domingo, 13 de enero de 2008

Desde Siberia

II

Desde la gran aldea Arbátskoe (a 375 vérstas de Tiumén), la noche del 6 de mayo, me lleva un viejo de unos 60 años; poco tiempo antes de enganchar, se dio vapor en el baño y se puso ventosas. ¿Para qué las ventosas? Dice que le duele la cintura. Es ágil para sus años, movido, locuaz, pero no camina bien: al parecer, tiene tabes dorsal.
Yo estoy sentado en una calesita alta, no cubierta, es hora de partir. El viejo restalla el látigo y grita, pero ya no grita como antes, sino sólo gime o clama, como paloma egipcia.
A los lados del camino y lejos, en el horizonte, hay fuegos con formas de serpientes: eso arde la hierba del año pasado, que aquí queman a propósito. Ésta está húmeda y sucumbe al fuego penosamente, y por eso las serpientes de fuego se arrastran con lentitud, ya estallando por partes, ya apagándose, ya prendiéndose de nuevo. Los fuegos sueltan chispas, y sobre cada uno hay una nube de humo blanco. Es bonito cuando el fuego, de pronto, abraza la hierba alta: una columna de fuego, de la altura de un sazhén6, se levanta de la tierra, lanza al cielo una gran bocanada de humo y cae al instante, como si se hundiera en la tierra. Aún es más bonito cuando las serpientes se arrastran en el abedular; todo el bosque se ilumina al través, los troncos blancos se ven con nitidez, las sombras de los abedules se tornasolan con las manchas luminosas. Se siente un poco de espanto con esa iluminación.
Al encuentro, con toda el alma, tronando por los terrones, corre una tróika7 de correo. Mi viejo se apura a virar a la derecha, y al instante, por nuestro lado, vuela una enorme, pesada telega de correo, donde está sentado el cochero trasero. Pero he aquí se oye un trueno nuevo: corre al encuentro otra tróika, también con toda el alma. Nosotros nos apuramos a virar a la derecha pero, para mi gran desconcierto y miedo, la tróika vira por algo no a la derecha, sino a la izquierda, y vuela directo hacia nosotros. ¿Y qué, si chocamos? Apenas alcanzo a hacerme esta pregunta, cuando repercute un estruendo, nuestra pareja y la tróika de correo se mezclan en una masa oscura, la calesa se pone en dos patas, y yo caigo en la tierra, y sobre mí todas mis maletas y hatillos... Mientras yo, aturdido, yazgo en la tierra, oigo que vuela una tercera tróika... “Bueno, pienso, ésta seguro me mata”. Pero, gracias a Dios, no me había roto nada, no me golpeé fuerte, y puedo levantarme de la tierra. Salto, corro hacia un lado y grito no con mi voz:
-¡Para! ¡Para!
Del fondo de la telega de correo vacía se levanta una figura, toma las riendas, y la tercera tróika se detiene casi ante mis mismas cosas.
Unos dos minutos pasan en silencio: una suerte de desconcierto estúpido, como si todos no pudiéramos entender lo que sucedió. Los pértigos están rotos, los arneses destrozados, los arcos con las campanitas están tirados en la tierra, los caballos respiran con dificultad, también están aturdidos y, al parecer, fuertemente lastimados. El viejo, gimiendo y ayeando, se levanta de la tierra, las dos primeras tróikas regresan, se acerca aún una cuarta tróika, después una quinta…
Luego empieza la maldición sin consuelo.
-¡Que te salga una llaga! –grita el cochero que chocó con nosotros. -¡Que te salga una llaga en la boca! ¿Dónde tenías los ojos, perro viejo?
-¿Y quién es el culpable? –grita con voz llorosa el viejo. –Tú eres el culpable, ¿y tú pues maldices?
Según se puede entender por la maldición, la causa del choque fue la siguiente. Iban a Arbátskoe tres tróikas traseras, que cargaban correo; por ley, los cocheros traseros deben ir al trote, pero el cochero delantero, aburrido y deseando entrar en calor pronto, fustigó a los caballos con toda el alma; los cocheros de las traseras de las cuatro telegas estaban dormidos, y no había nadie para dirigir las tróikas; tras la primera, con toda el alma, corrían las cuatro restantes. Si yo hubiera estado dormido en la calesa, o si la tercera tróika corriera enseguida tras la segunda pues, por supuesto, el asunto no hubiera salido para mí de forma tan favorable.
Los cocheros maldicen a toda voz, de modo que se les oye, debe ser, a diez vérstas. Maldicen de forma insoportable. ¡Cuánto ingenio, malicia e impureza de alma gastados en inventar estas palabras y frases viles, que tienen como objetivo ofender y profanar todo lo que para el hombre es sagrado, preciado y querido! Así saben injuriar sólo los cocheros y los barqueros siberianos, y aprendieron ellos, dicen, con los reclusos. Entre los cocheros injuria más alto y con más rabia el culpable.
-¡Tú no injuries, imbécil! –se defiende el viejo.
-¿Y qué? –pregunta el cochero culpable, un muchacho de unos 19 años, y con aire amenazador se acerca al viejo y se pone cara a cara. -¿Y qué?
-¡Tú, no muy fuerte!
-¿Y qué? Responde, ¿y qué va a ser? ¡Agarro los pedazos del pértigo y te despedazo, llaga!
A juzgar por el tono, va a haber pelea. En la noche, antes del amanecer, en medio de esta horda salvaje, maldiciente, a la vista de los fuegos cercanos y lejanos, que devoran la hierba, pero que no calientan ni una pizca el frío aire nocturno, junto a estos caballos inquietos, porfiados, que se amontonan en tropel y relinchan, siento una soledad que es difícil describir.
El viejo, gruñendo y levantando mucho las piernas –esto por la enfermedad- anda alrededor de la calesa y los caballos, y desata, donde se puede, las cuerdas y las correas, para atar con éstas el pértigo roto; después, prendiendo un cerillo tras otro, se arrastra bocabajo por el camino y busca el tirante. Entran en acción las correas de mi equipaje. Ya empieza a despuntar la aurora en el oriente, ya hace tiempo que gritan los gansos salvajes despiertos; finalmente, ya se fueron los cocheros, y nosotros todavía estamos parados en el camino y reparamos. Probamos seguir adelante, pero el pértigo atado ¡traj!... y hay que estar parado de nuevo… ¡Hace frío!
De algún modo, al trote, llegamos hasta el pueblo. Nos detenemos cerca de una isbá de dos pisos.
-Iliá Ivánich, ¿los caballos, están en casa? –grita el viejo.
-¡En casa! –responde alguien sordamente tras la ventana.
En la isbá me recibe un hombre alto, con una camisa roja y descalzo, soñoliento, y sonriendo por algo, medio dormido.
-¡Me joden las chinches, amigo! –dice, rascándose y sonriendo con más amplitud. –No calentamos el aposento a propósito. Cuando hace frío, no andan.
Aquí las chinches y las cucarachas no caminan, sino andan; los viajeros no van, sino corren. Preguntan: “¿A dónde corre, su excelencia?” Eso significa: “¿A dónde vas?”
Mientras engrasan los carros en el patio y resuenan las campanitas, mientras se viste Iliá Ivánich, que ahora me llevará, yo busco en una esquina un lugarcito cómodo, recuesto la cabeza sobre un saquito de algo, al parecer de trigo, y al instante se apodera de mí un sueño profundo; ya sueño con mi cama, con mi habitación, sueño con que estoy sentado en mi casa, y cuento a los míos cómo mi pareja chocó con una tróika de correo, pero pasan dos-tres minutos, y oigo cómo Iliá Ivánich me tira de la manga y dice:
-Levántate amigo, los caballos están listos.
¡Qué burla a la pereza, a la repulsión hacia el frío, que como una serpiente recorre la columna de arriba abajo! Voy de nuevo… Ya está claro, y el cielo se pone dorado antes del amanecer. El camino, la hierba del campo y los abedules míseros, jóvenes, están cubiertos de escarcha, como si estuvieran azucarados. En algún lugar reclaman los urogallos…

Continuará...

6Sazhén, antigua medida rusa igual a 2, 134 m.
7Tróika, tiro de tres caballos.

Título original: Iz Sibiri, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1890, el 8, 9, 12, 13, 15, 18 de mayo y 20 de junio con la firma: “Antón Chejov”.
Imagen: Nikolai Sverchkov, Winter Troika, XIX.