lunes, 14 de abril de 2008

Un caso de la rutina judicial


El asunto iba en el juzgado del distrito N...skii, en una de sus últimas sesiones.
En el banquillo de los acusados estaba sentado un pequeño burgués de N...skii, Sídor Shelmiétzov, un chico de unos treinta años, con un rostro gitano, travieso, y unos ojos pícaros. Lo acusaban de robo con fractura, estafa y existencia bajo falsa identidad. El último ilícito se agravaba aún con usurpación de títulos no pertinentes. Acusaba el ayudante del fiscal. El nombre de ese ayudante es legión. Señas y cualidades peculiares, que dan popularidad y honorarios respetables, él de por sí, tener, no tiene: es parecido a su parecido. Habla con la nariz, no pronuncia la letra “k”, a cada instante se suena la nariz.
Defendía un muy conocido y popular abogado. A ese abogado lo conoce todo el mundo. Sus discursos magníficos se citan, su apellido se pronuncia con veneración...
En las novelas malas, que terminan con la absolución total del héroe y los aplausos del público, él juega no poco papel. En esas novelas su apellido proviene del trueno, el rayo y otros elementos no menos imponentes.
Cuando el ayudante del fiscal supo demostrar que Shelmiétzov era culpable y no merecía clemencia, cuando él dilucidó, convenció y dijo “he terminado”, se levantó el defensor. Todos pararon las orejas. Reinó el silencio. El abogado rompió a hablar y... ¡empezaron a alterarse los nervios del público de N...skii! Él estiró su cuello moreno, inclinó su cabeza al costado, los ojos le brillaron, levantó la mano, y una dulzura inexplicable se derramó en las orejas tensas. Su lengua tocaba los nervios como una balaláika... Después de sus primeras dos-tres frases, alguien del público ayeó ruidosamente, y cierta dama pálida fue sacada de la sala de audiencia. A los tres minutos, el presidente se vio obligado ya a extenderse hacia la campanilla y llamar tres veces. El ujier del juzgado, de nariz roja, se revolvió en su silla y se puso a echar miradas amenazantes al público aficionado. Todas las pupilas se ampliaron, los rostros palidecieron en la espera apasionante de las frases siguientes, se estiraron... ¡¿Y qué sucedía en los corazones?!
-¡Nosotros, gente, señores del jurado, vamos pues a juzgar como personas! –dijo entre tanto el defensor. –Antes de comparecer ante ustedes, este hombre sufrió una reclusión preliminar de seis meses. ¡Durante seis meses, la esposa fue privada de su esposo querido ardientemente, los ojos de los niños no se secaban por las lágrimas, por la idea de que junto a ellos no estaba su padre querido! ¡Oh, si ustedes vieran a esos niños! Ellos están hambrientos, porque no tienen quien los alimente, lloran, porque son profundamente infelices... ¡Pero miren pues! ¡Ellos extienden hacia ustedes sus manitos, rogándoles que les devuelvan a su padre! Ellos no están aquí, pero ustedes se los pueden imaginar. (Pausa.) En conclusión... Hum... Lo pusieron con ladrones y asesinos... ¡A él! (Pausa.) Sólo hay que imaginar sus suplicios morales en ese encierro, lejos de su esposa y de sus niños, para... ¡¿Pero qué decir?!
En el público se oyeron sollozos... Cierta muchacha, con un gran broche en el pecho, rompió a llorar. Tras ella empezó a gimotear su vecina, una viejecita.
El defensor hablaba y hablaba... Los hechos los obviaba, y recalcaba más la psicología.
-Conocer su alma significa conocer un mundo peculiar, aparte, lleno de movimiento. Yo estudié ese mundo... Al estudiarlo, confieso, estudié por primera vez al hombre. Entendí al hombre... Cada movimiento de su alma, habla de que yo tengo el honor de ver en mi cliente al hombre ideal...
El ujier del juzgado dejó de echar miradas amenazantes y buscó en el bolsillo el pañuelo. Fueron sacadas de la sala dos damas más. El presidente dejó en paz la campanilla y se puso los lentes, para que no advirtieran la lágrima que brotaba de su ojo derecho. Todos buscaron los pañuelos. El fiscal, esa piedra, ese hielo, el más insensible de los organismos, se revolvió inquieto en la butaca, se sonrojó y se puso a mirar debajo de la mesa... Las lágrimas brillaron a través de sus lentes.
“¡Tenía que haber rechazado la acusación! –pensó. -¡Pues soportar este fiasco! ¿Ah?”
-¡Vean sus ojos! –continuó el defensor (su barbilla temblaba, su voz temblaba, y por sus ojos miraba un alma sufrida). ¿Es posible que esos ojos mansos, tiernos, puedan ver un crimen con indiferencia? ¡Oh, no! ¡Esos, estos ojos lloran! ¡Bajo estos pómulos de calmuco se ocultan unos nervios finos! ¡Bajo este pecho grosero, deforme, late un corazón nada criminal! ¡¿Y ustedes, gente, se atreven a decir que él es culpable?!
Ahí no resistió el mismo acusado. Le llegó su hora de llorar. Parpadeó, rompió a llorar y empezó a moverse inquieto...
-¡Soy culpable! –rompió a hablar, interrumpiendo al defensor. -¡Soy culpable! ¡Confieso mi culpa! ¡Robé y armé una estafa! ¡Soy un hombre maldito! ¡Tomé el dinero del baúl, y mandé a mi cuñada a esconder la pelliza robada!.. ¡Me arrepiento! ¡Soy culpable de todo!
Y el acusado contó cómo fue el asunto. Lo condenaron.

Título original: Sluchai iz sudiebnoi praktiki, publicado por primera vez en la revista Zritiel, 1883, Nº 20, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen:
Constantin Korovin, Portrait of Italian Singer Angelo Masini, 1890.