Nueve de la mañana.
Al encuentro del sol se desliza una mole oscura, plomiza. En ésta, por aquí y por allá, en rojos zig-zags, fulguran los rayos. Se oyen los lejanos estruendos del trueno. Un viento cálido pasea por la hierba, encorva los árboles y levanta el polvo. Ahora caerá la lluvia de mayo, y empezará una verdadera tormenta.
Por la aldea corre la pequeña mendiga Fiókla, buscando al zapatero Tieréntii. La niña rubia, descalza, está pálida. Sus ojos están muy abiertos, sus labios tiemblan.
-Tío, ¿dónde está Tieréntii? –pregunta a todo el que encuentra. Nadie le responde. Todos están ocupados con la tormenta inminente, y se esconden en las isbás. Finalmente, encuentra al sacristán, Silántii Sílich, amigo y compinche de Tieréntii. Éste camina y se tambalea con el viento.
-Tío, ¿dónde está Tieréntii?
-En las huertas, -responde Silántii.
La mendiga corre tras las isbás hacia las huertas, y encuentra allí a Tieréntii. El zapatero Tieréntii, un viejo alto, con un rostro picado de viruelas, enjuto, y con unas piernas muy largas, descalzo y vestido con una chaqueta de mujer rota, está parado junto al bancal y, con unos ojos ebrios, turbios, mira la nube oscura. Sobre sus piernas largas, como de grulla, se balancea al viento.
-¡Tío Tieréntii! –se dirige a él la mendiga rubia. –¡Tío, carnal!
Tieréntii se inclina hacia Fiókla y su rostro borracho, severo, se cubre con esa sonrisa que aparece en los rostros de las personas, cuando ven ante sí algo pequeño, tontito, risible, pero profundamente amado.
-¡A-ah... sierva de Dios, Fiókla! –dice con ternura, haciéndole zalamerías. -¿De dónde te trajo Dios?
-Tío Tieréntii, -solloza Fiókla, tirándole al zapatero del faldón. –¡A mi hermanito Danílka le ocurrió una desgracia! ¡Vamos!
-¿Qué desgracia es esa? ¡U-uh, qué trueno! Santo, santo, santo... ¿Qué desgracia?
-En el boscaje del condado, Danílka metió la mano en un hueco, y ahora no puede sacarla. ¡Ve, tío, sácale la mano, ten la bondad!
-¿Cómo pues eso, que metió la mano? ¿Para qué?
-Me quería sacar del hueco un huevo de cuclillo.
-Aún no alcanzó a empezar el día, y ustedes ya tienen una pena... –mueve la cabeza Tieréntii, escupiendo lentamente. –Bueno, ¿y qué puedo hacer contigo ahora? Hay que ir... ¡Hay que ir, que el lobo se los coma, pilluelos! ¡Vamos, huérfana!
Tieréntii sale del huerto y, levantando sus piernas largas, empieza a caminar por la larga calle. Va con rapidez, sin mirar a los lados y sin detenerse, como si lo empujaran por detrás o lo asustaran al perseguirlo. Tras él, apenas lo alcanza la mendiga Fiókla.
Los viajeros salen de la aldea y, por un camino polvoriento, se dirigen al boscaje del condado, que azulea en la lejanía. Hasta éste serán unas dos vérstas. Y las nubes ya cubrieron el sol, y pronto no quedará en el cielo ni un lugarcito azul. Oscurece.
-Santo, santo, santo, -murmura Fiókla, apurándose tras Tieréntii.
Las primeras salpicaduras, gruesas y pesadas, caen como puntos negros sobre el camino polvoriento. Una gota grande cae sobre la mejilla de Fiókla, y se desliza como una lágrima hacia su barbilla.
-¡Empezó la lluvia! –farfulla el zapatero, levantando polvo con sus pies descalzos y huesudos. –Eso gracias a Dios, hermano Fiókla. -La hierba y los árboles se alimentan de la lluviecita, como nosotros del pan. Y en tu juicio, no le temas al trueno, huerfanita. ¿Para qué te va a matar a ti, tan chiquita?
El viento, cuando cae la lluvia, se calma. Rumorea sólo la lluvia, que golpea, como munición menuda, la roya joven y el camino seco.
-¡Nos vamos a empapar tú y yo, Fióklushka! –farfulla Tieréntii. -No va a quedar lugar seco... ¡Jo-jo, hermano! ¡Hasta el cuello chorrea! Pero no temas, tonta... La hierba se va a secar, la tierra se va a secar, y tú y yo nos vamos a secar. El sol es para todos.
Sobre las cabezas de los viajeros relampaguea un rayo del largo de dos sazhénes. Resuena un golpe estruendoso, y a Fiókla le parece que algo grande, pesado y como que redondo rueda por el cielo, ¡y desgarra el cielo sobre su misma cabeza!
-Santo, santo, santo... –se persigna Tieréntii. -¡No temas, huerfanita! No truena por maldad.
Los pies del zapatero y de Fiókla se cubren con plastas de un barro pesado y mojado. Es penoso caminar, resbala, pero Tieréntii camina con más y más rapidez... La pequeña y debilucha mendiga se sofoca, y casi se cae.
Pero he aquí, finalmente, entran al boscaje del condado. Los árboles bañados, asustados por una súbita ráfaga de viento, derraman sobre ellos todo un torrente de salpicaduras. Tieréntii tropieza con un tocón y empieza a caminar más despacio.
-¿Dónde pues está Danílka aquí? –pregunta. -¡Llévame a él!
Fiókla lo lleva a una espesura y, tras andar un cuarto de vérsta, le señala a su hermano Danílka. Su hermano, un chico pequeño, de ocho años, con una cabeza pelirroja como el almagre y un rostro pálido, enfermizo, está recostado a un árbol y, con la cabeza inclinada a un costado, mira de soslayo al cielo. Una mano retiene un gorrito gastado, la otra está oculta en el hueco de un viejo tilo. El chico escudriña el cielo tronante y, por lo visto, no advierte su desgracia. Al oír los pasos y ver al zapatero, sonríe de modo enfermizo y dice:
-¡Una pasión de trueno, Tieréntii! Desde que nací, no hubo un trueno así...
-¿Y tu mano dónde está?
-En el hueco... ¡Sácamela, ten la bondad, Tieréntii!
El borde del hueco se había roto, y trabó la mano a Daníla: la podía meter más, pero no podía moverla hacia atrás de ningún modo. Tieréntii rompe la fractura, y la mano del chico, roja y arrugada, se libera.
-¡Una pasión como truena! –repite el chico, rascándose la mano. -¿Y por qué truena, Tieréntii?
-Una nube se acerca a otra nube... -dice el zapatero.
Los viajeros salen del boscaje, y van por un lindero hacia el camino oscurecido. El trueno poco a poco se calma, y sus estruendos se oyen ya a lo lejos, por el lado de la aldea.
-Por aquí, Tieréntii, volaron hace poco unos patos... –dice Danílka, rascándose la mano aún. -Seguro, se van a posar en los pantanos de la Ciénaga Podrida. Fiókla, ¿quieres que te enseñe un nido de ruiseñor?
-No lo toques, lo asustas... -dice Tieréntii, exprimiendo su gorro. –El ruiseñor es un pájaro cantor, inocente... Se le ha dado esa voz en el pico, para alabar a Dios y alegrar al hombre. Es pecado asustarlo.
-¿Y al gorrión?
-Al gorrión se puede. Es un pájaro malo, zahiriente. Tiene ideas en la cabeza, como de granuja. No le gusta que al hombre le vaya bien. Cuando bajaron a Cristo, le llevó los clavos a los judíos y cantó: “¡vivo!¡vivo!”...
En el cielo aparece una mancha azul claro.
-¡Mira aquí!- dice Tieréntii. -¡Revolvió el hormiguero! ¡Inundó a estas bribonas!
Los viajeros se inclinan sobre el hormiguero. El chaparrón derrubió la morada de las hormigas; los insectos alarmados deambulan por el fango, y se agitan alrededor de sus cohabitantes ahogados.
-¡No es nada, no se van a morir! –sonríe el zapatero con malicia. –Tan pronto el solecito las caliente, van a recobrar el sentido... Ahí tienen, imbéciles, una ciencia. La próxima vez, no se van a establecer en un lugar bajo...
Siguen adelante.
-¡Ahí están las abejas! –grita Danílka, señalando la rama de un roble joven.
En la rama, pegadas unas a otras estrechamente, hay unas abejas empapadas y heladas. Son tantas, que tras éstas no se ve ni la corteza ni las hojas. Muchas están unas sobre las otras.
-Es un enjambre de abejas, -enseña Tieréntii. –Volaba y buscaba una vivienda, y cuando la lluvia lo salpicó, vino y se posó. Si el enjambre vuela, sólo hay que salpicarle agua, para que se pose. Ahora, digamos, si las quieres agarrar, pues pones la ramita con éstas en un saco, sacudes, y todas caen.
La pequeña Fiókla, de pronto, frunce el ceño y se rasca el cuello fuertemente. Su hermano mira su cuello, y ve en éste una ampolla grande.
¡Je-je! –se ríe el zapatero. -¿Sabes tú, hermano Fiókla, de dónde te viene esa desgracia? En el boscaje, en algún lugar por los árboles, están las moscas cantáridas. El agua se escurrió de éstas, y te goteó en el cuello, de ahí la ampolla.
El sol aparece tras las nubes e inunda el bosque, el campo y a nuestros viajeros de una luz que calienta. La nube oscura, amenazante, se fue ya lejos, y se llevó consigo la tormenta. El aire se torna cálido y fragante. Huele a cerezo, trébol y muguete.
-Esta hierba te la dan, cuando te sale sangre de la nariz, -dice Tieréntii, señalando una florcita velluda. –Ayuda...
Se oye un silbido y un trueno, pero no ese trueno que hace poco se llevaron consigo las nubes. Ante los ojos de Tieréntii, Daníla y Fiókla corre un tren de mercancías. La locomotora, resoplando y soltando humo negro, arrastra tras de sí más de veinte vagones. Tiene una fuerza extraordinaria. A los niños les sería interesante saber cómo esa locomotora, que no está viva, y sin la ayuda de caballos, puede moverse y arrastrar tal peso, y Tieréntii se dispone a explicarles:
-Ahí, chicos, toda la cosa está en el vapor... El vapor funciona... Éste, por lo tanto, se mete por esa cosa, que está cerca de las ruedas, y éste así... este... y funciona.
Los viajeros atraviesan la franja de la vía férrea y después, bajando por el terraplén, van al río. Van no con un propósito, sino a donde los lleve el viento, y platican por todo el camino. Daníla pregunta, Tieréntii responde...
Tieréntii responde a todas las preguntas, y no hay en la naturaleza un secreto, que lo pueda conducir a un callejón sin salida. Él lo sabe todo. Así, sabe los nombres de todas las hierbas, los animales y las piedras del campo. Él sabe con qué hierbas curan las enfermedades, no se le dificulta saber cuántos años tiene una yegua o una vaca. Al mirar la salida del sol, la luna, los pájaros, puede decir qué tiempo habrá mañana. Y no sólo Tieréntii es tan juicioso. Silántii Sílich, el tabernero, el hortelano, el pastor y en general todo el pueblo, saben tanto como él. Aprendieron esas personas no en los libros, sino en el campo, en el bosque, en la orilla del río. Les enseñaron los mismos pájaros, cuando les cantaban canciones, el sol, cuando al salir dejaba tras de sí una aurora púrpura, los mismos árboles y la hierba.
Danílka mira a Tieréntii y absorbe cada palabra suya con avidez. En primavera, cuando el calor y el verde uniforme de los campos no cansan aún, cuando todo es nuevo y respira frescura, ¿a quién no le interesa escuchar sobre los abejorros dorados, las grullas, el trigo espigado y los arroyos arrulladores?
Ambos, el zapatero y el huérfano, van por el campo, hablan sin cesar y no se fatigan. Ellos irían sin cesar por todo el mundo. Ellos van y, en sus pláticas sobre la belleza de la tierra, no advierten que tras ellos anda a pasitrote una pequeña, delgada mendiga. Ésta camina con dificultad y se sofoca. Las lágrimas cuelgan de sus ojos. A ella le gustaría detener a esos peregrinos incansables pero, ¿a dónde y con quién puede irse? Ella no tiene casa, ni parientes. Quieras o no, ve y escucha las pláticas.
Antes del mediodía, los tres todos se sientan en la orilla del río. Daníla extrae del saco un pedazo de pan empapado, convertido en papilla, y los viajeros empiezan a comer. Tras comer un poco de pan, Tieréntii reza a Dios, después se extiende sobre la orilla arenosa, y se duerme. Mientras él duerme, el chico mira el agua y piensa. Tiene muchos pensamientos distintos. Hace poco vio la tormenta, las abejas, las hormigas, el tren, y ahora unos pececillos se agitan ante sus ojos. Unos pececillos son del tamaño de un viershók y más, otros no son más largos que una uña. De una orilla a la otra, nada una culebra, levantando la cabeza.
Sólo hacia la noche, nuestros peregrinos regresan al pueblo. Los niños van a hacer noche en el cobertizo abandonado, donde antes se almacenaba el trigo de la comunidad, y Tieréntii, tras despedirse de ellos, se dirige a la taberna. Pegados el uno al otro, los niños yacen sobre el heno y dormitan.
El chico no duerme. Mira la oscuridad, y le parece que ve todo lo que vio de día: las nubes, el sol radiante, los pájaros, los pececillos, el larguirucho Tieréntii. La abundancia de impresiones, la fatiga y el hambre hacen lo suyo. Él arde, como al fuego, y se voltea de un costado al otro. Él quisiera decirle a alguien todo eso, que se le aparece ahora en las tinieblas y le inquieta el alma, pero no hay nadie a quien decir. Fiókla aún es pequeña y no entiende.
“Ya mañana le contaré a Tieréntii...” –piensa el chico.
Los niños se duermen pensando en el zapatero desabrigado. Y en la noche Tieréntii viene a verlos, los persigna y les pone pan debajo de las cabezas. Y ese amor no lo ve nadie. Lo ve acaso sólo la luna, que vaga por el cielo y se asoma con ternura, por la techumbre agujereada, al cobertizo abandonado.
Título original: Dien za gorodom, publicado por primera vez en la Peterburgskaya gazeta, 1886, Nº 135, con la firma: “A. Chejonté”.
Al encuentro del sol se desliza una mole oscura, plomiza. En ésta, por aquí y por allá, en rojos zig-zags, fulguran los rayos. Se oyen los lejanos estruendos del trueno. Un viento cálido pasea por la hierba, encorva los árboles y levanta el polvo. Ahora caerá la lluvia de mayo, y empezará una verdadera tormenta.
Por la aldea corre la pequeña mendiga Fiókla, buscando al zapatero Tieréntii. La niña rubia, descalza, está pálida. Sus ojos están muy abiertos, sus labios tiemblan.
-Tío, ¿dónde está Tieréntii? –pregunta a todo el que encuentra. Nadie le responde. Todos están ocupados con la tormenta inminente, y se esconden en las isbás. Finalmente, encuentra al sacristán, Silántii Sílich, amigo y compinche de Tieréntii. Éste camina y se tambalea con el viento.
-Tío, ¿dónde está Tieréntii?
-En las huertas, -responde Silántii.
La mendiga corre tras las isbás hacia las huertas, y encuentra allí a Tieréntii. El zapatero Tieréntii, un viejo alto, con un rostro picado de viruelas, enjuto, y con unas piernas muy largas, descalzo y vestido con una chaqueta de mujer rota, está parado junto al bancal y, con unos ojos ebrios, turbios, mira la nube oscura. Sobre sus piernas largas, como de grulla, se balancea al viento.
-¡Tío Tieréntii! –se dirige a él la mendiga rubia. –¡Tío, carnal!
Tieréntii se inclina hacia Fiókla y su rostro borracho, severo, se cubre con esa sonrisa que aparece en los rostros de las personas, cuando ven ante sí algo pequeño, tontito, risible, pero profundamente amado.
-¡A-ah... sierva de Dios, Fiókla! –dice con ternura, haciéndole zalamerías. -¿De dónde te trajo Dios?
-Tío Tieréntii, -solloza Fiókla, tirándole al zapatero del faldón. –¡A mi hermanito Danílka le ocurrió una desgracia! ¡Vamos!
-¿Qué desgracia es esa? ¡U-uh, qué trueno! Santo, santo, santo... ¿Qué desgracia?
-En el boscaje del condado, Danílka metió la mano en un hueco, y ahora no puede sacarla. ¡Ve, tío, sácale la mano, ten la bondad!
-¿Cómo pues eso, que metió la mano? ¿Para qué?
-Me quería sacar del hueco un huevo de cuclillo.
-Aún no alcanzó a empezar el día, y ustedes ya tienen una pena... –mueve la cabeza Tieréntii, escupiendo lentamente. –Bueno, ¿y qué puedo hacer contigo ahora? Hay que ir... ¡Hay que ir, que el lobo se los coma, pilluelos! ¡Vamos, huérfana!
Tieréntii sale del huerto y, levantando sus piernas largas, empieza a caminar por la larga calle. Va con rapidez, sin mirar a los lados y sin detenerse, como si lo empujaran por detrás o lo asustaran al perseguirlo. Tras él, apenas lo alcanza la mendiga Fiókla.
Los viajeros salen de la aldea y, por un camino polvoriento, se dirigen al boscaje del condado, que azulea en la lejanía. Hasta éste serán unas dos vérstas. Y las nubes ya cubrieron el sol, y pronto no quedará en el cielo ni un lugarcito azul. Oscurece.
-Santo, santo, santo, -murmura Fiókla, apurándose tras Tieréntii.
Las primeras salpicaduras, gruesas y pesadas, caen como puntos negros sobre el camino polvoriento. Una gota grande cae sobre la mejilla de Fiókla, y se desliza como una lágrima hacia su barbilla.
-¡Empezó la lluvia! –farfulla el zapatero, levantando polvo con sus pies descalzos y huesudos. –Eso gracias a Dios, hermano Fiókla. -La hierba y los árboles se alimentan de la lluviecita, como nosotros del pan. Y en tu juicio, no le temas al trueno, huerfanita. ¿Para qué te va a matar a ti, tan chiquita?
El viento, cuando cae la lluvia, se calma. Rumorea sólo la lluvia, que golpea, como munición menuda, la roya joven y el camino seco.
-¡Nos vamos a empapar tú y yo, Fióklushka! –farfulla Tieréntii. -No va a quedar lugar seco... ¡Jo-jo, hermano! ¡Hasta el cuello chorrea! Pero no temas, tonta... La hierba se va a secar, la tierra se va a secar, y tú y yo nos vamos a secar. El sol es para todos.
Sobre las cabezas de los viajeros relampaguea un rayo del largo de dos sazhénes. Resuena un golpe estruendoso, y a Fiókla le parece que algo grande, pesado y como que redondo rueda por el cielo, ¡y desgarra el cielo sobre su misma cabeza!
-Santo, santo, santo... –se persigna Tieréntii. -¡No temas, huerfanita! No truena por maldad.
Los pies del zapatero y de Fiókla se cubren con plastas de un barro pesado y mojado. Es penoso caminar, resbala, pero Tieréntii camina con más y más rapidez... La pequeña y debilucha mendiga se sofoca, y casi se cae.
Pero he aquí, finalmente, entran al boscaje del condado. Los árboles bañados, asustados por una súbita ráfaga de viento, derraman sobre ellos todo un torrente de salpicaduras. Tieréntii tropieza con un tocón y empieza a caminar más despacio.
-¿Dónde pues está Danílka aquí? –pregunta. -¡Llévame a él!
Fiókla lo lleva a una espesura y, tras andar un cuarto de vérsta, le señala a su hermano Danílka. Su hermano, un chico pequeño, de ocho años, con una cabeza pelirroja como el almagre y un rostro pálido, enfermizo, está recostado a un árbol y, con la cabeza inclinada a un costado, mira de soslayo al cielo. Una mano retiene un gorrito gastado, la otra está oculta en el hueco de un viejo tilo. El chico escudriña el cielo tronante y, por lo visto, no advierte su desgracia. Al oír los pasos y ver al zapatero, sonríe de modo enfermizo y dice:
-¡Una pasión de trueno, Tieréntii! Desde que nací, no hubo un trueno así...
-¿Y tu mano dónde está?
-En el hueco... ¡Sácamela, ten la bondad, Tieréntii!
El borde del hueco se había roto, y trabó la mano a Daníla: la podía meter más, pero no podía moverla hacia atrás de ningún modo. Tieréntii rompe la fractura, y la mano del chico, roja y arrugada, se libera.
-¡Una pasión como truena! –repite el chico, rascándose la mano. -¿Y por qué truena, Tieréntii?
-Una nube se acerca a otra nube... -dice el zapatero.
Los viajeros salen del boscaje, y van por un lindero hacia el camino oscurecido. El trueno poco a poco se calma, y sus estruendos se oyen ya a lo lejos, por el lado de la aldea.
-Por aquí, Tieréntii, volaron hace poco unos patos... –dice Danílka, rascándose la mano aún. -Seguro, se van a posar en los pantanos de la Ciénaga Podrida. Fiókla, ¿quieres que te enseñe un nido de ruiseñor?
-No lo toques, lo asustas... -dice Tieréntii, exprimiendo su gorro. –El ruiseñor es un pájaro cantor, inocente... Se le ha dado esa voz en el pico, para alabar a Dios y alegrar al hombre. Es pecado asustarlo.
-¿Y al gorrión?
-Al gorrión se puede. Es un pájaro malo, zahiriente. Tiene ideas en la cabeza, como de granuja. No le gusta que al hombre le vaya bien. Cuando bajaron a Cristo, le llevó los clavos a los judíos y cantó: “¡vivo!¡vivo!”...
En el cielo aparece una mancha azul claro.
-¡Mira aquí!- dice Tieréntii. -¡Revolvió el hormiguero! ¡Inundó a estas bribonas!
Los viajeros se inclinan sobre el hormiguero. El chaparrón derrubió la morada de las hormigas; los insectos alarmados deambulan por el fango, y se agitan alrededor de sus cohabitantes ahogados.
-¡No es nada, no se van a morir! –sonríe el zapatero con malicia. –Tan pronto el solecito las caliente, van a recobrar el sentido... Ahí tienen, imbéciles, una ciencia. La próxima vez, no se van a establecer en un lugar bajo...
Siguen adelante.
-¡Ahí están las abejas! –grita Danílka, señalando la rama de un roble joven.
En la rama, pegadas unas a otras estrechamente, hay unas abejas empapadas y heladas. Son tantas, que tras éstas no se ve ni la corteza ni las hojas. Muchas están unas sobre las otras.
-Es un enjambre de abejas, -enseña Tieréntii. –Volaba y buscaba una vivienda, y cuando la lluvia lo salpicó, vino y se posó. Si el enjambre vuela, sólo hay que salpicarle agua, para que se pose. Ahora, digamos, si las quieres agarrar, pues pones la ramita con éstas en un saco, sacudes, y todas caen.
La pequeña Fiókla, de pronto, frunce el ceño y se rasca el cuello fuertemente. Su hermano mira su cuello, y ve en éste una ampolla grande.
¡Je-je! –se ríe el zapatero. -¿Sabes tú, hermano Fiókla, de dónde te viene esa desgracia? En el boscaje, en algún lugar por los árboles, están las moscas cantáridas. El agua se escurrió de éstas, y te goteó en el cuello, de ahí la ampolla.
El sol aparece tras las nubes e inunda el bosque, el campo y a nuestros viajeros de una luz que calienta. La nube oscura, amenazante, se fue ya lejos, y se llevó consigo la tormenta. El aire se torna cálido y fragante. Huele a cerezo, trébol y muguete.
-Esta hierba te la dan, cuando te sale sangre de la nariz, -dice Tieréntii, señalando una florcita velluda. –Ayuda...
Se oye un silbido y un trueno, pero no ese trueno que hace poco se llevaron consigo las nubes. Ante los ojos de Tieréntii, Daníla y Fiókla corre un tren de mercancías. La locomotora, resoplando y soltando humo negro, arrastra tras de sí más de veinte vagones. Tiene una fuerza extraordinaria. A los niños les sería interesante saber cómo esa locomotora, que no está viva, y sin la ayuda de caballos, puede moverse y arrastrar tal peso, y Tieréntii se dispone a explicarles:
-Ahí, chicos, toda la cosa está en el vapor... El vapor funciona... Éste, por lo tanto, se mete por esa cosa, que está cerca de las ruedas, y éste así... este... y funciona.
Los viajeros atraviesan la franja de la vía férrea y después, bajando por el terraplén, van al río. Van no con un propósito, sino a donde los lleve el viento, y platican por todo el camino. Daníla pregunta, Tieréntii responde...
Tieréntii responde a todas las preguntas, y no hay en la naturaleza un secreto, que lo pueda conducir a un callejón sin salida. Él lo sabe todo. Así, sabe los nombres de todas las hierbas, los animales y las piedras del campo. Él sabe con qué hierbas curan las enfermedades, no se le dificulta saber cuántos años tiene una yegua o una vaca. Al mirar la salida del sol, la luna, los pájaros, puede decir qué tiempo habrá mañana. Y no sólo Tieréntii es tan juicioso. Silántii Sílich, el tabernero, el hortelano, el pastor y en general todo el pueblo, saben tanto como él. Aprendieron esas personas no en los libros, sino en el campo, en el bosque, en la orilla del río. Les enseñaron los mismos pájaros, cuando les cantaban canciones, el sol, cuando al salir dejaba tras de sí una aurora púrpura, los mismos árboles y la hierba.
Danílka mira a Tieréntii y absorbe cada palabra suya con avidez. En primavera, cuando el calor y el verde uniforme de los campos no cansan aún, cuando todo es nuevo y respira frescura, ¿a quién no le interesa escuchar sobre los abejorros dorados, las grullas, el trigo espigado y los arroyos arrulladores?
Ambos, el zapatero y el huérfano, van por el campo, hablan sin cesar y no se fatigan. Ellos irían sin cesar por todo el mundo. Ellos van y, en sus pláticas sobre la belleza de la tierra, no advierten que tras ellos anda a pasitrote una pequeña, delgada mendiga. Ésta camina con dificultad y se sofoca. Las lágrimas cuelgan de sus ojos. A ella le gustaría detener a esos peregrinos incansables pero, ¿a dónde y con quién puede irse? Ella no tiene casa, ni parientes. Quieras o no, ve y escucha las pláticas.
Antes del mediodía, los tres todos se sientan en la orilla del río. Daníla extrae del saco un pedazo de pan empapado, convertido en papilla, y los viajeros empiezan a comer. Tras comer un poco de pan, Tieréntii reza a Dios, después se extiende sobre la orilla arenosa, y se duerme. Mientras él duerme, el chico mira el agua y piensa. Tiene muchos pensamientos distintos. Hace poco vio la tormenta, las abejas, las hormigas, el tren, y ahora unos pececillos se agitan ante sus ojos. Unos pececillos son del tamaño de un viershók y más, otros no son más largos que una uña. De una orilla a la otra, nada una culebra, levantando la cabeza.
Sólo hacia la noche, nuestros peregrinos regresan al pueblo. Los niños van a hacer noche en el cobertizo abandonado, donde antes se almacenaba el trigo de la comunidad, y Tieréntii, tras despedirse de ellos, se dirige a la taberna. Pegados el uno al otro, los niños yacen sobre el heno y dormitan.
El chico no duerme. Mira la oscuridad, y le parece que ve todo lo que vio de día: las nubes, el sol radiante, los pájaros, los pececillos, el larguirucho Tieréntii. La abundancia de impresiones, la fatiga y el hambre hacen lo suyo. Él arde, como al fuego, y se voltea de un costado al otro. Él quisiera decirle a alguien todo eso, que se le aparece ahora en las tinieblas y le inquieta el alma, pero no hay nadie a quien decir. Fiókla aún es pequeña y no entiende.
“Ya mañana le contaré a Tieréntii...” –piensa el chico.
Los niños se duermen pensando en el zapatero desabrigado. Y en la noche Tieréntii viene a verlos, los persigna y les pone pan debajo de las cabezas. Y ese amor no lo ve nadie. Lo ve acaso sólo la luna, que vaga por el cielo y se asoma con ternura, por la techumbre agujereada, al cobertizo abandonado.
Título original: Dien za gorodom, publicado por primera vez en la Peterburgskaya gazeta, 1886, Nº 135, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Feodor Vasilyev, After a Thunderstorm, 1868.