martes, 2 de octubre de 2012

El doctor


En la sala había silencio, tanto silencio que se oía con distinción cómo golpeaba por el techo un tábano, que había entrado volando desde el patio. La dueña de la casa de campo, Olga Ivánovna, estaba parada junto a la ventana, miraba al cantero florido y pensaba. El doctor Svietkóv, su médico de familia y antiguo conocido, invitado para tratar a Mísha, estaba sentado en la butaca, meneaba su sombrero, que sostenía en ambas manos, y pensaba también. Excepto ellos, en la sala y las habitaciones contiguas no había ni un alma. El sol ya se había puesto y en las esquinas, debajo de los muebles y en las cornisas empezaban a acostarse las sombras vespertinas.
El silencio fue interrumpido por Olga Ivánovna.
-Una desgracia más horrible no se puede concebir -dijo, sin voltearse de la ventana-. ¿Usted sabe?, sin ese chico la vida no tiene ningún valor para mí.
-Sí, yo sé eso -dijo el doctor.
-¡Ningún valor! -repitió Olga Ivánovna, y su voz tembló-. Él es todo para mí. Él es mi alegría, mi felicidad, mi riqueza, y, si como usted dice, yo dejo de ser madre, si él... se muere, pues de mí quedará sólo una sombra. Yo no voy a sobrevivir.
Torciéndose las manos, Olga Ivánovna se paseó de una ventana a la otra, y continuó:
-Cuando él nació yo quería enviarlo a la casa de educación, usted recuerda eso, pero Dios mío, ¿acaso se puede comparar entonces y ahora? Entonces yo era trivial, estúpida, voluble, pero ahora soy una madre... ¿entiende? Yo soy una madre y no quiero saber nada más. Entre el ahora y el pasado hay todo un abismo.
Sobrevino un silencio de nuevo. El doctor se resentó de la butaca al diván y, jugando con el sombrero impaciente, dirigió una mirada a Olga Ivánovna. Por su rostro se veía que quería hablar, y esperaba un minuto cómodo para eso.
-Usted calla, pero yo de todas formas no pierdo la esperanza- dijo la dueña, volteándose-. ¿Por qué pues calla?
-Yo me alegraría de una esperanza no menos que usted, Olga, pero no la hay- respondió Svietkóv-. Es necesario mirar al monstruo directo a los ojos. El chico tiene tuberculosis de cerebro, y es necesario intentar prepararse para su muerte, ya que de esa enfermedad nunca se recuperan.
-Nikolai, ¿usted está seguro de que no se equivoca?
-Tales preguntas no conducen a nada. Yo estoy dispuesto a responder cuanto le plazca, pero por eso no vamos a sentir alivio.
Olga Ivánovna cayó de rostro hacia la cortina de la ventana, y rompió a llorar con amargura. El doctor se levantó y se paseó varias veces por la sala, luego se acercó a la llorosa y rozó su mano levemente. A juzgar por su movimiento indeciso, por la expresión de su rostro sombrío, que estaba oscuro por el crepúsculo vespertino, quería decir algo.
-Escuche Olga -empezó-. Concédame un minuto de atención. Yo necesito preguntarle sobre algo. Por lo demás, usted ahora no está para mí. Yo después… luego…
Se sentó de nuevo y se quedó pensativo. El llanto amargo, suplicante, parecido al llanto de una muchacha, continuó. Sin esperar su final, Svietkóv suspiró y salió de la sala. Se dirigió al cuartito infantil de Misha. El chico como antes yacía de espalda y miraba inmóvil a un punto, como prestando oídos. El doctor se sentó en su cama y le tomó el pulso.
-Misha, ¿te duele la cabeza? -preguntó.
Misha respondió no enseguida:
-Sí. Yo sueño con todo.
-¿Con qué pues tú sueñas?
-Con todo...
El doctor, que no sabía hablar con las mujeres llorosas ni con los niños, lo acarició por la cabeza caliente y farfulló:
-No importa, pobre chico, no importa... En este mundo no se puede vivir sin enfermedades... Misha, ¿quién soy yo? ¿Tú me reconoces?
Misha no respondía.
-¿Te duele mucho la cabeza?
-Mu... mucho. Yo sueño con todo.
Examinado a éste y hecho algunas preguntas a la doncella, que cuidaba al enfermo, el doctor regresó sin prisa a la sala. Allí ya estaba oscuro y Olga Ivánovna, parada junto a la ventana, parecía una silueta.
-¿Prender el fuego? -preguntó Svietkóv.
No siguió una respuesta. El tábano continuó volando y golpeando por el techo. Desde el patio no llegaba ni un sonido, como si todo el mundo pensara al unísono con el doctor, y no se decidiera a hablar. Olga Ivánovna ya no lloraba, sino como antes, en un profundo silencio, miraba el cantero florido. Cuando Svietkóv se acercó a ella y, a través del crepúsculo, echó una mirada a su rostro pálido, fatigado por la pena, ella tenía una expresión que a él le había tocado ver antes, durante los accesos de la migraña fortísima, aturdidora.
-¡Nikolai Trofímich! -llamó-. Escuche, ¿y si llamar al concilio?
-Está bien, yo lo invitaré mañana.
Por el tono del doctor se podía juzgar fácilmente, que creía poco a favor del concilio. Olga Ivánovna quería preguntar algo aún, pero los sollozos se lo impidieron. De nuevo cayó de rostro hacia la cortina. En ese momento, desde el patio llegaron con nitidez los sonidos de una orquesta, que tocaba en el círculo campestre. Se oían no sólo las trompetas, sino incluso los violines y las flautas.
-¿Si él sufre, pues por qué calla? -preguntó Olga Ivánovna-. En todo el día ni un sonido. Él nunca se queja ni llora. Yo sé, Dios nos quita a ese pobre chico, por que nosotros no supimos valorarlo. ¡Qué tesoro!
La orquesta terminó la marcha y pasado un minuto, para el inicio del baile, rompió a tocar un vals jubiloso.
-Señor, ¿pero es posible que no se pueda ayudar con nada? -gimió Olga Ivánovna-. ¡Nikolai! ¡Tú eres un doctor y debes saber qué hacer! ¡Entienda, que yo no soportaré esta pérdida! ¡Yo no voy a sobrevivir!
El doctor, que no sabía hablar con las mujeres llorosas, suspiró y caminó en silencio por la sala. Pasó una serie de pausas fatigosas, interrumpidas por el llanto y unas preguntas que no conducían a nada. La orquesta ya había alcanzado a tocar una cuadrilla, una pólka y aún una cuadrilla. Se hizo oscuro por completo. En la sala contigua la doncella encendió la lámpara, y el doctor todo el tiempo no soltaba de las manos el sombrero y se disponía a decir algo. Olga Ivánovna fue varias veces a donde su hijo, se sentó cerca de él una media hora y regresó a la sala, a cada rato se ponía a llorar y murmurar. El tiempo se extendía de modo torturante, y la noche, al parecer, no tenía fin.
A medianoche, cuando la orquesta tocó un cotillón y se calló, el doctor se dispuso a irse.
-Yo vendré mañana -dijo, estrechando la mano fría de la dueña-. Usted acuéstese a dormir.
Tras ponerse el paletó en el vestíbulo y tomar el bastón en la mano, estuvo parado, pensó y regresó a la sala.
-Yo, Olga, vendré mañana- repitió con voz trémula-. ¿Oye?
Ella no respondía y, al parecer, había perdido la capacidad de hablar por la pena. Con el paletó y no soltando de las manos el bastón, Svietkóv se sentó junto a ella y rompió a hablar en un semi-susurro suave, tierno, que no le iba por completo a su figura sólida, pesada:
-¡Olga! En nombre de su pena, que yo comparto... Ahora, cuando la mentira es criminal, yo le suplico decirme la verdad. Usted siempre me aseguró, que ese chico era mi hijo. ¿Es verdad acaso eso?
Olga Ivánovna callaba.
-Usted fue el único apego de mi vida -continuó Svietkóv-, y no se puede imaginar, cuán profundo se insultó mi sentimiento con la mentira... Bueno, le ruego, Olga, siquiera una vez en la vida decirme la verdad... En estos minutos no es posible mentir... Dígame, que Misha no es mi hijo... Yo espero.
-Él es suyo.
El rostro de Olga Ivánovna no era visible, pero en su voz a Svietkóv le pareció oír un titubeo. Él suspiró y se levantó.
-Hasta en tales minutos usted se decide a decir una mentira -dijo con su voz ordinaria-. ¡Usted no tiene nada sagrado! Escúcheme, entiéndame… En mi vida usted fue el único apego. Sí, usted era viciosa, trivial, pero excepto usted yo no amé a nadie en la vida. Ese amor pequeño ahora, cuando yo me hago viejo, constituye la única mancha luminosa en mis recuerdos. ¿Por qué pues usted la oscurece con una mentira? ¿Para qué?
-Yo a usted no lo entiendo.
-¡Ah, Dios mío! -gritó Svietkóv-. ¡Usted miente, entiende a la perfección! -gritó aún más alto y caminó por la sala, agitando su bastón enojado-. ¿O usted lo olvidó? ¡Así pues yo le recordaré! ¡Los derechos paternos sobre ese chico, lo comparten conmigo en igual grado Petróv y el abogado Kuróvskii, que así mismo, como yo, hasta ahora le dan dinero a usted para la educación de su hijo! ¡Sí! ¡Todo eso me es sabido a la perfección! ¡Yo perdono la mentira pasada, vaya con Dios, pero ahora cuando usted envejeció, en estos minutos, cuando un chico se muere, su mentir me asfixia! ¡Cómo yo lamento que no sé hablar! ¡Cómo lo lamento!
Svietkóv se desabrochó el paletó y, continuando caminando, dijo:
-¡Mujer de basura! ¡En ella no influyen hasta tales minutos! ¡Ella ahora miente con tal libertad, como nueve años atrás en el restaurante Hermitage! ¡Ella teme que si me descubre la verdad, pues yo dejaré de darle dinero! ¡Ella piensa que si no mintiera, pues yo no amaría a ese chico! ¡Usted miente! ¡Eso es bajo!
Svietkóv golpeó el suelo con el bastón y gritó:
-¡Esto es asqueroso! ¡Criatura quebrada, retorcida! ¡A usted hay que despreciarla, y yo debo avergonzarme de mi sentimiento! ¡Sí! Su mentira de todos los nueve años la tengo atravesada en la garganta, yo la aguanté, ¡pero ahora es suficiente! ¡Es suficiente!
Desde la esquina oscura, donde estaba sentada Olga Ivánovna, se oyó un llanto... Svietkóv calló y graznó. Sobrevino un silencio. El doctor se abrochó el paletó con lentitud, y empezó a buscar el sombrero que dejara caer caminando.
-Yo me saqué de quicio –farfulló, inclinándose bajo hacia el suelo-. No tuve en cuenta por completo, que usted ahora no está para mí... Dios sabe qué dije. Usted, Olga, no preste atención.
Él encontró el sombrero y se dirigió a la esquina oscura.
-Yo la insulté -dijo en un semi-susurro suave, tierno-. Pero le suplico otra vez, Olga. Dígame la verdad. Entre nosotros no debe haber la mentira... Yo hablé de más, y usted ahora sabe que Petróv y Kuróvskii no constituyen un secreto para mí. Por lo tanto, ahora le es fácil decir la verdad.
Olga Ivánovna pensó y, titubeando visiblemente, dijo:
-Nikolai, yo no miento. Misha es suyo.
-Dios mío -gimió Svietkóv-, así pues yo le diré más aún: yo tengo guardada su carta a Petróv, ¡donde usted lo llama padre de Misha! ¡Olga, yo sé la verdad, pero quisiera oírla de usted! ¿Oye?
Olga Ivánovna no respondió y continuó llorando. Esperado la respuesta, Svietkóv se encogió de hombros y salió.
-Yo vendré mañana -graznó desde el vestíbulo.
Todo el camino, sentado en su carroza, se encogió de hombros y farfulló:
-¡Qué lástima que yo no sé hablar! No tengo el don de convencer y asegurar. ¡Obviamente, ella no me entiende si miente! ¡Obviamente! ¿Cómo pues explicarle a ella? ¿Cómo?
 
Título original: Doktor, publicado por primera vez en el periódico Peterburgskaya gazeta, 1887, Nº 224, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Iosif Braz, Portrait of S. A Bakhrushin, 1904.