martes, 15 de enero de 2008

El cosaco


El arrendador de la granja Niza, Maxím Torchákov, un pequeño burgués de Berdiánsk, iba con su joven esposa desde la iglesia, y llevaba una rosca de pascua recién consagrada. El sol aún no salía, pero el oriente ya se sonrosaba y doraba. Había silencio... La codorniz gritaba sus: “¡pit pidióm! ¡pit poidióm1!”, a lo lejos, sobre un altozano, volaba un halcón, y en toda la estepa no se advertía ni un ser viviente.
Torchákov iba y pensaba, que no había fiesta mejor y más alegre, que el domingo de Resurrección. Se había casado hacía poco, y ahora celebraba con su esposa la primera pascua. Todo lo que mirara, todo lo que pensara, todo le parecía radiante, jubiloso y dichoso. Pensaba en su hacienda, y hallaba que todo lo tenía correcto; unos enseres caseros tales, que no hacían falta mejores, todo era suficiente y todo estaba bien; miraba a su esposa, y ésta le parecía bonita, buena y dócil. Le alegraba la aurora en el oriente, la hierba joven y su carretela chillona, que se sacudía, le gustaba incluso el halcón, que batía las alas penosamente. Y cuando pasó de camino por la taberna para prender un cigarrito, y se bebió un vasito, se sintió más contento...
-¡Está dicho, un día grandioso! -decía. –¡Y qué grandioso! Espera Liza, ahora el sol empezará a jugar. ¡Él en cada pascua juega! ¡Y se alegra también, como la gente!
-No está vivo, -observó la esposa.
-¡Pero si ahí hay gente! –exclamó Torchákov. -¡Por Dios, hay! A mí Iván Stepánich me contó, ¡en todos los planetas hay gente, en el sol y en la luna! De verdad... ¡Y puede, que los científicos trapalean, el impuro los conoce! ¡Espera, acaso es un caballo parado! ¡Así es!
A medio camino a casa, junto a Varita Torcida, Torchákov y su esposa vieron un caballo ensillado, que estaba parado inmóvil y olía la tierra. Junto al mismo camino, sobre un mogote, estaba sentado un cosaco pelirrojo que, encorvado, se miraba los pies.
-¡Cristo resucitó! –le gritó Maxím.
-¡En verdad resucitó! -respondió el cosaco, sin levantar la cabeza.
-¿A dónde vas?
-A casa, de licencia.
-¿Para qué estás sentado ahí?
-Pues así... me enfermé... No hay fuerzas para ir.
-¿Y qué te duele?
-Todo me duele.
-Hum... ¡qué desgracia! ¡La gente está de fiesta, y tú enfermo! ¿Y si fueras al pueblo o a la posada, para qué estar sentado así?
El cosaco levantó la cabeza y recorrió con ojos fatigados, enfermos a Maxím, a su esposa, al caballo.
-¿Ustedes pues, de la iglesia? –preguntó.
-De la iglesia.
-Y a mí la fiesta me encontró en el camino. No me dejó Dios llegar. Ahora me montaría e iría, pero no hay fuerzas... ¡Si ustedes, ortodoxos, me dieran, a un forastero, una rosquita sagrada para hacer pascua!
-¿Una rosquita! –preguntó Torchákov. –Eso se puede, no es nada... Espera, ahora...
Maxím se buscó rápido en los bolsillos, miró a su esposa y dijo:
-No tengo cuchillo, no hay con qué cortar. Y romperla pues no conviene, estropeas toda la rosca. ¡Qué tarea! Busca un poco pues, ¿no tienes acaso un cuchillo?
El cosaco se levantó con esfuerzo y fue a su montura por el cuchillo.
-¡Y miren qué se les ocurrió! –dijo la esposa de Torchákov enojada. –No te dejaré partir la rosca! ¿Con qué cara la llevaré a casa cortada? Y se ha visto cosa, hacer pascua en la estepa. ¡Ve al pueblo a donde los mujíks, y haz pascua ahí!
La esposa tomó de manos del esposo la rosca, envuelta en una servilleta blanca, y dijo:
-¡No te la daré! Hay que guardar el orden. Esto no es un panecillo, sino una rosca sagrada, y es pecado partirla sin motivo.
-¡Bueno cosaco, no te enfades! –dijo Torchákov y se rió. -¡No quiere mi esposa! ¡Adiós, andando!
Maxím tiró de las riendas, chasqueó, y la carretela rodó adelante con ruido. Y su esposa aún decía que cortar la rosca, sin llegar a la casa, es pecado y desorden, que todo debe tener su tiempo y lugar. En el oriente, pintando las nubes esponjosas de distintos colores, radiaban los primeros rayos de sol, se oyó el canto de la alondra. Ya no uno, sino tres halcones, a distancia el uno del otro, volaban sobre la estepa. El sol calentó un poquito, y en la hierba joven rompieron a cantar los grillos.
Tras recorrer más de una vérsta, Torchákov volvió la cabeza y miró fijamente a la lejanía.
-No se ve al cosaco... –dijo. –¡Qué canijo, se le ocurrió enfermarse en el camino! No hay peor desgracia: hace falta ir, y no hay fuerzas... Qué hay de bueno, morirá en el camino... No le dimos rosca, Lizavéta, y seguro a él también había que darle. Seguro él también quiere hacer pascua.
El sol salió, pero si éste jugaba o no, Torchákov no lo vio. Todo el camino, hasta la misma casa, estuvo callado, pensaba en algo, y no quitaba el ojo de la cola negra del caballo. Se desconoce por qué lo dominaba el aburrimiento, y de la alegría de la fiesta no le quedaba nada en el pecho, como si ésta no hubiera existido.
Llegaron a la casa, se besaron tres veces con los obreros; Torchákov se contentó de nuevo y empezó a conversar, pero tan pronto se sentaron a hacer pascua, y todos tomaron un pedazo de la rosca sagrada, miró a su esposa con tristeza y dijo:
-Y no está bien, Lizavéta, que no dejamos a ese cosaco hacer pascua.
-¡Eres extraño tú, por Dios! –dijo Lizavéta, y se encogió de hombros con asombro. -¿De dónde sacaste esa moda, de repartir la rosca sagrada por el camino? ¿Acaso es un panecillo? Ahora está cortada, está sobre la mesa, que coma quien quiera, ¡siquiera tu cosaco! ¿Acaso me da lástima?
-Así es pues, pero me da lástima el cosaco. Pues está peor que un mendigo y un huérfano. En el camino, lejos de casa, enfermo...
Torchákov se bebió medio vaso de té, y ya no bebió ni comió nada más. No quería comer, el té le parecía desabrido, como de hierba, y de nuevo sintió aburrimiento. Después de hacer pascua se acostaron a dormir. Cuando Lizavéta se despertó unas dos horas después, estaba parado junto a la ventana y miraba al patio.
-¿Ya te levantaste? –preguntó la esposa.
-No puedo dormir por algo... ¡Eh, Lizavéta, -suspiró, -ofendimos tú y yo al cosaco!
-¡Tú de nuevo con el cosaco! Se te dio ese cosaco. Que vaya con Dios.
-Él sirvió al zar, puede que derramó sangre, y nosotros lo tratamos como a un cerdo. Había que traerlo, al enfermo, a casa, alimentarlo, y nosotros no le dimos ni un pedacito de pan.
-Sí, así te dejaré estropear la rosca. ¡Y todavía sagrada! Tú con el cosaco la hubieras partido, ¿y yo después en la casa abriría los ojos? ¡Ves cómo eres!
Maxím, oculto de su esposa, fue a la cocina, envolvió un pedazo de rosca y cinco huevos en una servilleta, y fue al cobertizo, a donde los obreros.
-Kuzmá, deja el acordeón -se dirigió a uno de éstos. -Ensilla al bayo o a Ivánchik, y ve rápido a Varita Torcida. Allá hay un cosaco enfermo con un caballo, así y dale esto a él. Puede, todavía no se fue.
Maxím se contentó de nuevo pero, tras esperar varias horas a Kuzmá, no soportó, ensilló al caballo y cabalgó a su encuentro. Lo encontró en la misma Varita.
-¿Bueno qué? ¿Viste al cosaco?
-No está en ningún lugar. Debe ser, se fue.
-Hum... ¡qué historia!
Torchákov le tomó el hatillo a Kuzmá y cabalgó adelante. Al llegar al pueblo, le preguntó a los mujíks:
-Hermanos, ¿no vieron acaso a un cosaco grande con un caballo? ¿No pasó acaso por aquí? Pelirrojo, flaco, en un caballo bayo.
Los mujíks se miraron los unos a los otros y dijeron que no habían visto al cosaco.
-Pasó un correo de vuelta, eso seguro, pero un cosaco o alguien más, eso no hubo.
Regresó Maxím a casa para el almuerzo.
-¡Tengo metido a ese cosaco en la cabeza y sabe tú qué! –le dijo a su esposa. –No me deja tranquilo. Yo sólo pienso: y qué, si eso Dios nos quiso probar, y nos envió al encuentro a un ángel, o a algún santo en forma de cosaco. Pues eso sucede. ¡No está bien, Lizavéta, ofendimos al hombre!
-¿Pero, qué te me pegaste con el cosaco? –le gritó Lizavéta perdiendo la paciencia. -¡Te pegaste, como el alquitrán!
-Y tú, sabes, no eres buena... –dijo Maxím, y la miró fijamente a la cara.
Y por primera vez después del casamiento, advirtió que su esposa no era buena.
-¡Deja que yo no sea buena, -gritó ésta, y golpeó con la cuchara enojada, -pero no me voy a poner a repartir la rosca sagrada a cada borracho!
-¿Y acaso el cosaco es un borracho?
-¡Es un borracho!
-¿Cómo tú sabes?
-¡Es un borracho!
-¡Y tú una imbécil!
Maxím, enojado, se levantó de la mesa y empezó a reprochar a su joven esposa, le decía que era despiadada y estúpida. Y ella, también enojada, rompió a llorar y se fue al dormitorio, y gritó desde ahí:
-¡Que se muera tu cosaco! ¡Aléjate de mí, imbécil, con tu cosaco apestoso, si no me iré con mi padre!
En todo el tiempo desde la boda, era para Torchákov la primera pelea con su esposa. Hasta el mismo anochecer caminó por su patio, pensaba todo el tiempo en su esposa, pensaba con fastidio, y ésta le parecía ahora mala, no bonita. Y, como a propósito, el cosaco no le salía de la cabeza, y a Maxím se le aparecían ya sus ojos enfermos, ya la voz, ya el andar...
-¡Eh, ofendimos al hombre! –balbuceaba. -¡Lo ofendimos!
Por la tarde, cuando oscureció, sintió un aburrimiento insoportable, como nunca había sentido, ¡como para ponerse el dogal! Por el aburrimiento y el fastidio con su esposa, se embriagó como se embriagaba en los viejos tiempos, cuando no estaba casado. En la embriaguez, maldijo con palabras infames, y le gritó a su esposa que tenía una cara mala, no bonita, y que mañana mismo la echaría a donde su padre.
Por la mañana, al otro día de la fiesta, quiso quitarse la resaca, y se embriagó de nuevo.
A partir de eso empezó la depresión.
Los caballos, las vacas, las ovejas y las colmenas, poco a poco, uno tras otro, empezaron a desaparecer del patio, las deudas crecieron, la esposa se volvió odiosa... Todas estas desgracias, como decía Maxím, ocurrían porque él tenía una esposa mala, estúpida, porque Dios se había enfadado con él y con su esposa... por el cosaco enfermo. Se embriagaba cada vez más y más a menudo. Cuando estaba ebrio se quedaba en la casa y alborotaba, pero sobrio andaba por la estepa y esperaba, acaso, encontrar al cosaco...

1Onomatopeya intraducible, literalmente: “¡Vamos a beber! ¡Vamos a beber!”

Título original: Kazak, publicado por primera vez en la Peterburgskaya gazieta, 1887, Nº 99, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Vladymer Bolonkin, Horse pulling sled, XX.