martes, 29 de enero de 2008

El jefe de estación


El jefe de la estación Drebiesguí se llama Stepán Stepánich, y su apellido es Sheptunóv. Con él, el pasado verano, se produjo un pequeño escándalo. Este escándalo, a pesar de su visible nulidad, le salió muy caro. Gracias a éste, él perdió su gorra de uniforme nueva, y la fe en la humanidad.
En verano, el tren Nº 8 pasaba por su estación a las 2 horas y 40 minutos de la madrugada. En la hora más incómoda. En lugar de dormir, Stepán Stepánich debía pasear por la plataforma, y estar parado junto a la telegrafista casi hasta la mañana.
Su ayudante, Aleútov, iba cada verano a casarse a algún lugar, y al pobre Sheptunóv le tocaba hacer la guardia solo. ¡Una gran puercada por parte del destino! Por lo demás, se aburría no todas las noches. A veces, por la noche, venía a verlo a la estación, desde la hacienda del príncipe vecina, María Ilínichna, la mujer del administrador, Nazár Kutzapiétov. Era una dama no joven en particular, no bonita en particular, ¡pero señores, en la oscuridad tomas hasta a un poste por el alguacil!, ¡y además, hablando a propósito, el aburrimiento es tal tía como el hambre: todo pasa! Cuando Kutzapiétova venía a la estación, Sheptunóv la tomaba comúnmente de la mano, bajaba con ella de la plataforma, e iba hacia los vagones de mercancía. Allí, entre los vagones, en espera del tren Nº 8, empezaba con sus juramentos, y los continuaba hasta el mismo silbido.
Así, una hermosa noche, estaba parado con María Ilínichna entre los vagones, y esperaba el tren. Por el cielo sin nubes, la luna bogaba en silencio, casi de modo imperceptible. Ésta llenaba de luz la estación, el campo, la lejanía insondable… Alrededor había silencio, estaba tranquilo… Sheptunóv sostenía a María Ilínichna por el talle, y callaba. Ella callaba también. Ambos estaban en una suerte de olvido dulce, silencioso, como la luz de la luna…
-¡Qué tiempo maravilloso! –suspiraba de vez en cuando Sheptunóv. -¿No te helaste?
En lugar de responder, ella se apretaba más y más contra su chaqueta de uniforme.
A las 2 horas 20 minutos, el jefe de estación echó un vistazo al reloj y dijo:
-Pronto va a venir el tren… Vamos, Másha, a mirar la ruta… El que vea primero las luces del tren, va a amar más tiempo… Vamos a mirar…
Fijaron su mirada en la lejanía profunda. En algún lugar de la ruta infinita titilaban, afablemente, dos lucecitas. El tren no se veía aún… Al escrutar la lejanía, Sheptunóv vio algo distinto… Vio dos sombras largas, que caminaban sobre la traviesa… Las sombras se movían directamente hacia él, y se hacían más grandes y anchas… Una sombra, por lo visto, provenía de una figura humana, la otra de un palo largo que llevaba la figura…
La sombra se acercaba. Pronto se oyó que silbaban Madame Ango.
-¡No caminar por los rieles! Está prohibido… -girtó Sheptunóv. -¡Fuera de los rieles!
-¡No dispongas, degenerado! –se oyó la respuesta.
El insultado Sheptunóv se disparó adelante, pero en ese momento María Ilínichna lo agarró por los faldones.
-¡Por Dios, Stiópa! –susurró ella. -¡Es mi marido! ¡Nazárka!
No alcanzó a decir eso, cuando Kutzapiétov ya estaba parado ante el ofendido jefe de estación. El ofendido Sheptunóv lanzó un grito, se golpeó la cabeza con algún hierro y se zambulló debajo del vagón. Tras arrastrase bocabajo por debajo del vagón, echó a correr por la vía. Saltando sobre la traviesa, tropezando con los rieles como un loco, como un perro al que le amarraron en la cola un palo espinozo, voló hacia la torre de agua…
“¡Pero qué palo tiene!” –pensaba corriendo.
Al llegar corriendo a la torre de agua, se detuvo para cobrar aliento, pero en ese momento se oyeron unos pasos. Se volvió a mirar, y vio detrás suyo la sombra de un hombre, y la sombra de un palo que se movían con rapidez. Poseído de un miedo pánico, siguió corriendo.
-¡Espere! ¡Párese! –oyó detrás suyo la voz de Kutzapiétov. -¡Pare! ¡Cuidado! ¡El tren!
Sheptunóv echó una mirada adelante, y vio ante sí un tren con un par de ojos terribles, de fuego… Se le pusieron los pelos de punta… El corazón le empezó a palpitar, y de pronto se le heló… Hizo acopio de todas sus fuerzas, y saltó a donde veían los ojos… Unos cuatro segundos voló en el aire, después cayó sobre algo duro y pendiente, y rodó hacia abajo agarrándose de la bardana.
“El terraplén, -pensaba. –Bueno, no es nada. Es mejor resbalar por el terraplén, que recibir una paliza de un noble por fresco”.
Al minuto, junto a su oreja derecha, una bota grande, pesada, pisó un charco. Por su espalda pasaron unas manos que tanteaban…
-¡Apiádese! –gimió Kutzapiétov.
-¿Qué la pasa, ángel mío? ¿De qué se asustó? ¡Soy yo, Kutzapiétov! ¿Es posible que no me reconoció? Yo corría detrás de usted, corría… Gritaba, gritaba… Casi no me caí bajo el tren, ángel mío… Másha, cuando vio que usted se echó a correr, también se asustó, y ahora está tirada en la plataforma, sin sentido…¿Usted, puede ser, se asustó de que lo llamé degenerado? No se ofenda… Yo lo tomé por el guardagujas…
-Ah, no se burle… Si se va a vengar, pues vénguese pronto… Yo estoy en sus manos… -gimió Sheptunóv. –Pégueme… mutíleme…
-Hum… ¿Qué le pasa, padrecito? ¡Pero si yo venía a verlo por un asunto, benefactor! Yo corría detrás de usted para hablar de un asunto…
Kutzapiétov calló un poco y continuó:
-Un asunto importante… Mi Másha me dijo que usted, por placer, se digna a equivocarse con ella. Yo, respecto a eso, nada, porque a mí, María Ilínishna, me da, en sentido general, una higa con nueces, pero si razonar sobre la justicia, pues sírvase hacer un convenio conmigo, porque yo soy el marido, la cabeza de todas formas… por la escritura. El príncipe Mijaíl Dmítrich, cuando se equivocaba con ella, me daba dos cuartos al mes. ¿Y usted, cuánto va a sacrificar? El convenio es mejor que el dinero. Pero párese…
Sheptunóv se paró. Sintiéndose destrozado, estropeado, caminó con dificultad hacia el terraplén…
-¿Cuánto recibe usted? –continuó Kutzapiétov. –A usted, yo le voy a cobrar un cuarto… Y después, quería pedirle, no tiene acaso un puestito para mi sobrino…
Sheptunóv, sin oír ni ver nada, caminó con dificultad, de algún modo, hasta la estación, y se tumbó en la cama. Al despertarse al otro día, no encontró su gorra de uniforme y una hombrera.
Hasta ahora le da vergüenza.

Título original: Nachalnik stantzii, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 45, con la firma "A. Chejonté".
Imagen: Claude Oscar Monet, Saint-Lazare Station, 1877.