jueves, 24 de enero de 2008

La veraneante


Lelia NN, una rubia bonita de veinte años, está parada junto al cercado de la casa de campo y, puesta la barbilla sobre el travesaño, mira a la lejanía. Todo el campo lejano, los jirones de nubes en el cielo, la estación ferroviaria que se oscurece en la lejanía y el riachuelo, que corre a diez pasos del cercado, están bañados de la luz púrpura de la luna, que se levanta tras un montículo. Un vientecito, por hacer algo, riza el riachuelo con júbilo y susurra entre la hierba… Alrededor hay silencio… Lelia piensa… Su rostro bonito está tan triste, en sus ojos se oscurece tanta angustia que, en verdad, es indelicado y cruel no compartir su pena.
Ella compara el presente con el pasado. El año pasado, por este mismo mayo sofocante y poético, estaba en el instituto y daba los exámenes finales. Ella recuerda cómo la dama de clase, m-lle Morceau, una criatura agobiada, enferma y terriblemente limitada, con un rostro eternamente asustado y una nariz grande, sudada, llevaba a las egresadas a tomarse la fotografía.
-¡Ah, le suplico –rogaba ésta a la oficinista en la fotografía, -no les enseñe las tarjetitas1 de los hombres!
Rogaba ella con lágrimas en los ojos. Esta pobre lagartija, que nunca conoció hombre, llegaba a un horror sagrado ante la visión de la fisonomía masculina. En los bigotes y las barbas de cada “demonio”, sabía leer una beatitud paradisíaca, que conducía de modo inevitable a un abismo ignoto, terrible, del que no había salida. Las estudiantes se reían de la tonta Morceau pero, saturadas de “ideales” por completo, no podían no compartir su horror sagrado. Ellas creían que allá, tras las paredes del instituto, si no contar al papásha acatarrado y a los hermanos de libre albedrío, pululaban los poetas greñudos, los cantores pálidos, los viejos biliosos, los patriotas arrojados, los millonarios desmedidos, los elocuentes hasta las lágrimas, los defensores terriblemente interesantes… ¡Mira a esa multitud que pulula y escoge! En particular, Lelia estaba convencida de que, saliendo del instituto, tropezaría de modo inevitable con los héroes turguenianos y otros luchadores por la verdad y el progreso, sobre los que trataban a porfía todas las novelas e, incluso, todos los manuales de historia antigua, medieval y moderna...
Este mayo Lelia ya está casada. Su esposo es bonito, rico, joven, educado, respetado por todos pero, a pesar de todo eso, él (¡da vergüenza confesarlo a este mayo poético!) es grosero, no pulido y absurdo, como los cuarenta mil hermanos absurdos2.
Se despierta él, puntualmente, a las diez de la mañana y, tras ponerse la bata, se sienta a afeitarse. Se afeita con un rostro preocupado, con sentimiento, con sentido, como si inventara el teléfono. Después de la afeitada bebe ciertas aguas, también con un rostro preocupado. Después, tras vestirse todo de cepillado y planchado con esmero, le besa la mano a su esposa y, en su propio carruaje, va al servicio en la Sociedad de seguros. Qué hace él en esa “sociedad”, Lelia no lo sabe. Copia acaso sólo papeles, compone acaso proyectos inteligentes o, puede ser, maneja incluso los destinos de la "sociedad", se ignora. A las cuatro llega del servicio y, quejándose de la fatiga y la transpiración, se cambia la ropa interior. Después se sienta a almorzar. En el almuerzo come y conversa mucho. Habla más de materias elevadas. Resuelve las cuestiones femenina y financiera, critica por algo a Inglaterra, elogia a Bismarck. Reciben de él los periódicos, la medicina, los actores, los estudiantes… “¡La juventud se ha apocado terrriblemente!” En un almuerzo, alcanza a resolver cientos de cuestiones. Pero lo más terrible de todo, es que las visitas que almuerzan, escuchan a este hombre pesado y asienten. Él, que dice cosas absurdas y triviales, resulta más inteligente que todas las visitas, y puede servir de autoridad.
-¡No tenemos ahora buenos escritores! –suspira en cada almuerzo, y esa convicción la sacó él no de los libros. Él nunca lee nada, ni libros, ni periódicos. A Turguéniev lo mezcla con Dostoiévskii, las caricaturas no las entiende, las bromas tampoco, y tras leer una vez, por consejo de Lelia, a Schedrín, halló que Schedrín escribe “nublado”.
-Púshkin, ma chère, es mejor… ¡Púshkin tiene cosas muy graciosas! Yo leí… recuerdo…
Después de almuerzo, él va a la terraza, se sienta en una butaca blanda y, tras entrecerrar los ojos, se queda pensativo. Piensa largo tiempo, de modo concentrado, frunciendo y arrugando el ceño… En qué piensa él, Lelia lo ignora. Ella sólo sabe que, tras dos horas de pensamiento, él no se hace más inteligente en absoluto, y dice el mismo disparate. Por la noche juego de cartas. Juega él con esmero. Cada jugada la piensa largo tiempo y, en caso de error de su compañero, con una voz regular, articulada, expone las reglas del juego de cartas. Después de las cartas, tras el retiro de la visita, bebe las mismas aguas y, con un rostro preocupado, se acuesta a dormir. En el sueño es sereno, como un tronco yaciente. A veces sólo delira, pero su delirio es absurdo también.
-¡Cochero! ¡Cochero! –le oyó decir Lelia la segunda noche después de la boda.
Toda la noche él gorgotea. Le gorgotea en la nariz, en el pecho, en el estómago…
Nada más puede decir Lelia de él. Ella está parada ahora junto al cercado, piensa en él, lo compara con todos los hombres que conoce, y halla que él es mejor que todos, pero ella no se siente más aliviada por eso. El horror sagrado de m-lle Morceau prometía más.

1Tarjetitas, fotografías.
2Alusión a las palabras de Hamlet: “Cuarenta mil hermanos que tuviera no podrían, con todo su amor junto, sobrepujar el mío” (act. V, esc. I) en la tragedia homónima de William Shakespeare.

Título original: Dachnitza, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 20, con la firma: “El hombre sin bazo”.
Imagen: Mary Cassatt, Mujer cosiendo, 1880.