Unas personas de ambos sexos estaban sentadas en unas butacas blandas, comían frutas y, por hacer algo, criticaban a los doctores. Decidieron que si en este mundo no existieran los doctores en absoluto, pues sería excelente; por lo menos, las personas no se enfermarían y morirían tan a menudo.
-Por lo demás, señores, a veces... por lo demás... –rompió a hablar al final de todo una rubia pequeña, endeble, comiendo una pera y sonrojándose. –A veces los doctores son útiles... No se puede negar su utilidad en ciertos casos. En la vida familiar, por ejemplo. Imagínense que la esposa... ¿Mi esposo no está aquí?
La rubia echó una mirada a los interlocutores y, convencida de que en la sala no estaba su esposo, continuó:
-Imagínense que la esposa, a fuerza de cuales sean las razones, no desea que, supongamos, él... no se atreva ni acercarse a ella... Imaginen que ella no puede, en una palabra... amar al esposo, porque... en una palabra, se entregó a otro... ser amado. Bueno, ¿qué le ordenan hacer? Ella se dirige al doctor y le ruega, que él... encuentre las razones... El doctor va a ver al esposo y le dice que si... en una palabra, ustedes me entienden. Písiemskii incluso tiene algo en ese género1... El doctor va a ver al esposo y, en nombre de la salud de su esposa, le ordena a éste renunciar a sus deberes maritales... ¿Vous comprenez2?
-Pues yo no tengo nada en contra de los señores doctores –dijo sentado a un costado un viejecito, un funcionario. -¡Unas muy gentiles y, les puedo asegurar, inteligentes personas! Son los benefactores nuestros, si profundizar. Razonen ustedes mismos, muy señores míos... Usted pues, madame, hablaba ahora de los deberes maritales, y yo le diré sobre nuestros deberes. Nosotros también pues, amamos el sosiego y el anhelo de alma ese, de que todo esté bien. Mi servicio yo lo conozco, pero si, supongamos, su excelencia, usted se digna a exigir que por encima del servicio, pues disculpe, eso es ya un attande3. A nosotros nuestro sosiego nos es caro también... ¿Usted conoce a nuestro general? ¡Un alma de hombre! ¡La generosidad! Todos los actos, se puede decir, de alma. Y no te ofende, te da la mano, te pregunta por la familia... El jefe, y al igual que tú la conducta. Bromas así, dichos de todo tipo, chistes... Como un padre, en una palabra, hablando en resumen. Pero unas tres veces al año, en ese gran hombre hay un cambio. ¡Cambia! Se hace otro por completo, y... ¡no quiera Dios! Le gusta, saben, introducir reformas... Esa es su cuerda, su idea, como dicen los socialistas. Y cuando él pues –unas tres veces al año sucede eso con él –empieza a introducir reformas, ¡no te le acerques entonces! ¡Es como algún tigre o un león! Anda rojo así, sudado, tiembla, dice que no tiene gente. Andamos todos nosotros entonces pálidos, y... nos morimos de terror. Y nos retiene en el servicio hasta tarde en la noche, escribimos, corremos, hurgamos en los archivos, informes... y no quiera el Señor, ni al maldito tártaro se lo deseo. En el infierno oscuro es mejor. Y hace poco lloró, que no lo entienden, que no tiene unos verdaderos ayudantes... ¡Lloró! ¿Y acaso nos es grato ver, cómo el jefe llora?
El viejecito calló y se volteó, para no mostrar las lágrimas que brillaban en sus ojos.
-¿Y qué tienen que ver los doctores ahí? –preguntó la rubia.
-Y mire qué tienen que ver... Espere... Tan pronto empezamos a advertir, por lo tanto, que empieza ese mismo cambio, vamos ahora al doctor: “¡Iván Matvéich, hijito! ¡Benefactor, padre carnal, ayúdanos! Sólo en ti tenemos esperanza. ¡Haz una gracia divina, despáchalo tú al extranjero! No se puede vivir”... Bueno... El doctor pues, es un viejecito bondadoso, así... Es sabido, él mismo fue subordinado, y probó todo el dulce. Va a ver al nuestro, certifica... “El hígado –dice –no está... Algo en éste ahí no está, su excelencia... Si usted fuera, le dice, al extranjero, a disfrutar las aguas...” Bueno, lo asusta con el hígado, y aquél, es sabido, un hombre aprensivo, las enfermedades le espantan... Al instante al extranjero, y las reformas, ¡tiú, tiú! ¡Mire!
-Y pues, ¿si fuera el jurado, digamos... –empezó un mercader, –a quién ver si..?
Después del mercader empezó a hablar una dama madura, cuyo hijo hacía poco casi había ido al servicio militar.
Y empezaron a elogiar a los doctores, dijeron que sin ellos no se podía de ningún modo, que si en este mundo no hubiera doctores, pues sería horrible. Y decidieron al final de todo que, si no hubiera doctores, las personas se enfermarían y morirían mucho más a menudo.
1En el remolino, novela de Alexéi Písiemskii.
2¿Vous comprenez?, ¿ustedes comprenden?
3Attande (expresión popular), en los juegos de azar: espera, aguarda, no mezcles más, yo pongo.
Título original: Rasgovor, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 13, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: John Singer Sargent, A Dinner Table at Night, 1884.
-Por lo demás, señores, a veces... por lo demás... –rompió a hablar al final de todo una rubia pequeña, endeble, comiendo una pera y sonrojándose. –A veces los doctores son útiles... No se puede negar su utilidad en ciertos casos. En la vida familiar, por ejemplo. Imagínense que la esposa... ¿Mi esposo no está aquí?
La rubia echó una mirada a los interlocutores y, convencida de que en la sala no estaba su esposo, continuó:
-Imagínense que la esposa, a fuerza de cuales sean las razones, no desea que, supongamos, él... no se atreva ni acercarse a ella... Imaginen que ella no puede, en una palabra... amar al esposo, porque... en una palabra, se entregó a otro... ser amado. Bueno, ¿qué le ordenan hacer? Ella se dirige al doctor y le ruega, que él... encuentre las razones... El doctor va a ver al esposo y le dice que si... en una palabra, ustedes me entienden. Písiemskii incluso tiene algo en ese género1... El doctor va a ver al esposo y, en nombre de la salud de su esposa, le ordena a éste renunciar a sus deberes maritales... ¿Vous comprenez2?
-Pues yo no tengo nada en contra de los señores doctores –dijo sentado a un costado un viejecito, un funcionario. -¡Unas muy gentiles y, les puedo asegurar, inteligentes personas! Son los benefactores nuestros, si profundizar. Razonen ustedes mismos, muy señores míos... Usted pues, madame, hablaba ahora de los deberes maritales, y yo le diré sobre nuestros deberes. Nosotros también pues, amamos el sosiego y el anhelo de alma ese, de que todo esté bien. Mi servicio yo lo conozco, pero si, supongamos, su excelencia, usted se digna a exigir que por encima del servicio, pues disculpe, eso es ya un attande3. A nosotros nuestro sosiego nos es caro también... ¿Usted conoce a nuestro general? ¡Un alma de hombre! ¡La generosidad! Todos los actos, se puede decir, de alma. Y no te ofende, te da la mano, te pregunta por la familia... El jefe, y al igual que tú la conducta. Bromas así, dichos de todo tipo, chistes... Como un padre, en una palabra, hablando en resumen. Pero unas tres veces al año, en ese gran hombre hay un cambio. ¡Cambia! Se hace otro por completo, y... ¡no quiera Dios! Le gusta, saben, introducir reformas... Esa es su cuerda, su idea, como dicen los socialistas. Y cuando él pues –unas tres veces al año sucede eso con él –empieza a introducir reformas, ¡no te le acerques entonces! ¡Es como algún tigre o un león! Anda rojo así, sudado, tiembla, dice que no tiene gente. Andamos todos nosotros entonces pálidos, y... nos morimos de terror. Y nos retiene en el servicio hasta tarde en la noche, escribimos, corremos, hurgamos en los archivos, informes... y no quiera el Señor, ni al maldito tártaro se lo deseo. En el infierno oscuro es mejor. Y hace poco lloró, que no lo entienden, que no tiene unos verdaderos ayudantes... ¡Lloró! ¿Y acaso nos es grato ver, cómo el jefe llora?
El viejecito calló y se volteó, para no mostrar las lágrimas que brillaban en sus ojos.
-¿Y qué tienen que ver los doctores ahí? –preguntó la rubia.
-Y mire qué tienen que ver... Espere... Tan pronto empezamos a advertir, por lo tanto, que empieza ese mismo cambio, vamos ahora al doctor: “¡Iván Matvéich, hijito! ¡Benefactor, padre carnal, ayúdanos! Sólo en ti tenemos esperanza. ¡Haz una gracia divina, despáchalo tú al extranjero! No se puede vivir”... Bueno... El doctor pues, es un viejecito bondadoso, así... Es sabido, él mismo fue subordinado, y probó todo el dulce. Va a ver al nuestro, certifica... “El hígado –dice –no está... Algo en éste ahí no está, su excelencia... Si usted fuera, le dice, al extranjero, a disfrutar las aguas...” Bueno, lo asusta con el hígado, y aquél, es sabido, un hombre aprensivo, las enfermedades le espantan... Al instante al extranjero, y las reformas, ¡tiú, tiú! ¡Mire!
-Y pues, ¿si fuera el jurado, digamos... –empezó un mercader, –a quién ver si..?
Después del mercader empezó a hablar una dama madura, cuyo hijo hacía poco casi había ido al servicio militar.
Y empezaron a elogiar a los doctores, dijeron que sin ellos no se podía de ningún modo, que si en este mundo no hubiera doctores, pues sería horrible. Y decidieron al final de todo que, si no hubiera doctores, las personas se enfermarían y morirían mucho más a menudo.
1En el remolino, novela de Alexéi Písiemskii.
2¿Vous comprenez?, ¿ustedes comprenden?
3Attande (expresión popular), en los juegos de azar: espera, aguarda, no mezcles más, yo pongo.
Título original: Rasgovor, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 13, con la firma: “A. Chejonté”.
Imagen: John Singer Sargent, A Dinner Table at Night, 1884.