Érase una vez en la tierra el imbécil Iván Ivánich. Cuando llegó la primavera, se compró un sombrero à la Van Dyck y estaba muy contento, porque ese sombrero le quedaba muy bien a los trigueños. Pero, por desgracia, era aprensivo y sucumbía pronto a las influencias exteriores.
-¡Usted, padrecito, perdió el juicio! –le dijo un amigo suyo. -¡¿Acaso no sabe, quiénes usan ahora las alas anchas?! ¡¡Si se pusiera todavía el gorro frigio!!
Iván Ivánich se acobardó y se compró un casquete. Pero estuvo tranquilo no por largo tiempo…
-¿Se apuntó con los populistas? –se burló de él un viejecito conocido. –Je-je-je… ¡espere, se le voy a contar a quien se debe!
El conocido bromeaba, pero Iván Ivánich, por si acaso, escondió el casquete y se compró un cilindro. El cilindro, como ven, le iba muy bien a su rostro, pero… ¡tenía pues que encontrarse con un primo!
-¿Y eso que tú, pelele, te disfrazaste de cilindro? –le dijo el primo. -¿Quién lleva cilindro ahora pues? ¡Los viejos y los fatuos!
Para no parecer un fatuo, Iván Ivánich se compró una visera blanca con cucarda. Figurando en el rango de registrador colegiado, tenía derecho a llevar una visera…
-¡Pero qué ambicioso es usted! –le dijeron las señoritas.
-¡Burócrata! –le dijo silbando un seminarista que leía a Mill y a Buckle.
¿Qué hacer ahí? Iván Ivánich dejó la visera con cucarda, empezó a andar por los almacenes de sombreros y a comprarse sombreros apropiados. Se compró un casco redondo, le dijeron que no le iba a su rostro. Se compró un sombrero de pajilla de Panamá, lo avergonzaron, diciéndole que en nuestro tiempo no era patriótico llevar un sombrero de factura inglesa, y además, de pajilla republicana; se puso un tricornio, le dijeron que los tricornios se llevaban sólo en los días listados. Largo tiempo andorreó por los almacenes, largo tiempo se cambió los sombreros; finalmente, se extenuó, escupió y empezó a andar por la ciudad sin sombrero. Pasó dos días de esa forma, pero al tercer día el alguacil le observó con amabilidad, que así no se podía, que en un estado urbanizado no se podía ir por la calle sin gorro: ¿qué iban a pensar los extranjeros?
Y sin saber qué hacer, desolado, llegó a la casa y, tras pararse delante del retrato de un ser querido, se disparó en la sien. ¡Paz a tus cenizas honrado trabajador!
Y después de su muerte, el destino cruel no lo dejó en paz. Se presentó en su apartamento el ujier del juzgado, y vendió en subasta todos los sombreros que quedaban del finado. Se obtuvieron 101 r. 82 k.
Título original: Shliapnii sezon, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1885, Nº 19, 11, con dibujo de A.I. Liébediev.
Imagen: Wilhelm Trübner, Un caballero con sombrero de copa, 1884.
-¡Usted, padrecito, perdió el juicio! –le dijo un amigo suyo. -¡¿Acaso no sabe, quiénes usan ahora las alas anchas?! ¡¡Si se pusiera todavía el gorro frigio!!
Iván Ivánich se acobardó y se compró un casquete. Pero estuvo tranquilo no por largo tiempo…
-¿Se apuntó con los populistas? –se burló de él un viejecito conocido. –Je-je-je… ¡espere, se le voy a contar a quien se debe!
El conocido bromeaba, pero Iván Ivánich, por si acaso, escondió el casquete y se compró un cilindro. El cilindro, como ven, le iba muy bien a su rostro, pero… ¡tenía pues que encontrarse con un primo!
-¿Y eso que tú, pelele, te disfrazaste de cilindro? –le dijo el primo. -¿Quién lleva cilindro ahora pues? ¡Los viejos y los fatuos!
Para no parecer un fatuo, Iván Ivánich se compró una visera blanca con cucarda. Figurando en el rango de registrador colegiado, tenía derecho a llevar una visera…
-¡Pero qué ambicioso es usted! –le dijeron las señoritas.
-¡Burócrata! –le dijo silbando un seminarista que leía a Mill y a Buckle.
¿Qué hacer ahí? Iván Ivánich dejó la visera con cucarda, empezó a andar por los almacenes de sombreros y a comprarse sombreros apropiados. Se compró un casco redondo, le dijeron que no le iba a su rostro. Se compró un sombrero de pajilla de Panamá, lo avergonzaron, diciéndole que en nuestro tiempo no era patriótico llevar un sombrero de factura inglesa, y además, de pajilla republicana; se puso un tricornio, le dijeron que los tricornios se llevaban sólo en los días listados. Largo tiempo andorreó por los almacenes, largo tiempo se cambió los sombreros; finalmente, se extenuó, escupió y empezó a andar por la ciudad sin sombrero. Pasó dos días de esa forma, pero al tercer día el alguacil le observó con amabilidad, que así no se podía, que en un estado urbanizado no se podía ir por la calle sin gorro: ¿qué iban a pensar los extranjeros?
Y sin saber qué hacer, desolado, llegó a la casa y, tras pararse delante del retrato de un ser querido, se disparó en la sien. ¡Paz a tus cenizas honrado trabajador!
Y después de su muerte, el destino cruel no lo dejó en paz. Se presentó en su apartamento el ujier del juzgado, y vendió en subasta todos los sombreros que quedaban del finado. Se obtuvieron 101 r. 82 k.
Título original: Shliapnii sezon, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1885, Nº 19, 11, con dibujo de A.I. Liébediev.
Imagen: Wilhelm Trübner, Un caballero con sombrero de copa, 1884.