martes, 1 de enero de 2008

En otoño


Era una hora cerca de la noche.
En la taberna del tío Tíjon había una partida de cocheros y peregrinos. Los había empujado a la taberna el aguacero otoñal y el furioso viento húmedo, que azotaba los rostros como un látigo. Los viajeros mojados y cansados estaban sentados en los bancos contra la pared, y dormitaban prestando oídos al viento. En los rostros llevaban escrita la angustia. Un cochero, un chico con un rostro picado de viruela, arañado, tenía sobre las rodillas un acordeón mojado: tocaba y, maquinalmente, dejó de hacerlo.
Sobre la puerta, alrededor de un farol nublado, mugroso, volaban las gotas de lluvia. El viento aullaba como un lobo, chillaba y, por lo visto, intentaba arrancar la puerta de la taberna del gozne. Desde el patio se oía el bufido de los caballos y el chapoteo por el fango. Había humedad y frío.
Detrás del mostrador estaba sentado el mismo tío Tíjon, un mujík alto, jetudo, con unos ojos soñolientos, abotagados. Ante él, del otro lado del mostrador, estaba parado un hombre de unos cuarenta años, vestido suciamente, más que barato, pero de modo intelectual. Tenía puesto un paletó de verano arrugado, empapado de fango, unos pantalones de indiana y unos chanclos de resina en los pies desnudos. Su cabeza, sus manos metidas en los bolsillos y sus codos flacos, punzantes, temblaban como con calentura. De vez en cuando un espasmo ligero recorría todo su cuerpo delgado, empezando por el rostro terriblemente demacrado y terminando por los chanclos de resina.
-¡Dame, por Cristo! –rogaba a Tíjon con un tenor quebrado, trémulo. –Una copita… mira esa, la pequeña. ¡Fiado pues!
-Basta… ¡Muchos de ustedes andorrean por aquí, bellacos!
El bellaco echó una mirada a Tíjon con desprecio, con odio. ¡Lo hubiera matado si pudiera!
-¡Entiende, tamaño de imbécil, ignorante! No lo pido yo; la entraña, para expresarlo a tu forma, a lo mujík, lo pide! ¡Mi enfermedad lo pide! ¡Entiende!
-No tenemos nada que entender. Apártate…
-¡Pues si yo no tomo ahora, entiende tú esto, si no satisfago mi pasión, puedo cometer un delito! ¡Sabe Dios lo que puedo hacer! Tú habrás visto, descarado, en tu vida tabernera, muchos hombres borrachos; ¿es posible que hasta ahora, no hayas sabido explicarte qué clase de hombres son esos? ¡Son enfermos! ¡Ponlos en el cepo, pégales, córtalos, pero dales vodka! ¡Bueno, te ruego humildemente! ¡Hazme la gracia! Me humillo… ¡Dios mío, cómo me humillo!
El bellaco movió la cabeza y escupió con lentitud.
-¡Dame dinero, entonces va a haber vodka! –dijo Tíjon.
-¿De dónde pues voy a sacar el dinero? ¡Todo me lo bebí! ¡Todo hasta el fondo! Solo el paletó, mira, me queda. No te lo puedo dar, porque está sobre el cuerpo desnudo… ¿Quieres el gorro?
El bellaco le dio a Tíjon su gorro de paño, del cual, por algún lugar, asomaba la guata. Tíjon tomó el gorro, lo examinó y movió la cabeza negativamente.
-Y de regalo no me hace falta… -dijo. –Una basura…
-¿No te gusta? Bueno, así dame fiado, si no te gusta. Voy a venir de la ciudad de vuelta, te voy a traer tu quinto. ¡Que te atragantes con tu quinto entonces! ¡Que te atragantes!
-¿Qué tipo de ratero eres tú? ¿Qué clase de hombre eres? ¿Para qué viniste?
-Quiero tomar. ¡Yo no quiero, mi enfermedad quiere! ¡Entiende!
-¿Por qué molestas? ¡Muchos de ustedes, granujas, andorrean por el camino real! Anda ahí, pídele a los ortodoxos, deja que te conviden en aras de Dios, si lo desean, y yo, en aras de Dios, sólo sirvo pan. ¡Degenerado!
-Sácales tú a ellos, a los pobres, y yo ya… ¡disculpa! ¡No los voy a despojar! ¡Yo no!
El bellaco, de pronto, interrumpió su discurso, se sonrojó y se dirigió a los peregrinos:
-¡Y pues es una idea, ortodoxos! ¡Sacrifiquen un quintito! ¡La entraña lo pide! ¡Estoy enfermo!
-Toma aguita, -sonrió con malicia el chico del rostro picado de viruela.
Al bellaco le dio vergüenza. Empezó a toser y se calló. Al minuto, le suplicaba a Tíjon de nuevo. Al final de todo, empezó a llorar y a proponer su paletó mojado por una copita de vodka. En la oscuridad no se veían sus lágrimas, y el paletó no fue aceptado, porque en la taberna habían peregrinas que no deseaban ver la desnudez masculina.
-¿Qué voy a hacer ahora pues? –preguntó el bellaco en una voz baja, llena de desolación. -¿Qué hacer pues? No tomar no se puede. De otra forma, voy a cometer un delito, o intentar el suicidio… ¿Qué hacer pues?
Se paseó por la taberna.
Llegó la calesa del correo con su tintineo. El cartero mojado entró a la taberna, se bebió un vaso de vodka y salió. El correo siguió adelante.
-Te voy a dar una cosa de oro, -se dirigió el bellaco a Tíjon, poniéndose de pronto pálido como un lienzo. –Dígnate, te la voy a dar. Que así sea… Aunque es infame, abyecto de mi parte, pero toma… Voy a hacer esta basura, estando fuera de mí… Y en un juicio me darían la razón… Toma, pero sólo con una condición: me la devuelves después, cuando venga de vuelta. Te la doy delante de testigos.
El bellaco se metió la mano mojada en el seno y sacó de ahí un pequeño medallón dorado. Lo abrió y, de pasada, le echó un vistazo al retrato.
-Habría que sacar el retrato, pero no tengo donde ponerlo: estoy todo mojado. Al diablo contigo, róbatelo con el retrato. Sólo con una condición… Hijito mío, querido… te lo ruego… No toques esta cara con los dedos… ¡Te lo suplico, hijito! Discúlpame por la grosería, porque te hablé de modo grosero… Soy un estúpido… No toques con los dedos, y no mires con tus ojos esta cara…
Tíjon tomó el medallón, le echó una mirada a la ley y se lo metió en el bolsillo.
-Relojito robado, -dijo sirviendo un vaso. –Está bien… toma…
El borracho tomó el vaso con la mano, lo miró con ojos brillantes, con cuantas fuerzas podían brillar sus ojos ebrios, turbios, y bebió… bebió con sentido, con disposición temblorosa. Después de beberse el medallón del retrato, bajó los ojos con vergüenza y se fue a la esquina. Allí se trepó a un banco, junto a una peregrina, se acurrucó y cerró los ojos.
Pasó media hora en silencio y sosiego. Sólo sopló el viento, cantando por el conducto su rapsodia otoñal. Los peregrinos empezaron a rezarle a Dios y a acomodarse debajo de los bancos calladamente, para pernoctar. Tíjon abrió el medallón y empezó a admirar la cabecita femenina, que sonreía desde su marquito dorado a la taberna, a Tíjon, a las botellas.
En el patio chirrió una telega. Se oyó un “tprrr” y un chapoteo por el fango… A la taberna entró corriendo un mujík pequeño con zamarra larga y barba de chivo. Estaba mojado y sucio.
-¡Bueno, ocasión! –gritó golpeando el mostrador con el quinto. -¡Un vaso de madera verdadera! ¡Sírveme!
Y, volviéndose sobre un solo pie con aire fanfarrón, recorrió con una mirada toda la partida.
-¡Se derritieron, azucarados, tu tía erizada! ¡Se asustaron de la lluvia, perversos! ¡Tiernos! ¡Y qué clase de pasa es ésta!
El mujík pequeño saltó hacia el bellaco y le echó una mirada al rostro.
-¡Mira a dónde! ¡Señor! –dijo. -¡Semión Serguéich! ¡Señor nuestro! ¿Ah? ¿A santo de qué remolonea en esta taberna? ¿Acaso le es lugar aquí? ¡Eh… mártir infeliz!
El señor le echó un vistazo al mujík pequeño y se cubrió con la manga. El mujík suspiró, movió la cabeza, agitó ambas manos con desolación y fue al mostrador a beber vodka.
-Ese es nuestro señor, -le susurró a Tíjon, señalando con la cabeza al bellaco. –Nuestro hacendado, Semión Serguéich. ¿Viste cómo está? ¿Qué hombre parece ahora? ¿Ah? Así-así, mire… la borrachera hasta qué grado…
Después de beberse el vodka, el mujík pequeño se limpió los labios con la manga y continuó:
-Yo soy de su pueblo. A cuatrocientas vérstas de aquí, de Ajtílovka… Sus padres eran siervos… ¡Es una lástima, hermanos! ¡Una lástima! Era un señor bueno así… ¡Ahí está el caballo pues, en el patio! ¿Lo ves? ¡Eso, él me dio para el caballo! ¡Ja-ja! ¡El destino!
A los diez minutos, los cocheros y los peregrinos estaban sentados alrededor del mujík pequeño. Éste, con un tenor callado, nervioso, bajo el ruido del otoño, les contaba la historia. Semión Serguéich estaba sentado en la misma esquina, con los ojos cerrados y farfullando. Él también escuchaba.
-Todo esto fue por el poco coraje, -contaba el mujík pequeño, moviéndose y gesticulando con las manos. –Por la rabia… Era un señor rico; grande, entonces, en todo el gobierno… ¡Come, toma, no quiero! Ustedes mismos, seguro, lo habrán visto… Cuántas veces ahí, en la carretela, pasó por delante de esta misma taberna. Era rico… Recuerdo, hace unos cinco años, iba al vapor por Mikíshkinskii, y en lugar de quintos tiraba rublos… Por una cosa mezquina empezó su ruina. En primer lugar, por una mujer. Se enamoró, el carnal, de una citadina… Más que a la vida. Se enamoró el cuervo de un halcón más que claro… María Yegórovna se llamaba, la infame, y un apellido tan extraño, que no lo dices. Se enamoró y se jactaba, por lo tanto, como Dios manda. Y ella, es sabido, dio su acuerdo, porque no era un señor de los mezquinos, sobrio, y con dinero… Paso yo una vez por la tardecita, recuerdo, por el jardín de ellos, miro, y están sentados en un banquito, y se besan el uno al otro. Él a ella una vez, y ella a él, culebra, dos veces. Él a ella en la mano blanca, ¡y ella se enciende!, se aprieta así a él, ¡que el diablo se la..! Te quiero Sénia, dice… Y Sénia, como hombre maldito, anda por todas partes, y se jacta de su felicidad, a lo imbécil… A éste un rublo, al otro dos… A mí pues, me dio para el caballo… Nos perdonó a todos las deudas, con la alegría. Llegó el asunto a la boda… Se casaron como es debido… En el mismo momento, cuando el señor se sienta con la cena, ella agarra y se escapa en una carroza… A la ciudad, se escapó con el abogado, con el amante. ¡Después de la corona pues, la pelleja! ¿Ah? ¡En el momento más verdadero! ¿Ah? Se chifló desde entonces, se dio a la bebida… Así como ves… Anda como un perdido y piensa en ella, en la pelleja. ¡La quiere! Debe ser, va ahora a pie a la ciudad, para echarle un vistazo con un ojito… En segundo lugar, hermanos, de dónde vino la ruina: el cuñado, el marido de su hermana… Se le ocurrió salir de fiador por el cuñado, en la sociedad bancaria… unos treinta mil… El cuñado, es sabido, sabe su provecho, el granuja, y se hace el sordo, el perro, y le quitaron al nuestro todos los treinta mil… El hombre estúpido por la estupidez soporta el suplicio… La mujer tuvo hijos con su abogado, el cuñado se compró una finca cerca de Poltáva, y el nuestro anda como un imbécil por las tabernas, y se arrima a nuestro hermano mujík con su lamento: “¡Perdí la fe, hermanos! ¡No puedo ahora, este mismo, creer en nadie!” ¡El poco coraje! Cada hombre tiene su pena, ¿así, a beber entonces? Miren, tomen de ejemplo a nuestro mayor. La mujer lleva al maestro a la casa a plena luz del día, se gasta el dinero del marido en la bebida, y el mayor anda por su cuenta, y hace burlas con la cara… Sólo se secó un poco…
-A cada quien Dios le dio una fuerza… -suspiró Tíjon.
-La fuerza es distinta, eso es correcto.
Largo tiempo contó el mujík pequeño. Cuando terminó, reinó el silencio en la taberna.
-Hey tú… ¿cómo usted se…? ¡hombre infeliz! ¡Ven, toma! –dijo Tíjon, dirigiéndose al señor.
El señor se acercó al mostrador y, con placer, se bebió la limosna…
-¡Dame el medallón por un minuto! –le susurró a Tíjon. –Sólo lo voy a mirar… y te lo doy…
Tíjon frunció el ceño y, callado, le dio el medallón. El chico del rostro picado de viruela suspiró, movió la cabeza y pidió vodka.
-¡Toma, señor! ¡Eh! ¡Sin el vodka está bien, pero con el vodka es mejor todavía! ¡Con el vodka la pena no es pena! ¡Anda!
Después de beberse cinco vasos, el señor se dirigió a la esquina, abrió el medallón y empezó a buscar con ojos ebrios, turbios, el rostro querido… Pero el rostro ya no estaba… Éste había sido arrancado del medallón por las uñas del virtuoso Tíjon.
El farol relumbró y se apagó. En una esquina una peregrina empezó a delirar en susurro. El chico del rostro picado de viruela le rezó a Dios en voz alta y se extendió sobre el mostrador. Alguien más llegó… Y la lluvia caía y caía… El frío se hacía más y más fuerte, y parecía que ese otoño infame, oscuro, no tendría fin. El señor clavaba los ojos en el medallón y buscaba todavía el rostro femenino… La vela se apagó.
Primavera, ¿dónde estás?

Título original: Oseniu, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1883, Nº 37, con la firma "A. Chejonté".
Imagen: Friedrich Gauermann, Taberna, 1851.