esquinas de la boca resonaba la salivación.
-¡Come pues, Aniúta! -propuso-. ¡Está magnífico!
Anna Mijáilovna probó el rábano de forma indecisa, y empezó a comer. Pronto apareció también en su rostro una expresión de codicia...
-Sería bueno, ¿sabes?, este... -decía el general ese mismo día, acostándose a dormir-. Sería bueno, como hacen los judíos, cortarle la panza a un lucio, sacarle el caviar y, ¿sabes?, con cebolla verde... fresca...
-¿Y qué pues? ¡El lucio no es difícil de pescar!
El general desvestido se dirigió descalzo a la cocina, despertó al cocinero y le encargó pescar un lucio. Por la mañana Anna Mijáilovna de pronto quiso lomo de pescado, y Martín debió cabalgar a la ciudad por el lomo de pescado.
-¡Ah -se asustó la vieja-, me olvidé de decirle que comprara de paso unos melindres de menta! Yo quería algo dulce.
Los viejos se entregaron a las sensaciones del gusto. Ambos se sentaban sin salida en la cocina, e inventaban comidas a porfía. El general tensaba su cerebro, recordaba la vida de soltero del campamento, cuando a él mismo le tocaba dedicarse a la culinaria e inventaba... Entre el número de comidas inventadas por ellos, a ambos les gustaba en particular una preparada con arroz, queso rallado, huevos y jugo de carne refrita. En esa comida entraba mucha pimienta y hoja de laurel.
Con el plato picante terminó la última “ilusión”. Éste estaba destinado a ser el último encanto de la vida de ambos.
-Probablemente, va a llover -decía en una noche de septiembre el general, a quien le empezaba una recaída-. No debería yo hoy haber comido tanto de ese arroz... ¡Es pesado!
La generala se extendió en el lecho y respiró con pesadez. Tenía sofoco... Y a ella, como al viejo, le daban punzadas en el estómago.
-Y ahí aún, que se las lleve el diablo, te pican las piernas... -gruñía el viejo-. Desde los talones hasta las rodillas tienes cierta comezón... Dolor y comezón... ¡Es intolerable, que se la llevara el diablo! Por lo demás, yo no te dejo dormir... Perdona...
Pasó más de una hora en silencio... Anna Mijáilovna poco a poco se habituó a la pesadez del estómago y se olvidó. El viejo se sentó en el lecho, puso la cabeza en la rodilla y estuvo sentado largo tiempo en esa posición. Después empezó a rascarse la pantorrilla. Mientras más aplicado laboraban sus uñas, más maligna se hacía la comezón.
Un poco después el viejo desdichado se apeó del lecho y cojeó por la habitación. Echó una mirada por la ventana... Allí tras la ventana, a la vívida luz de la luna, el frío otoñal constreñía gradualmente a la naturaleza moribunda. Se veía como una neblina grisácea, fría recubría la hierba marchita, y cómo el bosque gélido no dormía y se estremecía con los residuos del follaje amarillento.
El general se sentó en el suelo, se abrazó las rodillas y puso la cabeza en éstas.
-¡Aniúta! -llamó.
La vieja sensible se revolvió y abrió los ojos.
-Yo mira qué pienso, Aniúta -empezó el viejo-. ¿Tú no duermes? Yo pienso, que el contenido más natural de la vejez, deben ser los hijos... ¿Cómo para ti? Pero una vez no hay hijos, la persona debe ocuparse de alguna otra cosa... Está bien en la vejez ser un escritor... un pintor, un científico... Dicen que Gladstone7, cuando no tiene nada que hacer, estudia a los clásicos antiguos, y se aficiona. Si lo expulsan del servicio, pues va a tener con qué llenar la vida. Está bien asimismo darse al misticismo, o... o...
El viejo se rascó las piernas y continuó:
-O sucede así que los viejos vuelven a la infancia, cuando quieren, ¿sabes?, plantar un árbol, llevar órdenes… dedicarse al espiritismo...
Se oyó el ligero ronquido de la vieja. El general se levantó y miró por la ventana de nuevo. El frío lúgubre suplicaba entrar a la habitación, y la neblina se arrastraba ya hacia el bosque y envolvía sus troncos.
“¿Hasta la primavera cuántos meses son aún? -pensaba el viejo, cayendo su frente contra el cristal frío-. Octubre... noviembre... diciembre... ¡Seis meses!”
Y esos seis meses le parecieron por algo infinitamente largos, largos como su vejez. Él cojeó por la habitación y se sentó en la cama.
-¡Aniúta! -llamó.
-¿Bueno?
-¿Tú tienes el botiquín cerrado?
-No, ¿y qué?
-Nada... Quiero untarme yodo en las piernas.
Sobrevino un silencio de nuevo.
-¡Aniúta! -despertó el viejo a su mujer.
-¿Qué?
-¿Los frasquitos tienen etiquetas?
-Tienen, tienen.
El general encendió una vela con lentitud y salió.
Largo tiempo oyó la soñolienta Anna Mijáilovna el patulleo de los pies descalzos y el tintineo de los frasquitos. Finalmente él regresó, graznó y se acostó.
Por la mañana no se despertó. Simplemente se murió acaso, o por que fue al botiquín, Anna Mijáilovna no lo sabía. Y además ella no estaba para eso, de buscar la causa de esa muerte...
Ella de nuevo se apresuró con desorden, espasmos. Empezaron las donaciones, el ayuno, los votos, las colectas para la peregrinación...
-¡Al monasterio! -susurraba, apretándose por miedo a la vieja doncella-. ¡Al monasterio!
Se apresuró con desorden. Ante todo envió a Athos2 mil rublos, y donó a la iglesia del cementerio la mitad de la plata hogareña. Un poco después dejó de fumar e hizo el voto de no comer carne. Pero con todo eso no se alivió en absoluto, sino al contrario, la sensación de vejez y la cercanía de la muerte se le hicieron más agudas y expresivas. Entonces Anna Mijáilovna vendió por una bagatela su casa citadina, y sin ningún objetivo definido se apuró a su hacienda.
Una vez que en la conciencia de una persona, en cualquier forma que fuera, se elevaba una demanda sobre los objetivos de la existencia, y aparecía la viva necesidad de asomarse al otro lado de la tumba, ahí ya no satisfacían ni la donación, ni el ayuno, ni el divagar de un lugar a otro. Pero, por suerte para Anna Mijáilovna, al momento de su llegada a Zhénino el destino la condujo a un hecho, que la obligó a olvidar por largo tiempo la vejez y la cercanía de la muerte. Sucedió que el día de su llegada, el cocinero Martín se derramó agua hirviendo en ambas piernas. Corrieron por el doctor del ziémstvo3, pero no lo hallaron en casa. Entonces Anna Mijáilovna, aprensiva y sensible, lavó las heridas de Martín con sus propias manos, les untó spusk4 y le puso vendajes a ambas piernas. Toda la noche estuvo sentada junto al lecho del cocinero. Cuando, gracias a sus empeños, Martín dejó de gemir y se durmió, su alma, como ella relató después, fue “cubierta” por algo. De pronto le pareció que ante ella, como en la palma de su mano, se había abierto el objetivo de su vida... Pálida, con los ojos húmedos, con beatitud, besó en la frente al dormido Martín y empezó a rezar.
Después de eso Liébedieva se dedicó a la curación. En sus días de vida pecadora, desaseada, que ahora recordaba no de otro modo que con repulsión, a ella, sin nada que hacer, le había tocado curarse mucho. Además, entre el número de sus amantes había doctores, de quienes había aprendido algo. Lo uno y lo otro le venía ahora como no se podía a propósito. Se había suscrito a un botiquín, a unos cuantos libros, al periódico El médico5 y procedió a la curación con valentía. Al principio se curaban con ella solamente los habitantes de Zhénino, pero después empezó a concurrir el público de todos los pueblos de alrededor.
-¡Imagínese, mi querida -se jactaba a la papisa unos tres meses después de su llegada-, ayer tuve dieciséis enfermos, y hoy así todo unos veinte! Me fatigué tanto con ellos, que apenas me paro sobre los pies. ¡Todo el opio se me fue, imagínese! ¡En Gúrin hay una epidemia de disentería!
Cada mañana al despertar recordaba que la esperaban los enfermos, y su corazón se bañaba de un frescor agradable. Tras vestirse y atiborrarse de té con prontitud, empezaba la consulta. El proceder de la consulta le brindaba un placer indecible. Al principio con lentitud, como deseando alargar el placer, apuntaba a los enfermos en un cuaderno, después llamaba a cada uno por turno. Mientras más penoso era el sufrir del enfermo, mientras más sucia y repulsiva su dolencia, más dulce le parecía la labor. Nada le brindaba tal gusto, como la idea de que luchaba con su aprensión y no se apiadaba de sí, y se empeñaba a propósito en hurgar más tiempo en las heridas purulentas. Había minutos en que, como embebida en la deformidad y fetidez de las heridas, caía en cierto cinismo extasiado, cuando le aparecía el deseo irresistible de violar su naturaleza, y en esos minutos le parecía que estaba a la altura de su vocación. Adoraba a sus pacientes. Su sensación le sugería que eran sus salvadores, y de forma juiciosa quería ver en éstos no personalidades separadas, no mujíks, sino algo abstracto: ¡el pueblo! Por eso era con éstos inusualmente suave, tímida, se sonrojaba delante de éstos por sus errores, y en las consultas siempre tenía un aspecto culpable...
Después de cada consulta, que le quitaba más de medio día, ella, fatigada, rojiza por la intensidad y enferma, se apuraba a dedicarse a la lectura. Leía libros médicos o esos de autores rusos, que más convenían a su estado de ánimo.
Viviendo una nueva vida Anna Mijáilovna se sentía fresca, satisfecha y casi dichosa. Una mayor plenitud de vida ella no quería. Y ahí aún como culminación de la dicha, como en lugar del postre, las circunstancias se conformaron así que se reconcilió con su marido, ante quien se sentía profundamente culpable. Unos 17 años atrás, poco después del nacimiento de su hija, había engañado a su marido Arkádii Petróvich y debió separarse de él. Desde entonces no lo veía. Éste servía en algún lugar del sur en la artillería, como comandante de batería y raramente, unas dos veces al año, enviaba cartas a su hija, que ésta escondía de su madre con empeño. Después de la muerte de su hija, Anna Mijáilovna recibió de repente una carta grande de él. Con una letra anciana, debilitada le escribía que con la muerte de su única hija, había perdido lo último que lo apegaba a la vida, que estaba viejo, enfermo y ansiaba la muerte, que al mismo tiempo temía. Se quejaba de que todo le cansaba y repugnaba, que había dejado de llevarse con las personas y esperaba impaciente ese tiempo, cuando entregaría la batería y se iría lejos de las disputas. En conclusión le pedía por Dios a su mujer que rezara por él, se cuidara y no se entregara al abatimiento. Los viejos entablaron una correspondencia aplicada. En cuanto se podía entender por las cartas siguientes, que eran todas igualmente lacrimosas y sombrías, al coronel le resultaba espantoso no sólo por las enfermedades y la privación de su hija: había contraído deudas, peleado con la jefatura y la oficialidad, descuidado su batería hasta la imposibilidad de entregarla, y demás. La correspondencia entre los esposos continuó cerca de dos años, y terminó con que el viejo presentó la dimisión y vino a vivir a Zhénino.
Llegó un mediodía de febrero, cuando los edificios de Zhénino se escondían tras altos montones de nieve, y en el aire diáfano, celeste junto con la helada robusta, crujiente había un silencio de muerte.
Mirando por la ventana cómo se apeaba del trineo, Anna Mijáilovna no reconoció en él a su marido. Era un viejecito pequeño, jorobado, ya decrépito y desvencijado por completo. A Anna Mijáilovna ante todo le saltaron a los ojos los pliegues ancianos de su cuello largo, y las piernas delgadas con las rodillas tensamente dobladas, parecidas a unas piernas artificiales. Al pagarle al cochero le demostró algo a éste largo tiempo, y en conclusión escupió enojado.
-¡Hasta hablar con usted es repugnante! -oyó Anna Mijáilovna el gruñido anciano-. ¡Entiende, que pedir para el té es inmoral! ¡Cada uno debe recibir sólo, por lo que laboró, sí!
Cuando él entró al vestíbulo Anna Mijáilovna vio un rostro amarillento, no sonrosado incluso por la helada, con unos ojos saltones de cangrejo y una barbita escasa, en la que los pelos canosos se mezclaban con los rojizos. Arkádii Petróvich abrazó a su mujer con un brazo y la besó en la frente. Mirándose el uno al otro, los viejos como que se asustaron de algo y se confundieron terriblemente, como si les diera vergüenza su vejez.
-¡Tú justo a tiempo! -se apuró a decir Anna Mijáilovna-. ¡Recién en este minuto pusieron la mesa! ¡Vas a comer excelente después del camino!
Se sentaron a almorzar. El primer plato se lo comieron callados. Arkádii Petróvich se sacó del bolsillo una billetera gruesa y examinó ciertos apuntes, y su mujer preparó la ensalada con empeño. Ambos sobre las espaldas tenían montones de material para la conversación, pero ni el uno ni la otra tocaron esos montones. Ambos sentían que el recuerdo de la hija les causaría un dolor agudo y lágrimas, y del pasado, como de un barril de vinagre profundo, emanaba sequedad y tiniebla...
-¡Ah, tú no comes carne! -observó Arkádii Petróvich.
-Sí, yo hice el voto de no comer nada con carne... -respondió la mujer quedo.
-¿Qué pues? Eso no perjudica la salud... Si analizarlo por lo químico, pues el pescado y todo lo de vigilia en general, se compone de los mismos elementos que la carne. En esencia, no hay nada de vigilia... (“¿Para qué yo digo esto?” -pensó el viejo.) Este pepino, por ejemplo, es tan de carne y de leche como el pollo...
-No... Cuando yo me como un pepino, pues sé que a él no le quitaron la vida, no derramaron sangre...
-Eso, mi querida, es un engaño óptico. Con el pepino tú comes muchos infusorios, ¿y acaso el mismo pepino no vivía? ¡Las plantas pues también son organismos! ¿Y el pescado?
“¿Para qué yo digo esta tontería?” -pensó otra vez Arkádii Petróvich, y al momento empezó a relatar con rapidez sobre los éxitos, que tenía ahora la química.
-¡Simplemente milagros! -decía, masticando el pan con trabajo-. ¡Pronto van a preparar leche con la química, y es posible lleguen a la carne! ¡Sí! ¡Dentro de mil años en cada casa, en lugar de cocina, va a haber un laboratorio químico, donde, de unos gases que no valgan nada y por el estilo, van a preparar todo lo que quieras!
Anna Mijáilovna miraba sus ojos de cangrejo corriendo inquietos y escuchaba. Sentía que el viejo hablaba de la química sólo, para no hablar de alguna otra cosa pero, por lo menos, su teoría sobre la vigilia y la carne y la leche la ocupaba.
-¿Tú saliste en la dimisión como general? -preguntó, cuando él de pronto se calló y empezó a sonarse la nariz.
-Sí, como general... Su excelencia...
El general habló todo el almuerzo sin callarse, y manifestó de esa manera un parloteo excesivo, una propiedad que en los tiempos de antaño, en la juventud, Anna Mijáilovna no le conocía. Por su parloteo a la vieja le dolió la cabeza.
Después del almuerzo se dirigió a su habitación para descansar, pero a pesar de la fatiga no consiguió dormirse. Cuando la vieja entró a donde él antes del té vespertino, yacía contraído bajo la cobija, miraba al techo con ojos desencajados y soltaba suspiros discontinuos.
-¿Qué te pasa, Arkádii? -se horrorizó Anna Mijáilovna, mirando su rostro grisáceo y alargado.
-Na... nada... -profirió él-. El reumatismo.
-¿Por qué pues no lo dices? ¡Puede ser, yo te puedo ayudar!
-No se puede ayudar...
-Si es reumatismo, pues untar yodo... soda salicílica adentro...
-Una tontería todo eso... Ocho años me curé... ¡No golpees así con los pies! -gritó de pronto el general a la vieja doncella, mirándola con ojos desencajados de modo rabioso-. ¡Golpea como una yegua!
Anna Mijáilovna y la doncella, mucho tiempo ya deshabituadas a ese tono, se miraron y sonrojaron. Observado su turbación, el general se enfurruñó y se volteó hacia la pared.
-Yo debo advertirte, Aniúta... -gimió-. ¡Yo tengo un carácter insoportable! En la vejez me hice un gruñón…
-Hace falta dominarse... -suspiró Anna Mijáilovna.
-¡Es fácil decirlo: hace falta! ¡Hace falta que no esté el dolor, y pues no obedece la naturaleza a nuestro “hace falta”! ¡Oh! Y tú, Aniúta, sal... En el momento del dolor la presencia de personas me irrita... Me es penoso hablar...
Pasaron los días, las semanas, los meses, y Arkádii Petróvich poco a poco se asimiló al nuevo lugar: se habituó y se habituaron a él. En las primeras instancias vivía en la casa sin salida, pero la vejez y la pesadez de su carácter insoportable se sentían en todo Zhénino. Comúnmente se despertaba muy temprano, hacia las cuatro de la mañana, su día empezaba con una tos anciana penetrante, que despertaba a Anna Mijáilovna y a todos los sirvientes. Para matar con algo el largo tiempo desde la mañana temprana hasta el almuerzo, si el reumatismo no constreñía sus piernas, deambulaba por todas las habitaciones y reparaba en los desórdenes, que veía por todas partes. Lo irritaba todo: la pereza de los sirvientes, los pasos ruidosos, el canto de los gallos, el humo de la cocina, el tañido de la iglesia... Gruñía, maldecía, acosaba a los sirvientes pero, después de cada palabra de maldición, se agarraba la cabeza y decía con voz llorosa:
-¡Dios, qué carácter tengo! ¡Un carácter intolerable!
Y en el almuerzo comía mucho y parloteaba sin callarse. Hablaba del socialismo, las nuevas reformas militares, la higiene, y Anna Mijáilovna lo escuchaba y sentía, que todo eso se hablaba sólo para no hablar de la hija y del pasado. A ambos en presencia el uno del otro aún les era embarazoso, y como que les daba vergüenza por algo. Sólo en los atardeceres, cuando en las habitaciones estaba el crepúsculo, y el grillo cantaba abatido tras la estufa, ese embarazo desaparecía. Se sentaban juntos, callaban, y en ese tiempo sus almas como que susurraban eso, que ambos no se decidían a expresar en voz alta. En ese tiempo, animándose el uno al otro con los residuos de la calidez vital, entendían a la perfección en qué pensaba cada uno. Pero la doncella traía la lámpara, y el viejo de nuevo se disponía a parlotear o gruñir por los desórdenes. Asunto él no tenía ninguno. Anna Mijáilovna quería arrastrarlo a su medicina, pero en la misma primera consulta él bostezó y se fastidió. Apegarlo a la lectura tampoco lo consiguió. Leer largo tiempo, por horas, habituado en el servicio a la lectura por ratos, él no sabía. Le era suficiente leer 5-6 páginas, para que se fatigara y se quitara los lentes.
Pero sobrevino la primavera, y el general cambió bruscamente su modo de vida. Cuando desde la hacienda, hacia el campo verde y el pueblo, corrían los senderos recién formados, y los pájaros se agolpaban en los árboles delante de las ventanas, él de repente para Anna Mijáilovna empezó a ir a la iglesia. Iba a la iglesia no sólo en los festivos, sino también en los días corrientes. Tal aplicación religiosa empezó con el réquiem, que el viejo en secreto de su mujer ofició a su hija. En el tiempo del réquiem se ponía de rodillas, hacía reverencias profundas, lloraba y le parecía que rezaba de modo ardiente. Pero eso no era un rezo. Entregado todo a su sensación paternal, dibujando en su memoria los rasgos de su hija amada, miraba a los íconos y susurraba:
-¡Shúrochka! ¡Mi niña amada! ¡Mi ángel!
Era una recaída de la tristeza anciana, pero el viejo se imaginó que en él se producía una reacción, un viraje. Al otro día le arrastró a la iglesia de nuevo, al tercero también... De la iglesia regresaba fresco, radiante, con una sonrisa en todo el rostro. En el almuerzo el tema de su parloteo incesante eran ya la religión y las cuestiones teológicas. Anna Mijáilovna, entrando a su habitación, lo encontró unas cuantas veces hojeando el Evangelio. Pero, por desgracia, esa afición religiosa continuó no largo tiempo. Después de una fuerte en particular recaída del reumatismo, que continuó una semana entera, ya no fue a la iglesia: como que no recordó que necesitaba ir a misa...
De pronto quiso la sociedad.
-¡No entiendo, cómo eso se puede vivir sin la sociedad! -empezó a gruñir-. ¡Yo debo hacerle visitas a los vecinos! ¡Deja que eso sea tonto, banal, pero mientras viva, yo debo someterme a las condiciones del mundo!
Anna Mijáilovna le propuso los caballos. Él hizo las visitas a los vecinos, pero ya una segunda vez no fue a donde ellos. La necesidad de estar en la sociedad de personas, la satisfacía con que andorreaba por el pueblo y reparaba en los mujíks.
Una vez por la mañana estaba sentado en el comedor, delante de una ventana abierta y tomaba té. Delante de la ventana, en la empalizada junto a unos arbustos de lilas y grosellas, estaban sentados en unos bancos unos mujíks, venidos a donde Anna Mijáilovna a curarse. El viejo largo tiempo entornó los ojos hacia ellos, después gruñó:
-Ces moujiks... Objetos de pesar ciudadano... En vez de curarse las enfermedades, mejor sería que fueran a algún lugar a curarse las vilezas y la ruindades.
Anna Mijáilovna, que adoraba a sus pacientes, dejó de verter el té y le echó una mirada de asombro mudo al viejo. Los pacientes, que no veían en la casa de Liébedieva nada más que caricia y cálido interés, se asombraron también y se levantaron de los asientos.
-Sí, señores mujíks... ces moujiks... -continuó el general-. Me asombran ustedes. ¡Mucho me asombran! Bueno, ¿acaso no son unos cerdos? -se volteó el viejo hacia Anna Mijáilovna-. -¡El ziémstvo del distrito les dio en préstamo para la siembra de avena, y ellos agarraron y se bebieron esa avena! ¡No uno bebió, no dos, sino todos! Los taberneros no tenían donde meter la avena... ¿Está bien eso? -se volteó el general hacia los mujíks-. ¿Ah? ¿Está bien?
-¡Deja, Arkádii! -susurró Anna Mijáilovna.
-¿Ustedes piensan que el ziémstvo, esa avena, la consiguió de gratis? ¿Cuáles pues ciudadanos son ustedes después de eso, si no respetan la propiedad suya, ni la ajena, ni la de la sociedad? La avena pues se la bebieron... el bosque lo talaron y se lo bebieron también… se lo roban todo y toda la... Mi mujer los cura, y ustedes le robaron la cerca... ¿Está bien eso?
-¡Suficiente! -gimió la generala.
-Es hora de poner la mente... -continuó gruñendo Liébediev-. ¡Mirarlos a ustedes da vergüenza! Tú pues, pelirrojo, viniste a curarte, ¿te duele el pie?, y no te ocupaste en casa de lavarte los pies... ¡Un viershók de fango! ¡Esperas, ignorante, que te los laven aquí! Se metieron en la cabeza que ellos son ces moujiks, bueno, y ya se imaginan que pueden montarse a caballo sobre las personas. El pope casó a cierto Fiódor, el carpintero de aquí. El carpintero no le pagó ni un kópek. “¡La pobreza! -dice-. ¡No puedo!” Bueno, está bien. Sólo que el pope le encarga a ese Fiódor un estante para los libros... ¿Qué tú piensas pues? ¡Unas cinco veces fue a donde el pope por el cobro! ¿Ah? Bueno, ¿acaso no es un cerdo? Él mismo no le pagó al pope, y...
-El pope sin eso tiene mucho dinero... -tronó lúgubre uno de los pacientes.
-¿Y tú por qué lo sabes? -estalló el general, levantándose y asomándose por la ventana-. ¿Tú acaso le miraste el bolsillo al pope? ¡Y aunque él fuera hasta millonario, tú no debes valerte de gratis de su trabajo! ¡Tú mismo no das de gratis, así no tomes de gratis! ¡Tú no te puedes imaginar, qué villanías se producen entre ellos! -se volteó el general hacia Anna Mijáilovna-. ¡Si tú estuvieras en sus juicios y en las reuniones! ¡Son unos bandidos!
El general no se calmó incluso cuando empezó la consulta. Reparaba en cada enfermo, lo remedaba, explicaba todas las enfermedades con la borrachera y el libertinaje.
-¡Mira qué flaco! -golpeó a uno en el pecho con el dedo. -¿Y por qué? ¡No hay nada de comer! ¡Se lo bebió todo! ¿Pues tú la avena del ziémstvo, te la bebiste?
-Y qué decir -suspiró el enfermo-, antes con los señores era mejor...
-¡Mientes! ¡Calumnias! -se arrebató el general-. ¡Pues tú dices eso de forma no sincera, para decir una lisonja!
Al otro día el general estaba sentado junto a la ventana de nuevo, y horneaba a los enfermos. Esa ocupación lo aficionaba, y empezó a sentarse junto a la ventana diariamente. Anna Mijáilovna, viendo que su esposo no se calmaba, empezó a recibir a los enfermos en el granero, pero el general consiguió llegar al granero también. La vieja soportó esa “prueba” con humildad, y expresó su protesta solamente con que se sonrojaba, y repartía dinero a los enfermos agraviados, pero cuando los enfermos, que al general no le venían nada por el gusto, empezaron a ir donde ella menos y menos, no lo resistió. Una vez en el almuerzo, cuando el general decía alguna agudeza sobre los enfermos, sus ojos de pronto se llenaron de sangre, y le corrieron espasmos por el rostro.
-Yo te rogaría dejar a mis enfermos en paz… -dijo con severidad-. Si tú sientes la necesidad de descargar tu carácter sobre alguien, pues maldíceme a mí, y a ellos déjalos... Gracias a ti ellos dejaron de venir a curarse.
-¡Ajá, dejaron! -sonrió con malicia el general-. ¡Se ofendieron! Júpiter, estás enojado, entonces, no tienes razón. Jo-jo... Y eso, Aniúta, está bien, que ellos dejaron de venir. Yo me alegro mucho… ¡Pues tu curación no trae nada más que daño! En lugar de curarse en el hospital del ziémstvo con el médico, por las reglas de la ciencia, ellos vienen a ti a curarse todas las enfermedades con soda y aceite de ricino. ¡Un gran daño!
Anna Mijáilovna miró fijamente al viejo, pensó y de pronto palideció.
-¡Por supuesto! -continuó parloteando el general-. En la medicina ante todo se necesita el conocimiento, y después ya la filantropía, sin el conocimiento pues ésta es charlatanería... Y además, por la ley tú no tienes derecho a curar. Para mí, tú traerías bastante más provecho al enfermo, si lo empujaras rudamente al médico, en vez de que tú misma empezaras a curarlo.
El general calló un poco y continuó:
-Si no te gusta mi trato con ellos, pues dígnate, yo dejaré las conversaciones, aunque, por lo demás... si razonar a conciencia, la sinceridad respecto a ellos es bastante mejor que el silencio y la adoración. Alejandro de Macedonia fue un gran hombre, pero romper las sillas no se debe6, así el pueblo ruso es un gran pueblo, pero de eso no sigue que no se pueda decirle la verdad en la cara. No se puede hacer del pueblo un perro faldero. Esos ces moujiks son tales personas como tú y yo, con tales pues defectos, y por eso no es necesario rezarles, mimarlos, sino enseñarles, corregirlos... inculcarles...
-No nosotros debemos enseñarles... -farfulló la generala-. Nosotros de ellos podemos aprender.
-¿Qué?
-Acaso es poco qué... Y siquiera... el amor al trabajo...
-¿El amor al trabajo? ¿Ah? ¿Tú dijiste el amor al trabajo?
El general se atragantó, se levantó de la mesa y caminó por la habitación.
-¿Y yo acaso no trabajé? -estalló-. Por lo demás... yo soy un intelectual, no soy un moujík, ¿donde pues voy a trabajar? ¡Yo… yo soy un intelectual!
El viejo se ofendió no en broma, y su rostro adquirió una expresión infantil-caprichosa.
-Por mis manos pasaron miles de soldados... yo me espiché en la guerra, agarré un reumatismo para toda la vida y... ¡y no trabajé! ¿O dirás que yo, de ese pueblo tuyo, debo aprender a sufrir? Por supuesto, ¿acaso yo sufrí alguna vez? Yo perdí a mi hija carnal... ¡lo que aún me apegaba a la vida en esta maldita vejez! ¡Y yo no sufrí!
Ante el repentino recuerdo de la hija los viejos, de pronto, rompieron a llorar y empezaron a enjugarse con las servilletas.
-¡Y nosotros no sufrimos! -sollozó el general, dando rienda suelta a las lágrimas-. Ellos tienen un objetivo de vida... la fe, y nosotros sólo tenemos preguntas... ¡preguntas y horror! ¡Nosotros no sufrimos!
Ambos viejos sintieron lástima el uno por el otro. Se sentaron juntos, se apretaron el uno al otro y lloraron juntos dos horas. Después de eso se miraron a los ojos el uno al otro ya con valentía, y hablaron con valentía de la hija, del pasado y del amenazante futuro.
Al atardecer se acostaron a dormir en una habitación. El viejo hablaba sin callarse y no dejaba dormir a su mujer.
-¡Dios, qué carácter tengo! -decía-. Bueno, ¿para qué te dije todo eso? Pues eso eran ilusiones, y la persona, en particular en la vejez, es natural que viva de ilusiones. Con mi parloteo te quité el último consuelo. ¡Sabrías tú hasta la muerte curar a los mujíks, y no comer carne, pero no pues, me tiró el diablo de la lengua! Sin ilusiones no se puede... Sucede, que Estados enteros viven de ilusiones... Los escritores célebres para algo, al parecer, son inteligentes, pero y así no pueden sin ilusiones. ¡He ahí tu favorito escribió siete tomos sobre “el pueblo”!
Una hora después el general se revolvía y decía:
-¿Y por qué eso, precisamente en la vejez, la persona vigila sus sensaciones y critica sus acciones? ¿Por qué en la juventud no se dedica a eso? La vejez sin eso es intolerable... Sí... En la juventud toda la vida pasa sin dejar huella, apenas agarrando la conciencia, pero en la vejez cada mínima sensación se te mete como un clavo en la cabeza, y despierta un montón de preguntas...
Los viejos se durmieron tarde, pero se levantaron temprano. En general, después que Anna Mijáilovna dejara la curación, dormían poco y mal, por lo que la vida les parecía el doble de larga... Las noches las acortaban con conversaciones, y por el día merodeaban sin asunto por las habitaciones o el jardín, y se miraban a los ojos el uno al otro de modo inquisitivo.
Hacia el final del verano el destino envió a los viejos aún una “ilusión”. Anna Mijáilovna, entrando una vez a donde su marido, lo encontró en una ocupación interesante: estaba sentado a la mesa y comía con codicia rábano rallado con aceite de cáñamo. Por el rostro le andaban y temblaban todas las venitas, y alrededor de las esquinas de la boca resonaba la salivación.
-¡Come pues, Aniúta! -propuso-. ¡Está magnífico!
Anna Mijáilovna probó el rábano de forma indecisa, y empezó a comer. Pronto apareció también en su rostro una expresión de codicia...
-Sería bueno, ¿sabes?, este... -decía el general ese mismo día, acostándose a dormir-. Sería bueno, como hacen los judíos, cortarle la panza a un lucio, sacarle el caviar y, ¿sabes?, con cebolla verde... fresca...
-¿Y qué pues? ¡El lucio no es difícil de pescar!
El general desvestido se dirigió descalzo a la cocina, despertó al cocinero y le encargó pescar un lucio. Por la mañana Anna Mijáilovna de pronto quiso lomo de pescado, y Martín debió cabalgar a la ciudad por el lomo de pescado.
-¡Ah -se asustó la vieja-, me olvidé de decirle que comprara de paso unos melindres de menta! Yo quería algo dulce.
Los viejos se entregaron a las sensaciones del gusto. Ambos se sentaban sin salida en la cocina, e inventaban comidas a porfía. El general tensaba su cerebro, recordaba la vida de soltero del campamento, cuando a él mismo le tocaba dedicarse a la culinaria e inventaba... Entre el número de comidas inventadas por ellos, a ambos les gustaba en particular una preparada con arroz, queso rallado, huevos y jugo de carne refrita. En esa comida entraba mucha pimienta y hoja de laurel.
Con el plato picante terminó la última “ilusión”. Éste estaba destinado a ser el último encanto de la vida de ambos.
-Probablemente, va a llover -decía en una noche de septiembre el general, a quien le empezaba una recaída-. No debería yo hoy haber comido tanto de ese arroz... ¡Es pesado!
La generala se extendió en el lecho y respiró con pesadez. Tenía sofoco... Y a ella, como al viejo, le daban punzadas en el estómago.
-Y ahí aún, que se las lleve el diablo, te pican las piernas... -gruñía el viejo-. Desde los talones hasta las rodillas tienes cierta comezón... Dolor y comezón... ¡Es intolerable, que se la llevara el diablo! Por lo demás, yo no te dejo dormir... Perdona...
Pasó más de una hora en silencio... Anna Mijáilovna poco a poco se habituó a la pesadez del estómago y se olvidó. El viejo se sentó en el lecho, puso la cabeza en la rodilla y estuvo sentado largo tiempo en esa posición. Después empezó a rascarse la pantorrilla. Mientras más aplicado laboraban sus uñas, más maligna se hacía la comezón.
Un poco después el viejo desdichado se apeó del lecho y cojeó por la habitación. Echó una mirada por la ventana... Allí tras la ventana, a la vívida luz de la luna, el frío otoñal constreñía gradualmente a la naturaleza moribunda. Se veía como una neblina grisácea, fría recubría la hierba marchita, y cómo el bosque gélido no dormía y se estremecía con los residuos del follaje amarillento.
El general se sentó en el suelo, se abrazó las rodillas y puso la cabeza en éstas.
-¡Aniúta! -llamó.
La vieja sensible se revolvió y abrió los ojos.
-Yo mira qué pienso, Aniúta -empezó el viejo-. ¿Tú no duermes? Yo pienso, que el contenido más natural de la vejez, deben ser los hijos... ¿Cómo para ti? Pero una vez no hay hijos, la persona debe ocuparse de alguna otra cosa... Está bien en la vejez ser un escritor... un pintor, un científico... Dicen que Gladstone7, cuando no tiene nada que hacer, estudia a los clásicos antiguos, y se aficiona. Si lo expulsan del servicio, pues va a tener con qué llenar la vida. Está bien asimismo darse al misticismo, o... o...
El viejo se rascó las piernas y continuó:
-O sucede así que los viejos vuelven a la infancia, cuando quieren, ¿sabes?, plantar un árbol, llevar órdenes… dedicarse al espiritismo...
Se oyó el ligero ronquido de la vieja. El general se levantó y miró por la ventana de nuevo. El frío lúgubre suplicaba entrar a la habitación, y la neblina se arrastraba ya hacia el bosque y envolvía sus troncos.
“¿Hasta la primavera cuántos meses son aún? -pensaba el viejo, cayendo su frente contra el cristal frío-. Octubre... noviembre... diciembre... ¡Seis meses!”
Y esos seis meses le parecieron por algo infinitamente largos, largos como su vejez. Él cojeó por la habitación y se sentó en la cama.
-¡Aniúta! -llamó.
-¿Bueno?
-¿Tú tienes el botiquín cerrado?
-No, ¿y qué?
-Nada... Quiero untarme yodo en las piernas.
Sobrevino un silencio de nuevo.
-¡Aniúta! -despertó el viejo a su mujer.
-¿Qué?
-¿Los frasquitos tienen etiquetas?
-Tienen, tienen.
El general encendió una vela con lentitud y salió.
Largo tiempo oyó la soñolienta Anna Mijáilovna el patulleo de los pies descalzos y el tintineo de los frasquitos. Finalmente él regresó, graznó y se acostó.
Por la mañana no se despertó. Simplemente se murió acaso, o por que fue al botiquín, Anna Mijáilovna no lo sabía. Y además ella no estaba para eso, de buscar la causa de esa muerte...
Ella de nuevo se apresuró con desorden, espasmos. Empezaron las donaciones, el ayuno, los votos, las colectas para la peregrinación...
-¡Al monasterio! -susurraba, apretándose por miedo a la vieja doncella-. ¡Al monasterio!
1Al publicarse el relato, el crítico Víctor Bilíbin escribe a Chejov el 11 de junio de 1886: “El tedio de la vida es una cosa hermosa. Yo pienso que tras leerla los viejos no se van a reponer. La impresión es muy fuerte” (GBL).
2Monte Athos, área montañosa de Macedonia central, al norte de Grecia, hogar de numerosos monasterios ortodoxos, que conforman un territorio autónomo bajo soberanía griega.
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2Monte Athos, área montañosa de Macedonia central, al norte de Grecia, hogar de numerosos monasterios ortodoxos, que conforman un territorio autónomo bajo soberanía griega.
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4Spusk, tipo de ungüento preparado con cera y aceite.
5El médico, periódico médico semanal, publicado en San Petersburgo desde 1880 bajo edición de K.L. Rikker.
6Cita incorrecta de El inspector, pieza de Nikolai Gógol (act. I, esc. 1).
7William Gladstone, político liberal británico, primer ministro del Reino Unido en varias ocasiones, autor entre otros de Studies on Homer and the Homeric age.
5El médico, periódico médico semanal, publicado en San Petersburgo desde 1880 bajo edición de K.L. Rikker.
6Cita incorrecta de El inspector, pieza de Nikolai Gógol (act. I, esc. 1).
7William Gladstone, político liberal británico, primer ministro del Reino Unido en varias ocasiones, autor entre otros de Studies on Homer and the Homeric age.
Título original: Skuka zhizni, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1886, Nº 3682, con la firma: "An. Chejov".
Imagen: Louis Charles Moeller, Darby and Joan, Old Heads, Young Hearts, XIX.