Seis registradores colegiados, y uno que no tenía rango, estaban en un boscaje suburbano, y se embriagaban.
La ebriedad era ruidosa, pero afligida y tristona. No se veían ni sonrisas, ni maneras gozosas; no se oían ni risas, ni vocerío de júbilo... Olía a algo fúnebre...
No hacía más de una semana que el registrador colegiado Kanifóliev, tras presentarse en la oficina en estado de ebriedad, resbaló con el escupitajo de alguien, cayó sobre el armario de cristales, lo rompió y se rompió él mismo. Y al día siguiente de ese pecado original, perdió dos papeles del asunto Nº 2423. Eso era poco... Llegaba a la oficina con pólvora y pistones en los bolsillos. En general, llevaba una vida no sobria y turbulenta. Todo fue considerado. Voló, y ahora se comía el almuerzo de despedida.
-¡Memoria eterna para ti, Aliósha! –decían los funcionarios antes de cada copita, dirigiéndose a Kanifóliev. -¡Amén para ti!
Kanifóliev, un hombrecito con un rostro alargado, lloroso, tras cada salutación semejante, sollozaba, golpeaba la mesa con el puño y decía:
-¡De todos modos voy a sucumbir!
Y el expulsado, ensañado, se bebía su copita, sollozaba de modo ruidoso, y se ponía a besuquear a sus amigos.
-¡Me corrieron! –decía, moviendo la cabeza trágicamente. -¡Me corrieron porque soy un bebedor! ¡Y no entienden, que yo bebía por pena, por despecho!
-¿Por qué pena?
-¡Y por ésta, por que yo no podía ver su mentira! ¡A mí, su vil mentira me roía el corazón! ¡Yo no podía ver con indiferencia todas sus porquerías! Eso él no quería entenderlo... ¡Está bien pues! ¡Yo le enseñaré, donde invernan los cangrejos! ¡Le enseñaré! ¡Iré, y le escupiré en su misma cara! ¡Toda la pura verdad se la diré! ¡Toda la verdad!
-No se la dirás... Eso es sólo jactancia... Todos ustedes, los maestros, en estado de ebriedad, se rompen la garganta, y a la menor cosa, esconden el rabo... Y tú eres así...
-¿Tú piensas que yo no le diré? ¿Tú piensas? Aaah... tú piensas así... Está bien... Bueno, veremos... Que sea yo tres veces anatemi... rómpeme... ¡Llámame canalla en mi cara, escúpeme entonces, si no le digo!
Kanifóliev golpeó la mesa con el puño y se puso rojo.
-¡De todos modos voy a sucumbir! ¡Ahora mismo iré y le diré! ¡En este instante! ¡Él está ahí no lejos, con su esposa! ¡Si perderse, pues a perderse, qué diablos, pero yo le voy a abrir los ojos! ¡Todo se lo voy a poner claro como el agua! ¡Él va a saber, qué significa Alióshka Kanifóliev!
Kanifóliev saltó del lugar y, tambaleándose, echó a correr... Cuando los amigos tendieron los brazos para retenerlo por los faldones, él ya estaba lejos. Y cuando pensaron en correrle atrás y retenerlo, él ya estaba parado ante la mesa, a la que estaba sentado el jefe, y decía:
-Yo, su excelencia, entré a verlo en su casa sin aviso, pero yo todo esto como hombre honrado, y por eso disculpe... Yo, su excelencia, estoy bebido, es cierto -decía él, -¡pero estoy consciente! ¡Lo que tiene el sobrio en el alma, es lo que tiene el ebrio en la lengua, y yo le diré toda la pura verdad! ¡Sí, su excelencia! ¡Basta de aguantar! ¿Por qué, por ejemplo, en nuestra cancillería, los suelos hace tiempo que no están pintados? ¿Por qué usted le permite al contador dormir hasta las once? ¿Por qué usted le permite a Mitiáev llevarse a la casa los periódicos de la oficina, y a los otros no se lo permite? De todos modos yo voy a sucumbir, y le diré toda la pura...
Y esa pura verdad la dijo Kanifóliev con temblor en la voz, con lágrimas en los ojos, golpeándose el pecho con los puños.
El jefe lo miraba abriendo los ojos y no entendía de qué se trataba.
La ebriedad era ruidosa, pero afligida y tristona. No se veían ni sonrisas, ni maneras gozosas; no se oían ni risas, ni vocerío de júbilo... Olía a algo fúnebre...
No hacía más de una semana que el registrador colegiado Kanifóliev, tras presentarse en la oficina en estado de ebriedad, resbaló con el escupitajo de alguien, cayó sobre el armario de cristales, lo rompió y se rompió él mismo. Y al día siguiente de ese pecado original, perdió dos papeles del asunto Nº 2423. Eso era poco... Llegaba a la oficina con pólvora y pistones en los bolsillos. En general, llevaba una vida no sobria y turbulenta. Todo fue considerado. Voló, y ahora se comía el almuerzo de despedida.
-¡Memoria eterna para ti, Aliósha! –decían los funcionarios antes de cada copita, dirigiéndose a Kanifóliev. -¡Amén para ti!
Kanifóliev, un hombrecito con un rostro alargado, lloroso, tras cada salutación semejante, sollozaba, golpeaba la mesa con el puño y decía:
-¡De todos modos voy a sucumbir!
Y el expulsado, ensañado, se bebía su copita, sollozaba de modo ruidoso, y se ponía a besuquear a sus amigos.
-¡Me corrieron! –decía, moviendo la cabeza trágicamente. -¡Me corrieron porque soy un bebedor! ¡Y no entienden, que yo bebía por pena, por despecho!
-¿Por qué pena?
-¡Y por ésta, por que yo no podía ver su mentira! ¡A mí, su vil mentira me roía el corazón! ¡Yo no podía ver con indiferencia todas sus porquerías! Eso él no quería entenderlo... ¡Está bien pues! ¡Yo le enseñaré, donde invernan los cangrejos! ¡Le enseñaré! ¡Iré, y le escupiré en su misma cara! ¡Toda la pura verdad se la diré! ¡Toda la verdad!
-No se la dirás... Eso es sólo jactancia... Todos ustedes, los maestros, en estado de ebriedad, se rompen la garganta, y a la menor cosa, esconden el rabo... Y tú eres así...
-¿Tú piensas que yo no le diré? ¿Tú piensas? Aaah... tú piensas así... Está bien... Bueno, veremos... Que sea yo tres veces anatemi... rómpeme... ¡Llámame canalla en mi cara, escúpeme entonces, si no le digo!
Kanifóliev golpeó la mesa con el puño y se puso rojo.
-¡De todos modos voy a sucumbir! ¡Ahora mismo iré y le diré! ¡En este instante! ¡Él está ahí no lejos, con su esposa! ¡Si perderse, pues a perderse, qué diablos, pero yo le voy a abrir los ojos! ¡Todo se lo voy a poner claro como el agua! ¡Él va a saber, qué significa Alióshka Kanifóliev!
Kanifóliev saltó del lugar y, tambaleándose, echó a correr... Cuando los amigos tendieron los brazos para retenerlo por los faldones, él ya estaba lejos. Y cuando pensaron en correrle atrás y retenerlo, él ya estaba parado ante la mesa, a la que estaba sentado el jefe, y decía:
-Yo, su excelencia, entré a verlo en su casa sin aviso, pero yo todo esto como hombre honrado, y por eso disculpe... Yo, su excelencia, estoy bebido, es cierto -decía él, -¡pero estoy consciente! ¡Lo que tiene el sobrio en el alma, es lo que tiene el ebrio en la lengua, y yo le diré toda la pura verdad! ¡Sí, su excelencia! ¡Basta de aguantar! ¿Por qué, por ejemplo, en nuestra cancillería, los suelos hace tiempo que no están pintados? ¿Por qué usted le permite al contador dormir hasta las once? ¿Por qué usted le permite a Mitiáev llevarse a la casa los periódicos de la oficina, y a los otros no se lo permite? De todos modos yo voy a sucumbir, y le diré toda la pura...
Y esa pura verdad la dijo Kanifóliev con temblor en la voz, con lágrimas en los ojos, golpeándose el pecho con los puños.
El jefe lo miraba abriendo los ojos y no entendía de qué se trataba.
Título original: Suschaya pravda, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 28, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: José Bardasano Baos, En la taberna, 1965.