Se oye ese ladrido ya cortado, ya alarmado, aullador que dan los perros cuando olfatean al enemigo, pero no pueden entender quién es y dónde está. En el aire oscuro, otoñal, violando el silencio de la noche, se ciernen sonidos de diverso género: un confuso farfullar de voces humanas, un correteo agitado, inquieto, un chirrido de portezuelas, un trote de caballos de silla.
En el patio de la hacienda Diádkinskaya, ante la terraza de la casa señorial, sobre un cantero de flores pelado, están paradas tres figuras negras sin moverse. Con la pelliza acampanada, amarrada con una cuerdita y los mechones de lana de carnero colgando, no es difícil reconocer al guarda nocturno Semión. Junto a él, el hombre alto de piernas flacas, con la levita y las orejas paradas, es el lacayo Gavríla. El tercero, con el chaleco y la camisa por fuera, robusto y torpe, que recuerda por la tosquedad de sus formas a los mujíks de madera de juguete, se llama Gavríla también, y sirve de cochero. Los tres se aguantan de una valla pequeña con las manos y miran a la lejanía.
-Sálvanos y apiádate zarina celestial –farfulla Semión con voz emocionada. -¡Qué horror pues, qué horror! Se enojó el Señor... Madre soberana...
-Eso no es lejos, hermanos... –dice con voz de bajo el lacayo Gavríla. –Unas seis vérstas, no más... Yo pienso que es en las granjas alemanas...
-Las granjas alemanas están más a la izquierda –lo interrumpe el cochero Gavríla. –Las granjas alemanas están allá, si te pones a mirar ahí, a ese abedul. Eso es en Krieshénskii.
-En Krieshénskii –conviene Semión.
Alguien descalzo, golpeando con los talones de modo apagado, pasa corriendo por la terraza y azota una puerta. La casa señorial está sumida en el sueño. Las ventanas negras como el hollín miran tétricamente, como en otoño, y sólo en una de éstas se ve la luz débil, opaca de una lámpara de pantalla rosada. Ahí, donde arde la lámpara, duerme la joven señora, María Serguéevna. Su esposo, Nikolai Alexéevich, fue a algún lugar a jugar a las cartas, y aún no ha regresado.
-¡Nastásia! –se oye un grito.
-Se despertó la señora –dice el lacayo Gavríla. –Esperen hermanos, le voy a dar un sermón. Dejen que me permita tomar unos caballos y unos trabajadores, cuantos hayan, voy a ir a Krieshénskoe, y rápido ahí, este mismo... Son gente que no entiende, tosca, hay que ordenar, cómo y qué.
-¡Bueno sí, tú vas a ordenar! Ordenar quiere, y a él mismo le crujen los dientes. Y sin ti allá hay bastante gente... Seguro hay comisarios, suboficiales y señores reunidos.
En la terraza, la puerta con cristal se abre con sonido, y aparece la misma señora.
-¿Qué pasa? ¿Qué ruido es ese? –pregunta, acercándose a las tres siluetas. -¿Semión, eres tú?
No alcanza Semión a responderle cuando, horrorizada, salta atrás y junta las manos.
-¡Dios mío, qué desgracia! -grita. -¿Hace mucho que es esto? ¿Dónde? ¿Y por qué pues no me despertaron?
Todo el lado sur del cielo está cubierto, densamente, de un resplandor púrpura. El cielo está inflamado, intenso, un tinte siniestro centellea en éste y tiembla, como si latiera. Sobre el inmenso fondo púrpura-mate se dibujan a relieve las nubes, las colinas, los árboles pelados. Se oye un toque de arrebato apurado, convulsivo.
-Esto es terrible, terrible –dice la señora. -¿Dónde arde?
-No lejos, en Krieshénskii...
-¡Ah, Dios mío, Dios mío! Nikolai Alexéich no está en casa, y yo no sé qué hacer. ¿El administrador sabe?
-Sabe... Fue para allá con tres barriles.
-¡Pobre gente!
-Y lo principal, señora, ellos no tienen río. Hay un estanque sarnoso, y para eso no en el mismo pueblo.
-¿Pero acaso lo apagas con agua? –dice el lacayo Gavríla. –Ahí, lo principal, no hay que darle curso al fuego. Hace falta que los que entienden, ordenen destruir las isbás... Permítame ir señora.
-No tienes por qué ir –responde María Serguéevna. –Tú allá sólo vas a molestar.
Gavrila, ofendido, tose y se aparta a un costado. Semión y el otro Gavríla, que no soportan el intelectualismo y el tono altanero del lacayo con levita, están muy satisfechos con la observación de la señora.
-¡Por lo tanto, sólo va a molestar! –dice Semión.
Y ambos, el guarda y el cochero, como deseando presumir ante la señora de su nivel, empiezan a soltar palabras religiosas.
-Los castigó Dios por los pecados... ¡Pues eso mismo es! El hombre peca y no piensa en eso, en cómo es, y el Señor este, este mismo...
La visión del resplandor influye en todos igualmente. Tanto la señora como los sirvientes sienten un temblor interno y frío, un frío tal, que les tiemblan las manos, la cabeza, la voz... El miedo es grande, pero la impaciencia es aún más fuerte... ¡Se quisiera subirse más alto y ver el mismo fuego, el humo, a las personas! La avidez de sensaciones fuertes prevalece sobre el miedo y la compasión hacia el dolor ajeno. Cuando el resplandor palidece o parece menor, el cochero Gavríla anuncia con júbilo:
-¡Bueno, parece que lo apagan! ¡Dios ayude!
Pero en su voz, de todas formas, se oye una notita de lamento. Cuando el resplandor se enciende y se hace como que más ancho, suspira y deja de la mano con desolación, pero por el afán con que intenta ponerse de puntillas, se advierte que experimenta cierto placer. Todos reconocen que ven un desastre terrible, tiemblan, pero si el incendio cesara de pronto, se sentirían insatisfechos. Esa dualidad es natural, y en vano se le reprocha al hombre egoísta.
Por muy siniestra que sea la belleza, es de todas formas la belleza, y el instinto humano no está en condición de no rendirle tributo.
Se oye un trueno menor: alguien camina pesadamente por el tejado de hierro de la casa.
-¿Vánka, eres tú? –grita Semión.
-¡Yo, con Nastásia!
-¡Te vas a caer, diablos! ¿Se ve?
-¡Se ve! ¡En Krieshénskii, hermanos!
-Por la ventana del tejado, es probable, se ve –dice María Serguéevna. -¿Acaso ir a ver desde ahí?
La visión del infortunio acerca a las personas. Tras olvidar su chapado, la señora, Semión y los dos Gavrílas van a la casa. Pálidos, temblando de miedo y ansiosos de visiones, atraviesan todas las habitaciones y suben por la escalera al desván. Por todas partes está oscuro, y la velita que sostiene el lacayo Gavríla no alumbra, y sólo arroja manchas luminosas opacas a su alrededor. La señora ve por primera vez en su vida el desván... Las vigas, las esquinas oscuras, el conducto de la estufa, el olor a telaraña y polvo, el suelo extraño, terroso bajo los pies, todo eso le produce la impresión de una decoración fantástica.
“¿Pues mira dónde viven los duendes?” –piensa.
Desde la ventana del tejado, el resplandor parece más amplio y más púrpura. Se ve el fuego. En el horizonte se extiende una larga franjita brillante, dorada. Ésta se mueve y se tornasola, como el mercurio.
-Pero ahí no una isbá arde. ¡Ahí, hermano, cuenta, agarró medio pueblo! –dice el cochero Gavríla.
-¡Oyes! Dejaron de tocar a arrebato. Entonces, la iglesia se quemó.
-¡Y la iglesia allá es de madera! –dice la señora, asfixiándose con el fuerte olor que desprende la zamarra de carnero de Semión. -¡Qué desgracia!
Cansados de mirar, descienden. Pronto llega el señor, Nikolai Alexéich. Estando de visita bebió en forma, y ahora, acurrucado en la calesa, ronca fuertemente. Lo despiertan. Mira aturdido al resplandor y farfulla:
-¡El caballo de si… silla! ¡Rá... rápido!
-¡No hace falta! –protesta María Serguéevna. -Bueno, ¿a dónde vas a ir en ese estado? ¡Ve a dormir!
-¡El ca-caballo! –ordena él, moviendo la cabeza.
Le entregan el caballo. Se trepa a la montura, sacude la cabeza y desaparece en la tiniebla. Los perros, entre tanto, aúllan y gruñen, como si olfatearan al lobo. Alrededor de Semión y los dos Gavrílas se reúnen las mujeres y los chiquillos. Los lamentos, los ayes, los suspiros y los signos de la cruz no tienen fin. Llega volando al patio un jinete.
-Seis personas se quemaron –farfulla sofocado. –¡Medio pueblo, como de la mano! El ganado pues se perdió, por lo visto. Al carpintero Stepán se le quemó la vieja.
La impaciencia de la señora alcanza límites extremos. El tráfico y el vocerío la incitan. Ordena enganchar la calesa y va sola al incendio. La noche es oscura y fría. El terreno se endureció un poco con la helada ligera de antes del amanecer, y los caballos golpean apagadamente sobre éste, como por una alfombra. El lacayo Gavríla está sentado al pescante, junto al cochero, y se agita con impaciencia. Escudriña, farfulla, y a cada rato se levanta con un aire, como si la suerte de Krieshénskii dependiera de él...
-Lo principal, no hay que darle curso al fuego... –farfulla. –Todo hay que, a sabiendas, ¿y acaso un simple mujík entiende?
Tras recorrer unas cinco-seis vérstas, la señora ve algo inusitado, monstruoso, que no a cada cual le toca ver -y eso, una vez en la vida-, y que no puede imaginar ninguna rica fantasía. La aldea arde en una hoguera inmensa. El campo de vista está cubierto por una masa de llamas movediza, cegadora en la que, como en la neblina, se ahogan las isbás, los árboles y la iglesia. Una luz brillante, casi solar, se mezcla con las bocanadas de humo negro y el vapor mate; las lenguas doradas se deslizan y, con un crujido voraz, sonriendo y ondeando alegremente, lamen las armazones negras. Nubes de polvo rojizo, dorado vuelan al cielo con rapidez y, como para mayor ilusión, palomas alarmadas se sumergen en esas nubes. En el aire hay una extraña mezcla de sonidos: un crujido monstruoso, un palmoteo de llamas parecido al palmoteo de miles de alas de pájaro, voces humanas, balidos, mugidos, chirrido de ruedas. La iglesia es terrible. Por sus ventanas se escapan al exterior las llamas y las nubes de humo denso. El campanario cuelga como un gigante negro dentro de una masa de luz y polvo dorado, ya se quemó todo, pero las campanas aún cuelgan, y es difícil entender de qué se sostienen...
A ambos lados del camino hay un tumulto, que recuerda una feria o la primera almadía después de una crecida. Las personas, los caballos, los carros, las pilas de trastos, los barriles, todo eso se mueve, mezcla, emite sonido. La señora mira ese caos y oye el grito estridente de su esposo:
-¡Mándenlo al hospital! ¡Échenle agua!
Y el lacayo Gavríla está parado en la carreta y agita las manos. Iluminado, produciendo una larga sombra, parece más alto de estatura...
-¡Lo quemaron, eso como dar de beber! –grita dando vueltas como el diablo antes de maitines. -¡Eh, ustedes! ¡No habría que darle curso al fuego! ¡No hay que darle curso!
A donde mires, por todas partes hay rostros pálidos, aturdidos, como rígidos. Aúllan los perros, cacarean las gallinas...
-¡Cuídate! –gritan los cocheros de los hacendados vecinos reunidos.
¡Un cuadro inusitado! María Serguéevna no cree a sus ojos, y sólo el calor intenso le hace sentir que todo eso no es un sueño...
Título original: Nedobraya noch (Nabroski), publicado por primera vez en la Peterburgskaya gazieta, 1886, Nº 302, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Templo en llamas.
En el patio de la hacienda Diádkinskaya, ante la terraza de la casa señorial, sobre un cantero de flores pelado, están paradas tres figuras negras sin moverse. Con la pelliza acampanada, amarrada con una cuerdita y los mechones de lana de carnero colgando, no es difícil reconocer al guarda nocturno Semión. Junto a él, el hombre alto de piernas flacas, con la levita y las orejas paradas, es el lacayo Gavríla. El tercero, con el chaleco y la camisa por fuera, robusto y torpe, que recuerda por la tosquedad de sus formas a los mujíks de madera de juguete, se llama Gavríla también, y sirve de cochero. Los tres se aguantan de una valla pequeña con las manos y miran a la lejanía.
-Sálvanos y apiádate zarina celestial –farfulla Semión con voz emocionada. -¡Qué horror pues, qué horror! Se enojó el Señor... Madre soberana...
-Eso no es lejos, hermanos... –dice con voz de bajo el lacayo Gavríla. –Unas seis vérstas, no más... Yo pienso que es en las granjas alemanas...
-Las granjas alemanas están más a la izquierda –lo interrumpe el cochero Gavríla. –Las granjas alemanas están allá, si te pones a mirar ahí, a ese abedul. Eso es en Krieshénskii.
-En Krieshénskii –conviene Semión.
Alguien descalzo, golpeando con los talones de modo apagado, pasa corriendo por la terraza y azota una puerta. La casa señorial está sumida en el sueño. Las ventanas negras como el hollín miran tétricamente, como en otoño, y sólo en una de éstas se ve la luz débil, opaca de una lámpara de pantalla rosada. Ahí, donde arde la lámpara, duerme la joven señora, María Serguéevna. Su esposo, Nikolai Alexéevich, fue a algún lugar a jugar a las cartas, y aún no ha regresado.
-¡Nastásia! –se oye un grito.
-Se despertó la señora –dice el lacayo Gavríla. –Esperen hermanos, le voy a dar un sermón. Dejen que me permita tomar unos caballos y unos trabajadores, cuantos hayan, voy a ir a Krieshénskoe, y rápido ahí, este mismo... Son gente que no entiende, tosca, hay que ordenar, cómo y qué.
-¡Bueno sí, tú vas a ordenar! Ordenar quiere, y a él mismo le crujen los dientes. Y sin ti allá hay bastante gente... Seguro hay comisarios, suboficiales y señores reunidos.
En la terraza, la puerta con cristal se abre con sonido, y aparece la misma señora.
-¿Qué pasa? ¿Qué ruido es ese? –pregunta, acercándose a las tres siluetas. -¿Semión, eres tú?
No alcanza Semión a responderle cuando, horrorizada, salta atrás y junta las manos.
-¡Dios mío, qué desgracia! -grita. -¿Hace mucho que es esto? ¿Dónde? ¿Y por qué pues no me despertaron?
Todo el lado sur del cielo está cubierto, densamente, de un resplandor púrpura. El cielo está inflamado, intenso, un tinte siniestro centellea en éste y tiembla, como si latiera. Sobre el inmenso fondo púrpura-mate se dibujan a relieve las nubes, las colinas, los árboles pelados. Se oye un toque de arrebato apurado, convulsivo.
-Esto es terrible, terrible –dice la señora. -¿Dónde arde?
-No lejos, en Krieshénskii...
-¡Ah, Dios mío, Dios mío! Nikolai Alexéich no está en casa, y yo no sé qué hacer. ¿El administrador sabe?
-Sabe... Fue para allá con tres barriles.
-¡Pobre gente!
-Y lo principal, señora, ellos no tienen río. Hay un estanque sarnoso, y para eso no en el mismo pueblo.
-¿Pero acaso lo apagas con agua? –dice el lacayo Gavríla. –Ahí, lo principal, no hay que darle curso al fuego. Hace falta que los que entienden, ordenen destruir las isbás... Permítame ir señora.
-No tienes por qué ir –responde María Serguéevna. –Tú allá sólo vas a molestar.
Gavrila, ofendido, tose y se aparta a un costado. Semión y el otro Gavríla, que no soportan el intelectualismo y el tono altanero del lacayo con levita, están muy satisfechos con la observación de la señora.
-¡Por lo tanto, sólo va a molestar! –dice Semión.
Y ambos, el guarda y el cochero, como deseando presumir ante la señora de su nivel, empiezan a soltar palabras religiosas.
-Los castigó Dios por los pecados... ¡Pues eso mismo es! El hombre peca y no piensa en eso, en cómo es, y el Señor este, este mismo...
La visión del resplandor influye en todos igualmente. Tanto la señora como los sirvientes sienten un temblor interno y frío, un frío tal, que les tiemblan las manos, la cabeza, la voz... El miedo es grande, pero la impaciencia es aún más fuerte... ¡Se quisiera subirse más alto y ver el mismo fuego, el humo, a las personas! La avidez de sensaciones fuertes prevalece sobre el miedo y la compasión hacia el dolor ajeno. Cuando el resplandor palidece o parece menor, el cochero Gavríla anuncia con júbilo:
-¡Bueno, parece que lo apagan! ¡Dios ayude!
Pero en su voz, de todas formas, se oye una notita de lamento. Cuando el resplandor se enciende y se hace como que más ancho, suspira y deja de la mano con desolación, pero por el afán con que intenta ponerse de puntillas, se advierte que experimenta cierto placer. Todos reconocen que ven un desastre terrible, tiemblan, pero si el incendio cesara de pronto, se sentirían insatisfechos. Esa dualidad es natural, y en vano se le reprocha al hombre egoísta.
Por muy siniestra que sea la belleza, es de todas formas la belleza, y el instinto humano no está en condición de no rendirle tributo.
Se oye un trueno menor: alguien camina pesadamente por el tejado de hierro de la casa.
-¿Vánka, eres tú? –grita Semión.
-¡Yo, con Nastásia!
-¡Te vas a caer, diablos! ¿Se ve?
-¡Se ve! ¡En Krieshénskii, hermanos!
-Por la ventana del tejado, es probable, se ve –dice María Serguéevna. -¿Acaso ir a ver desde ahí?
La visión del infortunio acerca a las personas. Tras olvidar su chapado, la señora, Semión y los dos Gavrílas van a la casa. Pálidos, temblando de miedo y ansiosos de visiones, atraviesan todas las habitaciones y suben por la escalera al desván. Por todas partes está oscuro, y la velita que sostiene el lacayo Gavríla no alumbra, y sólo arroja manchas luminosas opacas a su alrededor. La señora ve por primera vez en su vida el desván... Las vigas, las esquinas oscuras, el conducto de la estufa, el olor a telaraña y polvo, el suelo extraño, terroso bajo los pies, todo eso le produce la impresión de una decoración fantástica.
“¿Pues mira dónde viven los duendes?” –piensa.
Desde la ventana del tejado, el resplandor parece más amplio y más púrpura. Se ve el fuego. En el horizonte se extiende una larga franjita brillante, dorada. Ésta se mueve y se tornasola, como el mercurio.
-Pero ahí no una isbá arde. ¡Ahí, hermano, cuenta, agarró medio pueblo! –dice el cochero Gavríla.
-¡Oyes! Dejaron de tocar a arrebato. Entonces, la iglesia se quemó.
-¡Y la iglesia allá es de madera! –dice la señora, asfixiándose con el fuerte olor que desprende la zamarra de carnero de Semión. -¡Qué desgracia!
Cansados de mirar, descienden. Pronto llega el señor, Nikolai Alexéich. Estando de visita bebió en forma, y ahora, acurrucado en la calesa, ronca fuertemente. Lo despiertan. Mira aturdido al resplandor y farfulla:
-¡El caballo de si… silla! ¡Rá... rápido!
-¡No hace falta! –protesta María Serguéevna. -Bueno, ¿a dónde vas a ir en ese estado? ¡Ve a dormir!
-¡El ca-caballo! –ordena él, moviendo la cabeza.
Le entregan el caballo. Se trepa a la montura, sacude la cabeza y desaparece en la tiniebla. Los perros, entre tanto, aúllan y gruñen, como si olfatearan al lobo. Alrededor de Semión y los dos Gavrílas se reúnen las mujeres y los chiquillos. Los lamentos, los ayes, los suspiros y los signos de la cruz no tienen fin. Llega volando al patio un jinete.
-Seis personas se quemaron –farfulla sofocado. –¡Medio pueblo, como de la mano! El ganado pues se perdió, por lo visto. Al carpintero Stepán se le quemó la vieja.
La impaciencia de la señora alcanza límites extremos. El tráfico y el vocerío la incitan. Ordena enganchar la calesa y va sola al incendio. La noche es oscura y fría. El terreno se endureció un poco con la helada ligera de antes del amanecer, y los caballos golpean apagadamente sobre éste, como por una alfombra. El lacayo Gavríla está sentado al pescante, junto al cochero, y se agita con impaciencia. Escudriña, farfulla, y a cada rato se levanta con un aire, como si la suerte de Krieshénskii dependiera de él...
-Lo principal, no hay que darle curso al fuego... –farfulla. –Todo hay que, a sabiendas, ¿y acaso un simple mujík entiende?
Tras recorrer unas cinco-seis vérstas, la señora ve algo inusitado, monstruoso, que no a cada cual le toca ver -y eso, una vez en la vida-, y que no puede imaginar ninguna rica fantasía. La aldea arde en una hoguera inmensa. El campo de vista está cubierto por una masa de llamas movediza, cegadora en la que, como en la neblina, se ahogan las isbás, los árboles y la iglesia. Una luz brillante, casi solar, se mezcla con las bocanadas de humo negro y el vapor mate; las lenguas doradas se deslizan y, con un crujido voraz, sonriendo y ondeando alegremente, lamen las armazones negras. Nubes de polvo rojizo, dorado vuelan al cielo con rapidez y, como para mayor ilusión, palomas alarmadas se sumergen en esas nubes. En el aire hay una extraña mezcla de sonidos: un crujido monstruoso, un palmoteo de llamas parecido al palmoteo de miles de alas de pájaro, voces humanas, balidos, mugidos, chirrido de ruedas. La iglesia es terrible. Por sus ventanas se escapan al exterior las llamas y las nubes de humo denso. El campanario cuelga como un gigante negro dentro de una masa de luz y polvo dorado, ya se quemó todo, pero las campanas aún cuelgan, y es difícil entender de qué se sostienen...
A ambos lados del camino hay un tumulto, que recuerda una feria o la primera almadía después de una crecida. Las personas, los caballos, los carros, las pilas de trastos, los barriles, todo eso se mueve, mezcla, emite sonido. La señora mira ese caos y oye el grito estridente de su esposo:
-¡Mándenlo al hospital! ¡Échenle agua!
Y el lacayo Gavríla está parado en la carreta y agita las manos. Iluminado, produciendo una larga sombra, parece más alto de estatura...
-¡Lo quemaron, eso como dar de beber! –grita dando vueltas como el diablo antes de maitines. -¡Eh, ustedes! ¡No habría que darle curso al fuego! ¡No hay que darle curso!
A donde mires, por todas partes hay rostros pálidos, aturdidos, como rígidos. Aúllan los perros, cacarean las gallinas...
-¡Cuídate! –gritan los cocheros de los hacendados vecinos reunidos.
¡Un cuadro inusitado! María Serguéevna no cree a sus ojos, y sólo el calor intenso le hace sentir que todo eso no es un sueño...
Título original: Nedobraya noch (Nabroski), publicado por primera vez en la Peterburgskaya gazieta, 1886, Nº 302, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: Templo en llamas.