Moscú, 28 de marzo de 1886.
Su carta, mi buen, querido entrañablemente agorero, me fulminó como un rayo. Yo casi no rompí a llorar, me conmoví, y siento ahora, que ésta dejó una huella profunda en mi alma. Como usted halagó mi juventud, así Dios apacigüe su vejez; yo pues no encuentro ni palabras, ni asuntos para agradecerle. Usted sabe, con qué ojos mira la gente común a tales elegidos como usted; puede juzgar por eso lo que constituye para mi amor propio su carta. Ésta está por encima de cualquier diploma, y para un escritor principiante, es un honorario por el presente y el futuro. Yo estoy como ebrio. No tengo fuerzas para juzgar, si he merecido esta elevada recompensa o no… Repito sólo que ésta me fulminó.
Si yo tengo un don que se debe respetar, pues confieso ante la pureza de su corazón, que hasta ahora no lo respeté. Yo sentía que lo tengo, pero estoy acostumbrado a considerarlo insignificante. Para ser consigo mismo injusto, en extremo aprensivo y sospechoso, son suficientes para el organismo las razones de índole puramente externa… Y de esas razones, como ahora recuerdo, yo tengo suficiente. Todos mis allegados tuvieron siempre una actitud indulgente hacia mi autoría, y no cesaban de aconsejarme, amistosamente, no cambiar la labor actual por el garabateo de papeles. Yo tengo en Moscú cientos de conocidos, entre éstos unas dos decenas que escriben, y no puedo recordar ni uno, que me considerara o viera en mí un artista. En Moscú existe el tal llamado “circulito literario”: talentos y mediocridades de todas las edades y pelajes, se reúnen una vez a la semana en el gabinete de un restaurante, y sacan a pasear ahí sus lenguas. Si yo voy allí y leo siquiera un pedacito de su carta, pues se me reirán en la cara. Después de andorrear cinco años por los periódicos, yo alcancé a penetrarme de esa visión general sobre mi menudencia literaria, me acostumbré pronto a mirar mis trabajos con indulgencia, ¡y empecé a escribir! Esta es la primera razón… La segunda, yo soy médico, y estoy hundido hasta las orejas en mi medicina, así que el refrán de los dos conejos, a ningún otro le molestó tanto al dormir como a mí.
Escribo todo esto sólo para, al menos un poco, justificarme ante usted en mi grave pecado. Hasta ahora, tuve una actitud hacia mi trabajo literario en extremo superficial, negligente, banal. No recuerdo ni un cuento mío, en el que yo trabajara más de un día, y El cazador2, que a usted le gustó, ¡yo lo escribí en la caseta! Como los reporteros escriben sus notitas sobre los incendios, así escribí yo mis cuentos: maquinal, semi-inconscientemente, sin preocuparme para nada ni del lector, ni de mí mismo… Escribía y, por todos los medios, intentaba no gastar en los cuentos las imágenes y las escenas que me son preciadas, y que yo, sabe Dios por qué, cuidaba y ocultaba con esmero.
Lo primero que me empujó a la autocrítica fue la carta muy amable y, en cuanto entiendo, sincera de Suvórin. Yo empecé a disponerme a escribir algo sensato pero, de todas formas, fe en mi sensatez literaria personal no tenía.
Pero he aquí, de forma inesperada-inopinada, se me presentó su carta. Perdone por la comparación, ésta influyó en mí como una orden del gobernador, de “¡salir de la ciudad en 24 horas!”, o sea, yo de pronto sentí la imperiosa necesidad de apurarme, de salir rápido de ahí donde me había atascado…
Yo con usted convengo en todo. El cinismo que me señala, yo mismo lo sentí cuando vi La bruja en la prensa. Si yo hubiera escrito ese cuento no en un día, sino en 3-4 días, no lo hubiera tenido…
Del trabajo urgente me liberaré, pero no pronto… De salirme del carril donde caí no hay posibilidad. Yo no estoy en contra de pasar hambre, como ya pasé hambre, pero no está en mí el asunto… A la escritura yo le doy el ocio, unas 2-3 horas al día y un pedacito de la noche, o sea, el tiempo apto sólo para el trabajo menudo. En el verano, cuando tengo más ocio y residir me toca menos, me voy a encargar del asunto serio.
Poner en el librito mi nombre verdadero no se puede, porque ya es tarde: la viñeta está lista y el libro impreso3. A mí muchos petersburgueses, aún antes que usted, me aconsejaron no estropear el libro con un seudónimo, pero yo no obedecí, probablemente, por amor propio. Mi librito no me gusta nada. Es una vinaigrette4, una turba desordenada de trabajitos estudiantiles, desplumados por la censura y los redactores de las ediciones humorísticas. Yo creo que, tras leerlo, muchos se van a desilusionar. Si yo hubiera sabido que me leen y que usted me sigue, no me hubiera puesto a publicar este libro.
Toda la esperanza está en el futuro. Yo aún tengo sólo 26 años. Acaso alcance a hacer algo, aunque el tiempo corre rápido.
Perdone por la carta larga, y no atribuya a una persona culpa por que ésta, por primera vez en la vida, se atrevió a mimarse con tal placer, como el de una carta a Grigoróvich.
Envíeme, si se puede, su tarjetita. Me ha halagado e inquietado usted tanto que, me parece, le escribiría no una hoja, sino toda una resma. Dios le dé dicha y salud, y crea en la franqueza de su respetuoso y profundamente agradecido
Si yo tengo un don que se debe respetar, pues confieso ante la pureza de su corazón, que hasta ahora no lo respeté. Yo sentía que lo tengo, pero estoy acostumbrado a considerarlo insignificante. Para ser consigo mismo injusto, en extremo aprensivo y sospechoso, son suficientes para el organismo las razones de índole puramente externa… Y de esas razones, como ahora recuerdo, yo tengo suficiente. Todos mis allegados tuvieron siempre una actitud indulgente hacia mi autoría, y no cesaban de aconsejarme, amistosamente, no cambiar la labor actual por el garabateo de papeles. Yo tengo en Moscú cientos de conocidos, entre éstos unas dos decenas que escriben, y no puedo recordar ni uno, que me considerara o viera en mí un artista. En Moscú existe el tal llamado “circulito literario”: talentos y mediocridades de todas las edades y pelajes, se reúnen una vez a la semana en el gabinete de un restaurante, y sacan a pasear ahí sus lenguas. Si yo voy allí y leo siquiera un pedacito de su carta, pues se me reirán en la cara. Después de andorrear cinco años por los periódicos, yo alcancé a penetrarme de esa visión general sobre mi menudencia literaria, me acostumbré pronto a mirar mis trabajos con indulgencia, ¡y empecé a escribir! Esta es la primera razón… La segunda, yo soy médico, y estoy hundido hasta las orejas en mi medicina, así que el refrán de los dos conejos, a ningún otro le molestó tanto al dormir como a mí.
Escribo todo esto sólo para, al menos un poco, justificarme ante usted en mi grave pecado. Hasta ahora, tuve una actitud hacia mi trabajo literario en extremo superficial, negligente, banal. No recuerdo ni un cuento mío, en el que yo trabajara más de un día, y El cazador2, que a usted le gustó, ¡yo lo escribí en la caseta! Como los reporteros escriben sus notitas sobre los incendios, así escribí yo mis cuentos: maquinal, semi-inconscientemente, sin preocuparme para nada ni del lector, ni de mí mismo… Escribía y, por todos los medios, intentaba no gastar en los cuentos las imágenes y las escenas que me son preciadas, y que yo, sabe Dios por qué, cuidaba y ocultaba con esmero.
Lo primero que me empujó a la autocrítica fue la carta muy amable y, en cuanto entiendo, sincera de Suvórin. Yo empecé a disponerme a escribir algo sensato pero, de todas formas, fe en mi sensatez literaria personal no tenía.
Pero he aquí, de forma inesperada-inopinada, se me presentó su carta. Perdone por la comparación, ésta influyó en mí como una orden del gobernador, de “¡salir de la ciudad en 24 horas!”, o sea, yo de pronto sentí la imperiosa necesidad de apurarme, de salir rápido de ahí donde me había atascado…
Yo con usted convengo en todo. El cinismo que me señala, yo mismo lo sentí cuando vi La bruja en la prensa. Si yo hubiera escrito ese cuento no en un día, sino en 3-4 días, no lo hubiera tenido…
Del trabajo urgente me liberaré, pero no pronto… De salirme del carril donde caí no hay posibilidad. Yo no estoy en contra de pasar hambre, como ya pasé hambre, pero no está en mí el asunto… A la escritura yo le doy el ocio, unas 2-3 horas al día y un pedacito de la noche, o sea, el tiempo apto sólo para el trabajo menudo. En el verano, cuando tengo más ocio y residir me toca menos, me voy a encargar del asunto serio.
Poner en el librito mi nombre verdadero no se puede, porque ya es tarde: la viñeta está lista y el libro impreso3. A mí muchos petersburgueses, aún antes que usted, me aconsejaron no estropear el libro con un seudónimo, pero yo no obedecí, probablemente, por amor propio. Mi librito no me gusta nada. Es una vinaigrette4, una turba desordenada de trabajitos estudiantiles, desplumados por la censura y los redactores de las ediciones humorísticas. Yo creo que, tras leerlo, muchos se van a desilusionar. Si yo hubiera sabido que me leen y que usted me sigue, no me hubiera puesto a publicar este libro.
Toda la esperanza está en el futuro. Yo aún tengo sólo 26 años. Acaso alcance a hacer algo, aunque el tiempo corre rápido.
Perdone por la carta larga, y no atribuya a una persona culpa por que ésta, por primera vez en la vida, se atrevió a mimarse con tal placer, como el de una carta a Grigoróvich.
Envíeme, si se puede, su tarjetita. Me ha halagado e inquietado usted tanto que, me parece, le escribiría no una hoja, sino toda una resma. Dios le dé dicha y salud, y crea en la franqueza de su respetuoso y profundamente agradecido
A. Chejov.
1Dmítrii Grigoróvich, escritor célebre, autor de Los pescadores y Los emigrantes, entre otros relatos.
2El cazador, publicado en La gaceta de Petersburgo (1885, Nº 194, 18 de julio).
3Cuentos abigarrados es publicado con el seudónimo “A. Chejonté”, pero con el nombre “An.P. Chejov” entre paréntesis.
4Vinaigrette, salpicón; ensaladilla rusa con remolacha; (expresión familiar), ensalada, mezcolanza, revoltijo.
Imagen: Tsvetlana Smirnova, The beginning of spring, 2001.