viernes, 25 de abril de 2008

El Montecillo rojo1


Así se llama entre nosotros la semana de Tomás, entre los rusos antiguos ese nombre lo llevaba una fiesta en honor de la primavera, que coincidía en el tiempo, precisamente, con la semana de Tomás. La primavera no es un funcionario importante y no hay por qué festejarla, pero los antiguos, los krivichís2, los miéris3 y restantes antecesores nuestros, que no contaban entre sí con laureados consejeros civiles ni comisarios de policía, tenían que festejar a la fuerza no a las personas, sino las estaciones del año y otras abstracciones. Ya que de la ignorancia salimos pero a la civilización, gracias a Dios, aún no hemos llegado, y habitamos el dorado intermedio, pues esta fiesta pagana se conservó hasta nuestro tiempo en toda su plenitud. Se celebra ésta en las montañas y los montecillos, donde la nieve se derrite antes y aparece la hierba verde, de aquí el nombre de la fiesta. Convendría llamarla realmente montecillo verde, pero nuestros antepasados salieron a nuestros contemporáneos: dar a todo lo destacado un matiz rojo era su pasión.
Las señoritas, la primavera, las plazas mejores, el pez más sabroso, todo eso se llamaba rojo y se hallaba bajo sospecha. En nuestro tiempo, el Montecillo rojo se celebra de esta manera. Los muchachos y las muchachas, con los rostros cubiertos de pecas en honor de la primavera, reunidos en algún lugar del montecillo, organizan corros y cantan canciones. Se cantan canciones de toda clase, sin elección y sin ningún sistema. Unos cantan: ¡Ah tú, pajarito canario!, y otros, que sirven en la ciudad de botones o de sirvientas, canturrean Nuestra China es país de libertad o Cuando el esposo quiere de pronto4, una mezcla de criterios paganos y humanitarios... Alternativamente con las canciones, se zurran los unos a los otros por la espalda en honor de la primavera, recuerdan después de cada palabra a los padres y hablan de los atrasos. El asunto termina en que a la multitud se acerca un sub-oficial y, tras reprochar ignorancia, invita al público a regresar. En la antigüedad, el Montecillo rojo se celebraba con raciocinio. Los caballeros y las señoritas, trabados en un estrecho grand-rond, empezaban a cantar canciones de modo solemne y generoso, las primaveras, en las que cantaban a Svaróg5, a S.T. Aksákov6, al trueno, a la lluvia primaveral y demás. Todo aquel que dilataba un cuplecito o empezaba a jugar con los labios, era expulsado con deshonor. El contenido de las primaveras se podía considerar entonces censurable por completo: el sol, encarnado bajo la apariencia de un príncipe, iba hacia la radiante princesa primavera, venciendo por el camino los obstáculos helados; al final de todo, cuando los obstáculos habían sido sorteados, el sol encerraba entre sus brazos a la primavera liberada, y no había capital, y la inocencia no se observaba, pero por lo menos era conmovedor... Pero ahora, cuando los matrimonios civiles están marcados por el desprecio de todas las personas bien pensadas, cuando por la apropiación de un título de príncipe ajeno, los culpables son castigados con toda la severidad de la ley, semejantes canciones no pueden no ser publicadas, no cantadas.
En nuestro tiempo, en el Montecillo rojo los habitantes van al cementerio rural y, bajo la apariencia de conmemorar a los parientes, organizan allí verdaderos picnics. Las conmemoraciones se acompañan de libaciones y dadivosos repartos de roscas, algo que gusta mucho a los diáconos supernumerarios y a las viudas salmistas, que no saben “donde apoyar la cabeza” ni "donde hay para el ofendido un sentido de rinconcito". Pero el Montecillo rojo no complacía tanto, con ninguna otra cosa, a los rusos antiguos, como con la comezón nupcial. Después de una prohibición de ocho semanas, los habitantes entraban en tal ardor febril, que las señoritas apenas alcanzaban a pescar el momento y los papáshas a registrar el adjetivo... Se casaban todos, al por menor y al por mayor, y se hallaban entre el número de las doncellas sabias no sólo las dignas, sino incluso las defectuosas e intactas tras los incendios e inundaciones... Tal epidemia nupcial se podía explicar sólo con las influencias atmosféricas y la larga cuaresma... Es extraño, entre nosotros, en cuaresma no se puede casarse, y después de Pascua se puede; y entre los hebreos es al revés, en cuaresma se puede, y después de Pascua no se puede; por lo tanto, los hebreos ven el matrimonio como algo de cuaresma.
A 20 vérstas de Kronshtadt, hay una elevación cubierta de arena rojiza, llamada Montecillo rojo. En ésta se construyó una estación de telégrafos, y en ese Montecillo rojo se casan sólo los telegrafistas. A propósito, una anécdota. Un alemán, miembro de nuestra Academia de ciencias, traduciendo algo del ruso al alemán, tradujo la frase “él se casó en el Montecillo rojo” de esta manera: “Er heiratete die m-lle Montecilla rojo”.

“Él se casó con la m-lle Montecilla Rojo” (Nota de Antón Chejov).

1Chejov escribe a Nikolai Léikin el 22 de marzo de 1885: “…envío tres cositas… De éstas, sólo una puede resultar inservible, pero las otras, me parece, sirven.”
2Krivichís (palabra anticuada), eslavos orientales que habitaban las regiones del Dviná occidental, el Dniéper y el Volga en los siglos VI-X, y se dedicaban a la agricultura, la ganadería y la artesanía.
3Miéris (palabra anticuada), finlandeses y ucranianos que habitaban el entrerío Volga-Ókskii en el primer milenio D.C., y se dedicaban a la agricultura, la caza y la artesanía.
4Principio del aria de Elena en La hermosa Elena, opereta de Jacobo Offenbach.
5Svaróg, Dios del cielo y del fuego celestial en la mitología eslava rusa.
6Serguéi Aksákov, escritor, poeta, crítico, censor, antiguo presidente del Comité de Censura de Moscú, autor de memorias noveladas.

Título original: Krasnaya gorka, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1885, Nº 13, con la firma: “El hombre sin bazo”.
Imagen: Alexey Savrasov, Rainbow, 1875.