1. Mamásha y el sr. Lientóvskii1
Eran las dos y media de la madrugada. Yo, callado y sereno, estaba sentado en mi gabinete y escribía un relato malo. Nada me molestaba y hubiera escrito hasta el mismo amanecer, cuando de pronto... ¡Le suplico, lector, no tenga una mamásha!
En el recibidor tintineó la campanilla, empezó a rezongar la cocinera, y a mi gabinete entró volando mi mamásha. Sus mejillas ardían, sus ojos brillaban, sus labios temblaban, y todo su rostro estaba, literalmente, inundado de dicha. Sin quitarse el sombrero, los chanclos y el ridicule2, toda mojada de lluvia y salpicada de fango, se me colgó del cuello.
-Todo lo vi –gimió.
-¿Qué le pasa, maman? ¿De dónde viene? –me admiré.
-Del Ermitage. ¡Todo lo vi, lo merecía!
-¿Y qué usted vio?
-¡A todos! ¡Y a los turcos, y a los cherquesos, y a los turquestanos3... a todos! ¡Unas batas así, los turbantes! ¡A todos los extranjeros los vi! ¡Todos negros así, con gorros! ¡Ah!
Yo senté a mamásha en la butaca, le quité el sombrero y limpié su rostro mojado, dichoso, con una toalla.
-¡Yo estoy muy feliz! –continuó mamásha. –Todas las naciones las vi. En particular, me gustó un extranjero... Imagínate... Alto, sumamente garboso, un trigueño ancho de hombros. ¡De sus ojos negros emana el calor del sur! Sobre él un clámide de color azul oscuro, largo, larguísimo, que se extiende de modo pintoresco hasta los mismos talones. En los hombros el clámide está anudado en unos pliegues bonitos4... ¡Oh, esos extranjeros saben vestirse! En la cabeza un gorrito bonito, en los pies unas botas de montar. ¡Y lo que valen los dijes! En sus manos un bastón... Seguro, un español.
-¡Mamásha, pero si ese es Lientóvskii! –exclamé.
-¡No puede ser! ¡Yo me pasé tras él toda la noche! ¡No veía a nadie, y sólo lo miraba a él! ¡No puede ser! ¡Él se sentó a cenar, y yo todo el tiempo estuve parada no lejos de la mesa, y no le quitaba el ojo de encima!
Mamásha se inquietó bastante y me describió otra vez el traje del interesante extranjero. No deseando desilusionarla, limpié otra vez su rostro mojado con la toalla, convine con ella y le deseé buenas noches.
2. El bandido y el sr. Yegórov
Era una hermosa, maravillosa medianoche. Un fresco, fragante vientecito soplaba por mi ventana abierta, y jugueteaba con el fuego de mi lámpara.
En mi casa estaba el conocido imitador de sonidos, el sr. Yegórov5. Tomábamos té con ron y, bajo el ruidito del samovar, nos deleitábamos el uno al otro con la plática. Todo estaba callado, sereno, nada nos molestaba, y el sr. Yegórov ya estaba listo a deleitar mi oído con un maullido felino cuando, tras la puerta de mi gabinete, se oyó un susurro sospechoso. Yo entreabrí la puerta suavemente, eché una mirada a mi dormitorio y me quedé lívido. Por mi ventana se colaba un hombrón inmenso, con un hacha en la mano. Tras él se coló otro, tras éste un tercero, y pronto mi dormitorio se llenó de bandidos.
-¡Hay que matarlos! –dijo uno de ellos.
-¡Yo estoy listo, atamán! Mi hacha arde de impaciencia por golpear la cabeza de alguien.
-¡Ve y ejecuta, y nosotros nos encargamos de las alhajas!
Bueno, ¿cómo no quedarse lívido ahí? Tomé al sr. Yegórov por el brazo.
-¡Estamos perdidos! –susurré.
-¡En nada! –dijo el sr. Yegórov. -¡Ahora los vamos a correr!
Dicho esto, el sr. Yegórov se puso en cuclillas junto a la puerta, y empezó a gruñir y a ladrar como un perro de presa.
-¡Muerde, arranca! –empecé a gritar yo. -¡Iván, Piótr... Sídor, aquí!
El sr. Yegórov empezó a ladrar en varias voces a la vez, y mi modesta morada se llenó de ladridos de perro. Parecía que ladraba toda una jauría. ¿Y qué pues? De los bandidos se apoderó un miedo pánico, y se esfumaron. Estábamos salvados. Declaro por escrito al sr. Yegórov mi más sincera gratitud.
3. El ingenio del sr. Rodon6
El diez de mayo, a la una del mediodía, en el jardín Ermitage, durante un ensayo, se produjo un escándalo. Los sres. Chernóv7 y Valiano8, que fumaban puros, dejaron caer una chispa en el vestido de muselina de alguien, recién traído por la sirvienta y yaciente sobre un taburete en la escena. El vestido, por supuesto, se quemó. En unos dos minutos las llamas abrazaron el taburete, las mesas, pasaron a los bastidores, y ya estaban listas a devorar todo el teatro. ¡Se pueden imaginar el pánico de los artistas asfixiados en el humo y la pena del sr. Lientóvskii! Las artistas se caían desmayadas. Por desgracia, en la escena no había ni un bombero, no había agua. Y entonces, cuando ya las lenguas de fuego lamían el techo y se extendían hacia la orquesta, para abrazar todo el teatro, en la cabeza del sr. Rodon surgió una idea.
-¡Eureka! –gritó éste. -¡Estamos salvados! ¡Amigos, síganme!
Los artistas se movieron tras él hacia el camerino. Él se vistió y se maquilló de bombero. Los compañeros siguieron su ejemplo, y pronto la escena se llenó de bomberos. El teatro fue salvado.
1Mijaíl Lientóvskii, actor, director y empresario de grupo teatral.
2Ridicule (expresión anticuada), bolsita de mano de mujer.
3En el grupo teatral de Mijaíl Lientóvskii trabajan a menudo artistas circenses de diversas naciones.
4En sus Memorias, S.I. Vasiukóva escribe sobre Mijaíl Lientóvskii: “Durante el Ermitage y las operetas, todas sus fuerzas y capacidades iban a la apariencia, al ambiente, a la exhibición y promoción de su propia persona (…), entonces trabajaba su fantasía, llegando a extremos para admirar, asombrar a los moscovitas” (El heraldo histórico, 1907, Nº 4, pag. 108).
5Yegórov, actor, imitador de sonidos del grupo teatral de Mijaíl Lientóvskii.
6V.I. Rodon, actor cómico del Teatro de opereta de Moscú, miembro del grupo teatral de Mijaíl Lientóvskii.
7Arkádii Chernóv, barítono.
8Grigórii Valiano, actor cómico y director del Nuevo teatro de Mijaíl Lientóvskii.
Título original: Koe- chto, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1883, Nº 19, con la firma: “El hermano de mi hermano”.
Imagen: Ignacio Pinazo, La lección de memoria.
Eran las dos y media de la madrugada. Yo, callado y sereno, estaba sentado en mi gabinete y escribía un relato malo. Nada me molestaba y hubiera escrito hasta el mismo amanecer, cuando de pronto... ¡Le suplico, lector, no tenga una mamásha!
En el recibidor tintineó la campanilla, empezó a rezongar la cocinera, y a mi gabinete entró volando mi mamásha. Sus mejillas ardían, sus ojos brillaban, sus labios temblaban, y todo su rostro estaba, literalmente, inundado de dicha. Sin quitarse el sombrero, los chanclos y el ridicule2, toda mojada de lluvia y salpicada de fango, se me colgó del cuello.
-Todo lo vi –gimió.
-¿Qué le pasa, maman? ¿De dónde viene? –me admiré.
-Del Ermitage. ¡Todo lo vi, lo merecía!
-¿Y qué usted vio?
-¡A todos! ¡Y a los turcos, y a los cherquesos, y a los turquestanos3... a todos! ¡Unas batas así, los turbantes! ¡A todos los extranjeros los vi! ¡Todos negros así, con gorros! ¡Ah!
Yo senté a mamásha en la butaca, le quité el sombrero y limpié su rostro mojado, dichoso, con una toalla.
-¡Yo estoy muy feliz! –continuó mamásha. –Todas las naciones las vi. En particular, me gustó un extranjero... Imagínate... Alto, sumamente garboso, un trigueño ancho de hombros. ¡De sus ojos negros emana el calor del sur! Sobre él un clámide de color azul oscuro, largo, larguísimo, que se extiende de modo pintoresco hasta los mismos talones. En los hombros el clámide está anudado en unos pliegues bonitos4... ¡Oh, esos extranjeros saben vestirse! En la cabeza un gorrito bonito, en los pies unas botas de montar. ¡Y lo que valen los dijes! En sus manos un bastón... Seguro, un español.
-¡Mamásha, pero si ese es Lientóvskii! –exclamé.
-¡No puede ser! ¡Yo me pasé tras él toda la noche! ¡No veía a nadie, y sólo lo miraba a él! ¡No puede ser! ¡Él se sentó a cenar, y yo todo el tiempo estuve parada no lejos de la mesa, y no le quitaba el ojo de encima!
Mamásha se inquietó bastante y me describió otra vez el traje del interesante extranjero. No deseando desilusionarla, limpié otra vez su rostro mojado con la toalla, convine con ella y le deseé buenas noches.
2. El bandido y el sr. Yegórov
Era una hermosa, maravillosa medianoche. Un fresco, fragante vientecito soplaba por mi ventana abierta, y jugueteaba con el fuego de mi lámpara.
En mi casa estaba el conocido imitador de sonidos, el sr. Yegórov5. Tomábamos té con ron y, bajo el ruidito del samovar, nos deleitábamos el uno al otro con la plática. Todo estaba callado, sereno, nada nos molestaba, y el sr. Yegórov ya estaba listo a deleitar mi oído con un maullido felino cuando, tras la puerta de mi gabinete, se oyó un susurro sospechoso. Yo entreabrí la puerta suavemente, eché una mirada a mi dormitorio y me quedé lívido. Por mi ventana se colaba un hombrón inmenso, con un hacha en la mano. Tras él se coló otro, tras éste un tercero, y pronto mi dormitorio se llenó de bandidos.
-¡Hay que matarlos! –dijo uno de ellos.
-¡Yo estoy listo, atamán! Mi hacha arde de impaciencia por golpear la cabeza de alguien.
-¡Ve y ejecuta, y nosotros nos encargamos de las alhajas!
Bueno, ¿cómo no quedarse lívido ahí? Tomé al sr. Yegórov por el brazo.
-¡Estamos perdidos! –susurré.
-¡En nada! –dijo el sr. Yegórov. -¡Ahora los vamos a correr!
Dicho esto, el sr. Yegórov se puso en cuclillas junto a la puerta, y empezó a gruñir y a ladrar como un perro de presa.
-¡Muerde, arranca! –empecé a gritar yo. -¡Iván, Piótr... Sídor, aquí!
El sr. Yegórov empezó a ladrar en varias voces a la vez, y mi modesta morada se llenó de ladridos de perro. Parecía que ladraba toda una jauría. ¿Y qué pues? De los bandidos se apoderó un miedo pánico, y se esfumaron. Estábamos salvados. Declaro por escrito al sr. Yegórov mi más sincera gratitud.
3. El ingenio del sr. Rodon6
El diez de mayo, a la una del mediodía, en el jardín Ermitage, durante un ensayo, se produjo un escándalo. Los sres. Chernóv7 y Valiano8, que fumaban puros, dejaron caer una chispa en el vestido de muselina de alguien, recién traído por la sirvienta y yaciente sobre un taburete en la escena. El vestido, por supuesto, se quemó. En unos dos minutos las llamas abrazaron el taburete, las mesas, pasaron a los bastidores, y ya estaban listas a devorar todo el teatro. ¡Se pueden imaginar el pánico de los artistas asfixiados en el humo y la pena del sr. Lientóvskii! Las artistas se caían desmayadas. Por desgracia, en la escena no había ni un bombero, no había agua. Y entonces, cuando ya las lenguas de fuego lamían el techo y se extendían hacia la orquesta, para abrazar todo el teatro, en la cabeza del sr. Rodon surgió una idea.
-¡Eureka! –gritó éste. -¡Estamos salvados! ¡Amigos, síganme!
Los artistas se movieron tras él hacia el camerino. Él se vistió y se maquilló de bombero. Los compañeros siguieron su ejemplo, y pronto la escena se llenó de bomberos. El teatro fue salvado.
1Mijaíl Lientóvskii, actor, director y empresario de grupo teatral.
2Ridicule (expresión anticuada), bolsita de mano de mujer.
3En el grupo teatral de Mijaíl Lientóvskii trabajan a menudo artistas circenses de diversas naciones.
4En sus Memorias, S.I. Vasiukóva escribe sobre Mijaíl Lientóvskii: “Durante el Ermitage y las operetas, todas sus fuerzas y capacidades iban a la apariencia, al ambiente, a la exhibición y promoción de su propia persona (…), entonces trabajaba su fantasía, llegando a extremos para admirar, asombrar a los moscovitas” (El heraldo histórico, 1907, Nº 4, pag. 108).
5Yegórov, actor, imitador de sonidos del grupo teatral de Mijaíl Lientóvskii.
6V.I. Rodon, actor cómico del Teatro de opereta de Moscú, miembro del grupo teatral de Mijaíl Lientóvskii.
7Arkádii Chernóv, barítono.
8Grigórii Valiano, actor cómico y director del Nuevo teatro de Mijaíl Lientóvskii.
Título original: Koe- chto, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1883, Nº 19, con la firma: “El hermano de mi hermano”.
Imagen: Ignacio Pinazo, La lección de memoria.