IX
Si el paisaje del camino no es para ustedes la última cuestión, pues, al ir de Rusia a Siberia, se aburrirán desde el Ural hasta el mismo Eniséi. La llanura helada, los abedules torcidos, los charcos, en algunos lugares las lagunas, la nieve en mayo y las orillas desiertas y abatidas de los afluentes del Ob –eso es todo lo que alcanza a conservar la memoria de las primeras dos mil vérstas. Esa naturaleza que idolatran los extranjeros, respetan nuestros prófugos, y que con el tiempo servirá de mina de oro inagotable a los poetas siberianos, la naturaleza original, grandiosa y hermosa, empieza sólo desde el Eniséi.
Sin ánimo de ofender a los celosos admiradores del Volga, yo en mi vida vi un río más hermoso que el Eniséi. Que el Volga sea elegante, modesto, una bella triste, en cambio el Eniséi es un héroe medieval poderoso, frenético, que no sabe qué hacer con sus fuerzas y su juventud. En el Volga el hombre empieza con una audacia, y termina con un lamento que se llama canción22; sus esperanzas vívidas, doradas se convierten en una impotencia, que se acostumbra a llamar pesimismo ruso. Pero en el Eniséi la vida empieza con un lamento y termina con una audacia, que no habíamos visto ni en sueños. Así, por lo menos, pensaba yo, parado en la orilla del ancho Eniséi y mirando ávidamente sus aguas, que corren con terrible rapidez y fuerza al severo Océano Antártico. En las orillas del Eniséi es estrecho. Las oleadas pequeñas se sortean las unas a las otras, se aprietan, y describen círculos en espiral, y parece extraño que este fortachón no arrasó aún las orillas, y no horadó el fondo. En esta orilla está Krasnoyársk, la mejor y más bella de todas las ciudades siberianas, y en aquella unas montañas que me recuerdan el Cáucaso, tan brumosas, de ensueño. Yo estaba parado y pensaba: ¡que vida plena, inteligente y valiente iluminará con el tiempo estas orillas! Yo envidié a Sibiriakóv23 que, como leí, navega en barco desde Petersburgo hasta el Océano Antártico, para desde ahí entrar por el estero del Eniséi; yo lamenté que la universidad fue inaugurada en Tomsk y no aquí, en Krasnoyársk. Muchas ideas diversas tenía yo, y todas se mezclaban y apretaban, como las aguas en el Eniséi, y me sentía bien…
Pronto, después del Eniséi, empieza la célebre taiga. Sobre ésta hablaron y escribieron bastante, y por eso esperas de ésta, no eso que puede ofrecer. Al principio, como que te desencantas un poco. A ambos lados del camino se extienden, sin cesar, los comunes bosques de pinos, alerces, abetos y abedules. No hay ni árboles de cinco abarques, ni copas, a cuya vista de vueltas la cabeza; los árboles no son más robustos, que esos que crecen en el Sokólniki moscovita. Me dijeron que la taiga es silenciosa, y que su vegetación no tiene fragancia. Yo esperaba eso, pero todo el tiempo, mientras viajaba por la taiga, cantaban los pájaros, zumbaban los insectos; las ramas, calentadas por el sol, llenaban el aire con la fragancia densa de la resina; los claros y los linderos del camino, estaban cubiertos de flores de tiernos colores azules, rosados y amarillos, que acariciaban no sólo la vista. Es evidente, que quienes escribieron sobre la taiga, la contemplaron no en primavera, sino en verano, cuando en Rusia los bosques son silenciosos y no tienen fragancia.
La fuerza y el encanto de la taiga, no están en los árboles gigantes ni en el silencio sepulcral, sino en que, acaso, sólo las aves de paso saben dónde ésta termina. El primer día no le prestas atención; el segundo y el tercero te asombras, y el cuarto y el quinto tienes un estado de ánimo así, como que nunca lograrás salir de ese monstruo verde. Logras salir a una colina elevada, cubierta de bosque, miras adelante, al oriente, en dirección al camino, y ves abajo el bosque, después una colina cubierta de bosque, tras ésta otra colina, asimismo cubierta, tras ésta una tercera, y así sin término; al día siguiente, miras de nuevo adelante desde la colina –y de nuevo la misma escena... Adelante, sabes de todas formas que vendrán el Angará e Irkútsk, pero lo que hay tras los bosques, que se extienden a los lados del camino hacia el norte y el sur, y cuántas centenas de vérstas se extienden éstos, eso lo ignoran, incluso, los cocheros y los campesinos, nacidos en la taiga. Su fantasía es más atrevida que la nuestra, pero ellos no se deciden a precisar, a la ventura, las dimensiones de la taiga, y a nuestra pregunta responden: “¡No tiene fin!” Ellos sólo saben que en invierno, a través de la taiga, vienen del lejano norte, en renos, ciertos hombres a comprar pan, pero qué clase de hombres son esos, y de dónde son, eso no lo saben ni los viejos.
He aquí entre los pinos anda un prófugo, con un morral y un caldero a la espalda. ¡Qué pequeños e ínfimos parecen, en comparación con la taiga inmensa, su maldad, sus sufrimientos y él mismo! Si se pierde en la taiga, pues en eso no habrá nada complejo, ni terrible, como en la muerte de un mosquito. Mientras no haya una población densa, la taiga es impetuosa e invencible, y la frase “el hombre es el rey de la naturaleza”, en ningún lugar suena tan tímida y falsamente como aquí. Si, supongamos, todos los hombres que viven ahora al compás de la Siberia, acordaran destruir la taiga y empuñaran para eso el hacha y el fuego, pues se repetiría la historia del pájaro que quiso quemar el mar. Sucede que el fuego devora unas cinco vérstas de bosques, pero en la masa general, el gran fuego apenas es notable, y pasa una decena de años, y en el lugar del bosque quemado crece uno más joven, tupido y oscuro que el anterior. Un científico, durante su estancia en la orilla oriental, quemó un bosque sin querer; en un instante, toda la masa verde visible fue abrazada por las llamas. Conmovido con la escena inusitada, el científico se llamó a sí mismo “la causa de una catástrofe terrible”. Pero, ¿qué es para la taiga inmensa unas cuantas decenas de vérstas? Probablemente, en el lugar del antiguo incendio crece ahora un bosque impenetrable, pasean los osos plácidamente, vuelan las ortegas, y los trabajos del científico dejaron en la naturaleza bastante más huella, que la terrible catástrofe que lo asustó. La medida humana común no sirve en la taiga.
¡Y cuantos secretos guarda en sí la taiga! He aquí entre los árboles se adentra un camino o sendero, que desaparece en las entreluces del bosque. ¿Adónde va éste? ¿Acaso a una fábrica de aguardiente secreta, a una aldea, de cuya existencia no ha oído aún ni el policía rural, ni el jurado24, o puede ser, a una mina de oro descubierta por un artél de mendigos? ¡Y qué libertad temeraria, tentadora emana de ese sendero misterioso!
Según los relatos de los cocheros, en la taiga hay osos, lobos, lechuzas, búhos y cabras salvajes. Los mujíks que viven por la carretera, cuando no hay trabajo en la casa, se pasan semanas enteras en la taiga, y cazan fieras ahí. El arte de la caza aquí es muy sencillo: si el fusil disparó, pues gracias a Dios, si tuvo un fallo, pues no le pidas clemencia al oso. Un cazador lamentaba, que su fusil tiene unos cinco fallos seguidos, y dispara sólo a la sexta vez; ir de caza con ese tesoro, sin un cuchillo y sin una lanza, es un gran riesgo. Los fusiles importados aquí son malos y caros, y por eso no es una rareza encontrar por la carretera, a herreros que saben hacer fusiles. Hablando en general, los herreros son gente talentosa, en particular eso se advierte en la taiga, donde éstos no se han perdido en el otro grupo de talentos. A mí, por necesidad, me tocó conocer a un herrero, que el cochero me recomendó así: “¡Uh, es un gran maestro! ¡Hasta hace fusiles!” El tono y la expresión del rostro del cochero me recordaron, vivamente, nuestras conversaciones sobre los grandes artistas. Se me rompió la calesa, necesitaba arreglarla y, por recomendación del cochero, se me presentó en la estación un hombre enjuto, pálido, de movimientos nerviosos, por todas las apariencias un talento y un gran borracho. Como un buen médico con práctica, a quien le aburre curar una enfermedad no interesante, él, de paso y sin ganas, echó una ojeada a mi calesa, dio un diagnóstico breve y claro, pensó un poco y, sin decirme una palabra, caminó por el camino despacio, después miró atrás y le dijo al cochero:
-¿Qué pues? Acaso, lleva la calesa a la herrería.
A arreglar la calesa lo ayudaron cuatro carpinteros. Trabajó él sin cuidado, sin ganas, y parecía que el hierro adquiría formas diversas, más allá de su voluntad; fumaba a menudo, hurgaba sin ninguna necesidad en el montón de restos de hierro, miraba al cielo cuando yo lo apuraba, así hacen melindres los artistas, cuando les ruegan cantar o leer algo. De vez en cuando, como por coquetería, o deseando asombrarme a mí y a los carpinteros, levantaba mucho el martillo, echaba chispas hacia todos lados y, con un golpe, resolvía alguna cuestión muy compleja y difícil. Tras un golpe torpe, pesado, tras el que parecía que debiera deshacerse el yunque y temblar la tierra, la ligera lámina de hierro adquiría la forma deseada, de modo que una pulga25 no podría meterse. Por el trabajo recibió de mí cinco con una poltína; tomó cinco para sí, y el poltínnik se lo dio a los cuatro carpinteros. Éstos le dijeron gracias, y llevaron la calesa a la estación, envidiando probablemente el talento, que conoce tanto su precio y es tan despótico en la taiga, como en nuestras grandes ciudades.
Sin ánimo de ofender a los celosos admiradores del Volga, yo en mi vida vi un río más hermoso que el Eniséi. Que el Volga sea elegante, modesto, una bella triste, en cambio el Eniséi es un héroe medieval poderoso, frenético, que no sabe qué hacer con sus fuerzas y su juventud. En el Volga el hombre empieza con una audacia, y termina con un lamento que se llama canción22; sus esperanzas vívidas, doradas se convierten en una impotencia, que se acostumbra a llamar pesimismo ruso. Pero en el Eniséi la vida empieza con un lamento y termina con una audacia, que no habíamos visto ni en sueños. Así, por lo menos, pensaba yo, parado en la orilla del ancho Eniséi y mirando ávidamente sus aguas, que corren con terrible rapidez y fuerza al severo Océano Antártico. En las orillas del Eniséi es estrecho. Las oleadas pequeñas se sortean las unas a las otras, se aprietan, y describen círculos en espiral, y parece extraño que este fortachón no arrasó aún las orillas, y no horadó el fondo. En esta orilla está Krasnoyársk, la mejor y más bella de todas las ciudades siberianas, y en aquella unas montañas que me recuerdan el Cáucaso, tan brumosas, de ensueño. Yo estaba parado y pensaba: ¡que vida plena, inteligente y valiente iluminará con el tiempo estas orillas! Yo envidié a Sibiriakóv23 que, como leí, navega en barco desde Petersburgo hasta el Océano Antártico, para desde ahí entrar por el estero del Eniséi; yo lamenté que la universidad fue inaugurada en Tomsk y no aquí, en Krasnoyársk. Muchas ideas diversas tenía yo, y todas se mezclaban y apretaban, como las aguas en el Eniséi, y me sentía bien…
Pronto, después del Eniséi, empieza la célebre taiga. Sobre ésta hablaron y escribieron bastante, y por eso esperas de ésta, no eso que puede ofrecer. Al principio, como que te desencantas un poco. A ambos lados del camino se extienden, sin cesar, los comunes bosques de pinos, alerces, abetos y abedules. No hay ni árboles de cinco abarques, ni copas, a cuya vista de vueltas la cabeza; los árboles no son más robustos, que esos que crecen en el Sokólniki moscovita. Me dijeron que la taiga es silenciosa, y que su vegetación no tiene fragancia. Yo esperaba eso, pero todo el tiempo, mientras viajaba por la taiga, cantaban los pájaros, zumbaban los insectos; las ramas, calentadas por el sol, llenaban el aire con la fragancia densa de la resina; los claros y los linderos del camino, estaban cubiertos de flores de tiernos colores azules, rosados y amarillos, que acariciaban no sólo la vista. Es evidente, que quienes escribieron sobre la taiga, la contemplaron no en primavera, sino en verano, cuando en Rusia los bosques son silenciosos y no tienen fragancia.
La fuerza y el encanto de la taiga, no están en los árboles gigantes ni en el silencio sepulcral, sino en que, acaso, sólo las aves de paso saben dónde ésta termina. El primer día no le prestas atención; el segundo y el tercero te asombras, y el cuarto y el quinto tienes un estado de ánimo así, como que nunca lograrás salir de ese monstruo verde. Logras salir a una colina elevada, cubierta de bosque, miras adelante, al oriente, en dirección al camino, y ves abajo el bosque, después una colina cubierta de bosque, tras ésta otra colina, asimismo cubierta, tras ésta una tercera, y así sin término; al día siguiente, miras de nuevo adelante desde la colina –y de nuevo la misma escena... Adelante, sabes de todas formas que vendrán el Angará e Irkútsk, pero lo que hay tras los bosques, que se extienden a los lados del camino hacia el norte y el sur, y cuántas centenas de vérstas se extienden éstos, eso lo ignoran, incluso, los cocheros y los campesinos, nacidos en la taiga. Su fantasía es más atrevida que la nuestra, pero ellos no se deciden a precisar, a la ventura, las dimensiones de la taiga, y a nuestra pregunta responden: “¡No tiene fin!” Ellos sólo saben que en invierno, a través de la taiga, vienen del lejano norte, en renos, ciertos hombres a comprar pan, pero qué clase de hombres son esos, y de dónde son, eso no lo saben ni los viejos.
He aquí entre los pinos anda un prófugo, con un morral y un caldero a la espalda. ¡Qué pequeños e ínfimos parecen, en comparación con la taiga inmensa, su maldad, sus sufrimientos y él mismo! Si se pierde en la taiga, pues en eso no habrá nada complejo, ni terrible, como en la muerte de un mosquito. Mientras no haya una población densa, la taiga es impetuosa e invencible, y la frase “el hombre es el rey de la naturaleza”, en ningún lugar suena tan tímida y falsamente como aquí. Si, supongamos, todos los hombres que viven ahora al compás de la Siberia, acordaran destruir la taiga y empuñaran para eso el hacha y el fuego, pues se repetiría la historia del pájaro que quiso quemar el mar. Sucede que el fuego devora unas cinco vérstas de bosques, pero en la masa general, el gran fuego apenas es notable, y pasa una decena de años, y en el lugar del bosque quemado crece uno más joven, tupido y oscuro que el anterior. Un científico, durante su estancia en la orilla oriental, quemó un bosque sin querer; en un instante, toda la masa verde visible fue abrazada por las llamas. Conmovido con la escena inusitada, el científico se llamó a sí mismo “la causa de una catástrofe terrible”. Pero, ¿qué es para la taiga inmensa unas cuantas decenas de vérstas? Probablemente, en el lugar del antiguo incendio crece ahora un bosque impenetrable, pasean los osos plácidamente, vuelan las ortegas, y los trabajos del científico dejaron en la naturaleza bastante más huella, que la terrible catástrofe que lo asustó. La medida humana común no sirve en la taiga.
¡Y cuantos secretos guarda en sí la taiga! He aquí entre los árboles se adentra un camino o sendero, que desaparece en las entreluces del bosque. ¿Adónde va éste? ¿Acaso a una fábrica de aguardiente secreta, a una aldea, de cuya existencia no ha oído aún ni el policía rural, ni el jurado24, o puede ser, a una mina de oro descubierta por un artél de mendigos? ¡Y qué libertad temeraria, tentadora emana de ese sendero misterioso!
Según los relatos de los cocheros, en la taiga hay osos, lobos, lechuzas, búhos y cabras salvajes. Los mujíks que viven por la carretera, cuando no hay trabajo en la casa, se pasan semanas enteras en la taiga, y cazan fieras ahí. El arte de la caza aquí es muy sencillo: si el fusil disparó, pues gracias a Dios, si tuvo un fallo, pues no le pidas clemencia al oso. Un cazador lamentaba, que su fusil tiene unos cinco fallos seguidos, y dispara sólo a la sexta vez; ir de caza con ese tesoro, sin un cuchillo y sin una lanza, es un gran riesgo. Los fusiles importados aquí son malos y caros, y por eso no es una rareza encontrar por la carretera, a herreros que saben hacer fusiles. Hablando en general, los herreros son gente talentosa, en particular eso se advierte en la taiga, donde éstos no se han perdido en el otro grupo de talentos. A mí, por necesidad, me tocó conocer a un herrero, que el cochero me recomendó así: “¡Uh, es un gran maestro! ¡Hasta hace fusiles!” El tono y la expresión del rostro del cochero me recordaron, vivamente, nuestras conversaciones sobre los grandes artistas. Se me rompió la calesa, necesitaba arreglarla y, por recomendación del cochero, se me presentó en la estación un hombre enjuto, pálido, de movimientos nerviosos, por todas las apariencias un talento y un gran borracho. Como un buen médico con práctica, a quien le aburre curar una enfermedad no interesante, él, de paso y sin ganas, echó una ojeada a mi calesa, dio un diagnóstico breve y claro, pensó un poco y, sin decirme una palabra, caminó por el camino despacio, después miró atrás y le dijo al cochero:
-¿Qué pues? Acaso, lleva la calesa a la herrería.
A arreglar la calesa lo ayudaron cuatro carpinteros. Trabajó él sin cuidado, sin ganas, y parecía que el hierro adquiría formas diversas, más allá de su voluntad; fumaba a menudo, hurgaba sin ninguna necesidad en el montón de restos de hierro, miraba al cielo cuando yo lo apuraba, así hacen melindres los artistas, cuando les ruegan cantar o leer algo. De vez en cuando, como por coquetería, o deseando asombrarme a mí y a los carpinteros, levantaba mucho el martillo, echaba chispas hacia todos lados y, con un golpe, resolvía alguna cuestión muy compleja y difícil. Tras un golpe torpe, pesado, tras el que parecía que debiera deshacerse el yunque y temblar la tierra, la ligera lámina de hierro adquiría la forma deseada, de modo que una pulga25 no podría meterse. Por el trabajo recibió de mí cinco con una poltína; tomó cinco para sí, y el poltínnik se lo dio a los cuatro carpinteros. Éstos le dijeron gracias, y llevaron la calesa a la estación, envidiando probablemente el talento, que conoce tanto su precio y es tan despótico en la taiga, como en nuestras grandes ciudades.
22Alusión a los versos “Este sueño, en nuestro país, se llama canción”, del poema Reflexiones en la entrada principal, de Nikolai Nekrásov.
23Alexánder Sibiriakóv, célebre viajero ruso, navegante, armador, explora la vía marítima de Europa a Siberia.
24Los campesinos staroobriádzi (“de rito antiguo”) construyen sus aldeas en regiones apartadas de la taiga, pues no aceptan las reformas religiosas del siglo XVII, se oponen a la iglesia ortodoxa nacional, y huyen del orden estatal “diabólico” que impera en Rusia.
24Los campesinos staroobriádzi (“de rito antiguo”) construyen sus aldeas en regiones apartadas de la taiga, pues no aceptan las reformas religiosas del siglo XVII, se oponen a la iglesia ortodoxa nacional, y huyen del orden estatal “diabólico” que impera en Rusia.
25Alusión a El zurdo, relato de Nikolai Lieskóv sobre un herrero que herra a una pulga mecánica inglesa.
Título original: Iz Sibiri, publicado por primera vez en el periódico Novoe vremia, 1890, el 8, 9, 12, 13, 15, 18 de mayo y 20 de junio con la firma: “Antón Chejov”.
Imagen: Ivan Shishkin, Fir Forest, 1891.
Imagen: Ivan Shishkin, Fir Forest, 1891.