Esto fue en una triste mañana de octubre, cuando una nieve gruesa caía del cielo, aunque de todas formas no era invierno, ya que las ruedas golpeaban ruidosamente por la calzada, y la nieve que caía sobre el paletó, largo como una bata, se derretía pronto y se convertía en gotas menudas. Kóstia Schultz, alumno de primer grado, estaba triste. El culpable era en parte el tiempo, en parte Martíshka y los lentes; no había alcanzado a aprenderse de memoria esa fábula, e imaginaba ahora cómo se le acercaría en la clase el maestro de lengua rusa, un señor alto, robusto, con lentes y, parándose tan cerca que se verían hasta los puntos más menudos de los botones de su chaleco, y la cadenita con la cornalina, diría en tenor: “¿Qué? ¿No se la aprendió?” En parte era culpable la nana. Antes de la salida al gimnasio había insultado a la nana y, para enojarla, no había tomado consigo las albóndigas para el desayuno, y ahora lo lamentaba, pues ya tenía ganas de comer.
Ya al final de la calle aparecía el gimnasio… El maestro relojero tenía en su ventana las nueve menos veinte. A Kóstia se le encogió el corazón de modo desagradable. ¡Señor, Dios mío, qué cambio! En agosto, cuando la mamá lo llevaba al examen de ingreso, y en los primeros días, cuando empezó el estudio, cómo se desvivía por ir al gimnasio, cómo soñaba, cómo se aburría en las fiestas, y ahora, en octubre, ¡ya todo era pesado, severo, frío! Adelante, a tres casas, iba al gimnasio el maestro de matemática, Serguéi Semiónich, con el cilindro y los altos chanclos de piel de aspecto sólido1, que, como parecía, crujían por la acera de modo severo e implacable. ¿Cuánto habría podido cobrarle el zapatero por esos chanclos, y pensó acaso éste, cuando los cosía, que éstos iban a expresar tan bien el carácter de la persona que los llevaba ahora?
1La descripción del largo camino fangoso al gimnasio y los “altos chanclos de piel” (que podían usar sólo ciertos habitantes acaudalados de la ciudad), coincide con las memorias sobre Taganróg de los parientes de Chejov.
Ya al final de la calle aparecía el gimnasio… El maestro relojero tenía en su ventana las nueve menos veinte. A Kóstia se le encogió el corazón de modo desagradable. ¡Señor, Dios mío, qué cambio! En agosto, cuando la mamá lo llevaba al examen de ingreso, y en los primeros días, cuando empezó el estudio, cómo se desvivía por ir al gimnasio, cómo soñaba, cómo se aburría en las fiestas, y ahora, en octubre, ¡ya todo era pesado, severo, frío! Adelante, a tres casas, iba al gimnasio el maestro de matemática, Serguéi Semiónich, con el cilindro y los altos chanclos de piel de aspecto sólido1, que, como parecía, crujían por la acera de modo severo e implacable. ¿Cuánto habría podido cobrarle el zapatero por esos chanclos, y pensó acaso éste, cuando los cosía, que éstos iban a expresar tan bien el carácter de la persona que los llevaba ahora?
1La descripción del largo camino fangoso al gimnasio y los “altos chanclos de piel” (que podían usar sólo ciertos habitantes acaudalados de la ciudad), coincide con las memorias sobre Taganróg de los parientes de Chejov.
Título original: Schultz, publicado por primera vez en Cartas de A.P. Chejov, t. IV, pag. 527-528. Fragmento de cuento inconcluso hallado entre los papeles de Antón Chejov.
Imagen: Theodor von Hörmann, Niños en un hayal en invierno, Wessling, 1892.