La exposición canina, con sus corceles y sus galgos, me recordó un pequeño episodio que tuvo una gran influencia en mi vida.
Una hermosa mañana recibí de un tío hacendado, del gobierno de Ekaterinoslávsk, una carta. Entre tanto, éste escribía:
“Si no vienes a verme la próxima semana, ya no te voy a considerar mi sobrino, y a tu padre lo borraré del libro de memorias... ¡Vamos a cazar, ven!”...
Había que ir.
El tío me recibió con los brazos abiertos y, como es costumbre incluso entre los cazadores más hospitalarios, sin dejarme recuperar después del largo camino ni descansar, me condujo a la perrera para mostrarme sus caballos y sus perros. Los perros, en mi opinión, son grandes, pequeños y medianos; blancos, negros y grises, fieros y mansos; pero el tío distinguía entre éstos a los manchados, los marrones oscuros, los parduscos, los avellanos, los negros píos, los negros con manchas rojizas, los moteados, un lenguaje canino por completo; me parece que si los perros supieran hablar, hablarían exactamente ese lenguaje. El tío mostraba, besaba a los perros en el hocico, y todo el tiempo me compelía a que palpara los hocicos de los perros, a que tocara sus patas.
Al otro día por la mañana me ataviaron con una pelliza y unas botas de fieltro, y me llevaron de caza.
Recuerdo ahora el gran bosque de alisos, plateado de escarcha. Un silencio reinaba en éste sepulcral. Desde el bosque hasta el horizonte se extendía el campo blanco… Y no se veía final al campo. En el bosque y por el campo galopaban a caballo las pellizas… Todos tenían rostros preocupados, tensos, como si a todas esas pellizas les esperara descubrir algo nuevo, inusitado… Mi tío, rojo como un cangrejo, cabalgaba de una pelliza a la otra, daba órdenes, repartía injurias… Se oían los sonidos de las trompetas… Recuerdo esa escena ahora. Recuerdo también cómo se me acercó mi tío y me llevó al lindero del bosque.
-Párate aquí… ¡Cuando la fiera corra hacia ti desde el bosque, dispara!
-¡Pero es que yo, tío, ni el arma pues, la sé aguantar como es debido!
-Tonterías… Aprende… ¡Y mira pues!.. Tan pronto venga la fiera, ¡¡fuego!!
Dicho esto, el tío se alejó de mí, y yo me quedé solo. Las pellizas cabalgaron hacia el bosque. Largo tiempo esperé a la fiera. Esperaba, y en ese tiempo pensaba en Moscú, soñaba, dormitaba…
“¿Y qué si yo mato a la fiera?” –me imaginaba. -¡La mato yo, y no ellos! ¡Pues qué jaleo será!”
Tras una larga espera se oyó, finalmente, un ladrido discreto… Por el bosque se extendió el griterío… Yo monté el martillo y agucé la vista y el oído… Me empezó a latir el corazón, y se despertó en mí el instinto del cazador carnívoro. Crujieron no lejos de mí los arbustos, y vi a la fiera... Era una fiera un poco extraña, de patas largas y jeta erizada, corría directo hacia mí… Yo apreté con el dedo, el disparo retumbó y todo terminó. ¡Hurra! Mi fiera pegó un salto, cayó y empezó a retorcerse.
-¡Aquí! ¡A mí! –grité. -¡Tío!
Señalé a la fiera moribunda. Mi tío la miró y se agarró la cabeza.
-¡Ese es mi Skáchka! –gritó él. -¡Mi perro!.. ¡Mi muy amado perro!..
Y, tras saltar del caballo, abrazó a su Skáchka. Y yo pronto al trineo, y me esfumé.
El no premeditado asesinato de Skáchka me malquistó con el tío para siempre. Éste dejó de enviarme el sustento. Al morir hace tres años, ordenó decirme que él, aún después de la muerte, no me perdonaría el asesinato de su amado perro. Y su posesión la legó no a mí, sino a cierta dama, antigua amante suya.
Título original: Na ojotie, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1884, Nº 6, con la firma: “A-n Ch-té”.
Una hermosa mañana recibí de un tío hacendado, del gobierno de Ekaterinoslávsk, una carta. Entre tanto, éste escribía:
“Si no vienes a verme la próxima semana, ya no te voy a considerar mi sobrino, y a tu padre lo borraré del libro de memorias... ¡Vamos a cazar, ven!”...
Había que ir.
El tío me recibió con los brazos abiertos y, como es costumbre incluso entre los cazadores más hospitalarios, sin dejarme recuperar después del largo camino ni descansar, me condujo a la perrera para mostrarme sus caballos y sus perros. Los perros, en mi opinión, son grandes, pequeños y medianos; blancos, negros y grises, fieros y mansos; pero el tío distinguía entre éstos a los manchados, los marrones oscuros, los parduscos, los avellanos, los negros píos, los negros con manchas rojizas, los moteados, un lenguaje canino por completo; me parece que si los perros supieran hablar, hablarían exactamente ese lenguaje. El tío mostraba, besaba a los perros en el hocico, y todo el tiempo me compelía a que palpara los hocicos de los perros, a que tocara sus patas.
Al otro día por la mañana me ataviaron con una pelliza y unas botas de fieltro, y me llevaron de caza.
Recuerdo ahora el gran bosque de alisos, plateado de escarcha. Un silencio reinaba en éste sepulcral. Desde el bosque hasta el horizonte se extendía el campo blanco… Y no se veía final al campo. En el bosque y por el campo galopaban a caballo las pellizas… Todos tenían rostros preocupados, tensos, como si a todas esas pellizas les esperara descubrir algo nuevo, inusitado… Mi tío, rojo como un cangrejo, cabalgaba de una pelliza a la otra, daba órdenes, repartía injurias… Se oían los sonidos de las trompetas… Recuerdo esa escena ahora. Recuerdo también cómo se me acercó mi tío y me llevó al lindero del bosque.
-Párate aquí… ¡Cuando la fiera corra hacia ti desde el bosque, dispara!
-¡Pero es que yo, tío, ni el arma pues, la sé aguantar como es debido!
-Tonterías… Aprende… ¡Y mira pues!.. Tan pronto venga la fiera, ¡¡fuego!!
Dicho esto, el tío se alejó de mí, y yo me quedé solo. Las pellizas cabalgaron hacia el bosque. Largo tiempo esperé a la fiera. Esperaba, y en ese tiempo pensaba en Moscú, soñaba, dormitaba…
“¿Y qué si yo mato a la fiera?” –me imaginaba. -¡La mato yo, y no ellos! ¡Pues qué jaleo será!”
Tras una larga espera se oyó, finalmente, un ladrido discreto… Por el bosque se extendió el griterío… Yo monté el martillo y agucé la vista y el oído… Me empezó a latir el corazón, y se despertó en mí el instinto del cazador carnívoro. Crujieron no lejos de mí los arbustos, y vi a la fiera... Era una fiera un poco extraña, de patas largas y jeta erizada, corría directo hacia mí… Yo apreté con el dedo, el disparo retumbó y todo terminó. ¡Hurra! Mi fiera pegó un salto, cayó y empezó a retorcerse.
-¡Aquí! ¡A mí! –grité. -¡Tío!
Señalé a la fiera moribunda. Mi tío la miró y se agarró la cabeza.
-¡Ese es mi Skáchka! –gritó él. -¡Mi perro!.. ¡Mi muy amado perro!..
Y, tras saltar del caballo, abrazó a su Skáchka. Y yo pronto al trineo, y me esfumé.
El no premeditado asesinato de Skáchka me malquistó con el tío para siempre. Éste dejó de enviarme el sustento. Al morir hace tres años, ordenó decirme que él, aún después de la muerte, no me perdonaría el asesinato de su amado perro. Y su posesión la legó no a mí, sino a cierta dama, antigua amante suya.
Título original: Na ojotie, publicado por primera vez en la revista Budilnik, 1884, Nº 6, con la firma: “A-n Ch-té”.
Imagen: Giuseppe Palizzi, La caza del zorro, 1850.