Dieron las doce. Fiódor Stepánich se echó la pelliza por encima y salió al patio. Lo envolvió la humedad de la noche… Soplaba un viento crudo, frío, del cielo oscuro caía una lluvia menuda. Fiódor Stepánich pasó sobre la valla semi destruida y caminó callado a lo largo de la calle. Y la calle era ancha, como una plaza, son raras esas calles en la Rusia europea. Ni alumbrado, ni aceras… incluso no se insinúa ese lujo.
Junto a las vallas y las paredes pasaban, fugazmente, las siluetas oscuras de los ciudadanos, que se apuraban a la iglesia. Delante de Fiódor Stepánich andaban por el fango dos figuras. En una de éstas, pequeña y jorobada, reconoció al doctor local, el único “hombre instruido” en todo el distrito. El viejo médico no desdeñaba el conocerlo, y siempre suspiraba amistosamente cuando lo miraba. Esta vez, el viejo llevaba un anticuado tricornio de uniforme, y su cabeza parecía dos cabezas de pato pegadas por el pescuezo. Por debajo de los faldones de su pelliza colgaba una espada. A su lado andaba un hombre alto y delgado, también con tricornio.
-¡Cristo resucitó, Gúrii Ivánich! –detuvo Fiódor Stepánich al doctor.
El doctor, callado, le estrechó la mano y descubrió un pedacito de la pelliza, para presumir ante el deportado de su ojal, del que colgaba una Stanisláv.
-Y yo, doctor, después de maitines, quiero colarme en su casa, -dijo Fiódor Stepánich. –Usted permítame pues, hacer pascua en su casa… Le ruego… Yo, pasa que allá, esta noche, siempre hacía pascua en familia. Voy a recordar…
-Apenas sea cómodo… -se confundió el doctor. –Yo tengo familia, sabe… esposa… Usted, aunque este… pero, de todas formas, no este… ¡De todas formas es un prejuicio! Yo, por lo demás, nada… Ujum… La tos…
-¿Y Barabáev? –profirió Fiódor Stepánich, torciendo la boca y sonriendo de modo bilioso. –A Barabáev y a mí nos juzgaron juntos, nos deportaron juntos, y entre tanto, él almuerza y toma té en su casa todos los días. ¡Él robó más, mire qué!..
Fiódor Stepánich se detuvo y se recostó a una vaya mojada: que pasen. Lejos, delante de él, titilaban unas lucecitas. Apagándose y encendiéndose, se movían en una dirección.
“La procesión de la cruz, -pensó el deportado. –Como allá, entre nosotros…”
Desde las lucecitas se difundía un tañido. Las campanas tenores tañían en todas las voces posibles, y expelían los tañidos con rapidez, como si se apuraran a algún lugar.
“La primera Pascua aquí, en este frío, -pensó Fiódor Stepánich, -y… no la última. ¡Es infame! Y allá ahora, seguro…”
Y se quedó pensando en el “allá”… Ahora allá, bajo los pies, no hay nieve fangosa, ni charcos fríos, sino hierba joven; allá el viento no te golpea en la cara como un trapo mojado, sino te trae el aliento de la primavera… El cielo allá es oscuro, pero estrellado, con una franja blanca en el oriente… En lugar de esta valla fangosa hay un jardincito verde, con una casita de tres ventanas. Tras las ventanas unas habitaciones claras, cálidas. En una de éstas hay una mesa, cubierta de un mantel blanco, con roscas de Pascua, fiambres, vodkas…
“¡Sería bueno ahora tomarse un vodka de allá! Aquí es un vodka de basura, no se puede tomar…”
Por la mañana el sueño bueno, profundo; después del sueño las visitas, la bebida… Recordó también, por supuesto, a Ólia, con su jetita de gatita, llorosa, bonita. Ahora ella duerme, debe ser, y no sueña conmigo. Esas mujeres se consuelan pronto. Si no fuera por Ólia, él no estaría aquí. Ella lo embaucó, al tontito. Ella necesitaba dinero, lo necesitaba terriblemente, hasta la enfermedad, ¡como toda lechuguina! Sin dinero ella no podía ni vivir, ni amar, ni sufrir…
“-¿Y si me mandan a Siberia? –le preguntó a ella. -¿Vienes conmigo?”
-“¡Por supuesto! ¡Hasta el fin del mundo!”
Él robó, cayó, y fue a Siberia, y Ólia se mostró pusilánime, no fue, por supuesto. Ahora su cabecita tontita se hunde en una blanda almohada de encaje, y sus pies están lejos de la nieve fangosa.
“En el juicio se apareció vestida a lo ligero, y no me miró ni una vez incluso… Se reía, cuando el abogado decía agudezas…Matarla es poco…”
Estos recuerdos fatigaron fuertemente a Fiódor Stepánich. Se fatigó, se enfermó, como si pensara con todo el cuerpo. Las piernas se le aflojaron, se le doblaron, y no tuvo fuerzas para ir a la iglesia, al maitines natal… Regresó a la casa y, sin quitarse las botas ni la pelliza, se tumbó en la cama.
Sobre su cama colgaba una jaula con un pájaro. Ésta y aquél pertenecían al dueño. Era un pájaro ciertamente extraño, con un pico largo, fino, que él no conocía. Tenía las alas cortadas, las plumas de la cabeza arrancadas. Le daban de comer cierta posca, que apestaba toda la habitación. El pájaro retozaba inquieto en la jaula, golpeaba con el pico la latita de agua, y cantaba ya como un estornino, ya como una oropéndola…
“¡No me deja dormir!” –pensó Fiódor Stepánich. –Diablo…”
Se levantó y sacudió la jaula con la mano. El pájaro se calló. El deportado se acostó y se sacó las botas con el borde de la cama. Al minuto, el pájaro empezó a retozar de nuevo. Un pedazo de posca le cayó sobre la cabeza, y se le quedó colgando de los cabellos.
-¿Tú no vas a parar? ¿No te vas a callar? ¡No te basta!
Fiódor Stepánich se levantó, arrancó la jaula con exasperación y la lanzó a un rincón. El pájaro se calló.
Pero a los diez minutos, le pareció al deportado, éste salió del rincón hacia el centro de la habitación, y empezó a agujerear el suelo de barro con el pico… El pico era como un taladro… Agujereó, agujereó, y su pico no tenía fin. Batieron las alas, y al deportado le pareció que estaba acostado en el suelo, y que las alas le batían en la cien… El pico se rompió finalmente, y todo se hizo plumas… El deportado se adormeció…
-¿Por qué mataste al bicho, facineroso? –oyó en la mañana.
Fiódor Stepánich abrió los ojos, y vio delante de sí al dueño cismático, al anciano chiflado. El rostro del dueño temblaba de cólera, y estaba cubierto de lágrimas.
-¿Por qué, maldito, mataste a mi pajarito? ¿A mi cantor pues, por qué lo mataste, satán del diablo? ¿Ah? ¿A quién tú? ¿Por qué cosa? ¡Tus ojos son impúdicos, perro feroz! ¡Vete de mi casa, que tu espíritu no esté aquí! ¡En este instante, vete! ¡Ahora!
Fiódor Stepánich se puso la pelliza y salió a la calle. La mañana era gris, nublada… Al mirar al cielo plomizo, no se creía que en lo alto, tras éste, pudiera brillar el sol. La lluvia continuaba aún helando…
-¡Bonjour1! ¡Felicidades, mon cher2! –oyó el deportado, al salir por el portón.
Por delante del portón, en un birlocho nuevecito, pasaba su paisano Barabáev. El paisano llevaba sombrero y estaba bajo una sombrilla.
“¡Hace visitas! –pensó Fiódor Stepánich. –Ahí, el cerdo, supo pegarse… Tiene conocidos… ¡Tenía yo que haber robado más!”
Al acercarse a la iglesia, Fiódor Stepánich oyó otra voz, esta vez femenina. A su encuentro iba una calesa de correo, abarrotada de maletas. Tras las maletas asomaba una cabecita femenina.
-Dónde es aquí… ¡Padrecito, Fiódor Stepánich! ¿Es usted acaso? –empezó a chillar la cabecita.
El deportado corrió hacia la calesa, clavó los ojos en la cabecita, reconoció, tomó de la mano…
-¡¿Acaso no duermo?! ¿Qué es esto? ¡¿A mi casa?! Cambiaste de parecer, Ólia.
-¿Dónde vive Barabáev aquí?
-¿Y para qué quieres a Barabáev?
-Me escribió… Me envió, imagínate, dos mil… Voy a recibir, además, trescientos al mes… ¿Aquí hay teatros?..
Hasta la misma noche andorreó el deportado por la ciudad y buscó apartamento. Llovió a cántaros todo el día, y no se mostró el sol.
“¿Es posible que estas fieras puedan vivir sin sol? –pensaba, barriendo la nieve líquida con los pies. –¡Están contentos, saciados sin sol! Por lo demás, ellos tienen su gusto”.
1Bonjour, buenos días.
2Mon cher, mi querido.
Título original: Vor, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 16, con la firma "A. Chejonté".
Junto a las vallas y las paredes pasaban, fugazmente, las siluetas oscuras de los ciudadanos, que se apuraban a la iglesia. Delante de Fiódor Stepánich andaban por el fango dos figuras. En una de éstas, pequeña y jorobada, reconoció al doctor local, el único “hombre instruido” en todo el distrito. El viejo médico no desdeñaba el conocerlo, y siempre suspiraba amistosamente cuando lo miraba. Esta vez, el viejo llevaba un anticuado tricornio de uniforme, y su cabeza parecía dos cabezas de pato pegadas por el pescuezo. Por debajo de los faldones de su pelliza colgaba una espada. A su lado andaba un hombre alto y delgado, también con tricornio.
-¡Cristo resucitó, Gúrii Ivánich! –detuvo Fiódor Stepánich al doctor.
El doctor, callado, le estrechó la mano y descubrió un pedacito de la pelliza, para presumir ante el deportado de su ojal, del que colgaba una Stanisláv.
-Y yo, doctor, después de maitines, quiero colarme en su casa, -dijo Fiódor Stepánich. –Usted permítame pues, hacer pascua en su casa… Le ruego… Yo, pasa que allá, esta noche, siempre hacía pascua en familia. Voy a recordar…
-Apenas sea cómodo… -se confundió el doctor. –Yo tengo familia, sabe… esposa… Usted, aunque este… pero, de todas formas, no este… ¡De todas formas es un prejuicio! Yo, por lo demás, nada… Ujum… La tos…
-¿Y Barabáev? –profirió Fiódor Stepánich, torciendo la boca y sonriendo de modo bilioso. –A Barabáev y a mí nos juzgaron juntos, nos deportaron juntos, y entre tanto, él almuerza y toma té en su casa todos los días. ¡Él robó más, mire qué!..
Fiódor Stepánich se detuvo y se recostó a una vaya mojada: que pasen. Lejos, delante de él, titilaban unas lucecitas. Apagándose y encendiéndose, se movían en una dirección.
“La procesión de la cruz, -pensó el deportado. –Como allá, entre nosotros…”
Desde las lucecitas se difundía un tañido. Las campanas tenores tañían en todas las voces posibles, y expelían los tañidos con rapidez, como si se apuraran a algún lugar.
“La primera Pascua aquí, en este frío, -pensó Fiódor Stepánich, -y… no la última. ¡Es infame! Y allá ahora, seguro…”
Y se quedó pensando en el “allá”… Ahora allá, bajo los pies, no hay nieve fangosa, ni charcos fríos, sino hierba joven; allá el viento no te golpea en la cara como un trapo mojado, sino te trae el aliento de la primavera… El cielo allá es oscuro, pero estrellado, con una franja blanca en el oriente… En lugar de esta valla fangosa hay un jardincito verde, con una casita de tres ventanas. Tras las ventanas unas habitaciones claras, cálidas. En una de éstas hay una mesa, cubierta de un mantel blanco, con roscas de Pascua, fiambres, vodkas…
“¡Sería bueno ahora tomarse un vodka de allá! Aquí es un vodka de basura, no se puede tomar…”
Por la mañana el sueño bueno, profundo; después del sueño las visitas, la bebida… Recordó también, por supuesto, a Ólia, con su jetita de gatita, llorosa, bonita. Ahora ella duerme, debe ser, y no sueña conmigo. Esas mujeres se consuelan pronto. Si no fuera por Ólia, él no estaría aquí. Ella lo embaucó, al tontito. Ella necesitaba dinero, lo necesitaba terriblemente, hasta la enfermedad, ¡como toda lechuguina! Sin dinero ella no podía ni vivir, ni amar, ni sufrir…
“-¿Y si me mandan a Siberia? –le preguntó a ella. -¿Vienes conmigo?”
-“¡Por supuesto! ¡Hasta el fin del mundo!”
Él robó, cayó, y fue a Siberia, y Ólia se mostró pusilánime, no fue, por supuesto. Ahora su cabecita tontita se hunde en una blanda almohada de encaje, y sus pies están lejos de la nieve fangosa.
“En el juicio se apareció vestida a lo ligero, y no me miró ni una vez incluso… Se reía, cuando el abogado decía agudezas…Matarla es poco…”
Estos recuerdos fatigaron fuertemente a Fiódor Stepánich. Se fatigó, se enfermó, como si pensara con todo el cuerpo. Las piernas se le aflojaron, se le doblaron, y no tuvo fuerzas para ir a la iglesia, al maitines natal… Regresó a la casa y, sin quitarse las botas ni la pelliza, se tumbó en la cama.
Sobre su cama colgaba una jaula con un pájaro. Ésta y aquél pertenecían al dueño. Era un pájaro ciertamente extraño, con un pico largo, fino, que él no conocía. Tenía las alas cortadas, las plumas de la cabeza arrancadas. Le daban de comer cierta posca, que apestaba toda la habitación. El pájaro retozaba inquieto en la jaula, golpeaba con el pico la latita de agua, y cantaba ya como un estornino, ya como una oropéndola…
“¡No me deja dormir!” –pensó Fiódor Stepánich. –Diablo…”
Se levantó y sacudió la jaula con la mano. El pájaro se calló. El deportado se acostó y se sacó las botas con el borde de la cama. Al minuto, el pájaro empezó a retozar de nuevo. Un pedazo de posca le cayó sobre la cabeza, y se le quedó colgando de los cabellos.
-¿Tú no vas a parar? ¿No te vas a callar? ¡No te basta!
Fiódor Stepánich se levantó, arrancó la jaula con exasperación y la lanzó a un rincón. El pájaro se calló.
Pero a los diez minutos, le pareció al deportado, éste salió del rincón hacia el centro de la habitación, y empezó a agujerear el suelo de barro con el pico… El pico era como un taladro… Agujereó, agujereó, y su pico no tenía fin. Batieron las alas, y al deportado le pareció que estaba acostado en el suelo, y que las alas le batían en la cien… El pico se rompió finalmente, y todo se hizo plumas… El deportado se adormeció…
-¿Por qué mataste al bicho, facineroso? –oyó en la mañana.
Fiódor Stepánich abrió los ojos, y vio delante de sí al dueño cismático, al anciano chiflado. El rostro del dueño temblaba de cólera, y estaba cubierto de lágrimas.
-¿Por qué, maldito, mataste a mi pajarito? ¿A mi cantor pues, por qué lo mataste, satán del diablo? ¿Ah? ¿A quién tú? ¿Por qué cosa? ¡Tus ojos son impúdicos, perro feroz! ¡Vete de mi casa, que tu espíritu no esté aquí! ¡En este instante, vete! ¡Ahora!
Fiódor Stepánich se puso la pelliza y salió a la calle. La mañana era gris, nublada… Al mirar al cielo plomizo, no se creía que en lo alto, tras éste, pudiera brillar el sol. La lluvia continuaba aún helando…
-¡Bonjour1! ¡Felicidades, mon cher2! –oyó el deportado, al salir por el portón.
Por delante del portón, en un birlocho nuevecito, pasaba su paisano Barabáev. El paisano llevaba sombrero y estaba bajo una sombrilla.
“¡Hace visitas! –pensó Fiódor Stepánich. –Ahí, el cerdo, supo pegarse… Tiene conocidos… ¡Tenía yo que haber robado más!”
Al acercarse a la iglesia, Fiódor Stepánich oyó otra voz, esta vez femenina. A su encuentro iba una calesa de correo, abarrotada de maletas. Tras las maletas asomaba una cabecita femenina.
-Dónde es aquí… ¡Padrecito, Fiódor Stepánich! ¿Es usted acaso? –empezó a chillar la cabecita.
El deportado corrió hacia la calesa, clavó los ojos en la cabecita, reconoció, tomó de la mano…
-¡¿Acaso no duermo?! ¿Qué es esto? ¡¿A mi casa?! Cambiaste de parecer, Ólia.
-¿Dónde vive Barabáev aquí?
-¿Y para qué quieres a Barabáev?
-Me escribió… Me envió, imagínate, dos mil… Voy a recibir, además, trescientos al mes… ¿Aquí hay teatros?..
Hasta la misma noche andorreó el deportado por la ciudad y buscó apartamento. Llovió a cántaros todo el día, y no se mostró el sol.
“¿Es posible que estas fieras puedan vivir sin sol? –pensaba, barriendo la nieve líquida con los pies. –¡Están contentos, saciados sin sol! Por lo demás, ellos tienen su gusto”.
1Bonjour, buenos días.
2Mon cher, mi querido.
Título original: Vor, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 16, con la firma "A. Chejonté".
Imagen: Ivan Kramskoy, Portrait of an Old Peasant, 1872.