Sopló un viento frío, áspero, empezaron las lluvias, que son día y noche, sin cesar. A 18 vérstas del Irtísh, el mujík Fiódor Pávlovich, a casa de quien me trajo el cochero libre, dice que no se puede seguir adelante, ya que con las lluvias se inundaron las praderas por la orilla del Irtísh; ayer llegó Kuzmá de Pustínskii, por poco no ahogó a los caballos, hay que esperar.
-¿Y hasta cuando esperar? –pregunto.
-¿Y quién sabe pues? Pregúntale a Dios.
Voy a la isbá: Ahí, en el aposento, está sentado un viejo con camisa roja, que respira con dificultad y tose. Le doy una píldora azucarada, se alivia, pero él no cree en la medicina, y dice que siente más alivio porque se “sentó un poco”.
Estoy sentado y pienso: ¿quedarme a pernoctar? Pero es que este abuelo va a toser toda la noche, es posible que haya chinches, ¿y quién me garantiza que mañana las aguas no se enfurecen aún más? ¡No, mejor ya ir!
-¡Vamos, Fiódor Pávlovich! –digo al dueño. –No voy a ponerme a esperar.
-Eso como a usted le plazca, -conviene con mansedumbre. –Sólo no pasar la noche en el agua.
Vamos. No llueve sino, como se dice, chorrea a más no poder; y mi calesa no es cubierta. Las primeras ocho vérstas pasamos por un camino fangoso, pero de todas formas al trote.
-¡Bueno, qué tiempo! –dice Fiódor Pávlovich. –Le confieso, que yo mismo hace tiempo que no estuve allá, no vi una crecida, y pues Kuzmá me asustó. Puede, Dios quiera, pasamos.
Pero he aquí, ante mis ojos, se extiende un lago ancho. Son las praderas inundadas. El viento pasea por éste, susurra y levanta la marejada. Ya por allí, ya por allá se ven islitas y franjitas de tierra no inundadas aún. La dirección de los caminos la indican los puentes y las pasarelas, que están empapados, enlodados, y casi todos movidos del lugar. A lo lejos, tras el lago, se extiende la orilla elevada del Irtísh, parda y lúgubre, y sobre ésta se ciernen nubes grises, pesadas; en algún lugar por la orilla blanquea la nieve.
Empezamos a ir por el lago. No es profundo, las ruedas están sólo un cuarto de arshín11 dentro del agua. Ir, es posible, sería tolerable si no fuera por los puentes. Junto a cada puente, hay que apearse de la calesa y pararse en el fango o en el agua; para subir al puente hay que, primero, poner sobre su extremo levantado unas tablas y troncos, que están tirados ahí mismo, en el puente. Los caballos los pasamos por el puente de a uno. Fiódor Pávlovich desengancha a los encuartes y me los da a retener; yo los retengo por las riendas frías, llenas de fango, y ellos, porfiados, reculan, el viento quiere arrancarme la ropa, la lluvia me golpea fuerte en el rostro. ¿No regresar acaso? Pero Fiódor Pávlovich calla y, probablemente, espera a que yo mismo proponga regresar, yo también callo.
Salimos a una islita. Ahí hay una isbita sin techo, por el estiércol mojado andan dos caballos mojados. Al llamado de Fiódor Pávlovich sale de la isbita un mujík barbudo, con una vara larga, y se dispone a señalarnos el camino. Él va callado adelante, mide con la vara la profundidad y prueba el terreno, y nosotros tras él. Nos saca a una franja larga, estrecha, que llama espinazo; nosotros debemos ir por ese espinazo y, cuando se termine, tomar a la izquierda, después a la derecha, y salir al otro espinazo, que se extiende hasta la misma almadía.
Oscurece alrededor, ya no hay ni patos, ni gaviotas. El mujík barbudo nos enseñó cómo ir, y ya hace tiempo que regresó. Se termina el primer espinazo, de nuevo chapoteamos en el agua, tomamos a la izquierda, después a la derecha. Pero aquí está, finalmente, el segundo espinazo. Éste se extiende por el mismo borde del lago.
El Irtísh es ancho. Si el Ermák lo cruzara durante una crecida, pues se hundiría sin cota de malla. Aquella orilla elevada, escarpada y totalmente desierta. Se ve la cañada, en esa cañada, como dice Fiódor Pávlovich, hay un camino a la montaña, a la aldea Pustínnoe, a donde necesito ir. Ésta orilla declinada, un arshín por encima del nivel. Está pelada, carcomida, y se ve resbalosa; las olas turbias de crestas blancas la azotan con rabia, y al instante botan hacia atrás, como si les fuera repulsivo acercarse a esta orilla deforme, mojada, donde, a juzgar por su aspecto, sólo pueden vivir los sapos y las almas de los grandes pecadores. El Irtísh no susurra y no brama, sino parece como si en su fondo golpeara en tumbas. ¡Una impresión maldita!
Nos acercamos a una isbá donde viven los barqueros. Sale uno y dice que navegar al otro lado no se puede, lo impide el tiempo, que se debe esperar la mañana.
Me quedo a pernoctar. Toda la noche escucho cómo roncan los barqueros y mi cochero, cómo golpea la lluvia y brama el viento en la ventana, cómo el enfurecido Irtísh golpea en las tumbas... Por la mañana temprano voy al río, la lluvia continúa cayendo, el viento está más suave, pero de todas formas navegar en la almadía no se puede. Me llevan en bote.
El pasaje lo maneja aquí un artél12 de campesinos-dueños; entre los barqueros no hay ni un deportado, todos son de los suyos. Gente buena, cariñosa. Cuando yo, tras cruzar el río, escalo por la montaña resbalosa, para salir al camino donde me espera el caballo, me desean por detrás feliz viaje, buena salud y éxito en los asuntos… Y el Irtísh se enfurece…
-¿Y hasta cuando esperar? –pregunto.
-¿Y quién sabe pues? Pregúntale a Dios.
Voy a la isbá: Ahí, en el aposento, está sentado un viejo con camisa roja, que respira con dificultad y tose. Le doy una píldora azucarada, se alivia, pero él no cree en la medicina, y dice que siente más alivio porque se “sentó un poco”.
Estoy sentado y pienso: ¿quedarme a pernoctar? Pero es que este abuelo va a toser toda la noche, es posible que haya chinches, ¿y quién me garantiza que mañana las aguas no se enfurecen aún más? ¡No, mejor ya ir!
-¡Vamos, Fiódor Pávlovich! –digo al dueño. –No voy a ponerme a esperar.
-Eso como a usted le plazca, -conviene con mansedumbre. –Sólo no pasar la noche en el agua.
Vamos. No llueve sino, como se dice, chorrea a más no poder; y mi calesa no es cubierta. Las primeras ocho vérstas pasamos por un camino fangoso, pero de todas formas al trote.
-¡Bueno, qué tiempo! –dice Fiódor Pávlovich. –Le confieso, que yo mismo hace tiempo que no estuve allá, no vi una crecida, y pues Kuzmá me asustó. Puede, Dios quiera, pasamos.
Pero he aquí, ante mis ojos, se extiende un lago ancho. Son las praderas inundadas. El viento pasea por éste, susurra y levanta la marejada. Ya por allí, ya por allá se ven islitas y franjitas de tierra no inundadas aún. La dirección de los caminos la indican los puentes y las pasarelas, que están empapados, enlodados, y casi todos movidos del lugar. A lo lejos, tras el lago, se extiende la orilla elevada del Irtísh, parda y lúgubre, y sobre ésta se ciernen nubes grises, pesadas; en algún lugar por la orilla blanquea la nieve.
Empezamos a ir por el lago. No es profundo, las ruedas están sólo un cuarto de arshín11 dentro del agua. Ir, es posible, sería tolerable si no fuera por los puentes. Junto a cada puente, hay que apearse de la calesa y pararse en el fango o en el agua; para subir al puente hay que, primero, poner sobre su extremo levantado unas tablas y troncos, que están tirados ahí mismo, en el puente. Los caballos los pasamos por el puente de a uno. Fiódor Pávlovich desengancha a los encuartes y me los da a retener; yo los retengo por las riendas frías, llenas de fango, y ellos, porfiados, reculan, el viento quiere arrancarme la ropa, la lluvia me golpea fuerte en el rostro. ¿No regresar acaso? Pero Fiódor Pávlovich calla y, probablemente, espera a que yo mismo proponga regresar, yo también callo.
Salimos a una islita. Ahí hay una isbita sin techo, por el estiércol mojado andan dos caballos mojados. Al llamado de Fiódor Pávlovich sale de la isbita un mujík barbudo, con una vara larga, y se dispone a señalarnos el camino. Él va callado adelante, mide con la vara la profundidad y prueba el terreno, y nosotros tras él. Nos saca a una franja larga, estrecha, que llama espinazo; nosotros debemos ir por ese espinazo y, cuando se termine, tomar a la izquierda, después a la derecha, y salir al otro espinazo, que se extiende hasta la misma almadía.
Oscurece alrededor, ya no hay ni patos, ni gaviotas. El mujík barbudo nos enseñó cómo ir, y ya hace tiempo que regresó. Se termina el primer espinazo, de nuevo chapoteamos en el agua, tomamos a la izquierda, después a la derecha. Pero aquí está, finalmente, el segundo espinazo. Éste se extiende por el mismo borde del lago.
El Irtísh es ancho. Si el Ermák lo cruzara durante una crecida, pues se hundiría sin cota de malla. Aquella orilla elevada, escarpada y totalmente desierta. Se ve la cañada, en esa cañada, como dice Fiódor Pávlovich, hay un camino a la montaña, a la aldea Pustínnoe, a donde necesito ir. Ésta orilla declinada, un arshín por encima del nivel. Está pelada, carcomida, y se ve resbalosa; las olas turbias de crestas blancas la azotan con rabia, y al instante botan hacia atrás, como si les fuera repulsivo acercarse a esta orilla deforme, mojada, donde, a juzgar por su aspecto, sólo pueden vivir los sapos y las almas de los grandes pecadores. El Irtísh no susurra y no brama, sino parece como si en su fondo golpeara en tumbas. ¡Una impresión maldita!
Nos acercamos a una isbá donde viven los barqueros. Sale uno y dice que navegar al otro lado no se puede, lo impide el tiempo, que se debe esperar la mañana.
Me quedo a pernoctar. Toda la noche escucho cómo roncan los barqueros y mi cochero, cómo golpea la lluvia y brama el viento en la ventana, cómo el enfurecido Irtísh golpea en las tumbas... Por la mañana temprano voy al río, la lluvia continúa cayendo, el viento está más suave, pero de todas formas navegar en la almadía no se puede. Me llevan en bote.
El pasaje lo maneja aquí un artél12 de campesinos-dueños; entre los barqueros no hay ni un deportado, todos son de los suyos. Gente buena, cariñosa. Cuando yo, tras cruzar el río, escalo por la montaña resbalosa, para salir al camino donde me espera el caballo, me desean por detrás feliz viaje, buena salud y éxito en los asuntos… Y el Irtísh se enfurece…
Continuará...
11Arshín, antigua medida rusa, igual a 0, 71 m.
12Artél, cooperativa de producción.
Título original: Iz Sibiri, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1890, el 8, 9, 12, 13, 15, 18 de mayo y 20 de junio con la firma: “Antón Chejov”.
Imagen: Isaac Levitan, High Waters, 1885.