martes, 18 de diciembre de 2007

Y la excelencia debe tener límites


En el librito de apuntes de un registrador colegiado pensante, muerto el año pasado de un susto, fue hallado lo siguiente:
El orden de cosas exige que no sólo el mal, sino incluso la excelencia tenga límites. Explicaré con ejemplos:
Incluso el alimento más excelente, consumido sin medida, produce en el estómago dolor, hipo y ventriloquia.
El mejor adorno de la cabeza humana son los cabellos. Pero, ¿quién no sabe que esos mismos cabellos, siendo largos (no hablo de las mujeres), son un rasgo por el que se conocen las mentes ligeras y nocivas?
Un funcionario, hijo de padres piadosos y de buenas costumbres, consideraba un gran placer quitarse el gorro ante los mayores. Esa excelente cualidad de su alma saltaba a la vista en particular cuando él, a propósito, andaba por la ciudad y buscaba encuentros con los mayores, sólo con el fin de quitarse una vez más el gorro ante éstos, y después rendirles pleitesía. Su natura era hasta tal grado respetuosa y deferente, que él se quitaba el gorro no sólo ante su inmediata e indirecta jefatura, sino incluso ante la edad mayor. El efecto de tal nobleza de alma era que él, a cada segundo, tenía que desnudar su cabeza. Una vez, al encontrarse en una mañana invernal, fría, con el sobrino del comisario del distrito, se quitó el gorro, se constipó la cabeza y murió sin confesión. De esto se evidencia, que ser respetuoso es necesario, pero dentro de los límites de la moderación.
No puedo asimismo callar sobre la ciencia. La ciencia tiene muchas cualidades hermosas y útiles, pero recuerden ¿cuánto mal trae, si el hombre entregado a ésta traspasa las fronteras establecidas por la moral, las leyes de la naturaleza y demás? Pena a aquel que... Pero callaré mejor...
El enfermero Yegór Nikítich, que cura a mi tía, amaba la exactitud, la pulcritud y la corrección en todo, cualidades dignas de un alma elevada. Para cada acto y cada paso, él tenía unas reglas premeditadas, establecidas por la experiencia, y se distinguía en el cumplimiento de esas reglas por su constancia ejemplar. Una vez, llegué a su casa a las cinco de la mañana, lo desperté y, con el pesar escrito en el rostro, exclamé:
-¡Yegór Nikítich, apúrese a nuestra casa! ¡Mi tía pierde sangre!
Yegór Nikítich se paró, se puso las botas y fue a la cocina a asearse. Tras asearse con jabón y lavarse los dientes, se peinó ante el espejo y empezó a ponerse el pantalón, limpiándolo y alisándolo con las manos previamente. Después limpió la levita y el chaleco con el cepillo, le dio cuerda al reloj y, con pulcritud, arregló su cama. Tras terminar con la cama, como dándome una lección de pulcritud, se puso a coser en el paletó un botón arrancado.
-¡Pierde sangre! –repetía yo, agobiado por una entendible impaciencia.
-En un minuto... Sólo que, este, rezaré a Dios.
Yegór Nikítich se paró ante las imágenes y empezó a rezar.
-Estoy listo... Sólo que, este, iré a la calle, veré, cuáles chanclos ponerme, ¿los hondos o los llanos?
Cuando salimos de su casa finalmente, cerró la puerta, se persignó hacia el oeste con devoción y todo el camino, yendo por la acera en silencio, intentó pisar las piedras lisas, temiendo estropear los zapatos. Al llegar a la casa, ya no hallamos a la tía entre los vivos. Por lo tanto, la puntualidad debe tener límites también.
La escritura, por lo visto, es una ocupación excelente. Ésta enriquece la mente, adiestra la mano y ennoblece el corazón. Pero escribir mucho no conviene. Y la literatura debe tener límites, ya que la mucha escritura puede producir tentación. Yo, por ejemplo, escribo estas líneas, y el portero Evsévii se acerca a mi ventana y, con sospecha, echa una mirada a mi escritura. En su alma yo sembré la duda. Me apresuro a apagar la lámpara.

Título original: I prekrasnoe dolzhno imet predeli, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1884, Nº 44, con la firma: “El hombre sin bazo”.
Imagen: John Singer, A Street in Venice, 1880-1882.