martes, 22 de enero de 2008

Desde Siberia

VII

No me gusta cuando el intelectual deportado está parado junto a la ventana, y mira callado al tejado de la casa vecina. ¿En qué piensa en ese momento? No me gusta cuando conversa conmigo de tonterías, y me mira a la cara con una expresión, como si quisiera decir: “Tú regresarás a casa, y yo no”. No me gusta porque en ese momento me da una infinita lástima con él.
La expresión empleada a menudo, de que la pena de muerte se aplica ahora sólo en los casos extremos, no es del todo exacta: todas las penas capitales que sustituyeron la pena de muerte, de todas formas, continúan teniendo su rasgo más importante y sustancial, precisamente –la perpetuidad, la perennidad, y todas tienen un objetivo heredado, directamente, de la pena de muerte, -la separación del delincuente del medio humano normal para siempre, y el hombre que cometió un delito grave, muere para la sociedad en la que nació y creció, como en los tiempos en que reinaba la pena de muerte. En nuestra legislación rusa, humanista en comparación, los castigos capitales, los penales y los correccionales, casi todos son perpetuos. Los trabajos forzados conllevan, con seguridad, la deportación para siempre; la deportación es terrible, precisamente, por su perpetuidad; el condenado a las compañías de reclusos, tras el cumplimiento de la condena, si la sociedad no acepta recibirlo en su medio, es desterrado a Siberia; la privación de los derechos tiene, en casi todos los casos, un carácter perpetuo, y demás. De esta forma, todas las penas capitales no conceden al delincuente el descanso eterno en la tumba, precisamente, eso que podría reconciliar mi sentimiento con la pena de muerte; y por otra parte, la perpetuidad, la conciencia de que la esperanza de algo mejor es imposible, de que en mí el ciudadano murió para siempre, y de que ningún esfuerzo personal mío lo hará renacer en mí, permiten pensar que la pena de muerte en Europa, y entre nosotros, no se ha cambiado, y que sólo reviste otra forma menos repulsiva al sentimiento humano. Europa se habituó demasiado tiempo a la pena de muerte, como para renunciar a ésta sin dilaciones extensas y fatigosas.
Yo estoy convencido por completo de que dentro de 50-100 años, van a ver la perpetuidad de nuestros castigos, con la misma perplejidad y sensación de embarazo, con que nosotros vemos ahora la extirpación de las narices, o la amputación del dedo de la mano izquierda. Y estoy convencido por completo asimismo, de que por muy sincera y claramente que reconozcamos la caducidad, y el prejuicio de tales fenómenos anticuados, como los castigos perpetuos, no tenemos fuerzas en absoluto para ayudar en la desgracia. Para sustituir esta perpetuidad con algo más racional, y que responda más a la justicia, no nos alcanza en el tiempo presente ni el conocimiento, ni la experiencia y, por lo tanto, ni el valor; todos los intentos en ese sentido, indecisos y unilaterales, podrían llevarnos sólo a los errores serios y a los extremos –esa es la suerte de todas las iniciativas, no basadas en el conocimiento y la experiencia. Por muy triste y extraño que sea, no tenemos derecho, incluso, a resolver la cuestión de moda14, sobre qué es más ventajoso para Rusia –la cárcel o el destierro, ya que no sabemos en absoluto qué es la cárcel y qué es el destierro. Echen una ojeada a nuestra literatura sobre la cárcel y el destierro: ¡qué clase de miseria! Dos-tres articulitos, dos-tres nombres, y ahí como si echas la bola a rodar, como si en Rusia no hubiera ni cárcel, ni destierro, ni trabajo forzado. Ya hace 20-30 años que nuestra intelectualidad pensante repite la frase, de que todo delincuente constituye un producto de la sociedad, ¡pero que indiferente es ésta a ese producto! La razón de esa indiferencia hacia los reclusos y los consumidos en el destierro, incomprensible en un estado cristiano y en una literatura cristiana, se oculta en la excepcional falta de instrucción de nuestro jurista ruso; éste sabe poco, y asimismo no está libre de prejuicios profesionales, como la semilla de ortiga que ridiculiza. Éste da los exámenes universitarios, sólo para saber juzgar a un hombre y condenarlo a la cárcel y al destierro; tras ingresar al servicio y recibir un salario, él sólo juzga y condena, y a dónde va el delincuente después del juicio y para qué, qué es la cárcel y qué es la Siberia, él lo desconoce, no le es interesante y no entra en su círculo de competencia: ¡eso ya es asunto de los celadores de narices rojas de los convoys y de las cárceles!
Según las referencias de los habitantes locales, los funcionarios, los cocheros y los carreros con quienes me tocó hablar, los intelectuales deportados –todos esos antiguos oficiales, funcionarios, notarios, contadores, representantes de la juventud dorada enviados aquí por falsificaciones, desfalcos, estafas y por el estilo- llevan una vida retirada y modesta. La excepción la constituyen sólo, los sujetos que poseen un temperamento de Nozdrióv; esos, en todas partes, a todas las edades y en todas las situaciones se quedan como son; pero no están en un lugar, llevan en Siberia una vida gitana, nómada, y son movidos hasta tal grado, que son casi imperceptibles para el ojo observador. Excepto los Nozdrióvs, no rara vez se encuentran entre los intelectuales “desdichados15”, hombres profundamente corrompidos, amorales, francamente viles, pero ésos están todos en evidencia, cualquiera los conoce, y los señala con el dedo. La inmensa mayoría, repito, vive modestamente.
Al llegar al lugar del destierro, los intelectuales tienen, en los primeros tiempos, un aspecto extraviado, aturdido; andan tímidos y como golpeados. La mayoría de ellos está pobre, débil y mal instruida, y no cuenta a su favor con nada más que con una letra, que a menudo no sirve para nada. Algunos de ellos empiezan, por que venden por partidas sus camisas de lino holandés, las sábanas, los pañuelos, y terminan en que dentro de 2-3 años mueren en una miseria terrible (así, hace poco murió en Tomsk Kuzovlióv16, que tuvo un papel notable en el proceso de la aduana de Taganróg; fue enterrado a cuenta de un hombre generoso, también de los deportados); los otros poco a poco se colocan en alguna labor, y se paran sobre sus pies; éstos se dedican al comercio, la abogacía, escriben en los periódicos locales, ingresan como escribanos y por el estilo. Su salario rara vez supera los 30-35 rub. al mes.
Viven éstos aburridamente. La naturaleza siberiana, en comparación con la rusa, les parece uniforme, pobre, silenciosa, en Ascensión hay helada, y en Trinidad cae nieve húmeda. Los apartamentos en las ciudades son infames, las calles fangosas, en las tiendas todo es caro, no fresco y escaso, y muchas cosas a las que está habituado el europeo, no las encuentras por ningún dinero. La intelectualidad local, la pensante y la no pensante, bebe vodka de la mañana a la noche, bebe sin elegancia, de modo grosero y estúpido, sin conocer medida y sin embriagarse; tras las dos primeras frases, el intelectual local, con seguridad, le hace la pregunta: “¿Y por qué no tomamos vodka?” Y por aburrimiento, el deportado bebe con éste, al principio frunce el ceño, después se habitúa, y al final de todo, por supuesto, se entrega a la bebida. Si hablar de la embriaguez, pues no los deportados desmoralizan a la población, sino la población a los deportados. La mujer aquí es tan aburrida como la naturaleza siberiana; es insulsa, fría, no sabe vestirse, no canta, no ríe, no es atractiva y, como se expresó un antiguo poblador en una conversación conmigo: “es áspera al tacto17”. Cuando en Siberia, con el tiempo, surjan los novelistas y los poetas propios, pues en sus novelas y poemas la mujer no será la heroína; ella no va a inspirar, a incitar a la actividad elevada, a salvar, a ir “al fin del mundo”. Si no contar las malas tabernas, los baños familiares y las numerosas casas de tolerancia, evidentes y secretas, a las que es tan aficionado el hombre siberiano, pues en las ciudades no hay ninguna clase de diversión. En los largos atardeceres otoñales e invernales, el desterrado está sentado en su casa, o va a ver al antiguo poblador para beber vodka, se beben entre los dos unas dos botellas de vodka y media docena de cervezas, y después la pregunta habitual: “¿Y por qué no vamos ahí?”, o sea, a la casa de tolerancia. ¡Tedio y más tedio! ¿Con qué distraer el alma? Lee el desterrado algún librito tirado, como Las afecciones de la voluntad, de Ribot18, o se pone unos pantalones claros el primer día soleado de primavera, eso es todo. Ribot es aburrido, ¿y viene al caso leer sobre las afecciones de la voluntad, si no se tiene voluntad? En pantalones claros se siente frío, pero de todas formas es más variado.

Continuará...

14Las noticias del gobierno Irkútskii refieren: “Afirmamos con valentía que el destierro… en ningún lugar, ni nunca, contribuyó ni puede contribuir a la corrección de las personas depravadas, que Siberia alcanzó en el tiempo actual un grado de civilidad, que no es compatible con la continua afluencia del elemento desterrado” (1890, Nº 8 y 16).
15En su artículo El medio, del Diario del escritor de 1873, Fiódor Dostoiévskii observa: “¡El pueblo nunca, al llamar al delincuente ‘desgraciado’, ha dejado de considerarlo un delincuente! ¡Y no habría una desgracia mayor para nosotros, que si el mismo pueblo conviniera con el delincuente y le respondiera: ¡No, no eres culpable, ya que no hay ‘delito’!”
16N. Kuzovlióv, consejero de provincia juzgado por malversar en la aduana de Taganróg; obligado a pagar una multa de 70 mil rublos, despojado de sus derechos y deportado a Siberia.
17Un reseñista del periódico Vladivostók escribe: “por esta declaración del sr. Chejov se desató entonces una guerra encarnizada, en la que varios periódicos siberianos se insultaron…” (1894, Nº 12)
18Theodule Ribot, psicólogo francés, autor de Las afecciones de la voluntad y Problemas de la psicología afectiva, entre otras obras.

Título original: Iz Sibiri, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1890, el 8, 9, 12, 13, 15, 18 de mayo y 20 de junio con la firma: “Antón Chejov”.
Imagen: Adolph von Menzel, View from a Window in the Marienstrasse, 1867.