Era de mediodía. El hacendado Voldíriev, un hombre alto, robusto, con la cabeza pelada y los ojos saltones, se quitó el paletó, se secó la frente con el pañuelo de seda e, indeciso, entró a la oficina pública. Allí escribían…
-¿Dónde puedo tomar un certificado aquí? –se dirigió al portero, que traía del fondo de la oficina una bandeja con vasos. –Me hace falta consultar aquí, y tomar una copia del decreto de la gaceta.
-¡Dígnese allá! ¡A ese que está sentado cerca de la ventana! –dijo el portero, señalando con la bandeja el extremo de la ventana.
Voldíriev tosió y se dirigió hacia la ventana. Allí, tras una mesa verde con manchas, como el tifus, estaba sentado un joven con cuatro moños en la cabeza, una nariz larga, barrosa, y un uniforme desteñido. Metiendo su gran nariz en los papeles, escribía. Cerca de su fosa nasal derecha paseaba una mosca, y él, a cada rato, estiraba el labio inferior y se soplaba bajo la nariz, lo que otorgaba a su rostro una expresión preocupada en extremo.
-¿Puedo yo aquí… con usted, -se dirigió a él Voldíriev, -tomar un certificado sobre mi asunto? Yo soy Voldíriev… Y a propósito, me hace falta tomar una copia del decreto de la gaceta del dos de marzo.
El funcionario mojó la pluma en el tintero y miró si no había tomado mucho. Convencido de que la pluma no goteaba, empezó a escribir. Su labio se estiró, pero ya no le hizo falta soplar: la mosca se posó en su oreja.
-¿Puedo tomar un certificado aquí? –repitió al minuto Voldíriev. –Yo soy Voldíriev, el terrateniente…
-¡Iván Alexéich! –gritó el funcionario al aire, como sin advertir a Voldíriev. –¡Le dices al mercader Yálikov, cuando venga, que legalice la copia del informe a la policía! ¡Mil veces le dije!
-Yo respecto a mi pleito con los herederos de la princesa Gugúlina, -farfulló Voldíriev. –Un asunto conocido. Le ruego encarecidamente ocuparse de mí.
Siempre sin advertir a Voldíriev, el funcionario atrapó una mosca en su labio, la miró con atención y la tiró. El hacendado tosió y se sonó la nariz con su pañuelo a cuadros ruidosamente. Pero y eso no ayudó. Siguieron no oyéndolo. El silencio se prolongó unos dos minutos. Voldíriev sacó del bolsillo un billete de rublo y lo puso delante del funcionario, sobre el libro abierto. El funcionario arrugó la frente, haló hacia sí el libro y, con un rostro preocupado, lo cerró.
-Un certificado pequeño… Yo sólo quisiera saber, sobre qué fundamento los herederos de la princesa Gugúlina… ¿Lo puedo molestar un poco?
Y el funcionario, ocupado con sus ideas, se levantó y, rascándose el codo, fue por algo al armario. Tras regresar al minuto a su mesa, se ocupó de nuevo del libro: sobre éste yacía el rublo.
-Lo voy a molestar sólo por un minuto… Yo a hacer el certificado, solamente…
El funcionario no oía, empezó a copiar algo.
Voldíriev frunció el ceño y echó una mirada sin esperanza a toda la hermandad escribiente.
-“¡Escriben! –pensó, suspirando. –¡Escriben, para que el diablo se los lleve del todo!”
Se apartó de la mesa y se detuvo en medio de la habitación, dejando caer los brazos sin esperanza. El portero, que pasaba con los vasos de nuevo, advirtió probablemente la expresión de impotencia en su rostro, porque se le acercó mucho y le preguntó quedamente:
-¿Bueno, qué? ¿Consultó?
-Consulté, pero no quieren hablar conmigo.
-Y déle tres rublos… -le susurró el portero.
-Ya le di dos.
-Y déle más.
Voldíriev regresó a la mesa y puso sobre el libro abierto un billete verde.
El funcionario haló hacia sí el libro de nuevo y se dedicó a hojearlo, y de pronto, como de súbito, levantó los ojos hacia Voldíriev. Su nariz empezó a brillar, se sonrojó y se arrugó en una sonrisa.
-Ah… ¿qué se le ofrece? –preguntó.
-Yo quería tomar un certificado respecto a mi asunto… Yo soy Voldíriev.
-¡Mucho gusto! ¿Por el asunto de Gugúlina? ¡Muy bien! ¿Y a usted qué pues, hablando con propiedad?
Voldíriev expuso su petición.
El funcionario revivió como si lo hubiera agarrado un remolino. Entregó el certificado, dispuso que hicieran una copia, le dio una silla al solicitante, y todo eso en un segundo. Incluso habló un poco del tiempo y preguntó sobre la cosecha. Y cuando Voldíriev se fue, lo acompañó por la escalera hasta abajo, sonriendo con afabilidad y respeto, y haciendo ver que estaba dispuesto, a cada instante, a postrarse ante el solicitante. Voldíriev por algo sintió embarazo y, obedeciendo a cierto impulso interior, sacó del bolsillo un rublo y se lo dio al funcionario. Y éste seguía haciendo reverencias y sonriendo, y aceptó el rublo como un ilusionista, de modo que aquel sólo se deslizó por el aire…
“Bueno, la gente…” –pensó el hacendado saliendo a la calle, se detuvo y se secó la frente con el pañuelo.
Título original: Spravka, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 36, con la firma: "A. Chejonté".
-¿Dónde puedo tomar un certificado aquí? –se dirigió al portero, que traía del fondo de la oficina una bandeja con vasos. –Me hace falta consultar aquí, y tomar una copia del decreto de la gaceta.
-¡Dígnese allá! ¡A ese que está sentado cerca de la ventana! –dijo el portero, señalando con la bandeja el extremo de la ventana.
Voldíriev tosió y se dirigió hacia la ventana. Allí, tras una mesa verde con manchas, como el tifus, estaba sentado un joven con cuatro moños en la cabeza, una nariz larga, barrosa, y un uniforme desteñido. Metiendo su gran nariz en los papeles, escribía. Cerca de su fosa nasal derecha paseaba una mosca, y él, a cada rato, estiraba el labio inferior y se soplaba bajo la nariz, lo que otorgaba a su rostro una expresión preocupada en extremo.
-¿Puedo yo aquí… con usted, -se dirigió a él Voldíriev, -tomar un certificado sobre mi asunto? Yo soy Voldíriev… Y a propósito, me hace falta tomar una copia del decreto de la gaceta del dos de marzo.
El funcionario mojó la pluma en el tintero y miró si no había tomado mucho. Convencido de que la pluma no goteaba, empezó a escribir. Su labio se estiró, pero ya no le hizo falta soplar: la mosca se posó en su oreja.
-¿Puedo tomar un certificado aquí? –repitió al minuto Voldíriev. –Yo soy Voldíriev, el terrateniente…
-¡Iván Alexéich! –gritó el funcionario al aire, como sin advertir a Voldíriev. –¡Le dices al mercader Yálikov, cuando venga, que legalice la copia del informe a la policía! ¡Mil veces le dije!
-Yo respecto a mi pleito con los herederos de la princesa Gugúlina, -farfulló Voldíriev. –Un asunto conocido. Le ruego encarecidamente ocuparse de mí.
Siempre sin advertir a Voldíriev, el funcionario atrapó una mosca en su labio, la miró con atención y la tiró. El hacendado tosió y se sonó la nariz con su pañuelo a cuadros ruidosamente. Pero y eso no ayudó. Siguieron no oyéndolo. El silencio se prolongó unos dos minutos. Voldíriev sacó del bolsillo un billete de rublo y lo puso delante del funcionario, sobre el libro abierto. El funcionario arrugó la frente, haló hacia sí el libro y, con un rostro preocupado, lo cerró.
-Un certificado pequeño… Yo sólo quisiera saber, sobre qué fundamento los herederos de la princesa Gugúlina… ¿Lo puedo molestar un poco?
Y el funcionario, ocupado con sus ideas, se levantó y, rascándose el codo, fue por algo al armario. Tras regresar al minuto a su mesa, se ocupó de nuevo del libro: sobre éste yacía el rublo.
-Lo voy a molestar sólo por un minuto… Yo a hacer el certificado, solamente…
El funcionario no oía, empezó a copiar algo.
Voldíriev frunció el ceño y echó una mirada sin esperanza a toda la hermandad escribiente.
-“¡Escriben! –pensó, suspirando. –¡Escriben, para que el diablo se los lleve del todo!”
Se apartó de la mesa y se detuvo en medio de la habitación, dejando caer los brazos sin esperanza. El portero, que pasaba con los vasos de nuevo, advirtió probablemente la expresión de impotencia en su rostro, porque se le acercó mucho y le preguntó quedamente:
-¿Bueno, qué? ¿Consultó?
-Consulté, pero no quieren hablar conmigo.
-Y déle tres rublos… -le susurró el portero.
-Ya le di dos.
-Y déle más.
Voldíriev regresó a la mesa y puso sobre el libro abierto un billete verde.
El funcionario haló hacia sí el libro de nuevo y se dedicó a hojearlo, y de pronto, como de súbito, levantó los ojos hacia Voldíriev. Su nariz empezó a brillar, se sonrojó y se arrugó en una sonrisa.
-Ah… ¿qué se le ofrece? –preguntó.
-Yo quería tomar un certificado respecto a mi asunto… Yo soy Voldíriev.
-¡Mucho gusto! ¿Por el asunto de Gugúlina? ¡Muy bien! ¿Y a usted qué pues, hablando con propiedad?
Voldíriev expuso su petición.
El funcionario revivió como si lo hubiera agarrado un remolino. Entregó el certificado, dispuso que hicieran una copia, le dio una silla al solicitante, y todo eso en un segundo. Incluso habló un poco del tiempo y preguntó sobre la cosecha. Y cuando Voldíriev se fue, lo acompañó por la escalera hasta abajo, sonriendo con afabilidad y respeto, y haciendo ver que estaba dispuesto, a cada instante, a postrarse ante el solicitante. Voldíriev por algo sintió embarazo y, obedeciendo a cierto impulso interior, sacó del bolsillo un rublo y se lo dio al funcionario. Y éste seguía haciendo reverencias y sonriendo, y aceptó el rublo como un ilusionista, de modo que aquel sólo se deslizó por el aire…
“Bueno, la gente…” –pensó el hacendado saliendo a la calle, se detuvo y se secó la frente con el pañuelo.
Título original: Spravka, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 36, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Constantin Korovin, Portrait of Fedor Chaliapin, 1905.