VIII
La carretera siberiana es el camino más grande y, al parecer, más deforme de todo el mundo. De Tiumén a Tomsk, gracias no a los funcionarios, sino a las condiciones naturales de la comarca, ésta aún es tolerable; hay una llanura sin bosque, por la mañana llueve y por la tarde ya se secó; y si hasta finales de mayo, la carretera está cubierta de montañas de hielo, de la nieve que se derrite, pues usted puede ir por el campo, escogiendo cualquier senda de rodeo en la extensión. Desde Tomsk empieza la taiga y las colinas; la tierra se seca aquí no pronto, no hay por dónde escoger una senda de rodeo, a fuerza tienes que ir por la carretera. Y por eso sólo después de Tomsk, los viajeros empiezan a injuriar, y a colaborar en los libros de quejas con empeño. Los señores funcionarios leen sus quejas con cuidado, y en cada una escriben: “Dejar sin consecuencia”. ¿Para qué escribir? Los funcionarios chinos, ya hace tiempo se hubieran hecho de un sello.
Conmigo, desde Tomsk hasta Irkútsk, van dos tenientes y un médico militar. Un teniente es de infantería, con gorro de monje, el otro es topógrafo, con cordones. En cada estación nosotros, llenos de fango, mojados, soñolientos, torturados por el viajar lento y la sacudida, nos tumbamos sobre los divanes y nos turbamos: “¡Qué infame, qué terrible camino!” Y los escribanos y los responsables de las estaciones nos dicen:
-¡Eso aún no es nada, esperen a ver pues, lo que será en la Kozúlka!
Nos atemorizan con la Kozúlka en cada estación, empezando desde Tomsk –los escribanos sonríen con misterio, y a los viajeros de encuentro les dicen con malicia: “¡Yo, digo, pasé, ahora pasa tú!” Y atemorizan la imaginación hasta tal punto, que uno empieza a soñar con la misteriosa Kozúlka, como si fuera un pájaro de pico largo y ojos verdes.
Kozúlka se llama una distancia de 22 vérstas, entre las estaciones Chernoriéchensk y Kozúlka (eso entre las ciudades Áchinsk y Krasnoyársk). A dos, a tres estaciones del lugar terrible, empiezan ya a mostrarse los precursores. Uno al encuentro dice que se volcó cuatro veces, otro se queja de que se le rompió el eje, el tercero calla sombriamente, y a la pregunta de si es bueno el camino, responde: “¡Muy bueno, que se lo lleve el diablo!” Todos me miran con compasión, como a un difunto, porque tengo carruaje propio.
-¡Seguro se rompe y se atasca en el fango! –me dicen con un suspiro. –¡Mejor le sería ir en los de posta!
Mientras más cerca de la Kozúlka, más terribles son los precursores. No lejos de la estación Chernoriéchensk, al atardecer, el carro de mis guías de pronto se vuelca, con los tenientes y el doctor, y con ellos vuelan al fango sus maletas, los hatillos, los sables y el estuche con el violín. Por la noche llega mi turno. Ante la misma estación Chernoriéchensk, el cochero me informa de pronto, que a mi coche se le jorobó el gatillo (una barra de hierro que une la delantera con la pieza del axial; cuando éste se joroba o se rompe, el coche da panza en tierra). En la estación empieza el arreglo. Unos cinco cocheros, que huelen a ajo y a cebolla así, que asfixia y da náuseas, ponen el coche fangoso de costado, y empiezan a sacar con el martillo el gatillo jorobado. Ellos me dicen que al coche se le rajó aún cierto cojinete, se le zafó el goloso18 y se le cayeron tres tuercas, pero yo no entiendo nada, y no quisiera entender… Está oscuro, hace frío, es aburrido, quisiera dormir…
En la sala de la estación una lámpara arde opacamente. Huele a keroseno, a ajo y a cebolla. En un diván está acostado un teniente de papája19 que duerme, en el otro está sentado cierto hombre barbudo, que se calza las botas con pereza; recién recibió la orden de ir a algún lugar a arreglar el telégrafo, y quisiera dormir, y no ir. El teniente con cordones y el doctor están sentados a la mesa, pusieron sus cabezas pesadas sobre sus manos y dormitan. Se oye como ronca la papája y cómo golpean con el martillo en el patio.
Conversan… Todas estas conversaciones de la carretera, son sobre un solo y mismo tema: critican a la jefatura local y maldicen el camino. Más que todo le toca a la dirección del correo-telegráfico; ésta, en toda la carretera siberiana, reina pero no dirige. Al viajero fatigado, que le quedan aún hasta Irkútsk más de mil vérstas, le parece simplemente horrible todo lo que se cuenta en las estaciones. Todas esas conversaciones, sobre cómo a cierto miembro de la Sociedad geográfica, que viajaba con su esposa, se le rompió dos veces el carruaje, y al final de todo se vio obligado a pernoctar en el bosque, cómo cierta dama se rompió la cabeza con las sacudidas, cómo cierto recaudador de accisas estuvo parado en el fango 16 horas, y le dio a los mujíks 25 rublos por que éstos lo sacaron, y lo llevaron hasta la estación, cómo ni un propietario de carruaje ha llegado favorablemente hasta la estación, todas esas conversaciones te hacen eco en el alma, como los gritos de los pájaros de mal agüero.
A juzgar por los cuentos, el correo es el que sufre más que todos. Si se hallara un buen hombre, que se tomara el trabajo de seguir las huellas del tránsito del correo siberiano, desde Perm hasta Irkútsk, y apuntara sus impresiones, pues se obtendría un relato que les sacaría las lágrimas a los lectores. Empezar por que todos esos fardos y bolsas de piel, que llevan a Siberia la religión, la ilustración, el orden y el dinero, pernoctan sin ninguna necesidad por días enteros en Perm, sólo por que los barcos perezosos siempre llegan tarde al tren. Desde Tiumén hasta Tomsk, en primavera, hasta el mismo junio, el correo lucha con las monstruosas crecidas de los ríos, y con el fango intransitable; recuerdo que en una de las estaciones yo tuve que esperar, gracias a la crecida, cerca de un día; conmigo esperó el correo también. Los correos pesados, que se transportan en botes pequeños a través de los ríos y las praderas inundadas, no se vuelcan sólo, porque las madres de los carteros siberianos, probablemente, rezan por ellos con fervor. Desde Tomsk hasta Irkútsk, las telegas de correo están paradas en el fango por 10-20 horas, cerca de las distintas Kozúlkas y Chernoriéchenskis, que no tienen número. El 17 de mayo, en una de las estaciones, me contaron que hacía poco, en el riachuelo Kácha, se había derrumbado el puente bajo el correo, y que por poco no se ahogaron los caballos y el correo; ésta es una de las aventuras comunes, que ya se han hecho costumbre para el correo siberiano. Mientras yo iba a Irkútsk, a mí, durante seis días, no me sorteó el correo de Moscú; eso significa que éste se retrasó más de una semana, y que toda una semana se embarcó en ciertas aventuras.
Los carteros siberianos son mártires. Su cruz es pesada. Son héroes que la patria no quiere reconocer con empeño. Éstos trabajan mucho, luchan con la naturaleza, a cada rato sufren de modo insoportable, pero a ellos los despiden, les descuentan y los multan mucho más a menudo que los premian. ¿Saben acaso qué salario reciben ellos, y vieron acaso en su vida, siquiera, a un cartero con medalla? Puede ser que ellos sean mucho más útiles, que aquellos que escriben: “Dejar sin consecuencia”, pero miren qué asustados, golpeados están, qué tímidos son en vuestra presencia…
Pero he aquí, finalmente, anuncian que el carruaje está listo. Se puede seguir adelante.
-¡Levántese! –despierta el doctor a la papája. –Mientras más temprano pasemos por esa maldita Kozúlka, tanto mejor.
-Señores, el diablo no es tan terrible como lo pintan, -consuela el hombre barbudo. –En verdad, la Kozúlka no es en nada peor que las otras estaciones. Y además de eso, si tienen miedo, pues 22 vérstas se pueden pasar a pie…
-Sí, si no te hundes en el fango…-agrega el escribano.
En el cielo brilla la aurora. Hace frío... Los cocheros aún no salieron del patio, pero ya dicen: “¡Bueno, camino, no quiera Dios!” Vamos al principio por un pueblo... El fango líquido, donde se hunden las ruedas, alterna con los terrones y los baches secos; los troncos de los diques y los puentecitos, hundidos en el estiércol líquido, salen como costillas, el pasar por éstos les retuerce el alma a las personas, y les rompe los ejes a los carruajes...
Pero he aquí el pueblo termina, y estamos en la terrible Kozúlka. El camino aquí es, en realidad, repulsivo, pero yo no hallo que sea peor que, por ejemplo, cerca de Marínskii o del mismo Chernoriéchensk. Imagínense una entresaca ancha, a lo largo de la cual, se extiende un terraplén de unos cuatro sazhénes de ancho, de barro y de basura, eso es la carretera. Si mirar éste terraplén de costado, pues parece un gran árbol de órgano que sale de la tierra, como de un estuche musical abierto. A ambos lados están las cunetas. A lo largo del caballón se extienden los carriles, de medio arshín de profundidad y más, éstos están cortados por numerosas transversales y, de esta forma, todo el caballón constituye en sí una serie de cadenas de montañas, entre las cuales hay sus Kazbiékis y Elbrúses; las cúspides de las montañas ya están secas y suenan bajo las ruedas, a los pies aún chapotea el agua. Sólo quizás un mago muy diestro podría, acaso, poner el carruaje sobre este terraplén de modo tal, que estuviera derecho; comúnmente, el carruaje siempre se encuentra en una posición que, mientras usted no se acostumbra, a cada minuto se ve obligado a gritar: “¡Cochero, nos volcamos!” Ya las ruedas derechas se hunden en el carril profundo, y las izquierdas están en la cúspide de la montaña, ya dos ruedas se hunden en el fango, la tercera está en la cúspide y la cuarta gira en el aire… La carreta adopta miles de posiciones, y usted en ese tiempo se agarra ya la cabeza, ya el costado, se inclina hacia todos lados y se muerde la lengua; y sus maletas se revuelven y amontonan las unas sobre las otras, y sobre usted mismo. Y eche una mirada al cochero: ¿cómo este acróbata se las ingenia para estar sentado en el pescante?
Si alguien nos mirara desde un costado, pues diría que nosotros no viajamos, sino perdemos el juicio. Queremos mantenernos lejos del terraplén, y vamos por el lindero, intentando encontrar una senda de rodeo, pero ahí hay carriles, terrones, costillas y puentecitos. Tras ir un poco, el cochero se detiene; piensa un minuto y, graznando con impotencia, con una expresión, como si quisiera cometer ahora una gran fechoría, se dirige hacia la carretera, directo a la cuneta. Repercute un crujido: ¡traj en las ruedas delanteras, traj en las traseras!, eso es que vamos por la cuneta. Después nos subimos al terraplén, también con crujido. De los caballos se cae el aparejo, los balancines se desprenden, la retranca y el arco se arrastran a un costado… “¡Bueno, mátushka! –grita el cochero, restallando con todas sus fuerzas el látigo. -¡Bueno, amiguito! ¡Que te salga una llaga en el alma!” Tras tirar del carro unos diez pasos, los caballos se detienen; ahora, por mucho que los fustigues, como no los motejes, ya no seguirán adelante. No hay nada que hacer, nos dirigimos de nuevo hacia la cuneta y bajamos del terraplén, buscamos de nuevo una senda de rodeo, después en la duda de nuevo, y de vuelta al terraplén, y así sin término.
Es penoso ir, muy penoso, pero se hace aún más penoso, cuando piensas que esta franja de tierra deforme, ondulada, esta viruela negra, ¡es casi la única veta que une a Siberia con Europa! ¡Y por esta veta, dicen, fluye a Siberia la civilización! Sí, dicen, dicen mucho, y si nos oyeran los cocheros, los carteros o estos mujíks mojados, llenos de fango, que se meten hasta la rodilla en el fango junto a su convoy, que lleva té a Europa, ¡pues qué opinión tendrían de Europa, de su sinceridad!
A propósito, echen una mirada al convoy. Unos cuarenta carros con cajas de té se extienden por el mismo terraplén… Las ruedas se ocultan a medias en los carriles profundos, los caballos flacos estiran los cuellos… Junto a los carros van los carreros, sacando las piernas del fango y ayudando a los caballos, ya hace tiempo que no tienen más fuerzas… He aquí una parte del convoy se detuvo. ¿Qué pasa? A uno de los carros se le rompió la rueda… ¡No, mejor ya no mirar!
Para mofarse de los cocheros, los carteros, los carreros y los caballos torturados, alguien dispuso poner, a los lados del camino, pilas de restos de ladrillos y piedras. Eso es para recordar a cada instante, que en breve tiempo el camino estará aún peor. Dicen que en las ciudades y las aldeas de la carretera siberiana, viven personas que cobran un salario por arreglar el camino. Si esto es verdad, pues hay que aumentarles el salario, para que éstas, por favor, no se tomen el trabajo de arreglarlo, ya que después de sus arreglos el camino se pone peor y peor. En palabras de los campesinos, la reparación de un camino como la Kozúlka, se hace así. A finales de junio o principios de julio, en plena temporada de mosquitos -el castigo egipcio local-, “reúnen” a la gente de las aldeas, y les ordenan rellenar los carriles secos y los huecos con ramajes, restos de ladrillos y piedras que se hacen polvo entre los dedos; la reparación continúa hasta finales del verano. Después cae nieve, y el camino se cubre de unos baches únicos en el mundo, que mecen hasta causar mal de mar, después la primavera y el fango, después la reparación de nuevo, y así año tras año.
Antes de Tomsk me tocó conocer a un jurado, y viajar junto a él dos-tres estaciones. Recuerdo que estábamos sentados en la isbá de cierto hebreo, y tomábamos sopa de perca cuando entró un policía rural, e informó al jurado que en cierto lugar, el camino se estropeó por completo, y que el contratista de caminos no quiere arreglarlo…
-¡Llámalo aquí! –dispuso el jurado.
Poco tiempo después entró un mujík pequeño, desgreñado, con una fisonomía torcida. El jurado se levantó de la silla y se abalanzó sobre él…
-¿Tú cómo te atreves pues, canalla, a no arreglar el camino? –empezó a gritarle con voz llorosa. –Por éste no se puede pasar, se rompen la crisma, el gobernador escribe, el jefe de policía escribe, yo quedo como culpable ante todos, y tú, miserable, que te salga una llaga en el alma, anatema, jeta tuya condenada, ¿qué miras? ¿Ah? ¡Basura tú, semejante! ¡Que mañana esté arreglado el camino! ¡Mañana voy a ir de regreso, y si veo que el camino no está arreglado, pues te rompo la jeta, te mutilo, bandido! ¡Fuera de aquí!
El mujík parpadeó, sudó, puso una cara aún más torcida y salió rápido por la puerta. El jurado regresó a la mesa, se sentó y dijo sonriendo:
-Sí, por supuesto, después de las petersburguesas y las moscovitas a usted, las mujeres locales, no pueden gustarle, pero si busca bien, pues aquí también se puede encontrar una muchacha…
Sería interesante saber, ¿qué alcanzó a hacer el mujík hasta mañana? ¿Y qué se puede hacer en un plazo tan breve? No sé, por suerte o por desgracia para la carretera siberiana, los jurados no están mucho tiempo en un mismo lugar, los cambian a menudo. Cuentan que un jurado asignado recientemente, al llegar a su distrito, reunió a los campesinos y les ordenó cavar cunetas a los lados del camino; su sucesor, no deseando cederle en originalidad, reunió a los campesinos y les ordenó cegar las cunetas. El tercero dispuso en su distrito cubrir el camino con una capa de barro de medio arshín. El cuarto, el quinto, el sexto, el séptimo, cada uno intentó traer a la colmena su porción de miel…
Durante todo el año el camino permanece imposible: en primavera el fango, en verano los terrones, los huecos y la reparación, en invierno los baches. Ese viajar rápido, que alguna vez sobrecogió el espíritu a P.P. Vigel20, y más tarde a I.A. Goncharóv21, ahora es pensable, acaso, sólo en invierno, con las primeras nieves. Es verdad, los escritores modernos se maravillan con la rapidez del viajar siberiano, pero eso es sólo porque es embarazoso, habiendo estado en Siberia, no experimentar el viajar rápido, siquiera en la imaginación…
Es difícil esperar que la Kozúlka, alguna vez, deje de romper los ejes y las ruedas. Los funcionarios siberianos no han visto, en su larga vida, unos caminos mejores; a ellos les gusta éste, y los libros de quejas, la correspondencia y la crítica de los viajeros de Siberia, traen tan poco provecho a los caminos, como el dinero que asignan para su arreglo…
Llegamos a la estación Kozúlka cuando el sol ya está alto. Mis guías continúan adelante, y yo me quedo a arreglar mi carruaje.
Conmigo, desde Tomsk hasta Irkútsk, van dos tenientes y un médico militar. Un teniente es de infantería, con gorro de monje, el otro es topógrafo, con cordones. En cada estación nosotros, llenos de fango, mojados, soñolientos, torturados por el viajar lento y la sacudida, nos tumbamos sobre los divanes y nos turbamos: “¡Qué infame, qué terrible camino!” Y los escribanos y los responsables de las estaciones nos dicen:
-¡Eso aún no es nada, esperen a ver pues, lo que será en la Kozúlka!
Nos atemorizan con la Kozúlka en cada estación, empezando desde Tomsk –los escribanos sonríen con misterio, y a los viajeros de encuentro les dicen con malicia: “¡Yo, digo, pasé, ahora pasa tú!” Y atemorizan la imaginación hasta tal punto, que uno empieza a soñar con la misteriosa Kozúlka, como si fuera un pájaro de pico largo y ojos verdes.
Kozúlka se llama una distancia de 22 vérstas, entre las estaciones Chernoriéchensk y Kozúlka (eso entre las ciudades Áchinsk y Krasnoyársk). A dos, a tres estaciones del lugar terrible, empiezan ya a mostrarse los precursores. Uno al encuentro dice que se volcó cuatro veces, otro se queja de que se le rompió el eje, el tercero calla sombriamente, y a la pregunta de si es bueno el camino, responde: “¡Muy bueno, que se lo lleve el diablo!” Todos me miran con compasión, como a un difunto, porque tengo carruaje propio.
-¡Seguro se rompe y se atasca en el fango! –me dicen con un suspiro. –¡Mejor le sería ir en los de posta!
Mientras más cerca de la Kozúlka, más terribles son los precursores. No lejos de la estación Chernoriéchensk, al atardecer, el carro de mis guías de pronto se vuelca, con los tenientes y el doctor, y con ellos vuelan al fango sus maletas, los hatillos, los sables y el estuche con el violín. Por la noche llega mi turno. Ante la misma estación Chernoriéchensk, el cochero me informa de pronto, que a mi coche se le jorobó el gatillo (una barra de hierro que une la delantera con la pieza del axial; cuando éste se joroba o se rompe, el coche da panza en tierra). En la estación empieza el arreglo. Unos cinco cocheros, que huelen a ajo y a cebolla así, que asfixia y da náuseas, ponen el coche fangoso de costado, y empiezan a sacar con el martillo el gatillo jorobado. Ellos me dicen que al coche se le rajó aún cierto cojinete, se le zafó el goloso18 y se le cayeron tres tuercas, pero yo no entiendo nada, y no quisiera entender… Está oscuro, hace frío, es aburrido, quisiera dormir…
En la sala de la estación una lámpara arde opacamente. Huele a keroseno, a ajo y a cebolla. En un diván está acostado un teniente de papája19 que duerme, en el otro está sentado cierto hombre barbudo, que se calza las botas con pereza; recién recibió la orden de ir a algún lugar a arreglar el telégrafo, y quisiera dormir, y no ir. El teniente con cordones y el doctor están sentados a la mesa, pusieron sus cabezas pesadas sobre sus manos y dormitan. Se oye como ronca la papája y cómo golpean con el martillo en el patio.
Conversan… Todas estas conversaciones de la carretera, son sobre un solo y mismo tema: critican a la jefatura local y maldicen el camino. Más que todo le toca a la dirección del correo-telegráfico; ésta, en toda la carretera siberiana, reina pero no dirige. Al viajero fatigado, que le quedan aún hasta Irkútsk más de mil vérstas, le parece simplemente horrible todo lo que se cuenta en las estaciones. Todas esas conversaciones, sobre cómo a cierto miembro de la Sociedad geográfica, que viajaba con su esposa, se le rompió dos veces el carruaje, y al final de todo se vio obligado a pernoctar en el bosque, cómo cierta dama se rompió la cabeza con las sacudidas, cómo cierto recaudador de accisas estuvo parado en el fango 16 horas, y le dio a los mujíks 25 rublos por que éstos lo sacaron, y lo llevaron hasta la estación, cómo ni un propietario de carruaje ha llegado favorablemente hasta la estación, todas esas conversaciones te hacen eco en el alma, como los gritos de los pájaros de mal agüero.
A juzgar por los cuentos, el correo es el que sufre más que todos. Si se hallara un buen hombre, que se tomara el trabajo de seguir las huellas del tránsito del correo siberiano, desde Perm hasta Irkútsk, y apuntara sus impresiones, pues se obtendría un relato que les sacaría las lágrimas a los lectores. Empezar por que todos esos fardos y bolsas de piel, que llevan a Siberia la religión, la ilustración, el orden y el dinero, pernoctan sin ninguna necesidad por días enteros en Perm, sólo por que los barcos perezosos siempre llegan tarde al tren. Desde Tiumén hasta Tomsk, en primavera, hasta el mismo junio, el correo lucha con las monstruosas crecidas de los ríos, y con el fango intransitable; recuerdo que en una de las estaciones yo tuve que esperar, gracias a la crecida, cerca de un día; conmigo esperó el correo también. Los correos pesados, que se transportan en botes pequeños a través de los ríos y las praderas inundadas, no se vuelcan sólo, porque las madres de los carteros siberianos, probablemente, rezan por ellos con fervor. Desde Tomsk hasta Irkútsk, las telegas de correo están paradas en el fango por 10-20 horas, cerca de las distintas Kozúlkas y Chernoriéchenskis, que no tienen número. El 17 de mayo, en una de las estaciones, me contaron que hacía poco, en el riachuelo Kácha, se había derrumbado el puente bajo el correo, y que por poco no se ahogaron los caballos y el correo; ésta es una de las aventuras comunes, que ya se han hecho costumbre para el correo siberiano. Mientras yo iba a Irkútsk, a mí, durante seis días, no me sorteó el correo de Moscú; eso significa que éste se retrasó más de una semana, y que toda una semana se embarcó en ciertas aventuras.
Los carteros siberianos son mártires. Su cruz es pesada. Son héroes que la patria no quiere reconocer con empeño. Éstos trabajan mucho, luchan con la naturaleza, a cada rato sufren de modo insoportable, pero a ellos los despiden, les descuentan y los multan mucho más a menudo que los premian. ¿Saben acaso qué salario reciben ellos, y vieron acaso en su vida, siquiera, a un cartero con medalla? Puede ser que ellos sean mucho más útiles, que aquellos que escriben: “Dejar sin consecuencia”, pero miren qué asustados, golpeados están, qué tímidos son en vuestra presencia…
Pero he aquí, finalmente, anuncian que el carruaje está listo. Se puede seguir adelante.
-¡Levántese! –despierta el doctor a la papája. –Mientras más temprano pasemos por esa maldita Kozúlka, tanto mejor.
-Señores, el diablo no es tan terrible como lo pintan, -consuela el hombre barbudo. –En verdad, la Kozúlka no es en nada peor que las otras estaciones. Y además de eso, si tienen miedo, pues 22 vérstas se pueden pasar a pie…
-Sí, si no te hundes en el fango…-agrega el escribano.
En el cielo brilla la aurora. Hace frío... Los cocheros aún no salieron del patio, pero ya dicen: “¡Bueno, camino, no quiera Dios!” Vamos al principio por un pueblo... El fango líquido, donde se hunden las ruedas, alterna con los terrones y los baches secos; los troncos de los diques y los puentecitos, hundidos en el estiércol líquido, salen como costillas, el pasar por éstos les retuerce el alma a las personas, y les rompe los ejes a los carruajes...
Pero he aquí el pueblo termina, y estamos en la terrible Kozúlka. El camino aquí es, en realidad, repulsivo, pero yo no hallo que sea peor que, por ejemplo, cerca de Marínskii o del mismo Chernoriéchensk. Imagínense una entresaca ancha, a lo largo de la cual, se extiende un terraplén de unos cuatro sazhénes de ancho, de barro y de basura, eso es la carretera. Si mirar éste terraplén de costado, pues parece un gran árbol de órgano que sale de la tierra, como de un estuche musical abierto. A ambos lados están las cunetas. A lo largo del caballón se extienden los carriles, de medio arshín de profundidad y más, éstos están cortados por numerosas transversales y, de esta forma, todo el caballón constituye en sí una serie de cadenas de montañas, entre las cuales hay sus Kazbiékis y Elbrúses; las cúspides de las montañas ya están secas y suenan bajo las ruedas, a los pies aún chapotea el agua. Sólo quizás un mago muy diestro podría, acaso, poner el carruaje sobre este terraplén de modo tal, que estuviera derecho; comúnmente, el carruaje siempre se encuentra en una posición que, mientras usted no se acostumbra, a cada minuto se ve obligado a gritar: “¡Cochero, nos volcamos!” Ya las ruedas derechas se hunden en el carril profundo, y las izquierdas están en la cúspide de la montaña, ya dos ruedas se hunden en el fango, la tercera está en la cúspide y la cuarta gira en el aire… La carreta adopta miles de posiciones, y usted en ese tiempo se agarra ya la cabeza, ya el costado, se inclina hacia todos lados y se muerde la lengua; y sus maletas se revuelven y amontonan las unas sobre las otras, y sobre usted mismo. Y eche una mirada al cochero: ¿cómo este acróbata se las ingenia para estar sentado en el pescante?
Si alguien nos mirara desde un costado, pues diría que nosotros no viajamos, sino perdemos el juicio. Queremos mantenernos lejos del terraplén, y vamos por el lindero, intentando encontrar una senda de rodeo, pero ahí hay carriles, terrones, costillas y puentecitos. Tras ir un poco, el cochero se detiene; piensa un minuto y, graznando con impotencia, con una expresión, como si quisiera cometer ahora una gran fechoría, se dirige hacia la carretera, directo a la cuneta. Repercute un crujido: ¡traj en las ruedas delanteras, traj en las traseras!, eso es que vamos por la cuneta. Después nos subimos al terraplén, también con crujido. De los caballos se cae el aparejo, los balancines se desprenden, la retranca y el arco se arrastran a un costado… “¡Bueno, mátushka! –grita el cochero, restallando con todas sus fuerzas el látigo. -¡Bueno, amiguito! ¡Que te salga una llaga en el alma!” Tras tirar del carro unos diez pasos, los caballos se detienen; ahora, por mucho que los fustigues, como no los motejes, ya no seguirán adelante. No hay nada que hacer, nos dirigimos de nuevo hacia la cuneta y bajamos del terraplén, buscamos de nuevo una senda de rodeo, después en la duda de nuevo, y de vuelta al terraplén, y así sin término.
Es penoso ir, muy penoso, pero se hace aún más penoso, cuando piensas que esta franja de tierra deforme, ondulada, esta viruela negra, ¡es casi la única veta que une a Siberia con Europa! ¡Y por esta veta, dicen, fluye a Siberia la civilización! Sí, dicen, dicen mucho, y si nos oyeran los cocheros, los carteros o estos mujíks mojados, llenos de fango, que se meten hasta la rodilla en el fango junto a su convoy, que lleva té a Europa, ¡pues qué opinión tendrían de Europa, de su sinceridad!
A propósito, echen una mirada al convoy. Unos cuarenta carros con cajas de té se extienden por el mismo terraplén… Las ruedas se ocultan a medias en los carriles profundos, los caballos flacos estiran los cuellos… Junto a los carros van los carreros, sacando las piernas del fango y ayudando a los caballos, ya hace tiempo que no tienen más fuerzas… He aquí una parte del convoy se detuvo. ¿Qué pasa? A uno de los carros se le rompió la rueda… ¡No, mejor ya no mirar!
Para mofarse de los cocheros, los carteros, los carreros y los caballos torturados, alguien dispuso poner, a los lados del camino, pilas de restos de ladrillos y piedras. Eso es para recordar a cada instante, que en breve tiempo el camino estará aún peor. Dicen que en las ciudades y las aldeas de la carretera siberiana, viven personas que cobran un salario por arreglar el camino. Si esto es verdad, pues hay que aumentarles el salario, para que éstas, por favor, no se tomen el trabajo de arreglarlo, ya que después de sus arreglos el camino se pone peor y peor. En palabras de los campesinos, la reparación de un camino como la Kozúlka, se hace así. A finales de junio o principios de julio, en plena temporada de mosquitos -el castigo egipcio local-, “reúnen” a la gente de las aldeas, y les ordenan rellenar los carriles secos y los huecos con ramajes, restos de ladrillos y piedras que se hacen polvo entre los dedos; la reparación continúa hasta finales del verano. Después cae nieve, y el camino se cubre de unos baches únicos en el mundo, que mecen hasta causar mal de mar, después la primavera y el fango, después la reparación de nuevo, y así año tras año.
Antes de Tomsk me tocó conocer a un jurado, y viajar junto a él dos-tres estaciones. Recuerdo que estábamos sentados en la isbá de cierto hebreo, y tomábamos sopa de perca cuando entró un policía rural, e informó al jurado que en cierto lugar, el camino se estropeó por completo, y que el contratista de caminos no quiere arreglarlo…
-¡Llámalo aquí! –dispuso el jurado.
Poco tiempo después entró un mujík pequeño, desgreñado, con una fisonomía torcida. El jurado se levantó de la silla y se abalanzó sobre él…
-¿Tú cómo te atreves pues, canalla, a no arreglar el camino? –empezó a gritarle con voz llorosa. –Por éste no se puede pasar, se rompen la crisma, el gobernador escribe, el jefe de policía escribe, yo quedo como culpable ante todos, y tú, miserable, que te salga una llaga en el alma, anatema, jeta tuya condenada, ¿qué miras? ¿Ah? ¡Basura tú, semejante! ¡Que mañana esté arreglado el camino! ¡Mañana voy a ir de regreso, y si veo que el camino no está arreglado, pues te rompo la jeta, te mutilo, bandido! ¡Fuera de aquí!
El mujík parpadeó, sudó, puso una cara aún más torcida y salió rápido por la puerta. El jurado regresó a la mesa, se sentó y dijo sonriendo:
-Sí, por supuesto, después de las petersburguesas y las moscovitas a usted, las mujeres locales, no pueden gustarle, pero si busca bien, pues aquí también se puede encontrar una muchacha…
Sería interesante saber, ¿qué alcanzó a hacer el mujík hasta mañana? ¿Y qué se puede hacer en un plazo tan breve? No sé, por suerte o por desgracia para la carretera siberiana, los jurados no están mucho tiempo en un mismo lugar, los cambian a menudo. Cuentan que un jurado asignado recientemente, al llegar a su distrito, reunió a los campesinos y les ordenó cavar cunetas a los lados del camino; su sucesor, no deseando cederle en originalidad, reunió a los campesinos y les ordenó cegar las cunetas. El tercero dispuso en su distrito cubrir el camino con una capa de barro de medio arshín. El cuarto, el quinto, el sexto, el séptimo, cada uno intentó traer a la colmena su porción de miel…
Durante todo el año el camino permanece imposible: en primavera el fango, en verano los terrones, los huecos y la reparación, en invierno los baches. Ese viajar rápido, que alguna vez sobrecogió el espíritu a P.P. Vigel20, y más tarde a I.A. Goncharóv21, ahora es pensable, acaso, sólo en invierno, con las primeras nieves. Es verdad, los escritores modernos se maravillan con la rapidez del viajar siberiano, pero eso es sólo porque es embarazoso, habiendo estado en Siberia, no experimentar el viajar rápido, siquiera en la imaginación…
Es difícil esperar que la Kozúlka, alguna vez, deje de romper los ejes y las ruedas. Los funcionarios siberianos no han visto, en su larga vida, unos caminos mejores; a ellos les gusta éste, y los libros de quejas, la correspondencia y la crítica de los viajeros de Siberia, traen tan poco provecho a los caminos, como el dinero que asignan para su arreglo…
Llegamos a la estación Kozúlka cuando el sol ya está alto. Mis guías continúan adelante, y yo me quedo a arreglar mi carruaje.
Continuará...
18Tornillo de rosca golosa.
19Papája, gorro de piel caucasiano.
20Philip Vigel, viajero, escritor, miembro del círculo literario “arzamás”; describe en sus Memorias un viaje por Siberia.
21En su crónica La fragata Pallada, Iván Goncharóv comenta sobre su viaje por Siberia: “Resueltamente, no se puede viajar: conducen muy rápido…”
19Papája, gorro de piel caucasiano.
20Philip Vigel, viajero, escritor, miembro del círculo literario “arzamás”; describe en sus Memorias un viaje por Siberia.
21En su crónica La fragata Pallada, Iván Goncharóv comenta sobre su viaje por Siberia: “Resueltamente, no se puede viajar: conducen muy rápido…”
Título original: Iz Sibiri, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1890, el 8, 9, 12, 13, 15, 18 de mayo y 20 de junio con la firma: “Antón Chejov”.
Imagen: Alexey Savrasov, Country Road, 1873.