Alguien tironeaba la campanilla. Nadiézhda Petróvna, la dueña del apartamento donde ocurría la historia que se describe, se levantó del diván y corrió a abrir la puerta.
“Debe ser mi esposo...” –pensó.
Pero al abrir la puerta, vio no al esposo. Ante ella estaba un hombre alto, bonito, con una costosa pelliza de oso y unos lentes dorados. Su frente estaba fruncida, y sus ojos soñolientos miraban el mundo de Dios con indiferencia y pereza.
-¿Qué se le ofrece? –preguntó Nadiézhda Petróvna.
-Yo soy el doctor, señora. A mí me llamaron aquí unos... eh-eh-eh... Chelobitióvi... ¿Usted es Chelobitióvi?
-Nosotros somos los Chelobitióvi, pero... por Dios, disculpe doctor. Mi esposo tiene flujo y fiebre. Él le mandó una carta, pero usted no vino en tanto tiempo, que él perdió la paciencia y fue al dentista.
-Hum... Él podía haber ido al dentista sin molestarme...
El doctor frunció el ceño. Pasó un instante en silencio.
-Disculpe, doctor, que lo molestamos y lo obligamos a viajar en vano... Si mi esposo hubiera sabido que usted vendría pues, créame, no hubiera ido al dentista... Disculpe...
Pasó aún otro instante en silencio. Nadiézhda Petróvna se rascó la nuca.
“¿Qué espera él pues, no entiendo?” –pensó, mirando de soslayo la puerta.
-¡Libéreme, señora! –musitó el doctor. –No me retenga. El tiempo vale tanto, sabe, que...
-O sea... Yo, o sea... Yo no lo retengo...
-¡Pero, señora, no puedo yo irme pues, sin recibir por mi trabajo!
-¿Por el trabajo? Ah, sí... –empezó a farfullar Nadiézhda Petróvna, sonrojada fuertemente. -Tiene razón... Por la visita hay que pagar, es cierto... Usted trabajó, viajó... Pero, doctor... a mí hasta me da vergüenza... mi esposo salió de la casa y se llevó todo nuestro dinero... En la casa yo ahora, resueltamente, no tengo nada...
-Hum... Es extraño... ¿Cómo hacer? ¡Yo no puedo pues esperar a su esposo! Pero busque usted, acaso encuentre algo... Es una suma, en esencia, ínfima...
-Pero le aseguro, que mi esposo se lo llevó todo... Me da vergüenza... Yo no me pondría, por un rublo, a soportar semejante... situación estúpida...
-Es extraña la visión que tienen ustedes, el público, del trabajo de los médicos... por Dios, es extraña... Como si nosotros no fuéramos personas, como si nuestro trabajo no fuera trabajo... Pues yo vine a verla, perdí tiempo... trabajé...
-Y yo entiendo eso muy bien pero, convenga, ¡hay pues tales ocasiones, cuando en la casa no hay ni un kópek!
-Ah, ¿y qué asunto mío son esas ocasiones? Usted señora, simplemente... es inocente e ilógica... No pagarle a una persona... eso es hasta deshonesto... Se aprovecha, de que yo no la puedo entregar al juez de paz y... tan sin ceremonia, por Dios... ¡Es más que extraño!
El doctor se turbó. Le dio vergüenza la humanidad... Nadiézhda Petróvna se encendió. Se disgustó...
-¡Está bien! –dijo en tono brusco. –Espere... Yo mandaré a la tienda, y allá acaso me den dinero... Yo le pagaré.
Nadiézhda Petróvna fue a la sala y se sentó a escribir una esquela para el tendero. El doctor se quitó la pelliza, entró a la sala y se arrellanó en la butaca. En espera de la respuesta del tendero, ambos se sentaron y callaron. A los cinco minutos llegó la respuesta. Nadiézhda Petróvna sacó un rublo de la esquela y se lo metió al doctor. Al doctor se le encendieron los ojos.
-Usted se ríe, señora –dijo él, poniendo el rublo sobre la mesa. –Mi mozo, es posible que cobre un rublo, pero yo... ¡no, disculpe!
-¿Cuánto pues le hace falta?
-Comúnmente, yo cobro diez... A usted, es posible, le cobraré cinco, si quiere.
-Bueno, cinco de mí no espere... Yo no tengo dinero para usted.
-Mande al tendero. ¿Si él pudo darle un rublo, por qué no puede darle cinco? ¿No es lo mismo acaso? Yo le ruego, señora, no me retenga. Yo no tengo tiempo.
-Escuche, doctor... Usted no es amable, sino... ¡atrevido! ¡No, usted es grosero, inhumano! ¿Entiende? ¡Usted es... ruin!
Nadiézhda Petróvna se volteó hacia la ventana y se mordió el labio. De sus ojos brotaron gruesas lágrimas.
“¡Canalla! ¡Miserable! –pensaba ella. -¡Animal! ¡Se atreve... se atreve! ¡No puede entender mi horrible, lastimosa situación! ¡Bueno, espera pues... diablo!”
Y, tras pensar un poco, volteó su rostro hacia el doctor. Esta vez su rostro expresaba sufrimiento, ruego.
-¡Doctor! –dijo con voz queda, suplicante. -¡Doctor! Si usted tuviera corazón, si usted quisiera entender... no se pondría a atormentarme por ese dinero... Y sin eso ya hay bastante tormento, bastante tortura.
Nadiézhda Petróvna se oprimió la sien, y fue como si hubiera apretado un resorte: sus cabellos se cernieron en mechones sobre sus hombros...
-Sufres por la ignorancia de tu esposo... soportas este medio espantoso, penoso, y aquí aún un hombre educado se permite hacerte un reproche. ¡Dios mío! ¡Esto es insoportable!
-Pero entienda pues, señora, que la situación especial de nuestro estamento...
Pero el doctor tuvo que interrumpir su discurso. Nadiézhda Petróvna se tambaleó y cayó sin sentido en sus brazos tendidos... Su cabeza se inclinó sobre su hombro.
-Aquí, a la chimenea, doctor –susurró ella tras un instante. –Más cerca... Yo le voy a contar todo... todo...
A la hora el doctor salía del apartamento de los Chelobitióvi. Sentía fastidio, vergüenza y deleite...
“Qué diablos... –pensaba, sentándose en el trineo. -¡Nunca se debe tomar mucho dinero al salir de casa! ¡Sin darte cuenta, qué te buscas!
Título original: Mest zhenshini, publicado por primera vez en la revista Russkii satiricheskii listok, 1884, Nº 4, con la firma: “Anché”.
“Debe ser mi esposo...” –pensó.
Pero al abrir la puerta, vio no al esposo. Ante ella estaba un hombre alto, bonito, con una costosa pelliza de oso y unos lentes dorados. Su frente estaba fruncida, y sus ojos soñolientos miraban el mundo de Dios con indiferencia y pereza.
-¿Qué se le ofrece? –preguntó Nadiézhda Petróvna.
-Yo soy el doctor, señora. A mí me llamaron aquí unos... eh-eh-eh... Chelobitióvi... ¿Usted es Chelobitióvi?
-Nosotros somos los Chelobitióvi, pero... por Dios, disculpe doctor. Mi esposo tiene flujo y fiebre. Él le mandó una carta, pero usted no vino en tanto tiempo, que él perdió la paciencia y fue al dentista.
-Hum... Él podía haber ido al dentista sin molestarme...
El doctor frunció el ceño. Pasó un instante en silencio.
-Disculpe, doctor, que lo molestamos y lo obligamos a viajar en vano... Si mi esposo hubiera sabido que usted vendría pues, créame, no hubiera ido al dentista... Disculpe...
Pasó aún otro instante en silencio. Nadiézhda Petróvna se rascó la nuca.
“¿Qué espera él pues, no entiendo?” –pensó, mirando de soslayo la puerta.
-¡Libéreme, señora! –musitó el doctor. –No me retenga. El tiempo vale tanto, sabe, que...
-O sea... Yo, o sea... Yo no lo retengo...
-¡Pero, señora, no puedo yo irme pues, sin recibir por mi trabajo!
-¿Por el trabajo? Ah, sí... –empezó a farfullar Nadiézhda Petróvna, sonrojada fuertemente. -Tiene razón... Por la visita hay que pagar, es cierto... Usted trabajó, viajó... Pero, doctor... a mí hasta me da vergüenza... mi esposo salió de la casa y se llevó todo nuestro dinero... En la casa yo ahora, resueltamente, no tengo nada...
-Hum... Es extraño... ¿Cómo hacer? ¡Yo no puedo pues esperar a su esposo! Pero busque usted, acaso encuentre algo... Es una suma, en esencia, ínfima...
-Pero le aseguro, que mi esposo se lo llevó todo... Me da vergüenza... Yo no me pondría, por un rublo, a soportar semejante... situación estúpida...
-Es extraña la visión que tienen ustedes, el público, del trabajo de los médicos... por Dios, es extraña... Como si nosotros no fuéramos personas, como si nuestro trabajo no fuera trabajo... Pues yo vine a verla, perdí tiempo... trabajé...
-Y yo entiendo eso muy bien pero, convenga, ¡hay pues tales ocasiones, cuando en la casa no hay ni un kópek!
-Ah, ¿y qué asunto mío son esas ocasiones? Usted señora, simplemente... es inocente e ilógica... No pagarle a una persona... eso es hasta deshonesto... Se aprovecha, de que yo no la puedo entregar al juez de paz y... tan sin ceremonia, por Dios... ¡Es más que extraño!
El doctor se turbó. Le dio vergüenza la humanidad... Nadiézhda Petróvna se encendió. Se disgustó...
-¡Está bien! –dijo en tono brusco. –Espere... Yo mandaré a la tienda, y allá acaso me den dinero... Yo le pagaré.
Nadiézhda Petróvna fue a la sala y se sentó a escribir una esquela para el tendero. El doctor se quitó la pelliza, entró a la sala y se arrellanó en la butaca. En espera de la respuesta del tendero, ambos se sentaron y callaron. A los cinco minutos llegó la respuesta. Nadiézhda Petróvna sacó un rublo de la esquela y se lo metió al doctor. Al doctor se le encendieron los ojos.
-Usted se ríe, señora –dijo él, poniendo el rublo sobre la mesa. –Mi mozo, es posible que cobre un rublo, pero yo... ¡no, disculpe!
-¿Cuánto pues le hace falta?
-Comúnmente, yo cobro diez... A usted, es posible, le cobraré cinco, si quiere.
-Bueno, cinco de mí no espere... Yo no tengo dinero para usted.
-Mande al tendero. ¿Si él pudo darle un rublo, por qué no puede darle cinco? ¿No es lo mismo acaso? Yo le ruego, señora, no me retenga. Yo no tengo tiempo.
-Escuche, doctor... Usted no es amable, sino... ¡atrevido! ¡No, usted es grosero, inhumano! ¿Entiende? ¡Usted es... ruin!
Nadiézhda Petróvna se volteó hacia la ventana y se mordió el labio. De sus ojos brotaron gruesas lágrimas.
“¡Canalla! ¡Miserable! –pensaba ella. -¡Animal! ¡Se atreve... se atreve! ¡No puede entender mi horrible, lastimosa situación! ¡Bueno, espera pues... diablo!”
Y, tras pensar un poco, volteó su rostro hacia el doctor. Esta vez su rostro expresaba sufrimiento, ruego.
-¡Doctor! –dijo con voz queda, suplicante. -¡Doctor! Si usted tuviera corazón, si usted quisiera entender... no se pondría a atormentarme por ese dinero... Y sin eso ya hay bastante tormento, bastante tortura.
Nadiézhda Petróvna se oprimió la sien, y fue como si hubiera apretado un resorte: sus cabellos se cernieron en mechones sobre sus hombros...
-Sufres por la ignorancia de tu esposo... soportas este medio espantoso, penoso, y aquí aún un hombre educado se permite hacerte un reproche. ¡Dios mío! ¡Esto es insoportable!
-Pero entienda pues, señora, que la situación especial de nuestro estamento...
Pero el doctor tuvo que interrumpir su discurso. Nadiézhda Petróvna se tambaleó y cayó sin sentido en sus brazos tendidos... Su cabeza se inclinó sobre su hombro.
-Aquí, a la chimenea, doctor –susurró ella tras un instante. –Más cerca... Yo le voy a contar todo... todo...
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A la hora el doctor salía del apartamento de los Chelobitióvi. Sentía fastidio, vergüenza y deleite...
“Qué diablos... –pensaba, sentándose en el trineo. -¡Nunca se debe tomar mucho dinero al salir de casa! ¡Sin darte cuenta, qué te buscas!
Título original: Mest zhenshini, publicado por primera vez en la revista Russkii satiricheskii listok, 1884, Nº 4, con la firma: “Anché”.
Imagen: John Singer, Nonchaloir (Repose), 1911.