lunes, 3 de diciembre de 2007

En la botica


Era el atardecer avanzado. El maestro particular, Yegór Alexéich Svóikin, para no perder el tiempo en vano, se dirigió del doctor directo a la botica.
“Como si fueras a ver a una querida rica o a una ferroviaria, -pensaba trepando por la escalera de la botica, gastada y cubierta de alfombras costosas. -¡Da miedo entrar!”
Al entrar a la botica, a Svóikin lo envolvió el olor peculiar de todas las boticas del mundo. La ciencia y la medicina cambian con los años, pero el olor de la botica es eterno, como la materia. Lo olieron nuestros abuelos, lo van a oler nuestros nietos. Público, gracias a la hora tardía, no había en la botica. Tras el despacho amarillo, gastado, cubierto de potecitos con signaturas, estaba parado un señor alto, con la cabeza echada hacia atrás solemnemente, un rostro severo y unas patillas cuidadas, por todas las apariencias el boticario. Empezando por la pequeña calva en la cabeza y terminando por las largas uñas rosadas, todo en este hombre estaba cuidadosamente planchado, cepillado y como relamido, como para contraer nupcias. Sus ojos fruncidos miraban, desde arriba hacia abajo, un periódico que estaba sobre el despacho. Leía. A un costado, tras una rejilla de alambre, estaba sentado el cajero, que contaba el menudo con pereza. Del otro lado del mostrador, que separaba la cocina latina del vulgo, trajinaban en la penumbra dos figuras oscuras. Svóikin se acercó al despacho y entregó al señor planchado la receta. Éste, sin mirarlo, tomó la receta, leyó en el periódico hasta el punto y, tras volver la cabeza ligeramente hacia la derecha, farfulló:
Calomeli grana duo, sacchari albi grana quinque, numero decem1!
Ja2! –se oyó una voz áspera, metálica, desde el fondo de la botica.
El boticario dictó la mixtura con la misma voz apagada, regular.
Ja!- se oyó desde la otra esquina.
El boticario escribió algo en la receta, frunció el ceño y, tras echar la cabeza hacia atrás, bajó los ojos sobre el periódico.
-Dentro de una hora estará listo, -dijo entre dientes, buscando con los ojos el punto en que se había quedado.
-¿No se puede acaso más rápido? –farfulló Svóikin. –A mí, resueltamente, me es imposible esperar.
El boticario no respondió. Svóikin se dejó caer en el diván y se puso a esperar. El cajero terminó de contar el menudo, suspiró profundamente e hizo girar la llave. En el fondo, una de las figuras oscuras empezó a hacer ruido junto al mortero de mármol. La otra figura agitaba algo en un botellín azul. En algún lugar, de modo regular y cauteloso, sonaba un reloj.
Svóikin estaba enfermo. Le ardía la boca, tenía continuos dolores en los pies y las manos, en su pesada cabeza vagaban imágenes nebulosas, parecidas a nubes y figuras humanas arropadas. Veía al boticario, los anaqueles con los botes, los mecheros de gas y los estantes a través de un velo, y le parecía que el monótono golpeteo en el mortero de mármol y el lento tictac del reloj ocurrían no fuera, sino dentro de su propia cabeza… El quebranto y la nebulosa de la cabeza se apoderaban de su cuerpo cada vez más y más, de modo que tras esperar un poco, y sintiendo que el golpeteo en el mortero le daba náuseas, decidió, para animarse, empezar a hablar con el boticario…
-Debe ser, me empieza la calentura, -dijo. –El doctor dijo, que todavía es difícil decidir, qué enfermedad tengo, pero yo estoy bastante debilitado… ¡Suerte mía aún, que me enfermé en la capital, pero no quiera Dios esta desgracia en el campo, donde no hay doctores ni boticas!
El boticario estaba parado inmóvil y, echando la cabeza hacia atrás, leía. A la alocución de Svóikin no respondió ni con una palabra ni con un movimiento, como si no oyera… El cajero bostezó ruidosamente y rayó un cerillo en sus pantalones… El golpeteo en el mortero de mármol se hacía cada vez más ruidoso y sonoro. Al ver que no lo escuchaban, Svóikin levantó los ojos hacia los anaqueles con los botes y se puso a leer los letreros… Ante él empezaron a sucederse, al principio, toda clase de “radicis”: genciana, pimpinela, tormentila, cedoaria, y demás. Tras las radicis empezaron a sucederse las tinturas, los oleumi, los semeni, con nombres más complicados y antediluvianos uno que otro.
“¿Cuánto balasto inútil debe haber aquí? –pensó Svóikin. -¡Cuánta rutina hay en estos botes, que están aquí sólo por tradición, y al mismo tiempo qué respetable e imponente es todo esto!”
De los anaqueles Svóikin pasó los ojos a un estante de cristal que estaba a su lado. Ahí vio unos circulitos de resina, unos globitos, jeringas, botecitos con pasta de diente, unas gotas de Pierrot, unas gotas de Adelheim, jabones cosméticos, una pomada para el crecimiento del cabello…
A la botica entró un chico con un mandil sucio y pidió 10 kóp. de bilis de buey.
-Dígame, por favor, ¿en qué se emplea la bilis de buey? –se dirigió el maestro al boticario, contentado con el tema de conversación.
Al no recibir respuesta a su pregunta, Svóikin se puso a examinar la fisonomía severa, arrogante-científica del boticario.
“¡Son gente extraña, por Dios! –pensó. -¿En aras de qué ponen cara de aire científico? Desollan vivo al prójimo, venden pomadas para el crecimiento del cabello, y al mirar sus caras, se puede pensar que son, en realidad, sacerdotes de la ciencia. Escriben en latín, hablan en alemán… Se las dan como de medievales… En estado sano no adviertes estas fisonomías secas, duras, pero cuando te enfermas, como yo ahora, pues te espantas, de que un asunto sagrado cayó en manos de este personaje insensible, planchado…”
Examinando la fisonomía inmóvil del boticario, Svóikin de pronto sintió el deseo de acostarse, fuera como fuera, lejos del mundo, de la fisonomía científica y del golpeteo en el mortero de mármol… Una fatiga enfermiza se apoderó de todo su ser… Se acercó al mostrador y, haciendo una mueca suplicante, rogó:
-¡Sea tan amable, libéreme! Yo… yo estoy enfermo…
-Ahora… ¡Por favor, no se recueste!
El maestro se sentó en el diván y, echando de su cabeza las imágenes nebulosas, empezó a mirar cómo fumaba el cajero.
“Pasó aún sólo media hora, -pensó. -Todavía queda tanto… ¡Es insoportable!”
Pero he aquí, finalmente, el farmaceuta pequeño, morenito, se acercó al boticario y puso a su lado una caja de píldoras3 y un botellín con un líquido rosado… El boticario leyó hasta el punto, se apartó del despacho con lentitud y, tomando el botellín con la mano, lo agitó ante los ojos… Luego escribió una signatura, la pegó al cuellito del botellín y se inclinó por el sello…
“Bueno, ¿para qué estas ceremonias? –pensó Svóikin. -Pérdida de tiempo, y cobran dinero de más por esto”.
Tras envolver, atar y sellar la mixtura, el boticario empezó a hacer lo mismo con las píldoras.
-¡Reciba! –profirió finalmente, sin mirar a Svóikin. -¡Aporte en la caja un rublo seis kópeks!
Svóikin buscó el dinero en el bolsillo, sacó un rublo y ahí mismo recordó que él, excepto ese rublo, no tenía ni un kópek más…
-¿Un rublo seis kópeks? –empezó a farfullar, confundiéndose. –Pero yo tengo sólo un rublo… Pensaba, que un rublo alcanzaría… ¿Cómo hacer pues?
-¡No sé! –recalcó el boticario, retomando el periódico.
-En ese caso ya, usted disculpe… Los seis kópeks se los traeré mañana o se los mandaré…
-Eso no se puede… Nosotros no tenemos crédito…
-¿Cómo puedo hacer pues?
-Vaya a la casa, traiga los seis kópeks, entonces recibirá la medicina.
-Es posible pero… me es penoso caminar, y no hay a quien mandar…
-No sé… No es asunto mío…
-Hum… -se quedó pensativo el maestro. –Está bien, iré a la casa…
Svóikin salió de la botica y se dirigió a su casa… Mientras llegaba a su número, se sentó a descansar unas cinco veces… Al llegar a su casa y hallar en la mesa varias monedas de cobre, se sentó en la cama a descansar… Una suerte de fuerza inclinó su cabeza hacia la almohada… Se acostó, como por un minuto… Las imágenes nebulosas en forma de nubes y las figuras arropadas empezaron a velar su conciencia… Largo tiempo recordó que debía ir a la botica, largo tiempo se obligó a levantarse, pero la enfermedad hacía lo suyo. Las monedas de cobre cayeron del puño, y el enfermo empezó a soñar que ya había ido a la botica y platicaba de nuevo allí con el boticario.

1¡Calomeli grana duo, sacchari albi grana quinque, numero decem!, ¡de calomel dos granos, de sacarosa blanca cinco granos, contar diez.
2¡Ja!, ¡sí!.
3Acaso píldoras de azúcar (o placebo) sin valor terapéutico que se administran a los enfermos para producir un efecto psicológico.

Título original: V aptekie, publicado por primera vez en la Peterburgskaya gazieta, 1885, Nº 182, con la firma "A. Chejonté".
Imagen: Mariano Barbasan, Plaza de Anticoli bajo la nieve, 1900.