martes, 29 de enero de 2008

La hija del consejero comercial (Novela)


El consejero comercial Mejanízmov tiene tres hijas: Zína, Másha y Sásha. Para cada de una de ellas, hay depositado en el banco una dote de cien mil. Por lo demás, no está en eso el asunto.
Sásha y Másha por sí mismas, en particular, no representan nada. Bailan, tejen, se arrebatan, sueñan, aman a los tenientes a la perfección y, al parecer, más nada; pero en cambio la mayor, Zína, pertenece al grupo de las naturalezas únicas, poco comunes. Es más fácil encontrar en el camino de la vida a un reportero no bebedor, que a semejante naturaleza.
Era el onomástico de Sásha. Nosotros, los vecinos-hacendados, nos vestimos con los mejores ropajes, enganchamos a los mejores caballos, y fuimos con las felicidades a la hacienda de Mejanízmov. Unos veinte años antes, en lugar de esta hacienda, había una taberna. La taberna había crecido, crecido, y convertido en una farm excelente con jardines, estanques, fuentes y lacayos parecidos a buldogs. Después de llegar y felicitar, nos sentamos a almorzar enseguida. Sirvieron sopa juliane. Antes de la juliane, nos bebimos dos copitas y picamos.
-¿Nos tomamos la tercera? –propuso Mejanízmov. –A Dios le gusta la trinidad, y este… tres faciunt consilium1 ¡Latín, hermanos! ¡Yáshka, sirve tú pues, cara de cerdo, el arenque en aquella mesa! ¡Señores nobles, bueno, a comer! ¡Sin ceremonias! ¡Mítrii Piétrich, je vous prie allez, ma chère2!
-¡Ah, papá! –observó Másha. -¿Para qué molestas? Eres como el mercader Vodiánkin… con los convites.
-¡Sé lo que digo! Tu asunto es, ¡zás! ¡Yo sólo delante de la visita les permito tutearme! –me susurró Mejanízmov a través de la mesa. -¡Para la civilización! Y sin la visita, ¡ni-ni!
Del fresco no sale un señor! –suspiró un general con banda, sentado junto a mí. –Un cerdo era, un cerdo es…
Mejanísmov, poco a poco, se embriagó, recordó sus viejos tiempos de tabernero, y empezó a decir tonterías. Tenía hipo, se puso a hablar en francés, blasfemaba…
-¡Basta! –le observó su amigo el general. -¡Para cada escándalo hay su decencia! ¡Cómo eres… hermano!
-¡Escandalizo no con tu dinero, sino con el mío! ¡Tengo El león y el sol! Señores, ¿y cuánto me cobraron ustedes por hacerme un honorable juez de paz?
En una punta de la mesa, empezó a moverse y chirrió la silla de alguien de modo frenético. Miramos en dirección del chirrido, y vimos dos grandes ojos negros, que lanzaban rayos y centellas hacia Mejanízmov. Esos dos ojos pertenecían a Zína, una trigueña alta, esbelta, vestida toda de negro. Por su rostro pálido corrían manchas rosadas, y en cada mancha había furia.
-¡Te ruego, padre, basta! –dijo Zína. -¡No me gustan los bufones!
Mejanízmov la miró a los ojos con timidez, empezó a volverse, se bebió de golpe un vaso de cognac, y se calló.
“¡Ajá! –pensamos. –Ésta no es Sásha ni es Másha… Con ésta no se puede bromear… Una natura poco común... Ésta…”
Empecé a admirar el rostro colérico. Confieso que yo, desde antes, no era indiferente a Zína. Era hermosa, miraba como Diana, y siempre estaba callada. ¡Y una doncella que siempre está callada, ustedes mismos saben, posee en sí tanto misterio! Es una botella con un líquido de género desconocido, te la beberías pero temes: ¿y de pronto es veneno?
Después del almuerzo me acerqué a Zína y, para mostrarle que había personas que la entendían, empecé a hablarle del medio devorador, de la verdad, el trabajo, la libertad femenina. De la libertad femenina pasé, bajo la influencia del “achispado”, al sistema de pasaporte, el curso financiero, los cursos femeninos… Hablaba con ardor, con temblor, unas diez veces me esforcé por tomarla de la mano… Hablaba, por lo demás, con franqueza y coherencia, como si leyera un artículo editorial en voz alta. Y ella escuchaba y me miraba. Sus ojos se hacían cada vez más anchos y redondos… Sus mejillas palidecían, visiblemente, bajo la influencia de mi discurso… Finalmente, por algo, brilló en sus ojos el susto.
-¿Es posible que usted, diga todo eso con franqueza? –preguntó, por algo, pasmada de horror.
-Yo… ¡¿sin franqueza?!.. ¿A usted? A mí… Pero le juro que…
Me tomó de la mano, se inclinó hacia mi rostro y, sofocada, susurró:
-Esté hoy a las diez en la glorieta de mármol… ¡Le suplico! ¡Se lo diré todo! ¡Todo!
Susurró y se esfumó tras la puerta. Yo me quedé helado…
-“¡Se enamoró! –pensé, mirándome en el espejo. -¡No resistió!”
Yo –¿para qué ser modesto?- soy un hombre encantador. Gallardo, garboso, con una barba negra como el betún… En mis ojos azules y mi rostro moreno la expresión del sufrimiento sobrevivido. En cada gesto se trasluce el desencanto. Y, además de todo eso, soy rico. (La fortuna la hice con la literatura.)
A las diez ya estaba sentado en la glorieta, y me moría de esperar. En mi cabeza y pecho se desataba una tormenta. Con una languidez dulce, torturante, cerraba los ojos, y veía en la tiniebla de sus órbitas a Zína… Junto a ella, en la tiniebla, había por algo una escena zahiriente, que había visto en cierta revista: el centeno crecido, el sombrero femenino, la sombrilla, el bastón, el cilindro… ¡Pero que no me condene el lector por esa escena! No soy el único que tiene un alma de fresa. Conozco a un poeta lírico, que se relame y chasquea con los labios cada vez que, estando inspirado, se le aparece la musa… Si el poeta se permite tales libertades, pues para nosotros, los prosistas, es más que perdonable.
Puntualmente a las diez, en las puertas de la glorieta, apareció Zína iluminada por la luna. Me acerqué a ella y la tomé de la mano.
-Mi querida… -empecé a murmurar. –Yo la amo… ¡La amo salvaje, apasionadamente!
-¡Permítame! –dijo sentándose, y volviendo su rostro pálido hacia mí con lentitud. -¡Retire (¡sic!) su mano!
Esto fue dicho con tal solemnidad, que se me borraron de la memoria con rapidez, uno tras otro, el cilindro, el bastón, el sombrero femenino y el centeno…
-Usted dice que me ama… Usted también me gusta. Yo me puedo casar con usted, pero ante todo debo salvarlo, infeliz. Usted está al borde de la muerte. ¡Sus convicciones lo van a perder! ¿Es posible que no vea eso, infeliz ? ¿Y es posible que se atreva a pensar, que yo voy a unir mi destino a una persona que tiene esas convicciones? ¡No! Usted me gusta, pero yo sabré sobreponerme a mi sentimiento. ¡Sálvese mientras no es tarde! Por primera vez, siquiera, mire… ¡mire, lea esto! ¡Lea y verá, cómo se equivoca!
Y me metió en la mano cierto papel. Yo encendí un cerillo, y vi en mi pobre mano un número de El ciudadano del año pasado. Estuve sentado un minuto callado, inmóvil, después me levanté y me agarré la cabeza.
-¡Padrecitos! –exclamé. -¡Una natura poco común en todo el distrito Lojmótievskii, y es… ¡y es una imbécil! ¡Dios mío!
A los diez minutos ya estaba sentado en la calesa, y viajaba hacia mi casa.

1Tres faciunt consilium, tres hacen concilio.
2Je vous prie allez, ma chère, yo le ruego, venga, mi querida.

Título original: Doch kommertzii sovietnika, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 42, con la firma "A. Chejonté".
Imagen: Ivan Kramskoy, Moonlit Night, (Fragment), 1880.