Él nos reunió en su gabinete y, con una voz trémula por las lágrimas, conmovida, tierna, amistosa, pero que no admitía objeciones, nos pronunció un discurso.
-Yo lo sé todo –dijo. -¡Todo! ¡Sí! Veo a través. Yo hace tiempo ya que advertí ese, así decir, eh... eh... eh... espíritu, atmósfera... hálito. Tú, Zitziúlskii, lees a Schedrín, tú, Spíchkin, lees también algo así... Todo lo sé. Tú, Tuponósov, compones... este... artículos ahí, de toda clase... y te conduces con libertad. ¡Señores! ¡Les ruego! Les ruego no como jefe, sino como hombre... En nuestro tiempo así no se puede. Ese liberalismo debe desaparecer.
Habló en ese género mucho tiempo. Nos penetró a todos, penetró la tendencia actual, celebró las ciencias y las artes, con una reserva sobre el límite y los marcos, de cuáles ciencias no se puede salir, y recordó el amor de las madres... Nosotros palidecíamos, nos sonrojábamos y escuchábamos. Nuestra alma se limpiaba con sus palabras. Queríamos morirnos de contrición. Queríamos besarlo, caer postrados... empezar a sollozar... Yo miraba la espalda del archivero, y me parecía que esa espalda no lloraba, sólo porque temía interrumpir el silencio en sociedad.
-¡Anden! –terminó él. -¡Yo lo olvidé todo! No soy rencoroso... Yo... yo... ¡Señores! La historia nos dice... No me crean a mí, créanle a la historia... La historia nos dice...
¡Pero ay! Nosotros no supimos qué nos dice la historia. Su voz empezó a temblar, en sus ojos brillaron las lágrimas, sudaron sus lentes. En ese mismo momento, se oyeron unos sollozos: eso sollozaba Zitziúlskii. Spíchkin se sonrojó, como un cangrejo hervido. Nos buscamos los pañuelos en los bolsillos. Él parpadeó, y buscó el pañuelo también.
-¡Anden! –empezó a balbucear con voz llorosa. -¡Déjenme! Déjen... me... Msí...
¡Pero ay! Sáquenle ustedes al reloj una pieza pequeña, o échenle un ínfimo grano de arena, y se parará el reloj. La impresión, producida por el discurso, desapareció como humo a las mismas puertas de su apogeo. La apoteosis no se dio... ¿y gracias a qué? ¡A lo ínfimo!
Él se buscó en el bolsillo trasero y, con el pañuelo, sacó cierta correíta. Sin intención, se entiende. La correíta, pequeña, sucia, áspera, se balanceó en el aire como una culebra, y cayó a los pies del archivero. El archivero la levantó con ambas manos y, con una respetuosa palpitación en todos sus miembros, la puso sobre la mesa.
-La correíta –murmuró.
Zitziúlskii sonrió. Tras advertir su sonrisa yo, sin desearlo, me reí en el puño... como un imbécil, ¡como un chiquillo! Después de mí se rió Spíchkin, tras él Triojkapitánskii, ¡y todo sucumbió! Se derrumbó el edificio.
-¿Y tú por qué te ríes? –escuché una voz de trueno.
¡Padrecitos del mundo! Miro: sus ojos me miran a mí, sólo a mí... ¡fijamente!
-¿Dónde estás? ¿Ah? ¿Estás en la vinatera? ¿Ah? ¿Te olvidas? ¡Presenta la dimisión! Yo no necesito liberales.
1Nikolai Léikin escribe a Chejov el 3 de diciembre de 1882: “Su excelente artículo El discurso y la correíta no ha sido autorizado por la censura para publicar. El censor, a petición mía, lo presentó en la sesión del comité de censura, pero allí éste no pasó” (ZGALI).
Léikin escribe a Chejov en 1884: “Tras advertir que en los últimos tiempos la censura está como que más débil, envié a la censura la corrección de su viejo, no aprobado cuento El discurso y la correíta, ¡y qué maravilla! La corrección ha sido enviada de regreso con la autorización para publicación. Pero temo que usted haya colocado acaso El discurso y la correíta en algún lugar, además de los Retazos. La corrección yace aquí desde 1882” (GBL).
Chejov escribe a Léikin el 16 de noviembre de 1884: “Ese cuento no fue publicado en ningún lugar. Su esencia la recuerdo, la ejecución la he olvidado… Lo leeré con gusto, como algo no mío…”.
Título original: Rech i remeshok, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 47, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Edgar Degas, En la Bolsa, 1879.
-Yo lo sé todo –dijo. -¡Todo! ¡Sí! Veo a través. Yo hace tiempo ya que advertí ese, así decir, eh... eh... eh... espíritu, atmósfera... hálito. Tú, Zitziúlskii, lees a Schedrín, tú, Spíchkin, lees también algo así... Todo lo sé. Tú, Tuponósov, compones... este... artículos ahí, de toda clase... y te conduces con libertad. ¡Señores! ¡Les ruego! Les ruego no como jefe, sino como hombre... En nuestro tiempo así no se puede. Ese liberalismo debe desaparecer.
Habló en ese género mucho tiempo. Nos penetró a todos, penetró la tendencia actual, celebró las ciencias y las artes, con una reserva sobre el límite y los marcos, de cuáles ciencias no se puede salir, y recordó el amor de las madres... Nosotros palidecíamos, nos sonrojábamos y escuchábamos. Nuestra alma se limpiaba con sus palabras. Queríamos morirnos de contrición. Queríamos besarlo, caer postrados... empezar a sollozar... Yo miraba la espalda del archivero, y me parecía que esa espalda no lloraba, sólo porque temía interrumpir el silencio en sociedad.
-¡Anden! –terminó él. -¡Yo lo olvidé todo! No soy rencoroso... Yo... yo... ¡Señores! La historia nos dice... No me crean a mí, créanle a la historia... La historia nos dice...
¡Pero ay! Nosotros no supimos qué nos dice la historia. Su voz empezó a temblar, en sus ojos brillaron las lágrimas, sudaron sus lentes. En ese mismo momento, se oyeron unos sollozos: eso sollozaba Zitziúlskii. Spíchkin se sonrojó, como un cangrejo hervido. Nos buscamos los pañuelos en los bolsillos. Él parpadeó, y buscó el pañuelo también.
-¡Anden! –empezó a balbucear con voz llorosa. -¡Déjenme! Déjen... me... Msí...
¡Pero ay! Sáquenle ustedes al reloj una pieza pequeña, o échenle un ínfimo grano de arena, y se parará el reloj. La impresión, producida por el discurso, desapareció como humo a las mismas puertas de su apogeo. La apoteosis no se dio... ¿y gracias a qué? ¡A lo ínfimo!
Él se buscó en el bolsillo trasero y, con el pañuelo, sacó cierta correíta. Sin intención, se entiende. La correíta, pequeña, sucia, áspera, se balanceó en el aire como una culebra, y cayó a los pies del archivero. El archivero la levantó con ambas manos y, con una respetuosa palpitación en todos sus miembros, la puso sobre la mesa.
-La correíta –murmuró.
Zitziúlskii sonrió. Tras advertir su sonrisa yo, sin desearlo, me reí en el puño... como un imbécil, ¡como un chiquillo! Después de mí se rió Spíchkin, tras él Triojkapitánskii, ¡y todo sucumbió! Se derrumbó el edificio.
-¿Y tú por qué te ríes? –escuché una voz de trueno.
¡Padrecitos del mundo! Miro: sus ojos me miran a mí, sólo a mí... ¡fijamente!
-¿Dónde estás? ¿Ah? ¿Estás en la vinatera? ¿Ah? ¿Te olvidas? ¡Presenta la dimisión! Yo no necesito liberales.
1Nikolai Léikin escribe a Chejov el 3 de diciembre de 1882: “Su excelente artículo El discurso y la correíta no ha sido autorizado por la censura para publicar. El censor, a petición mía, lo presentó en la sesión del comité de censura, pero allí éste no pasó” (ZGALI).
Léikin escribe a Chejov en 1884: “Tras advertir que en los últimos tiempos la censura está como que más débil, envié a la censura la corrección de su viejo, no aprobado cuento El discurso y la correíta, ¡y qué maravilla! La corrección ha sido enviada de regreso con la autorización para publicación. Pero temo que usted haya colocado acaso El discurso y la correíta en algún lugar, además de los Retazos. La corrección yace aquí desde 1882” (GBL).
Chejov escribe a Léikin el 16 de noviembre de 1884: “Ese cuento no fue publicado en ningún lugar. Su esencia la recuerdo, la ejecución la he olvidado… Lo leeré con gusto, como algo no mío…”.
Título original: Rech i remeshok, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 47, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Edgar Degas, En la Bolsa, 1879.