viernes, 16 de noviembre de 2007

La muerte del funcionario


Una hermosa noche, el no menos hermoso ejecutor1, Iván Dmítrich Cherviakóv, estaba sentado en la segunda fila de butacas y miraba con los binóculos Las campanas de Corneville2. Miraba y se sentía en la cima de la beatitud. Pero de pronto… En los cuentos se encuentra a menudo este “pero de pronto”. Los autores tienen razón: ¡la vida está tan llena de imprevistos! Pero de pronto su rostro se arrugó, sus ojos se contrajeron, su respiración se detuvo… apartó los binóculos de sus ojos, se inclinó y… ¡¡¡achís!!! Estornudó, como ve. Estornudar no se prohíbe a nadie en ningún lugar. Estornudan los mujíks, los jefes de policía y a veces, incluso, los consejeros secretos. Todos estornudan. Cherviakóv no se confundió en absoluto, se secó con el pañuelo y, como hombre amable, miró a su alrededor: ¿no habría molestado a alguien con su estornudo? Pero ahí ya le tocó confundirse. Vio que el viejecito que estaba sentado delante de él, en la primera fila de butacas, se limpiaba afanosamente la calva y el cuello con el guante, y murmuraba algo. En el viejecito Cherviakóv reconoció al general de civil Brizzhálov, que servía en el departamento de vías de comunicación.
“¡Lo salpiqué! –pensó Cherviakóv. –No es mi jefe, es un extraño, pero de todas formas es embarazoso. Hay que disculparse”.
Cherviakóv tosió, inclinó el tronco hacia adelante y empezó a susurrarle al general al oído:
-Disculpe, su excelencia, lo salpiqué… yo sin querer…
-No es nada, no es nada…
-Por Dios, disculpe. ¡Yo pues… no deseaba!
-¡Ah, siéntese, por favor! ¡Deje escuchar!
Cherviakóv se confundió, sonrió estúpidamente y se puso a mirar la escena. Miraba, pero ya no sentía más beatitud. Lo empezó a torturar la inquietud. En el entreacto se acercó a Brizzhálov, anduvo un poco junto a él y, venciendo su timidez, farfulló:
-Lo salpiqué, su excelencia… Perdone… Yo pues… no es que…
-Ah, basta… ¡Yo ya lo olvidé, y usted siempre de lo mismo! –dijo el general, y movió el labio inferior con impaciencia.
“Lo olvidó, y él mismo tiene el escarnio en los ojos, -pensó Cherviakóv, echando miradas al general con sospecha. –Y no quiere hablar. Habría que explicarle que yo, en absoluto, no deseaba… que eso es la ley de la naturaleza, si no pensará que yo quería escupirlo. ¡Ahora no lo pensará, pero después lo pensará!..”
Al llegar a la casa, Cherviakóv le contó a su esposa su descortesía. Su esposa, como le pareció a él, tuvo una actitud demasiado ligera hacia lo sucedido; sólo se asustó, y después, cuando se enteró de que Brizzhálov era “un extraño”, se calmó.
-Y tú de todas formas ve, discúlpate, -dijo ella. -¡Pensará que tú no sabes comportarte en público!
-¡Eso pues y es! Yo me disculpé, y él como que de un modo extraño… No dijo ni una palabra sensata. Y además, no había tiempo para conversar.
Al otro día Cherviakóv se puso el uniforme nuevo, se peló y fue a la casa de Brizzhálov a explicar… Al entrar al recibidor del general, vio allí a muchos solicitantes, y entre los solicitantes al propio general, que ya había empezado a recibir solicitudes. Tras preguntar a varios solicitantes, el general levantó los ojos hacia Cherviakóv.
-Ayer, en La arcadia, si recuerda, su excelencia, -empezó a informar el ejecutor, -yo estornudé y… sin querer lo salpiqué… Dis…
-Qué tonterías… ¡Dios sabe qué! ¿Qué se le ofrece? –se dirigió el general al siguiente solicitante.
“¡No quiere hablar!” –pensó Cherviakóv, palideciendo. –Está enojado entonces… No, esto no se puede dejar así… Yo le voy a explicar…”
Cuando el general terminó su plática con el último solicitante y se dirigió a los aposentos interiores, Cherviakóv caminó tras él y empezó a farfullar:
-¡Su excelencia! ¡Si yo me atrevo a molestar a su excelencia, pues es precisamente por un sentimiento, puedo decir, de arrepentimiento!.. ¡No fue a propósito, dígnese usted mismo a saber!
El general puso una cara sufrida y dejó de la mano.
-¡Pero usted, simplemente, se ríe, muy señor mío! –dijo desapareciendo tras la puerta.
“¿Qué burla pues hay ahí? –pensó Cherviakóv. -¡En absoluto no hay ninguna burla ahí! ¡Un general, y no puede entender! Así, entonces, no voy a disculparme más con este fanfarrón! ¡Al diablo con él! Le escribiré una carta, y no voy a venir! ¡Por Dios, no voy!”
Así pensaba Cherviakóv, yendo a la casa. La carta al general no la escribió. Pensaba, pensaba, y no podía componer de ningún modo esa carta. Tuvo que ir al otro día él mismo a explicar.
-Yo ayer vine a molestar a su excelencia, -farfulló cuando el general levantó hacia él sus ojos inquisitivos, -no para reírme, como usted se dignó a decir. Yo me disculpé por que, al estornudar, lo salpiqué… y no pensaba reírme. ¿Me atrevo acaso a reírme? Si vamos a reírnos, así entonces, significa, que no hay ningún respeto por la persona… no vamos…
-¡¡Fuera de aquí!! –gritó de pronto el general azulado y trémulo.
-¿Qué? –preguntó en susurro Cherviakóv, pasmado de horror.
-¡¡Fuera de aquí!! –repitió el general pateando.
En el estómago3 de Cherviakóv algo se desprendió. Sin ver nada, sin oír nada, retrocedió hacia la puerta, salió a la calle y arrastró los pies… Al llegar a la casa, maquinalmente, sin quitarse el uniforme, se acostó en el diván y… se murió.

1Ejecutor (palabra anticuada), funcionario que se encarga de asuntos financieros y ejerce funciones policíacas en la oficina pública, en la Rusia zarista.
2Las campanas de Corneville, opereta de Robert Planquette.
3“¡El estómago del ejecutor lo digiere todo: come papel, come plumas, come tinta y come arena!” (de una parodia anónima de la época).

Título original: Smert chinovnika, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 27, con la firma: "A. Chejonté".
Imagen: Valentin Serov, Portrait of A. Kasyanov, 1907.