-¿Por qué aquí en Siberia hace tanto frío?
-¡A Dios así le place! -responde el cochero.
Cierto, ya es mayo, en Rusia verdecen los bosques y rompen a cantar los ruiseñores, en el sur ya hace tiempo que florecen las acacias y las lilas pero aquí, por el camino de Tiumén a Tomsk, la tierra está parda, los bosques pelados, en los lagos hay un hielo opaco, en las orillas y los barrancos aún hay nieve...
En cambio, nunca en mi vida vi tal cantidad de volatería. Veo cómo los patos salvajes caminan por el campo, cómo nadan en los charcos y las cunetas del camino, cómo alzan vuelo casi junto al mismo carro, y vuelan con pereza al abedular. En medio del silencio, de pronto, repercute un conocido sonido melódico, miras arriba, y ves no lejos sobre la cabeza un par de grullas, y por algo te pones triste. He aquí volaron unos gansos salvajes, pasó una bandada de cisnes hermosos, blancos como la nieve... Gimen por todas partes los chorlitos, lloran las gaviotas...
Sorteamos dos carromatos y una multitud de mujíks1 y mujeres. Son colonos.
-¿De qué gobierno?
-De Kúrskii.
Atrás de todos arrastra los pies un mujík, no parecido a los otros. Tiene el mentón afeitado, los bigotes grises y una suerte de pata indefinible detrás del abrigo de sayal, bajo los sobacos dos violines envueltos en un pañuelo. No es necesario preguntar quién es y de dónde tiene esos violines. Disoluto, poco serio, enfermo, sensible al frío, no indiferente al vodka, tímido, vivió toda su vida como un hombre superfluo, inútil, primero con el padre, después con el hermano. No lo hicieron, no lo casaron... ¡Un hombre sin valor! En el trabajo se heló, se embriagó con dos copas, parloteó en vano, y sólo supo tocar el violín y retozar con los niños sobre la estufa. ¡Tocó en las tabernas, en las bodas, en el campo, y ah cómo tocó! Pero el hermano vendió la isbá2, el ganado y toda la hacienda, y va con la familia a la lejana Siberia. Y el solterón también va –no hay a donde ir. Lleva consigo y ambos violines... Y cuando llegue al lugar, empezará a helarse con el frío siberiano, contraerá tuberculosis y morirá en silencio, callado, de modo que nadie lo advertirá, y sus violines, que alguna vez hicieron alegrarse o entristecerse al pueblo, irán a parar por dos grívenniks3 a manos de un escribano extraño o de un deportado, los muchachos extraños arrancarán las cuerdas, romperán los puentes, llenaran el interior de agua... ¡Regresa tío!
Colonos ya había visto cuando navegaba en barco por el Káma. Recuerdo a un mujík de unos cuarenta años con una barba castaña, estaba sentado en un banco del barco; a sus pies tiene unos morrales con bártulos caseros, sobre los morrales están acostados unos niños en alpargatas, que se aprietan por el viento frío, áspero que sopla desde la orilla desierta del Káma. Su rostro expresa: “Yo ya me resigné”. En los ojos hay ironía, pero esa ironía está dirigida adentro, a su alma, a toda su vida pasada, que lo engañó tan cruelmente.
-¡Peor no será! –dice, y sonríe sólo con el labio superior.
En respuesta callas y no preguntas nada, pero al minuto él repite:
-¡Peor no será!
-¡Será peor! –dice desde otro banco cierto hombrecito pelirrojo, no colono, de mirada aguda. -¡Será peor!
Éstos, que arrastran los pies ahora por el camino, junto a sus carromatos, callan. Los rostros serios, concentrados... Yo los miro y pienso: romper para siempre con una vida que parece anormal, sacrificar por eso la tierra natal y el nido natal, puede sólo un hombre extraordinario, un héroe...
Después, al poco tiempo, sorteamos una escolta. Sonando los grilletes, van por el camino 30-40 reclusos, a sus lados los soldados con los fusiles, y detrás dos telegas. Un recluso parece un clérigo armenio; al otro, alto, con nariz aguileña y frente amplia, como que lo vi en algún lugar, en una botica detrás del mostrador; el tercero tiene un rostro pálido, agotado y serio, como un monje-ayunador. No alcanzas a mirarlos a todos. Los reclusos y los soldados no tienen más fuerzas: el camino es malo, no hay fuerzas para seguir... Hasta el pueblo, donde van a pernoctar, quedan aún diez vérstas4. Y cuando lleguen al pueblo, comerán con rapidez, se hartarán de té de ladrillo y al instante se tumbarán a dormir, y al instante los invadirán las chinches –el enemigo encarnizado, invencible de los que se enfermaron y de quien quiere dormir a toda costa.
Por la noche la tierra empieza a helarse y el fango se convierte en terrones. El carro salta, retumba y rechina con sonidos diversos. ¡Hace frío! No hay viviendas, ni caminantes... Nada se mueve en el aire oscuro, ni emite un sonido, y sólo se oye cómo el carro golpea sobre la tierra helada, y cuando enciendes un cigarrillo, junto al camino alzan vuelo ruidosamente, despertados por el fuego, dos-tres patos...
Llegamos al río. Hay que trasladarse al otro lado en la almadía. En la orilla no hay ni un alma.
-¡Se fueron al otro lado, que les salga una llaga en el alma! –dice el cochero. –Vamos, su excelencia, a rugir.
Gritar de dolor, llorar, pedir auxilio, en general llamar –aquí significa rugir, y por eso en Siberia rugen no sólo los osos, sino también los gorriones y los ratones. “Cayó en manos del gato y ruge”, dicen del ratón.
Empezamos a rugir. El río es ancho, en la tiniebla no se ve la otra orilla... Por la humedad del río se hielan las piernas, después todo el cuerpo... Rugimos media hora, una hora, y la almadía no aparece. Me cansan pronto el agua, las estrellas, que abarrotan el cielo, y este silencio pesado, sepulcral. Por aburrimiento, converso con el abuelo, y me entero por él de que se casó a los 16 años, que tenía 18 hijos, de los cuales murieron sólo tres, que tiene aún vivos a su padre y a su madre; el padre y la madre son “kirzhakíes”, o sea cismáticos5, no fuman, y en toda su vida no vieron ni una ciudad, excepto Ishím, y él, el abuelo, como joven, se permite mimarse –fuma. Me entero por él de que en este río oscuro, áspero, hay acipenseres, salmones, lotas, lucios, pero que no hay quien los pesque ni con qué.
Pero he aquí, finalmente, se oye un chapoteo regular, y en el río aparece algo torpe, oscuro. Es la almadía. Tiene la forma de una barcaza pequeña; sobre ésta hay unos cinco remeros, y sus dos remos largos, de paletas anchas, parecen pinzas de cangrejo.
Al abordar la orilla los remeros, en primer lugar, empiezan a injuriar. Injurian con rabia, sin ningún motivo, por lo visto están medio dormidos. Al escuchar su maldición selecta, se puede pensar que no sólo mi cochero, los caballos y ellos mismos, sino también el agua, la almadía y los remos tienen madre. La injuria más suave e inofensiva de los remeros es “que te salga una llaga” o “¡que te salga una llaga en la boca!” Qué llaga se desea aquí, yo no entendí, aunque pregunté. Llevo una pelliza, unas botas grandes y un gorro; en la tiniebla no se ve que soy “su excelencia”, y uno de los remeros me grita con voz ronca:
-Hey tú, llaguita, ¿qué haces parado con la boca abierta? ¡Desengancha al encuarte!
Salimos en la almadía. Los barqueros, injuriando, toman los remos. No son campesinos locales, sino deportados, enviados aquí por una sociedad que condena la vida depravada. En el pueblo donde están inscritos no viven a gusto –es aburrido, no saben o perdieron la costumbre de arar la tierra, y además, no es grata la tierra ajena, y vinieron aquí para el pasaje. Sus rostros están demacrados, desgastados, golpeados. ¡Y qué expresiones en los rostros! Se ve que estos hombres, mientras navegaban hacia aquí en las barcazas de reclusos, sujetos con las esposas por pareja, y mientras iban en las escoltas por la carretera, pernoctando en las isbás, donde las chinches picaban insufriblemente sus cuerpos, se endurecieron hasta la médula de los huesos; y ahora, al deambular día y noche por el agua fría y sin ver nada, excepto las orillas peladas, perdieron para siempre todo el calor que tenían, y sólo les queda una cosa en la vida: el vodka, la muchacha, la muchacha, el vodka... En este mundo ya no son hombres, sino fieras, y en opinión del abuelo, mi cochero, en el otro mundo también les irá mal: irán por sus pecados al infierno.
-¡A Dios así le place! -responde el cochero.
Cierto, ya es mayo, en Rusia verdecen los bosques y rompen a cantar los ruiseñores, en el sur ya hace tiempo que florecen las acacias y las lilas pero aquí, por el camino de Tiumén a Tomsk, la tierra está parda, los bosques pelados, en los lagos hay un hielo opaco, en las orillas y los barrancos aún hay nieve...
En cambio, nunca en mi vida vi tal cantidad de volatería. Veo cómo los patos salvajes caminan por el campo, cómo nadan en los charcos y las cunetas del camino, cómo alzan vuelo casi junto al mismo carro, y vuelan con pereza al abedular. En medio del silencio, de pronto, repercute un conocido sonido melódico, miras arriba, y ves no lejos sobre la cabeza un par de grullas, y por algo te pones triste. He aquí volaron unos gansos salvajes, pasó una bandada de cisnes hermosos, blancos como la nieve... Gimen por todas partes los chorlitos, lloran las gaviotas...
Sorteamos dos carromatos y una multitud de mujíks1 y mujeres. Son colonos.
-¿De qué gobierno?
-De Kúrskii.
Atrás de todos arrastra los pies un mujík, no parecido a los otros. Tiene el mentón afeitado, los bigotes grises y una suerte de pata indefinible detrás del abrigo de sayal, bajo los sobacos dos violines envueltos en un pañuelo. No es necesario preguntar quién es y de dónde tiene esos violines. Disoluto, poco serio, enfermo, sensible al frío, no indiferente al vodka, tímido, vivió toda su vida como un hombre superfluo, inútil, primero con el padre, después con el hermano. No lo hicieron, no lo casaron... ¡Un hombre sin valor! En el trabajo se heló, se embriagó con dos copas, parloteó en vano, y sólo supo tocar el violín y retozar con los niños sobre la estufa. ¡Tocó en las tabernas, en las bodas, en el campo, y ah cómo tocó! Pero el hermano vendió la isbá2, el ganado y toda la hacienda, y va con la familia a la lejana Siberia. Y el solterón también va –no hay a donde ir. Lleva consigo y ambos violines... Y cuando llegue al lugar, empezará a helarse con el frío siberiano, contraerá tuberculosis y morirá en silencio, callado, de modo que nadie lo advertirá, y sus violines, que alguna vez hicieron alegrarse o entristecerse al pueblo, irán a parar por dos grívenniks3 a manos de un escribano extraño o de un deportado, los muchachos extraños arrancarán las cuerdas, romperán los puentes, llenaran el interior de agua... ¡Regresa tío!
Colonos ya había visto cuando navegaba en barco por el Káma. Recuerdo a un mujík de unos cuarenta años con una barba castaña, estaba sentado en un banco del barco; a sus pies tiene unos morrales con bártulos caseros, sobre los morrales están acostados unos niños en alpargatas, que se aprietan por el viento frío, áspero que sopla desde la orilla desierta del Káma. Su rostro expresa: “Yo ya me resigné”. En los ojos hay ironía, pero esa ironía está dirigida adentro, a su alma, a toda su vida pasada, que lo engañó tan cruelmente.
-¡Peor no será! –dice, y sonríe sólo con el labio superior.
En respuesta callas y no preguntas nada, pero al minuto él repite:
-¡Peor no será!
-¡Será peor! –dice desde otro banco cierto hombrecito pelirrojo, no colono, de mirada aguda. -¡Será peor!
Éstos, que arrastran los pies ahora por el camino, junto a sus carromatos, callan. Los rostros serios, concentrados... Yo los miro y pienso: romper para siempre con una vida que parece anormal, sacrificar por eso la tierra natal y el nido natal, puede sólo un hombre extraordinario, un héroe...
Después, al poco tiempo, sorteamos una escolta. Sonando los grilletes, van por el camino 30-40 reclusos, a sus lados los soldados con los fusiles, y detrás dos telegas. Un recluso parece un clérigo armenio; al otro, alto, con nariz aguileña y frente amplia, como que lo vi en algún lugar, en una botica detrás del mostrador; el tercero tiene un rostro pálido, agotado y serio, como un monje-ayunador. No alcanzas a mirarlos a todos. Los reclusos y los soldados no tienen más fuerzas: el camino es malo, no hay fuerzas para seguir... Hasta el pueblo, donde van a pernoctar, quedan aún diez vérstas4. Y cuando lleguen al pueblo, comerán con rapidez, se hartarán de té de ladrillo y al instante se tumbarán a dormir, y al instante los invadirán las chinches –el enemigo encarnizado, invencible de los que se enfermaron y de quien quiere dormir a toda costa.
Por la noche la tierra empieza a helarse y el fango se convierte en terrones. El carro salta, retumba y rechina con sonidos diversos. ¡Hace frío! No hay viviendas, ni caminantes... Nada se mueve en el aire oscuro, ni emite un sonido, y sólo se oye cómo el carro golpea sobre la tierra helada, y cuando enciendes un cigarrillo, junto al camino alzan vuelo ruidosamente, despertados por el fuego, dos-tres patos...
Llegamos al río. Hay que trasladarse al otro lado en la almadía. En la orilla no hay ni un alma.
-¡Se fueron al otro lado, que les salga una llaga en el alma! –dice el cochero. –Vamos, su excelencia, a rugir.
Gritar de dolor, llorar, pedir auxilio, en general llamar –aquí significa rugir, y por eso en Siberia rugen no sólo los osos, sino también los gorriones y los ratones. “Cayó en manos del gato y ruge”, dicen del ratón.
Empezamos a rugir. El río es ancho, en la tiniebla no se ve la otra orilla... Por la humedad del río se hielan las piernas, después todo el cuerpo... Rugimos media hora, una hora, y la almadía no aparece. Me cansan pronto el agua, las estrellas, que abarrotan el cielo, y este silencio pesado, sepulcral. Por aburrimiento, converso con el abuelo, y me entero por él de que se casó a los 16 años, que tenía 18 hijos, de los cuales murieron sólo tres, que tiene aún vivos a su padre y a su madre; el padre y la madre son “kirzhakíes”, o sea cismáticos5, no fuman, y en toda su vida no vieron ni una ciudad, excepto Ishím, y él, el abuelo, como joven, se permite mimarse –fuma. Me entero por él de que en este río oscuro, áspero, hay acipenseres, salmones, lotas, lucios, pero que no hay quien los pesque ni con qué.
Pero he aquí, finalmente, se oye un chapoteo regular, y en el río aparece algo torpe, oscuro. Es la almadía. Tiene la forma de una barcaza pequeña; sobre ésta hay unos cinco remeros, y sus dos remos largos, de paletas anchas, parecen pinzas de cangrejo.
Al abordar la orilla los remeros, en primer lugar, empiezan a injuriar. Injurian con rabia, sin ningún motivo, por lo visto están medio dormidos. Al escuchar su maldición selecta, se puede pensar que no sólo mi cochero, los caballos y ellos mismos, sino también el agua, la almadía y los remos tienen madre. La injuria más suave e inofensiva de los remeros es “que te salga una llaga” o “¡que te salga una llaga en la boca!” Qué llaga se desea aquí, yo no entendí, aunque pregunté. Llevo una pelliza, unas botas grandes y un gorro; en la tiniebla no se ve que soy “su excelencia”, y uno de los remeros me grita con voz ronca:
-Hey tú, llaguita, ¿qué haces parado con la boca abierta? ¡Desengancha al encuarte!
Salimos en la almadía. Los barqueros, injuriando, toman los remos. No son campesinos locales, sino deportados, enviados aquí por una sociedad que condena la vida depravada. En el pueblo donde están inscritos no viven a gusto –es aburrido, no saben o perdieron la costumbre de arar la tierra, y además, no es grata la tierra ajena, y vinieron aquí para el pasaje. Sus rostros están demacrados, desgastados, golpeados. ¡Y qué expresiones en los rostros! Se ve que estos hombres, mientras navegaban hacia aquí en las barcazas de reclusos, sujetos con las esposas por pareja, y mientras iban en las escoltas por la carretera, pernoctando en las isbás, donde las chinches picaban insufriblemente sus cuerpos, se endurecieron hasta la médula de los huesos; y ahora, al deambular día y noche por el agua fría y sin ver nada, excepto las orillas peladas, perdieron para siempre todo el calor que tenían, y sólo les queda una cosa en la vida: el vodka, la muchacha, la muchacha, el vodka... En este mundo ya no son hombres, sino fieras, y en opinión del abuelo, mi cochero, en el otro mundo también les irá mal: irán por sus pecados al infierno.
Continuará...
3Gríviennik (expresión familiar), moneda de diez kópeks.
4Vérsta, antigua medida rusa de superficie, igual a 1,06 km.
5Cismático, que se aparta de la autoridad religiosa aceptada.
4Vérsta, antigua medida rusa de superficie, igual a 1,06 km.
5Cismático, que se aparta de la autoridad religiosa aceptada.
Título original: Iz Sibiri, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1890, el 8, 9, 12, 13, 15, 18 de mayo y 20 de junio con la firma: “Antón Chejov”.
Imagen: Alexei Savrasov, Sea of Mud, 1894.