Lidia Yegórovna salió a la terraza a tomarse el café matutino. El tiempo se acercaba ya al caluroso y sofocante mediodía, pero eso no le impedía a mi heroína vestirse con un vestido de lana negro, abrochado hasta la misma barbilla y con ajustadores que le comprimían el talle. Ella sabía que el color negro le iba a sus rizos dorados y a su perfil severo, y se separaba de éste sólo por la noche. Cuando se tomó el primer sorbo de su tacita china, el cartero se acercó a la terraza y le entregó una carta. La carta era de su esposo: “El tío no dio ni un grosh1, y tu posesión fue vendida. No hizo nada…” Lidia Yegórovna palideció, se inclinó en la silla y continuó leyendo: “Me marcho unos dos meses a Odesa por un asunto importante. Te beso”.
-¡Estamos arruinados! Por dos meses a Odesa… -gimió Lidia Yegórovna. –A la suya, significa, fue a ver… ¡Dios mío!
Alzó los ojos, se empezó a tambalear, se agarró de la baranda con la mano, y ya estaba a punto de caerse, cuando se oyeron unas voces desde abajo. Hacia la terraza ascendía su vecino de casa de campo y primo, el general retirado Zazúbrin, viejo como la anécdota del perro Kakvas, y endeble como un gatito recién nacido. Éste caminaba casi-casi, con cuidado, probando los peldaños con el bastón, como si temiera por su firmeza. Tras él andaba a pasitrote un viejecito pequeño, afeitado, el profesor retirado Pável Ivánovich Knópka, con un gran cilindro antiguo de alas anchas alzadas. El general, como de costumbre, estaba todo lleno de pelusas y migajas, y el profesor sorprendía con la blancura de sus ropas y la lisura de su barbilla. Ambos irradiaban.
-¡Y nosotros a verla a usted, charmanita! –temblequeó el general, satisfecho de que había sabido trasmitir a su manera la palabra “charmante2”. -¡Buenos días, Fefé! Fefé toma café.
El general decía agudezas tontamente, pero Knópka y Lidia Yegórovna se carcajearon. Mi heroína retiró la mano de la baranda con brusquedad, se enderezó y, sonriendo sin término, extendió hacia los visitantes ambas manos. Éstos se las besaron y se sentaron.
-¡Usted, primo, siempre está contento! –empezó la prima la plática con la visita. -¡Un carácter dichoso!
-¿Cómo fue que dije? ¡Ah sí! Fefé toma café… Ja-ja-ja. Y yo y el her profesor ya nos bañamos, desayunamos, y hacemos las visitas… ¡Una desgracia para mí con este profesor! ¡Me quejo a usted, Fefé! ¡Una desgracia! ¡Me dispongo a entregarlo al tribunal! Je-je-je… ¡Un liberal! ¡Un Voltaire, se puede decir!
-¡¿Qué dice?! –sonrió Lidia Yegórovna y pensó: “A Odesa por dos meses… a verla a esa”
-¡Palabra de honor! ¡Tales ideas predica… tales ideas! ¡Un rojo por completo! ¿Y sabe usted, Pável Ivánovich, amigo mío, quién se alegra con el rojo? ¿Sabe quién? Jjje… ¡Responda pues! ¡Ahí tienen un obstáculo los liberales!
-¿Cómo es el general? –se empezó a carcajear Knópka, torciendo su barbilla científica. –Y nosotros, su excelencia, sabremos ponerle a ustedes, los conservadores, un obstáculo: ¡sólo los toros le temen al rojo! Ja-ja-ja… ¿Qué, se la comió?
-¡No obstante! ¡Qué veo! ¡En su casa florecen los oleandros! –se oyó desde abajo de la terraza una voz femenina, y al minuto entraba a la terraza la princesa Dromadiérova, vecina de la casa de campo. -¡Ah! ¡Usted tiene hombres, y yo tan despeinada! ¡Disculpe, por favor! ¿De qué ustedes aquí? Continúe, general, no voy a molestar…
-¡Nosotros sobre el rojo! –continuó Zazúbrin. –Y mire, a propósito de los toros… ¡Usted está en lo cierto, Pável Ivánovich, en cuanto a los toros! Una vez en Georgia, donde yo comandaba un batallón, un toro vio mi forro rojo, se asustó, y corrió hacia mí… con los tarros, directo… Tuve que desenvainar el sable. ¡Palabra de honor! Gracias, que había un cosaco cerca, y lo ahuyentó al canalla con la pica… ¿De qué se ríen? ¿No lo creen? Por Dios, lo ahuyentó…
Lidia Yegórovna se admiró, ayeó y pensó: “Está en Odesa ahora… ¡el pervertido!”
Knópka empezó a hablar de los toros y los búfalos. La princesa Dromadiérova declaró que todo eso era aburrido. Empezaron a hablar del forro rojo…
-Respecto a ese forro, yo tengo un caso en la memoria, -dijo Zazúbrin, chupando un bizcocho. –Había en mi batallón un tenientito, cierto Konviértov, Piótr Petróvich… Un viejecito glorioso así, tengo un buen recuerdo, un simplón, un fabulador… De simple soldadote llegó a los grados superiores, por méritos especiales… En combate estuvo. Lo quería yo, al finado. Tenía unos setenta años cuando lo ascendieron a teniente, no se sabía montar en el caballo, y la gota lo quebraba de vuelta y media. Pasaba, que sacaba el sable de la vaina en las maniobras, y ya no podía meterlo, el ordenanza se lo metía… Se desabrochaba, disculpen, y ya no podía abrocharse… Y este enclenque tenía en la cabeza el sueño de ser general. Viejo, débil, se dispone a morir, y sueña… una natura, significa, así… ¡un guerrero! Y la dimisión no la quería, por el generalato… Sirvió unos cinco años como teniente, lo presentaron… ¿Y qué creen pues? ¿Ah? ¡Ahí tienen el destino! Le pegó la parálisis esa misma vez, cuando salió la promoción… Lo privó, al canijo, de la mejilla izquierda y de la mano derecha, y las piernas se le debilitaron bastante… ¡A la fuerza tuvo que salir en dimisión, y el ambicioso no alcanzó a llevar las hombreras fundidas! Tomó la dimisión, y se fue con su vieja a Tibilísi, al descanso. Va, llora y se ríe, de que su cochero lo llama su excelencia. Una mejilla llora y se ríe, y la otra inmóvil, como una estatua. Sólo un consuelo le quedaba: el forro rojo. Va por Tibilísi, se abre los faldones, como unas alas, y le muestra al público el rojo. ¡Sepan, dice, a quien ven! Todo el día deslumbra y se pavonea con el forro por la ciudad… Sólo tenía, el amigo, esa alegría. Va al baño, y extiende el paletó sobre el banco, con el forro para arriba… Se consolaba, se consolaba como un niñito pequeño, y se quedó ciego de viejo. Le alquilaron a un mozo, para que lo llevara por la ciudad, a mostrar el forro… Va cieguito, canosito, casi-casi se tambalea, da traspiés con el aire, ¡y el mismo, en la cara, lleva el orgullo escrito! Un invierno atroz, hace frío, y él con el paletó desabrochado… ¡Un excéntrico! Pronto, luego de eso, se le murió la viejita. La entierra, se lamenta, quiere ir con ella a la tumba, y le enseña el forro al clero. Le pusieron otra señora, cierta viudita ahí, para que lo cuidara… Y la viudita, asunto sabido, tira más para su lado que para el del amo. Una cicatera… El azuquita la esconde, de tecito ahí unos kopecitos… Lo pellizcó por todas partes. Lo pellizcó-lo pellizcó, lo agitó-lo agitó la vil mujer, ¡y llegó hasta la apoteosis! Agarró, la infame, y le descosió el forro rojo para hacerse una blusa, y en lugar del forro rojo, le cosió una indiana grisesita. Va mi Piótr Petróvich, se abre el paletó ante el público, y el mismo está cieguito, y no ve que él, en lugar del forro de general, ¡tiene una indiana con lunares!..
Dromadiérova encontró que todo eso era muy aburrido, y empezó a hablar de su hijo-teniente. Antes de almuerzo, aparecieron las vecinas, las señoritas Kliánchini con la maman. Se sentaron al fortepiano, y empezaron a cantar la canción preferida de Zazúbrin. Se sentaron a almorzar.
-¡Excelente rábano! –observó el profesor. -¿Dónde lo compra?
-Él ahora está en Odesa… ¡con esa mujer! –respondió Lidia Yegórovna.
-¿Qué?
-Ah… ¡Yo no de eso! No sé, dónde lo compra el cocinero… ¿Qué me pasa?
Y Lidia Yegórovna, echando la cabeza hacia atrás, se rió a carcajadas de su distracción… Después de almuerzo, llegó la profesora gorda con los niños. Se sentaron con las cartas. Al atardecer, vinieron visitantes de la ciudad…
Sólo a la noche, tras despedir al último visitante y estando parada inmóvil, mientras no cesaban de oírse los pasos de éste, Lidia Yegórovna pudo agarrarse de la misma baranda con una mano, inclinarse y empezar a sollozar.
-¡Es poco que se fue de juerga! ¡A él le es poco eso! ¡Él aún me traicionó!
De sus ojos salieron a la libertad unas lágrimas calientes, y su rostro pálido se descompuso de desolación. ¡Ya no había necesidad de etiqueta, y podía sollozar!
¡Sabe el diablo en qué se va a veces la fuerza!
1Grosh, antigua moneda rusa igual a ½ kópek.
2Charmante, encantadora.
Título original: Geroi-barinya, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 23, con la firma “A. Chejonté”.
-¡Estamos arruinados! Por dos meses a Odesa… -gimió Lidia Yegórovna. –A la suya, significa, fue a ver… ¡Dios mío!
Alzó los ojos, se empezó a tambalear, se agarró de la baranda con la mano, y ya estaba a punto de caerse, cuando se oyeron unas voces desde abajo. Hacia la terraza ascendía su vecino de casa de campo y primo, el general retirado Zazúbrin, viejo como la anécdota del perro Kakvas, y endeble como un gatito recién nacido. Éste caminaba casi-casi, con cuidado, probando los peldaños con el bastón, como si temiera por su firmeza. Tras él andaba a pasitrote un viejecito pequeño, afeitado, el profesor retirado Pável Ivánovich Knópka, con un gran cilindro antiguo de alas anchas alzadas. El general, como de costumbre, estaba todo lleno de pelusas y migajas, y el profesor sorprendía con la blancura de sus ropas y la lisura de su barbilla. Ambos irradiaban.
-¡Y nosotros a verla a usted, charmanita! –temblequeó el general, satisfecho de que había sabido trasmitir a su manera la palabra “charmante2”. -¡Buenos días, Fefé! Fefé toma café.
El general decía agudezas tontamente, pero Knópka y Lidia Yegórovna se carcajearon. Mi heroína retiró la mano de la baranda con brusquedad, se enderezó y, sonriendo sin término, extendió hacia los visitantes ambas manos. Éstos se las besaron y se sentaron.
-¡Usted, primo, siempre está contento! –empezó la prima la plática con la visita. -¡Un carácter dichoso!
-¿Cómo fue que dije? ¡Ah sí! Fefé toma café… Ja-ja-ja. Y yo y el her profesor ya nos bañamos, desayunamos, y hacemos las visitas… ¡Una desgracia para mí con este profesor! ¡Me quejo a usted, Fefé! ¡Una desgracia! ¡Me dispongo a entregarlo al tribunal! Je-je-je… ¡Un liberal! ¡Un Voltaire, se puede decir!
-¡¿Qué dice?! –sonrió Lidia Yegórovna y pensó: “A Odesa por dos meses… a verla a esa”
-¡Palabra de honor! ¡Tales ideas predica… tales ideas! ¡Un rojo por completo! ¿Y sabe usted, Pável Ivánovich, amigo mío, quién se alegra con el rojo? ¿Sabe quién? Jjje… ¡Responda pues! ¡Ahí tienen un obstáculo los liberales!
-¿Cómo es el general? –se empezó a carcajear Knópka, torciendo su barbilla científica. –Y nosotros, su excelencia, sabremos ponerle a ustedes, los conservadores, un obstáculo: ¡sólo los toros le temen al rojo! Ja-ja-ja… ¿Qué, se la comió?
-¡No obstante! ¡Qué veo! ¡En su casa florecen los oleandros! –se oyó desde abajo de la terraza una voz femenina, y al minuto entraba a la terraza la princesa Dromadiérova, vecina de la casa de campo. -¡Ah! ¡Usted tiene hombres, y yo tan despeinada! ¡Disculpe, por favor! ¿De qué ustedes aquí? Continúe, general, no voy a molestar…
-¡Nosotros sobre el rojo! –continuó Zazúbrin. –Y mire, a propósito de los toros… ¡Usted está en lo cierto, Pável Ivánovich, en cuanto a los toros! Una vez en Georgia, donde yo comandaba un batallón, un toro vio mi forro rojo, se asustó, y corrió hacia mí… con los tarros, directo… Tuve que desenvainar el sable. ¡Palabra de honor! Gracias, que había un cosaco cerca, y lo ahuyentó al canalla con la pica… ¿De qué se ríen? ¿No lo creen? Por Dios, lo ahuyentó…
Lidia Yegórovna se admiró, ayeó y pensó: “Está en Odesa ahora… ¡el pervertido!”
Knópka empezó a hablar de los toros y los búfalos. La princesa Dromadiérova declaró que todo eso era aburrido. Empezaron a hablar del forro rojo…
-Respecto a ese forro, yo tengo un caso en la memoria, -dijo Zazúbrin, chupando un bizcocho. –Había en mi batallón un tenientito, cierto Konviértov, Piótr Petróvich… Un viejecito glorioso así, tengo un buen recuerdo, un simplón, un fabulador… De simple soldadote llegó a los grados superiores, por méritos especiales… En combate estuvo. Lo quería yo, al finado. Tenía unos setenta años cuando lo ascendieron a teniente, no se sabía montar en el caballo, y la gota lo quebraba de vuelta y media. Pasaba, que sacaba el sable de la vaina en las maniobras, y ya no podía meterlo, el ordenanza se lo metía… Se desabrochaba, disculpen, y ya no podía abrocharse… Y este enclenque tenía en la cabeza el sueño de ser general. Viejo, débil, se dispone a morir, y sueña… una natura, significa, así… ¡un guerrero! Y la dimisión no la quería, por el generalato… Sirvió unos cinco años como teniente, lo presentaron… ¿Y qué creen pues? ¿Ah? ¡Ahí tienen el destino! Le pegó la parálisis esa misma vez, cuando salió la promoción… Lo privó, al canijo, de la mejilla izquierda y de la mano derecha, y las piernas se le debilitaron bastante… ¡A la fuerza tuvo que salir en dimisión, y el ambicioso no alcanzó a llevar las hombreras fundidas! Tomó la dimisión, y se fue con su vieja a Tibilísi, al descanso. Va, llora y se ríe, de que su cochero lo llama su excelencia. Una mejilla llora y se ríe, y la otra inmóvil, como una estatua. Sólo un consuelo le quedaba: el forro rojo. Va por Tibilísi, se abre los faldones, como unas alas, y le muestra al público el rojo. ¡Sepan, dice, a quien ven! Todo el día deslumbra y se pavonea con el forro por la ciudad… Sólo tenía, el amigo, esa alegría. Va al baño, y extiende el paletó sobre el banco, con el forro para arriba… Se consolaba, se consolaba como un niñito pequeño, y se quedó ciego de viejo. Le alquilaron a un mozo, para que lo llevara por la ciudad, a mostrar el forro… Va cieguito, canosito, casi-casi se tambalea, da traspiés con el aire, ¡y el mismo, en la cara, lleva el orgullo escrito! Un invierno atroz, hace frío, y él con el paletó desabrochado… ¡Un excéntrico! Pronto, luego de eso, se le murió la viejita. La entierra, se lamenta, quiere ir con ella a la tumba, y le enseña el forro al clero. Le pusieron otra señora, cierta viudita ahí, para que lo cuidara… Y la viudita, asunto sabido, tira más para su lado que para el del amo. Una cicatera… El azuquita la esconde, de tecito ahí unos kopecitos… Lo pellizcó por todas partes. Lo pellizcó-lo pellizcó, lo agitó-lo agitó la vil mujer, ¡y llegó hasta la apoteosis! Agarró, la infame, y le descosió el forro rojo para hacerse una blusa, y en lugar del forro rojo, le cosió una indiana grisesita. Va mi Piótr Petróvich, se abre el paletó ante el público, y el mismo está cieguito, y no ve que él, en lugar del forro de general, ¡tiene una indiana con lunares!..
Dromadiérova encontró que todo eso era muy aburrido, y empezó a hablar de su hijo-teniente. Antes de almuerzo, aparecieron las vecinas, las señoritas Kliánchini con la maman. Se sentaron al fortepiano, y empezaron a cantar la canción preferida de Zazúbrin. Se sentaron a almorzar.
-¡Excelente rábano! –observó el profesor. -¿Dónde lo compra?
-Él ahora está en Odesa… ¡con esa mujer! –respondió Lidia Yegórovna.
-¿Qué?
-Ah… ¡Yo no de eso! No sé, dónde lo compra el cocinero… ¿Qué me pasa?
Y Lidia Yegórovna, echando la cabeza hacia atrás, se rió a carcajadas de su distracción… Después de almuerzo, llegó la profesora gorda con los niños. Se sentaron con las cartas. Al atardecer, vinieron visitantes de la ciudad…
Sólo a la noche, tras despedir al último visitante y estando parada inmóvil, mientras no cesaban de oírse los pasos de éste, Lidia Yegórovna pudo agarrarse de la misma baranda con una mano, inclinarse y empezar a sollozar.
-¡Es poco que se fue de juerga! ¡A él le es poco eso! ¡Él aún me traicionó!
De sus ojos salieron a la libertad unas lágrimas calientes, y su rostro pálido se descompuso de desolación. ¡Ya no había necesidad de etiqueta, y podía sollozar!
¡Sabe el diablo en qué se va a veces la fuerza!
1Grosh, antigua moneda rusa igual a ½ kópek.
2Charmante, encantadora.
Título original: Geroi-barinya, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 23, con la firma “A. Chejonté”.
Imagen: John Singer , Mrs. Adrian Iselin, 1888.